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Al día siguiente me levanté dolorido, y los dolores no se me pasaron ni siquiera después de los habituales estiramientos. Huelga decir que, mientras me dirigía a pie a la sede del Tribunal Superior, mi estado de ánimo no era muy bueno que digamos. Empeoró cuando, al entrar en una sala excesivamente caldeada y llena de gente, vi a Porcelli, el fiscal de la audiencia. El tal Porcelli era un sujeto con la personalidad y el carisma de un calamar. Y, entre otras cosas, envuelto en la toga, alto y con aquella cabeza tan pequeña que tenía, sugería físicamente la idea de un enorme y superfluo invertebrado marino. Alguien a quien nada le importaba. Todo en él transmitía una sensación casi inhumana de insulsa indiferencia.
Por lo menos, no crearía problemas en el juicio, pensé, archivando el tema mientras los jueces entraban en la sala.
El ujier llamó a Natsu, que esperaba en la sala de los testigos. Ella salió y miró un instante a su alrededor, un poco desorientada. El ujier la guió hacia la parte anterior de la sala. Mientras todos la miraban.
—Antes de empezar, le tengo que hacer una advertencia prevista por la ley, señora —dijo Mirenghi—. En su calidad de esposa del acusado, usted puede abstenerse de declarar. Sin embargo, en el caso de que decida no hacer uso de esta facultad, usted está obligada a decir la verdad como todos los demás testigos. ¿Desea responder?
—Sí, señor presidente.
—Muy bien. Lea entonces la fórmula de la promesa.
Natsu tomó la cartulina plastificada que le tendía el ujier y leyó con voz firme.
—Consciente de la responsabilidad moral y jurídica que asumo con mi declaración, prometo decir toda la verdad y no ocultar nada de lo cual tenga conocimiento.
—Puede proceder, abogado Guerrieri.
—Gracias, señor presidente. Señora, usted ya sabe, naturalmente, cuál es el objeto de su declaración. Evito los preámbulos y le pregunto si fue usted quien nombró al abogado Macrì para que asumiera la defensa de su marido inmediatamente después de la detención.
—Sí.
—¿Usted ya conocía al abogado Macrì cuando decidió nombrarlo?
—No.
—Entonces, ¿por qué razón lo eligió?
—Me aconsejaron que lo nombrara.
—¿Quién se lo aconsejó?
Natsu permaneció unos instantes en silencio como para reordenar sus ideas. Después contestó.
—Fue al día siguiente de la detención de mi marido. Estaba saliendo de casa cuando se me acercó un chico. Me dijo que venía de parte de unos amigos de mi marido y me entregó una hojita de papel en la cual figuraba escrito el nombre y el número del móvil de Macrì. Me dijo que lo tenía que nombrar cuanto antes y que él se encargaría de sacar de apuros a mi marido.
—¿Y usted qué contestó?
—No recuerdo exactamente qué le dije, me refiero a las palabras textuales, pero intenté pedirle explicaciones.
—¿Por qué dice intenté?
—Porque él dijo que se tenía que ir, que no se podía entretener. Se despidió, se acercó a un automóvil aparcado a unos diez metros de distancia con una persona en el interior, y se fue.
—¿Anotó el número de la matrícula?
—No, ni siquiera se me ocurrió. Estaba demasiado aturdida y trastornada.
—¿Lo volvió a ver después de aquella vez?
—No.
—¿Estaría en condiciones de reconocerlo si lo viera?
—Creo que sí, pero no estoy segura.
—¿Habló después con su marido acerca de este episodio?
—Claro.
—¿Y él qué dijo?
—Estaba más sorprendido que yo. No tenía ni idea de quién era aquel chico y tanto menos de quién lo había enviado.
—Tengo todavía unas preguntas, señora. ¿Nos puede exponer las circunstancias relativas al desembargo de su automóvil?
—Sí. El abogado Macrì dijo que tendríamos que presentar una instancia para conseguir la devolución del coche. Dijo que el coche era mío, que yo era ajena a los hechos y que, por consiguiente, nos lo tenían que devolver. Efectivamente, presentó una instancia y, a los pocos días, me dijo que el ministerio público había ordenado el desembargo.
—¿Y qué ocurrió a continuación?
—Estábamos hablando por teléfono y yo le pregunté qué tenía que hacer para recuperar el automóvil. Él me dijo que no me preocupara por nada. Él mismo vendría en cuestión de unos días y se encargaría personalmente de recuperar el vehículo.
—¿Y así fue?
—Sí, me lo llevó personalmente a casa.
—Una última pregunta, señora. ¿Usted pagó al abogado Macrì?
—No. Dijo que no era necesario, que, en todo caso, cuando todo terminara, le podríamos hacer un regalo.
—¿Jamás le pagó y ni siquiera le reembolsó los gastos?
—No.
—¿Le dijo alguna vez si había alguna otra persona que se encargaba de sus honorarios?
—No, a mí no. Creo que se lo dijo a mi marido.
