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El telegrama llegó dos días después. La fórmula es siempre la misma, más o menos.
El detenido Fulanito de Tal te nombra defensor suyo, indica el número del juicio y te pide que vayas a verlo a la cárcel para hablar de su situación.
En este caso, el detenido no se llamaba Fulanito de Tal sino Fabio Paolicelli, indicaba el número del juicio y me pedía que fuera a verlo urgentemente a la cárcel.
Fabio Paolicelli. ¿Y ése quién era? El nombre me sonaba de algo, pero no conseguía establecer de qué. Me fastidiaba mucho porque, desde hacía algún tiempo, estaba convencido de que ya no conseguía recordar bien los nombres. Me parecía un inquietante presagio del deterioro de mis facultades mentales. Una chorrada, naturalmente, porque yo los nombres jamás los había recordado y tenía el mismo problema a los veinte años. Pero pasados los cuarenta los pensamientos estúpidos se multiplican y los fenómenos insignificantes se convierten en síntomas de la vejez inminente.
En cualquier caso, me devané los sesos unos cuantos minutos y después lo dejé correr. En cuestión de muy poco tiempo descubriría si de veras conocía a aquel sujeto cuando fuera a verlo a la cárcel.
Llamé a Maria Teresa y le pregunté si teníamos citas para aquella tarde. Me dijo que esperábamos al señor Abbaticchio, pero que sería a última hora de la tarde, poco antes de cerrar.
Así pues, viendo que eran las cuatro, que estábamos a jueves, que los jueves se podía visitar a los clientes detenidos hasta las seis de la tarde y, sobre todo, que no me apetecía para nada ponerme a estudiar los expedientes de los juicios del día siguiente, decidí ir a conocer al señor Fabio Paolicelli, que deseaba verme urgentemente. Y, de esta manera, por aquella tarde, todos estaríamos satisfechos. Más o menos.
Desde hacía algún tiempo, utilizaba la bicicleta. Desde que se había ido Margherita, había introducido algún cambio. No sabía muy bien por qué, pero el hecho de introducir algún cambio me había ayudado. Entre ellos, comprarme una bonita bicicleta de las antiguas, negra y sin marchas, pues en las calles de Bari no sirven para nada. En muy poco tiempo había dejado de utilizar el coche y eso me gustaba. Empecé yendo al tribunal en bici; después me atreví a ir a la cárcel, que está más lejos, y, al final, dejé el coche incluso para las salidas nocturnas, puesto que, por regla general, iba solo a todas partes.
Tiene cierto peligro circular por Bari en bicicleta; no hay carriles bici y los automovilistas te consideran poco más que un obstáculo molesto; pero se llega a todas partes mucho antes que con el coche. Y, de esta manera, un cuarto de hora después, un tanto aterido, ya estaba en la entrada de la cárcel.
El suboficial que aquella tarde se encargaba del acceso era nuevo y no me conocía. Y por eso lo hizo todo según dictaban las normas. Examen de la documentación, retirada del móvil, comprobación del nombramiento. Al final, me franqueó la entrada y atravesé la habitual serie de puertas blindadas que se abrían y cerraban a mi paso hasta llegar a la sala de los abogados. Siempre la misma, tan acogedora como la recepción de un depósito de cadáveres provinciano.
Se lo tomaron con calma y mi nuevo cliente llegó por lo menos un cuarto de hora después, cuando yo ya estaba pensando en pegarle fuego a la mesa o a alguna silla para calentarme y llamar la atención.
Lo reconocí en cuanto entró a pesar de que habían transcurrido más de veinticinco años desde la última vez que lo había visto.
Fabio Paolicelli llamado Fabio Raybán, con acento en la segunda sílaba al estilo de Bari. Lo llamaban así debido a las gafas ahumadas que siempre llevaba puestas, incluso de noche. Por eso no conseguía acordarme de quién era. Para mí, para todos, ese siempre había sido Fabio Raybán.
Corrían los años setenta. Un largo y lívido telediario en blanco y negro que, en mi recuerdo, empieza con unas imágenes de la Piazza Fontana de Milán inmediatamente después del estallido del artefacto. Yo tenía siete años, pero lo recuerdo muy bien: las fotografías de los periódicos, los reportajes de la televisión, incluso las conversaciones en casa entre mis padres y con los amigos que los iban a visitar.
