20

Hacía un frío pelón en Foggia aquella mañana y, por consiguiente, fue muy agradable entrar en el caldeado restaurante lleno de exquisitos efluvios. Colaianni ya estaba allí, sentado alrededor de una mesa en compañía de dos sujetos de pinta muy poco recomendable: los agentes de su escolta.

Nos abrazamos y nos intercambiamos los habituales cumplidos propios de alumnos de instituto más bien talluditos. Los dos de la escolta, sin una palabra, se levantaron y se fueron a sentar a otra mesa, cerca de la entrada del local.

—¿Hace cuantos años que estás en Roma?

—Demasiados. Me he roto la espalda de mala manera. Y, en particular, me he roto los cojones con el trabajo de la brigada antimafia. Seguimos deteniendo a traficantes y camellos, gastamos centenares de miles de euros en escuchas telefónicas, seguimos interrogando a los arrepentidos o seudoarrepentidos, y no cambia absolutamente nada. Me tendría que buscar un trabajo honrado.

Mira, pensé. Justo lo mismo que yo me había dicho hace unos cuantos días al salir de la cárcel. Éramos los mejores exponentes de una generación en pleno éxito profesional.

No dije nada de todo esto y él siguió adelante. Su tono había pasado bruscamente de la broma a una amargura que jamás me hubiera esperado de Andrea Colaianni.

A diferencia de mí, era alguien que siempre había tenido pasiones y, sobre todo, certezas. Como, por ejemplo, la convicción de que, desde los despachos de una Fiscalía General se podía cambiar el mundo. Sin embargo, la vida es un poco más complicada.

—Me encuentro cada vez más a disgusto en este trabajo. ¿Recuerdas cómo estaba yo inmediatamente después de ganar las oposiciones?

Lo recordaba muy bien. Tras haber ganado él las oposiciones, nos veíamos todos los días. A sus veinticinco años, él ya había alcanzado el objetivo de su vida. Ser magistrado, y punto. Yo, en cambio, era un muchachito sin rumbo y lo seguí siendo durante bastante tiempo.

—Estaba deseando empezar. Estaba deseando trabajar como fiscal. Estaba dispuesto a cambiar las cosas. A hacer justicia.

Me miró a los ojos.

—Son unas palabras muy fuertes, ¿verdad?

¿Qué decía aquella canción de De Gregory? Buscabas justicia, te encontraste con la ley.

—Precisamente. Cuando empecé, me sentía un ángel vengador. Ahora (¿te imaginas?), cada vez que tengo que detener a alguien, me da un mareo. Hace unos cuantos días me crucé por los pasillos del juzgado con un detenido esposado, acompañado por la policía penitenciaria. Era un hombre de unos sesenta años con pinta, ¿cómo diría?, de propietario de papelería o de droguería. He visto centenares de personas esposadas, de todas clases. Asustadas, arrogantes, confusas, indiferentes. De todo, y ya tendría que estar acostumbrado. No me tendría que hacer ningún efecto. El agente que lo custodiaba caminaba por delante y él lo seguía. En determinado momento, el hombre esposado aminoró la marcha o tal vez no pudo seguir el ritmo. No lo sé. En cualquier caso, el agente le dio un tirón con la cadena tal como se hace con un perro al que estás paseando y que se entretiene demasiado a husmear algo. Fue un instante, porque el hombre aceleró y volvió a seguirle el paso. Yo me detuve a mirarlos mientras se alejaban por el pasillo. Experimenté una sacudida en el estómago. También fue un instante y después me fui cuando los chicos de la escolta ya se estaban preguntando si ocurría algo. Tú quizá lo podrás comprender.

Yo comprendía perfectamente lo que estaba diciendo. Hizo un gesto que yo había visto varias veces en las últimas semanas. Se pasó enérgicamente la mano por la cara, como si tratara de quitarse algo viscoso y desagradable. No lo consiguió. Nadie lo consigue.

—Si pudiera, cambiaría de trabajo. Está claro que no puedo y, por otra parte, mi destino ya está marcado. Unos cuantos años más y podré pedir un bonito traslado a la Fiscalía General, adonde iré a parar finalmente para acabar no haciendo una mierda. Entonces aprenderé a jugar al golf, me echaré una amante (¿una joven secretaria, por ejemplo?) y seguiré alegremente adelante hasta llegar al resultado final.

