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Estaba esperando a que los jueces entraran en la sala y a que empezara mi juicio cuando reparé en una chica sentada entre el público. Asiática, pero con algo de europeo en sus rasgos; guapa y con una expresión un poco desvalida.
Me pregunté por quién estaría allí y me volví a mirarla más de una vez, fingiendo mirar algo alrededor de mi banco.
Me pareció que me miraba a mí, lo cual, naturalmente, no tenía ningún sentido. Una chica como aquella jamás me habría mirado, ni siquiera en mis mejores tiempos, pensé. Por otra parte, no sabía cuáles habían sido mis mejores tiempos, insistí en pensar.
De esta manera, transcurrieron por lo menos diez minutos. Al final, los jueces salieron de la sala de deliberaciones, empezó la vista y yo dejé de hacer reflexiones idiotas.
Era un juicio por robo a mano armada y teníamos que escuchar al principal testigo, es decir, a la víctima. Un representante de joyería a quien le habían arrebatado todo el muestrario y también la inútil pistola que llevaba consigo.
Dos de los culpables habían sido detenidos poco después de los hechos, con el botín en el coche. Habían elegido un juicio rápido y habían sido condenados a unas penas bastante leves. Mi cliente había sido acusado de estar al loro. La víctima lo había reconocido en la comisaría, en un álbum fotográfico de individuos con antecedentes penales. El juicio se estaba celebrando en rebeldía porque mi cliente —el señor Albanese, jugador aficionado de fútbol y delincuente profesional—, al enterarse de que lo estaban buscando, había pasado a la clandestinidad. Acababa de cumplir una condena y no quería regresar al trullo. En este caso era inocente, decía.
El examen por parte del ministerio público había sido bastante rápido. El representante de joyería estaba muy tranquilo y no parecía sentirse atemorizado por la situación. Confirmó todo lo que ya había dicho en el transcurso de la investigación. Confirmó el reconocimiento fotográfico, la fotografía se incorporó al expediente del debate y el presidente me concedió la palabra para proceder a la repregunta.
—Usted ha declarado que los autores del robo a mano armada fueron tres. Dos le arrebataron materialmente el muestrario y la pistola, el tercero se mantenía a distancia y a usted le pareció que estaba vigilando. ¿Es así?
—Sí. El tercero estaba en la esquina, pero después se fueron los tres juntos.
—¿Nos puede confirmar que el tercero, el que después reconoció usted en la fotografía, se encontraba a unos veinte metros de distancia?
—Unos quince, veinte metros.
—Bien. Ahora quisiera que nos contara brevemente cómo se desarrolló el reconocimiento fotográfico que usted efectuó en la comisaría al día siguiente del robo a mano armada.
—Me dieron a mirar unos álbumes y en uno de ellos estaba la fotografía de esta persona.
—¿Lo había visto anteriormente alguna vez? Quiero decir ¿antes del robo?
—No. Pero cuando vi su cara en el álbum, me dije enseguida: yo a ese lo conozco. Y después me di cuenta de que era el que estaba al loro.
—¿Usted juega al fútbol?
—¿Cómo dice?
—Le he preguntado si usted juega al fútbol.
El presidente me preguntó qué tenía que ver aquella pregunta con el objeto del juicio. Le aseguré que todo quedaría muy claro en cuestión de un par de minutos y él me dijo que siguiera adelante.
—¿Juega al fútbol? ¿Participa en algún campeonato, en algún torneo?
Dijo que sí. Yo saqué de mi carpeta una fotografía de dos equipos de fútbol, de esas que se hacen antes de los partidos. Le pedí al presidente el permiso de acercarme y se la mostré al testigo. ¿Reconoce a alguien en esta fotografía?
—Claro. Estoy yo y los demás compañeros de mi equipo.
—¿Puede decirnos cuándo se hizo?
—El verano pasado, era la final de un torneo.
—¿Recuerda la fecha?
—Creo que fue el veinte, o el veintiuno de agosto.
—Aproximadamente un mes antes del robo.
—Me parece que sí.
—¿Y a los del otro equipo los conocía?
—A alguno, no a todos.
—¿Quiere volver a examinar la fotografía y decirme, si es tan amable, a quién reconoce del otro equipo?
Tomó la fotografía y la examinó, deslizando el dedo índice por los rostros de los jugadores.
—A éste lo conozco, pero no sé cómo se llama. Este otro creo que se llama Pasquale... no recuerdo el apellido. Este...
Puso una cara muy rara, se volvió a mirarme con semblante estupefacto y después miró de nuevo la fotografía.
—¿Ha reconocido a alguien más?
—Éste se parece...
—¿A quién se parece?
—Se parece un poco al de aquella fotografía...
—¿Quiere decir a aquel a quien usted reconoció en el álbum de la comisaría?
—Un poco se parece. Pero ahora no es fácil...
—Efectivamente, es la misma persona. ¿Lo recuerda ahora?
—Sí, podría ser él.
—Ahora que lo ha recordado, ¿puede afirmar que la persona que jugó al fútbol contra su equipo aquella tarde de agosto era la misma que participó en el robo?
—... ahora no sé... es difícil después de tanto tiempo.
—Claro, lo comprendo. Le voy a hacer una pregunta un poco distinta. Cuando usted sufrió el robo y vio a veinte metros de distancia al tercer cómplice, ¿se dio cuenta de que podía tratarse de la misma persona contra la cual había jugado al fútbol aproximadamente un mes atrás?
—No, ¿cómo hubiera podido...? Estaba lejos.
—Estaba lejos, efectivamente. He terminado, señor presidente, muchas gracias.
El presidente dictó para que constara en acta la fecha del aplazamiento y, mientras le decía al ujier que anunciara el siguiente juicio, yo me volví para buscar a la chica asiática. Tardé unos segundos porque no estaba sentada en el mismo sitio donde yo la había visto al principio de la vista. Se encontraba de pie, muy cerca de la salida, a punto de marcharse.
Nuestras miradas se cruzaron por un instante. Después dio media vuelta y desapareció por los pasillos del juzgado.