Una tarde, quizás al día siguiente de la matanza, le pregunté al abuelo Guido por qué habían colocado aquella bomba, si estábamos en guerra y con qué país. Él me miró y permaneció en silencio. Fue la única vez que no tuvo palabras para contestar a mis preguntas.
Recuerdo casi todos los hechos importantes de aquellos años. Los recuerdo en aquellos telediarios en los que poco a poco empezaron a salir rostros de chicos como los nuestros.
Yo me juntaba esporádicamente y sin demasiada convicción con los grupos de la izquierda extraparlamentaria.
En cambio, Fabio Raybán era mamporrero fascista.
Y puede que algo más que simple mamporrero. De él, y de otros como él, se contaban muchas cosas. Se hablaba de robos a mano armada cometidos por el simple placer del gesto audaz. De campamentos paramilitares en las zonas más alejadas del altiplano de la Murgia, a los que asistían ambiguos personajes de las fuerzas armadas y de los servicios secretos. De sedicentes fiestas arias en lujosas villas de los suburbios. Se decía sobre todo que Raybán había formado parte de la pandilla que había matado a navajazos a un chico comunista y poliomielítico de dieciocho años.
Después de un largo juicio, uno de aquellos fascistas fue condenado por homicidio y, a continuación, se suicidó muy oportunamente en la cárcel. Dejando caer una lápida sepulcral sobre la posibilidad de identificar a los demás culpables. En los días que siguieron a aquel asesinato, Bari se llenó con el humo de los gases lacrimógenos, con el acre olor de los automóviles incendiados y con el ruido de las carreras por las desiertas aceras. Bolas de metal que rompían escaparates. Sirenas y luces intermitentes azules que rompían la gris tranquilidad de las tardes de finales de noviembre.
Los fascistas estaban organizados de una manera muy profesional. Como delincuentes profesionales. Sus argumentos políticos eran las barras de hierro, las cadenas y las navajas. Eso cuando no aparecían las pistolas. Bastaba con pasar por Via Sparano, por la parte de la iglesia de San Ferdinando, considerada zona negra fascista, con un periódico, un libro e incluso con una prenda de vestir equivocada, para acabar recibiendo unas palizas bestiales.
A mí también me ocurrió.
Tenía catorce años y siempre llevaba una trenca verde de la que me sentía muy orgulloso. Una tarde estaba dando un paseo por el centro con dos amigos que eran poco más que unos niños como yo cuando, en un abrir y cerrar de ojos, nos vimos rodeados. Eran unos chicos de dieciséis o diecisiete años, pero parecían hombres. A esa edad, dos años de diferencia son una vida.
Entre nuestros atacantes había un sujeto rubio, alto y delgado, con una cara a lo David Bowie. Llevaba gafas ahumadas Rayban, a pesar de que ya estaba oscuro. Sonreía con unos labios muy finos de una manera que me heló la sangre.
Uno bajito y muy musculoso, con un incisivo roto, se acercó un poco más y me dijo que era un hijoputa rojo. Me tenía que quitar enseguida aquella trenca de mierda, de lo contrario, ya se encargarían ellos de administrarme el aceite de ricino que me merecía.
En medio del obtuso terror de aquel momento, encontré la manera de preguntarme qué significaba aquella frase. Hasta entonces, jamás había oído hablar del aceite de ricino, las purgas fascistas y cosas por el estilo.
Mi amigo Roberto se meó encima. No metafóricamente. Vi la huella del líquido que bajaba por las perneras de sus vaqueros desteñidos mientras yo, con un hilillo de voz, preguntaba por qué me tenía que quitar la trenca. El otro me soltó un guantazo entre la mejilla y la oreja. Muy fuerte.
—Quítatela, compañero de mierda.
Estaba aterrorizado y me entraban ganas de llorar, pero no me quité la trenca. Tratando desesperadamente de reprimir las lágrimas, volví a preguntar por qué. Y el otro me largó otro guantazo y después un puñetazo y después patadas y más puñetazos y bofetadas en medio de la gente que pasaba y miraba para el otro lado.
En determinado momento —yo estaba en el suelo, acurrucado para protegerme de los golpes—, alguien los obligó a largarse.
Lo que ocurrió después está más nítido y presente en el recuerdo.
Un señor me ayuda a levantarme y me pregunta con un acusado acento barés si quiero ir a urgencias. Le digo que no, que quiero irme a casa. Tengo las llaves de mi casa, añado, como si el detalle pudiera interesarle o tuviera algún sentido.
