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Ni siquiera me apetecía emprenderla a puñetazos con el saco, por lo que, al llegar a casa, me preparé un bocadillo, me lo comí y salí a dar una vuelta sin cambiarme siquiera.

En un santiamén me planté en las calles del barrio de la Libertà. Unos lugares que me recordaban antiguas historias y una época de mi vida alrededor de los veinte años en la que las cosas parecían más sencillas.

Me detuve distraídamente delante de la entrada de una especie de club privado. Se oían desde el interior unas voces hablando en dialecto. Unos siete, ocho hombres permanecían sentados alrededor de una mesa. Hablaban en voz alta y gesticulaban entre sí atropellándose los unos a los otros. A un lado, en el suelo, dos cajas de cerveza Peroni.

Estaban jugando a la cerveza. Es más, para utilizar el término técnico: estaban menando la birra, zurrando la cerveza. Un camino intermedio entre el juego y el rito tribal que se practica con una baraja de cartas napolitanas y distintas botellas de cerveza.

—¡Abogado Guerrieri!

Tonino Lopez, famoso perista con un certificado de antecedentes penales del tamaño de un pequeño volumen. Cliente mío desde hacía unos diez años.

Su trabajo oficial, en los intervalos entre una y otra detención, era el de verdulero y —puesto que, por ignorados motivos, yo le caía especialmente simpático— cada dos o tres meses me enviaba al despacho una caja de fruta o de alcachofas o un tarro de aceitunas en salmuera o dos botellas de vino de pueblo. Cada vez lo llamaba a la tienda para darle las gracias y cada vez, invariablemente, me contestaba de la misma manera.

—A su disposición, avvocà. Para usted, siempre a su disposición.

Tonino se levantó de la sillita plegable de madera, se me acercó y me tendió la mano.

—Estamos menando la birra, avvocà. No querrá sentarse, ¿verdad?

No lo pensé dos veces. Di las gracias y entré. En el aire se aspiraban unos densos efluvios de alcohol, de humo y de humanidad variada. Lopez me presentó a los demás. Casi todos ellos eran rostros ya vistos por las calles del barrio y en los pasillos de los juzgados. Alguien dijo buenas noches y otros saludaron con una inclinación de la cabeza. Nadie dio muestras de sorprenderse de mi llegada, de mi corbata, de mi traje gris de abogado.

Tonino tomó otra silla plegable apoyada contra la pared, la abrió y la colocó al lado de la suya. Después sacó una cerveza de la caja, la destapó y me la ofreció.

—Siéntese, abogado. Acepte una cerveza.

Tomé la cerveza y me la bebí hasta la mitad sin apartar la boca. Eso le gustó mucho a Tonino, lo vi por la expresión de su rostro. Había bebido como un hombre. Pensé que sería mejor quitarme la corbata. Lo hice mientras miraba a mi alrededor. Era una pequeña estancia desnuda con una sola puertecita de madera desconchada en el lado contrario a la calle. En las sucias paredes sólo había dos carteles de fútbol: uno con la fotografía del Bari de tiempos mejores; otro con Roberto Baggio luciendo la camiseta azul en plena jugada.

Me terminé la cerveza de otros dos sorbos, Tonino abrió otra y me la ofreció.

—¿Usted sabe jugar a la birra, avvocà?

Me bebí un buen sorbo de la segunda cerveza. Eché un vistazo a los marlboro rojos que había encima de la mesa y experimenté el impulso de coger uno. No sé cómo y, sobre todo, no sé por qué no lo hice. Y, a decir verdad, nunca supe realmente por qué motivo dejé de fumar. Me volví hacia Tonino.

—Un poco. Durante la mili jugábamos con unos chicos de Iapigia y de San Pasquale.

—Pues entonces, juegue con nosotros.

Una idea genial. Nos encontrábamos prácticamente en la calle. Podía pasar tranquilamente algún conocido y verme sin corbata entre algunos de los mejores sujetos con antecedentes penales de la zona. Emborrachándome de cerveza, soltando eructos y discutiendo y peleando acerca de las opciones estratégicas del juego. Al final, podía estallar incluso una buena reyerta, volar algún navajazo y, con un poco de suerte, me podía pasar la noche en un calabozo de seguridad de los carabineros o de la comisaría. Una parábola perfecta.

—Pues vamos a jugar —contesté, con un estremecimiento elemental. Y a quién coño le importa, pensé al mismo tiempo.

Jugué con ellos un par de horas, me bebí un montón de cervezas y me fui cuando se fueron todos los demás. Llevaba una tajada tan grande como todos los demás y me sentía libre y ligero.

Todos fueron muy amables conmigo a la hora de la despedida. Casi cariñosos. Era como si hubiera superado brillantemente un ritual de iniciación. Un sujeto con una barriga tan inmensa que parecía falsa incluso me abrazó y me besó en las mejillas. Sentí el contacto elástico de su barrigón, el olor de la cerveza, del humo y del sudor.

Si' prop' fort', avv'cat', hay que ver lo que aguantas, abogado —me dijo antes de dar media vuelta y alejarse haciendo eses.

Yo también me alejé haciendo eses y, en algún lugar del camino de mi casa, me puse a cantar. Cantaba antiguas canciones de los años setenta y pensaba que tenía que haber algún significado en todo aquello que me estaba ocurriendo.

Por suerte, estaba demasiado borracho como para encontrar aquel significado.