—Gracias. No tengo más preguntas.
El presidente preguntó al ministerio público si tenía alguna pregunta. El otro meneó la cabeza con gesto cansado.
Girardi dijo entonces que Natsu se podía retirar. Todos la miraron mientras recorría los pocos metros que la separaban de los asientos del público y, por unos momentos, yo experimenté un incongruente orgullo. Justo el tiempo de acordarme de que no tenía ningún motivo y, en cualquier caso, ningún derecho a ello.
Los agentes de vigilancia acompañaron a Paolicelli a la presencia del tribunal y se situaron flanqueándolo como medida rutinaria de precaución. El presidente le hizo repetir los datos personales y, con grotesco empeño, le hizo puntualizar que vivía en Bari, pero que actualmente estaba detenido y, por consiguiente, domiciliado en la cárcel del distrito. Después le recordó su derecho a no responder y le preguntó si tenía intención de hacer uso de él o si, por el contrario, prefería someterse al interrogatorio. Liturgia.
—Sí, señor presidente, tengo intención de responder.
—Puede proceder al interrogatorio, abogado Guerrieri.
—Gracias, señor presidente. Señor Paolicelli, mi primera pregunta es muy sencilla. ¿Usted se declara culpable o inocente del delito que se le ha notificado y por el cual primero fue detenido y después condenado en primera instancia?
—Inocente.
—Ante todo, ¿quiere explicar al tribunal por qué motivo, tras el hallazgo en su automóvil de una enorme cantidad de sustancias estupefacientes, hizo usted la siguiente declaración: «Tomo nota de la presencia de cuarenta kilos de cocaína en el interior de mi automóvil. A este respecto, declaro voluntariamente que la droga es de mi exclusiva propiedad y que mi esposa, Natsu Kawabata cuyos datos personales constan debidamente en otras actas, es totalmente ajena a la ilegal operación de tráfico de droga, atribuible tan sólo al infrascrito. Introduje el estupefaciente en el vehículo a espaldas de mi esposa. No tengo intención de identificar a los individuos de quienes adquirí la citada cantidad de droga... etc.?
Paolicelli respiró hondo y modificó su posición en la silla antes de contestar.
—Estaba con mi mujer y con la niña, mi hija. Los agentes de la Guardia di Finanza dijeron que tendrían que detenernos a los dos porque no había manera de atribuir la tenencia de la droga a uno más que a la otra. Viajábamos en el mismo automóvil, éramos marido y mujer, era más que probable que estuviéramos de acuerdo. Y, por consiguiente, nos tenían que detener a los dos.
—Y entonces, ¿qué ocurrió?
—Fui presa del pánico. Quiero decir, ya era presa del pánico, pero la idea de que también pudieran detener a mi mujer, que tuviéramos que encomendar el cuidado de la niña a terceros... todo eso me aterrorizó. Les rogué, les supliqué que dejaran en paz a mi mujer que, en cualquier caso, no sabía nada de la droga.
—¿Porque usted sí sabía algo de aquella droga?
—No, pero me había dado cuenta de que no tenía escapatoria, de que había acabado atrapado en un mecanismo infernal. Entonces lo que yo quería en primer lugar era mantener al margen a mi mujer y a la niña. Quiero decir: no tenía muchas opciones. O nos detenían a los dos o me detenían sólo a mí.
—Siga.
—Los agentes me dijeron que sólo había una manera de mantener a mi mujer al margen. Tenía que decir que la droga era exclusivamente mía y que la había transportado sin que ella lo supiera. Sólo de esta manera ellos hubieran tenido un pretexto... cómo diría... una oportunidad para no detenerla. Podían fundamentar...
—Claro, podían citar en el acta de la detención el motivo por el cual lo detenían a usted y no también a su mujer. Entre otras cosas porque el coche figuraba a nombre de su mujer, ¿verdad?
—Sí, el automóvil es suyo.
—Por consiguiente, usted hizo esta declaración y su esposa se pudo ir mientras que usted fue detenido. Usted al comienzo del interrogatorio, se declaró inocente. ¿Es correcto decir que hizo aquella declaración con el exclusivo propósito de mantener a su esposa al margen de esta historia?
—Sí, la droga no era mía. Descubrí su presencia en nuestro automóvil cuando los agentes de la Guardia di Finanza la encontraron.
—¿Usted está en condiciones de explicar o de hacer alguna conjetura acerca del momento en que la droga se pudo colocar en su automóvil?
Era una pregunta a la cual, teóricamente, el fiscal hubiera podido oponerse. Por regla general, no es posible pedir la manifestación de opiniones personales o la formulación de conjeturas. Pero aquél era un caso especial y, de todos modos, el calamar gigante estaba allí como pura presencia física. Y ni siquiera dio señales de haberse dado cuenta del detalle. Así pues, Paolicelli pudo contestar sin problemas. Habló del aparcamiento del hotel, de las llaves que le dejaban al conserje, de lo fácil que hubiera sido llenarles el coche de droga durante la noche. Contestó bien, con claridad y de manera espontánea. Por lo que valen estas cosas, daba la impresión de ser alguien que está diciendo la verdad.