Y después me voy y mis amigos ya no están allí y yo no sé cuándo han desaparecido. Por el camino, me echo a llorar. No tanto a causa del dolor de los golpes cuanto de la humillación y el miedo. Pocas cosas se recuerdan tan bien como la humillación y el miedo.
Malditos fascistas.
Y, llorando y sorbiéndome los mocos, digo en voz alta que la trenca no me la he quitado. Este pensamiento me ayuda a enderezar la espalda y a dejar de llorar. No me he quitado la trenca, fascistas de mierda. Y recuerdo vuestras caras.
Y algún día me la vais a pagar.
Cuando Paolicelli entró en la sala de los abogados, lo recordé todo. Con la violencia de una ráfaga repentina que abre de golpe las ventanas, hace golpear las puertas y dispersa los papeles.
Me tendió la mano y yo vacilé un instante antes de estrechársela. Me pregunté si se habría dado cuenta. Los recuerdos —cosas vagas, ruidos, voces de chicos y chicas, olores, gritos de terror, las canciones de los Inti Illimani, la cara de alguien cuyo nombre no recordaba y que había muerto de sobredosis en los lavabos del colegio— se agolpaban en mi cabeza como las criaturas liberadas de repente de un sortilegio que las mantenía prisioneras en los sótanos o en las buhardillas de la memoria.
Él no se acordaba de mí con toda seguridad.
Dejé pasar un puñado de segundos para no ser demasiado brusco antes de preguntarle por qué me había nombrado defensor y después por qué motivo se encontraba en el trullo.
—Me detuvieron hace un año y medio por tráfico internacional de estupefacientes. Tuve un juicio rápido y me echaron dieciséis años, más una multa tan enorme que ya ni siquiera la recuerdo.
Era tu destino, fascista. Pagas ahora por todo lo que no pagaste entonces.
—Regresaba de unas vacaciones en Montenegro. En el puerto de Bari, la Guardia di Finanza1 estaba efectuando unos controles con perros adiestrados en la lucha antidroga. Cuando llegaron a mi coche, los perros se volvieron locos. Me llevaron al cuartel, desmontaron el coche y, ocultos en el bastidor de la carrocería, encontraron cuarenta kilos de cocaína de purísima calidad.
Cuarenta kilos de cocaína purísima justificaban aquella pena, incluso en un juicio rápido. Y, en cualquier caso, la historia de los controles aleatorios los agentes de la Guardia di Finanza se la podrían contar a sus abuelitas. Alguien les había soplado la noticia de que había un correo de paso en el puesto fronterizo y, siguiendo el guión, habían montado el numerito del control de rutina. Para no quemar al confidente.
—La droga no era mía.
Las palabras de Paolicelli interrumpieron bruscamente la secuencia de mis pensamientos.
—¿En qué sentido no era suya? ¿Había alguien más con usted en el coche?
—En el coche conmigo estaban mi mujer y mi hija. Regresábamos de pasar una semana en la playa. Y la droga no era mía. No sé quién la puso.
Vaya, pensé. Se avergüenza de haber transportado droga en el mismo coche en el que viajaban su mujer y la niña. Muy típico de vosotros los fascistas: ni siquiera sois capaces de representar dignamente el papel de criminales.
—Disculpe, Paolicelli, pero ¿cómo es posible que alguien la colocara sin que usted lo supiera? Quiero decir, estamos hablando de cuarenta kilos, de un paquete debajo de la carrocería que... en resumen, no soy un experto en estos quehaceres, pero eso habrá exigido cierto tiempo. ¿Le prestó el coche a alguien en Montenegro?
—No se lo presté a nadie, pero, durante todas las vacaciones, lo tuve en el aparcamiento del hotel. Y el portero del hotel tenía las llaves, había que dejárselas porque el aparcamiento estaba lleno y a veces había que apartar un coche, hacer maniobras. Alguien, con la complicidad del portero, debió de colocar la droga de noche, probablemente la víspera de nuestra partida, con la intención de recuperarla o de que algún cómplice la recuperara en Italia tras pasar por la aduana. Ya sé que parece absurdo, pero la droga no era mía. Juro que no era mía.
Precisamente. Era absurdo.
