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La llamada se recibió por la tarde, mientras yo estaba atendiendo a un cliente.
Maria Teresa me llamó por el interfono y, antes de darme tiempo a decirle que cuando atendía a los clientes no quería interrupciones, me dijo que era el abogado Corrado Macrì de Roma.
Permanecí unos segundos en silencio. Recuerdo que me pregunté textualmente: ¿cómo demonios no se me ocurrió pensar que podría llamarme?
—Muy bien, pásamelo. —Y, cubriendo el micrófono, le dije al cliente que tenía delante, el señor Martinelli, un jubilado de expresión obtusa a quien la policía forestal había embargado un chaletito ilegal construido en mitad de un bosque protegido— si quería disculparme un minuto porque se trataba de algo muy urgente. Quería decir: si era tan amable de salir unos minutos del despacho, pero el hombre no lo entendió, dijo que no me preocupara, que estuviera tranquilo, y se quedó sentado en su sitio.
—¿Dígame?
Pausa, ruido de fondo. Debía de estar en el coche.
Después una voz más bien profunda y pastosa. Con un acento calabrés apenas perceptible, mucho menos evidente de lo que yo me esperaba, basándome en mis estereotipos.
—¿El compañero Guerrieri?
—¿Con quién hablo?
—Soy el compañero Macrì, de Roma.
Compañero, claro.
—Usted dirá.
Otra pausa, pero corta. No tardó mucho en llegar a la conclusión de que le importaba un bledo el hecho de que yo lo hubiera tratado de usted.
—Oye, compañero, no quiero dar muchos rodeos. Hoy he recibido una notificación de la secretaría del Tribunal Superior de Bari. Una citación para ir a declarar en el juicio de un tal Paolicelli a quien yo defendí en primera instancia, como ya sabes.
Defender es una palabra un poco imprecisa, diría yo. Digamos más bien que lo jodiste en primera instancia.
—Me he enterado de que ahora lo defiendes tú y te quería preguntar por qué motivo me han citado. ¿Ha sido el fiscal?
Una nota apenas perceptible de preocupación en medio de aquella voz pastosa. No sabía por qué razón lo habían citado. Y, por consiguiente, aún no sabía que me tenía que dar las gracias. La parte más divertida de la llamada aún estaba por llegar.
—Mira, Macrì —y a tomar por culo el usted, ya que no servía para nada—, necesitamos aclarar algunos detalles...
—Perdona, Guerrieri, necesitamos, ¿quién?
La nota de preocupación se había convertido en un matiz agresivo.
—Yo y mi cliente hemos...
—¿Tú y tu cliente? ¿Te refieres a Paolicelli? ¿Me estás diciendo que has sido tú el que ha pedido mi citación?
—Como te decía, necesitamos aclarar algunas circunstancias...
—Pero ¿qué coño estás diciendo? ¿Me has mandado citar tú?
Vaya. La fase de los matices ya había terminado. Me pegué instintivamente el auricular a la oreja y le lancé una mirada a mi cliente. Estaba contemplando con escaso interés una reproducción enmarcada de Cantatore que yo había colgado en mi despacho unas cuantas semanas atrás.
—Mira, no estoy acostumbrado a hablar con alguien que levanta la voz —pensé que estaba diciendo unas chorradas auténticamente descomunales— y, en cualquier caso, creo que tú mismo te das cuenta de que no es bueno seguir esta conversación. Yo soy defensor en un juicio en el que, tanto si te gusta como si no —experimenté un pequeño y miserable placer al pronunciar aquellas palabras: tanto si te gusta como si no—, tendrás que venir a declarar como testigo. Cuando te presentes en la sala...
—¿Presentarme en la sala? Pero ¿tú eres tonto o qué? —Ahora su voz sonaba casi estrangulada por la rabia—. Pero ¿es que tienes mierda en el cerebro? ¿Tú crees que yo voy a ir a hacer esa payasada delante de un tribunal superior de justicia? Métetelo bien en la cabeza que un cuerno iré yo a Bari a hacer este numerito.
Permanecí unos instantes en silencio, sopesando dos tipos de respuesta. Después lancé un suspiro y contesté en un tono aparentemente tranquilo.
—Creo que sería una malísima idea no comparecer. Si el día de la vista no estás en la sala, pediré al presidente que te mande acompañar por los carabineros. No sé si he conseguido transmitirte la idea.
Silencio. Ruido de fondo. Me pareció oír su afanosa respiración, pero tal vez sólo fueran figuraciones mías. Tal como también lo debieron de ser por un momento los pensamientos homicidas que a él le debieron de pasar por la cabeza. Decidí aprovechar la situación.
—Y ahora, si me disculpas, estoy atendiendo a un cliente...
Despertó justo en aquel preciso instante. Dijo que yo no había comprendido con quién estaba hablando y que tendría que andarme con mucho cuidado. Fue lo último que oí antes de colgarle el teléfono en las narices con un gesto no debidamente controlado. Como el de alguien que cierra la puerta a su espalda para huir de una persecución.
—¿Todo bien, abogado? —me preguntó el cliente con un destello de curiosidad e incluso una pizca de preocupación en la estúpida expresión de su rostro.
—Todo bien —contesté, y tuve que hacer un esfuerzo para no dar unas explicaciones que, lo sabía muy bien, sólo habrían sido una manera de darme importancia.
Todo bien una mierda. Me di cuenta de que me temblaban las manos y tuve que apoyarlas en el escritorio para no dar un espectáculo delante del señor Martinelli.
¿En qué maldito lío me estaba metiendo?