Agotada la parte correspondiente a Montenegro, pasamos a Macrì. Recapitulamos brevemente las cosas que ya había dicho Natsu y después nos concentramos en la cuestión de las visitas en la cárcel.
—¿Qué le dijo Macrì cuando usted le preguntó quiénes eran las personas que habían contactado con su esposa?
—Me dijo que no me preocupara, que eran unos amigos que le habían encargado que me ayudara.
—¿Amigos de quién?
—No lo sé. Dijo amigos, sin darme explicaciones.
—Pero ¿usted intuyó, comprendió, a quién se refería?
—Rotundamente no.
—¿Tienen ustedes, tenían amigos o conocidos en común?
—No.
—¿Usted le dijo en algún momento al abogado Macrì que era inocente?
—No.
—¿Por qué?
—Porque tuve la percepción de que él lo sabía muy bien.
—¿Qué es lo que le dio a usted esta percepción?
—Varias veces me dijo: sé que eres inocente, ha sido una desgracia, pero ya verás cómo lo arreglamos todo. No exactamente con estas palabras, pero el sentido era éste.
—¿Qué le dijo Macrì antes del preceptivo interrogatorio?
—Me dijo que hiciera uso de la facultad de no contestar.
—¿Por qué?
—Dijo que con ello se corría el riesgo de agravar la situación. Y añadió que no tenía que preocuparme, que él se encargaría de arreglarlo todo. Simplemente tenía que tener paciencia.
—¿Le dijo que conseguiría que lo absolvieran?
—No, eso jamás lo dijo. Pero en distintas ocasiones me dijo que, si lo dejaba hacer a él, si tenía paciencia, conseguiría que me impusieran una pena mucho más leve. Lo decía en tono de insinuación, como si conociera los canales adecuados... no sé si consigo explicarme.
—Se consigue explicar —dije yo, mirando a los jueces—. Usted confió plenamente en este abogado que había aparecido en su vida en circunstancias poco claras. ¿Puede explicar por qué?
—Me sentía, me siento, atrapado en un engranaje incomprensible. Me parecía que Macrì sabía muy bien lo que tenía que hacer, parecía que supiera cosas... no sé cómo decirlo... parecía que estaba en condiciones de hacer lo que prometía.
—¿Usted no conocía a ningún abogado de su confianza personal que pudiera colocar al lado de Macrì?
—No conocía a nadie que me inspirara suficiente confianza. Tal como ya he dicho, Macrì hablaba con un tono que parecía insinuar...
Intervino el presidente del tribunal.
—Usted no puede exponer sus impresiones, sus sensaciones personales. Si hay hechos concretos, expóngalos, las opiniones personales, las conjeturas, guárdeselas para usted.
—Con el debido respeto, señor presidente, el acusado estaba explicando por qué motivo...
—Ya he decidido sobre este punto, abogado. Haga otra pregunta.
En realidad, el acusado ya había dicho lo que yo quería. Que pudiera servir para algo, ya era otra cosa. Ahora podía, tal como suele decirse, encaminarme hacia la conclusión del interrogatorio. Le hice describir a Paolicelli su última entrevista en la cárcel con Macrì y la discusión que había surgido entre ambos. Le había dicho que, en el relato de aquella entrevista, atenuara el tono y, en particular, le había dicho que no mencionara las amenazas de Macrì. Quería evitar que el tribunal rechazara la audición de Macrì con el argumento —correcto y capaz de cerrar definitivamente nuestra causa— de la imposibilidad de convocar a alguien para que expusiera hechos potencialmente autoinculpatorios.
Paolicelli lo hizo muy bien. Describió los hechos de manera adecuada, dando una vez más la idea de que había algo extraño en el comportamiento de Macrì, pero sin pasarse, sin acusarlo explícitamente de nada. Cuando terminó la descripción de aquella entrevista, me dije que hasta aquel momento habíamos hecho todo lo posible y de la mejor manera. La parte más difícil estaba por llegar.
Paolicelli fue acompañado de nuevo a la jaula y el presidente, tras haber consultado ostensiblemente el reloj, se dirigió a mí.
—Tenemos en suspenso la petición de una prueba testimonial presentada por la defensa en la primera vista. ¿Usted insiste en aquella petición, abogado Guerrieri?
Me levanté con el habitual gesto, casi un tic, de echarme la toga sobre los hombros. Dije que sí, tenía que insistir. Para nosotros, aquel testimonio era importante y me parecía que la importancia era evidente después de las declaraciones que habíamos oído en aquella audiencia.
Hablé brevemente de las objeciones que el ministerio público había planteado en la audiencia anterior a propósito de la admisibilidad de aquella declaración y traté de explicar por qué razón aquellas objeciones no se tenían que admitir. Después, el tribunal se retiró a la sala de deliberaciones para tomar una decisión.