Era una de las muchas historias absurdas que se suelen oír en las salas de justicia, en los cuarteles, en las cárceles. La más clásica de esas historias la suelen contar inevitablemente los que son descubiertos en posesión de pistolas engrasadas, eficientes y con la bala en la recámara. Todos dicen que se la acaban de encontrar por casualidad, normalmente debajo de un matorral o de un árbol o en un contenedor de la basura. Todos dicen que jamás habían utilizado una pistola y que se disponían a ir a entregarla a los carabineros o a la policía. Precisamente por eso la llevaban en la cintura con la bala en la recámara mientras rondaban, es un decir, por los alrededores de una joyería o de la casa de un competidor en sus negocios ilegales. Le quería decir que me importaba un bledo que hubiera llevado cuarenta kilos de droga desde Montenegro a Italia, que me importaba un bledo que ya lo hubiera hecho otras veces, y muchas, por cierto. Y que, por consiguiente, podía decirme tranquilamente la verdad, lo cual también habría simplificado las cosas. Yo era abogado penalista y me correspondía defender a las personas como él. Imagínate si me interesaba expresar opiniones acerca de mis clientes. Le quería decir más o menos todas estas cosas, pero no lo hice. De repente, me di cuenta de lo que estaba ocurriendo en mi cabeza, y no me gustó.
Comprendí que deseaba arrancarle una confesión. Para estar absolutamente seguro de que era culpable y para acompañarlo a su destino de presidiario de larga duración sin ningún problema de conciencia profesional, deontología y cosas por el estilo.
Comprendí con toda claridad que deseaba ser su juez —y quizá también su verdugo— más que su abogado. Quería saldar una antiquísima cuenta.
Y eso no estaba nada bien. Me dije que tenía que pensarlo porque, si creía que no podría controlar aquel impulso, entonces tendría que renunciar a la defensa. Más aún: ni siquiera tendría que aceptarla.
—¿Qué ocurrió después de la detención?
—Después del hallazgo de la droga, me propusieron colaborar. Me dijeron que querían hacer una... ¿cómo se llama?
—¿Una entrega controlada?
—Eso, sí, una entrega controlada. Me dijeron que me dejarían ir con el coche y la droga a bordo. Tendría que ir a efectuar la entrega como si nada hubiera ocurrido. Ellos me seguirían y, en el momento oportuno, practicarían la detención de los que esperaban el alijo. Me dijeron que tendría una rebaja muy grande de la pena, que podría salir con tres años como máximo. Yo les dije que la droga no era mía y que, por consiguiente, no sabría adónde llevarla. Entonces ellos dijeron que me iban a detener y que también detendrían a mi mujer porque era evidente que ambos estábamos conchabados. Entonces me asusté y dije que sí, que la droga era mía, pero que mi mujer no sabía nada. Llamaron al fiscal y éste les dijo que me detuvieran solo a mí tras haber incorporado mi declaración al acta. Entonces incluyeron mi confesión en el acta. Pero dejaron libre a mi mujer.
Hablaba en tono amable y con un fondo de desesperación.
Me pidió un cigarrillo y yo le dije que no tenía porque hacía un par de años que había dejado de fumar. Él también llevaba más de diez años sin fumar, dijo. Había vuelto a hacerlo al día siguiente de su ingreso en la cárcel.
¿A quién había nombrado defensor en el momento de la detención? ¿Y por qué había decidido cambiarlo? Por su manera de mirarme antes de contestar, comprendí que estaba esperando aquella pregunta.
—Cuando me detuvieron, me preguntaron quién era mi abogado porque tenían que avisarle. Yo no tenía abogado y les dije que no sabía a quién nombrar. Mi mujer todavía estaba conmigo —de la niña se había hecho cargo una amiga— y yo le dije que pidiera consejo a alguien para que la ayudara a encontrar un buen abogado. Al día siguiente, ella designó un abogado.
—¿Y a quién nombró?
Allí empezó la parte más extraña del asunto, en caso de que Paolicelli estuviera diciendo la verdad.
—Mi mujer estaba saliendo de casa cuando fue abordada por un fulano que dijo haber sido enviado por unos amigos que nos querían ayudar. Éste le dijo que nombrara a un abogado de Roma, un tal Corrado Macrì, que me sacaría de apuros. Le entregó un papelito con el nombre y un número de teléfono móvil y le dijo que lo nombrara enseguida para que él pudiera venir a verme a la cárcel antes del interrogatorio en presencia de un magistrado.
—¿Y su mujer?
La mujer de Paolicelli, que no sabía qué hacer y no conocía a ningún abogado, nombró a este Macrì. El hombre viajó desde Roma en cuestión de pocas horas, como si estuviera esperando el nombramiento y no tuviera ningún otro compromiso. Fue a ver a Paolicelli a la cárcel y le dijo que no se preocupara, que él lo arreglaría todo. Cuando Paolicelli le preguntó quién le había transmitido el encargo y quién era la persona que había abordado a su mujer, el hombre le repitió que no se preocupara y procurara simplemente seguir sus consejos y todo iría bien. Y, en primer lugar, le aconsejó que, en el momento del interrogatorio delante del juez, se acogiera al derecho de no responder, pues, de lo contrario, correría el riesgo de agravar la situación.
Me pregunté qué esfuerzo de imaginación se podía hacer para agravar aquella situación, pero no se lo dije a Paolicelli.
Presentaron un recurso ante el Tribunal de la Libertad, el cual confirmó la detención preventiva.
Lo contrario me habría sorprendido, pensé. Pero eso tampoco lo dije.
Macrì presentó recurso ante el Tribunal Supremo, señalando la existencia de una irregularidad de forma —no concretó cuál— con la esperanza de conseguir la anulación de la resolución del Tribunal de la Libertad.
Sus esperanzas resultaron infundadas porque el Tribunal Supremo también ratificó la detención preventiva. Pero Macrì seguía mostrándose optimista. Le decía a Paolicelli, y también a su mujer, que no se preocuparan y que, con un poco de paciencia, él lo arreglaría todo de la mejor manera. Lo decía con segunda intención, como alguien que tiene las llaves apropiadas y las utilizará en el momento oportuno.
Llegaron a la vista preliminar, Macrì se aseguró de que Paolicelli no hiciera ninguna declaración y pidieron un juicio rápido. Yo ya sabía cómo había terminado.
—Y entonces, ¿qué dijo Macrì?
—Me repitió que no me preocupara, que él lo arreglaría todo.
—¿Está de guasa?
—No. Dijo que en primera instancia estaba cantado que la cosa terminara así... en cambio, en las semanas anteriores me había asegurado que, en el peor de los casos, saldría con una condena de cuatro, cinco años y que en el recurso de segunda instancia las cosas se arreglarían. Fue precisamente tras haber leído el recurso —una paginita en la que no figuraba escrito prácticamente nada— cuando me cabreé.
—Y entonces, ¿qué ocurrió?
—Le dije que estaba jugando con mi vida. Le dije que sabía muy bien quién lo había enviado. Y después le dije que estaba hasta el gorro y llamaría al magistrado y se lo contaría todo.
—¿Y qué le quería contar usted al magistrado?
—No me refería a nada en concreto. Se me ocurrió decírselo en un momento de rabia para sacudirlo de su inactividad, para provocar una reacción. En realidad, no tengo ni idea de quién lo envió. Pero él me debió de creer, debió de pensar que tenía efectivamente algo importante que contar.
—¿Y él qué dijo?
—Cambió bruscamente de tono. Me dijo que tuviera cuidado con lo que hacía y, sobre todo, con lo que decía. Dijo que, en la cárcel, los que no saben comportarse como es debido pueden sufrir accidentes.
Me di cuenta de que estaba respirando afanosamente. Jadeaba y tuvo que respirar un poco antes de volver a empezar.
—En realidad, no tenía nada que contarle al magistrado. Aparte del hecho de que la droga no era mía. Cosa que él no se habría creído, tal como, por otra parte, usted tampoco se ha creído.
Hice ademán de contestar. Pero después me dije que él tenía razón, me callé y dejé que siguiera adelante.
—En cualquier caso, Macrì me dijo que, si ya no confiaba en él, no había ninguna razón para que se siguiera encargando de mi defensa. Renunciaba al mandato, pero yo tendría que recordar lo que él me había dicho. En caso de que pidiera hablar con el magistrado, ellos se enterarían enseguida. Y se fue.
Ahora era yo el que necesitaba un cigarrillo. A aquellas alturas, me ocurría muy de tarde en tarde, más que nada en los momentos en que las cosas no estaban demasiado claras. Y, si Paolicelli decía la verdad, aquella historia no estaba muy clara, como mínimo.
—Ah, olvidaba un par de cosas más.
—¿Sí?
—Se negó a que le pagara. No quiso ni un céntimo, a pesar de los viajes, todas las veces que vino, los gastos. Nada. Yo le decía que quería pagar y él me contestaba que no me preocupara, que cuando ya lo hubiéramos arreglado todo (siempre hablaba de arreglarlo todo), ya le haría un regalo. Y después, cuando consiguió del ministerio público el desembargo del coche, que figuraba a nombre de mi mujer, quiso ir personalmente a retirarlo. No me parece un comportamiento muy normal en un abogado.
No. No era un comportamiento normal en absoluto.
Toda aquella historia del abogado era extraña. Demasiado retorcida para haber sido inventada. Y, por consiguiente, no comprendía muy bien qué era lo que tenía delante. Estaba tratando de pensar y él se dio cuenta porque no me interrumpió. ¿Y si fuera verdad que la droga no era suya? ¿Podía haber ocurrido de verdad que alguien se hubiera inventado un sistema semejante para traficar con cocaína? Cuanto más lo pensaba, más esquizofrénicas se volvían mis reflexiones. Por un lado, me decía que eran unas conjeturas sin sentido, que ciertas cosas sólo ocurren en las películas o en las novelas. Y, por otro, la idea de que Paolicelli estuviera diciendo la verdad me parecía terrorífica y tremendamente realista. Contemplaba el asunto como si fuera uno de aquellos cromos mágicos que de pequeño encontraba en los envases de queso en porciones: según cómo las desplazabas, las imágenes cambiaban, el protagonista se movía, aparecían otros personajes. Aquel asunto parecía justamente un cromo mágico, con sombríos personajes y vagos hedores pútridos cuando te acercabas demasiado para intentar captar los detalles.
Le dije que, de momento, era suficiente. Ahora tenía que examinar los papeles para hacerme una idea más exacta. Él me contestó que la copia de todo el expediente la tenía su mujer y que ésta me la llevaría al despacho antes del fin de semana. Me preguntó cuánto me tendría que entregar como anticipo y yo le contesté que, antes de aceptar el caso, tendría que echar un vistazo a los papeles puesto que, entre otras cosas, un compañero estaba implicado en el asunto. Él asintió con la cabeza y no me preguntó nada más.
Yo me había levantado y estaba recogiendo el impermeable cuando pensé que había una cosa que quería saber antes de irme.
—¿Por qué yo? Quiero decir: ¿por qué me ha nombrado a mí?
El otro sonrió con una extraña expresión en el rostro. Esperaba la pregunta.
—En la cárcel se habla mucho. Se habla mucho de los jueces y de los fiscales. Los buenos, los cabrones, los que lo hacen bien, los peligrosos, los corruptos. Y se habla de los abogados.
Interrumpió sus palabras y me miró. Mi cara le decía que lo estaba siguiendo.
—Los que lo hacen bien, pero son unos cabrones. Los honrados, pero que no abundan mucho o están sometidos a los jueces. Los lameculos. Los que tienen (o dicen tener) los atajos apropiados para llegar a todas partes. Se dicen montones de cosas.
Otra pausa, otra mirada. Mi cara era la misma. Él buscaba las palabras.
—De usted se dice que no tiene miedo.
—¿En qué sentido?
—Se dice que no se echa para atrás cuando es por una causa justa. Se dice que es un hombre de bien.
Experimenté un leve hormigueo en el cuero cabelludo y a lo largo de la espalda.
—Y de usted también se dice que está muy capacitado.
No sabía qué decir. Él siguió adelante y se le quebró la voz, como si se le hubieran agotado las fuerzas para poder dominarse.
—Sáqueme de aquí. Soy inocente, se lo juro. Tengo una niña. Es lo único que verdaderamente me importa en la vida. He cometido un montón de estupideces, pero esta niña es la razón de mi vida. No la he vuelto a ver desde que me detuvieron. No he querido que venga a verme a la cárcel y por eso no la he vuelto a ver desde aquella maldita mañana.
Las últimas palabras fueron una solución intermedia entre un estertor y un susurro.
Ahora estaba deseando salir de allí. Tenía ganas de escapar y por eso le dije que estudiaría los papeles en cuanto los recibiera; que pronto nos volveríamos a ver para hablar del asunto. Después nos estrechamos la mano y me fui.