—Bueno, bueno, para el carro. ¿Qué te ocurre?

Pregunta idiota. Sabía muy bien lo que le ocurría.

—Nada. Crisis de la mediana edad, supongo. ¿A ti te ha ocurrido? Dicen que después se te pasa.

¿Me había ocurrido? Sí, me había ocurrido y no sabía si se me había pasado. Pero, en comparación con él, tenía una ventaja. A lo largo de toda mi vida siempre me había sentido fuera de lugar y por eso ya estaba más acostumbrado. Sin embargo, para alguien con las certezas que él tenía, debía de haber sido más duro.

—En fin. A tomar todo por culo.

En aquel momento, el camarero se acercó a mi espalda. Pedimos mozzarellas individuales de búfala, parrillada de carne, vino tinto de Lucera.

—He preguntado a unos cuantos compañeros por este tal abogado Macrì, pero nadie lo conoce. Se lo he preguntado también a algunos abogados amigos, pero ellos tampoco lo conocen. De por sí, eso no es especialmente extraño en un lugar como Roma. Pero tampoco es del todo normal.

Pensé que no, que no era normal. El ambiente de los abogados y de los magistrados que se encargan de juicios penales, incluso en un sitio tan grande como Roma, es una pequeña comunidad. Como un pueblecito donde todos se conocen. Si vives en aquel pueblecito y nadie ha oído hablar jamás de ti, hay algo que no marcha. Significa que trabajas poco o nada. Y, en tal caso, ¿de dónde sacas el dinero para vivir?

—Entonces se me ocurrió llevar a cabo una pequeña búsqueda en nuestra base de datos. Contiene todas las actas de las investigaciones y de los procesos relacionados con la mafia y el crimen organizado de diez años a esta parte. En toda Italia. Me dije a mí mismo: si este Macrì ha defendido a alguien en un juicio de este tipo, lo encontraré y entonces nos podremos hacer una idea.

—¿Lo encontraste?

Apareció el camarero con el vino y nos llenó las copas. Colaianni apuró la suya de una manera que no me gustó. Y tampoco me gustó la rapidez con la cual se la volvió a llenar.

—Obviamente, esta conversación jamás ha tenido lugar.

—Y yo tampoco he venido a Foggia.

—Eso es, muy bien. Encontré al señor Corrado Macrì. Sólo que no figuraba en la base de datos como defensor. Figuraba en ella como acusado, detenido hace tres años por el juez encargado de las investigaciones preliminares de Reggio Calabria por asociación mafiosa, tráfico de estupefacientes y accesorios.

—¿Qué había hecho?

Mientras hacía la pregunta, pensé en la manera en que los papeles influyen en las cosas que pensamos y también en las cosas que hacemos. Si Macrì hubiera sido cliente mío, habría preguntado de qué lo acusaban y por supuesto que no habría dado por descontado que hubiera hecho algo.

Colaianni entre tanto se sacó unas cuantas hojas de papel de la cartera, eligió una y empezó a leer la acusación.

—Bueno pues... sí, Corrado Macrì, aprovechando su condición de abogado elegido instrumentalmente como defensor de algunos importantes acusados (sigue la lista) llevaba a cabo tareas de enlace entre los vértices detenidos del grupo y los que estaban en libertad. Y, concretamente, accediendo en su calidad de defensor a las instituciones penitenciarías (sigue la lista) en las cuales los susodichos se encontraban detenidos, se encargaba de informarles acerca de los acontecimientos más destacados de la vida del grupo que habían ocurrido fuera de las instituciones penitenciarias, organizaba con ellos las estrategias y los actos criminales que se deberían llevar a cabo y se encargaba de comunicar a los miembros libres de la asociación las decisiones y las órdenes de los jefes detenidos.

Interrumpió la lectura —le había costado hacerlo y pensé que no tardaría en tener que ponerse unas gafas para la presbicia— y me miró.

—Era el correveidile.

—Pues sí. ¿Quieres saber cómo acabó todo?

Lo quería saber y él me lo dijo. Nuestro amigo Macrì había sido empapelado a causa de las declaraciones de dos colaboradores de la justicia y de toda una serie de comprobaciones. Había permanecido unos cuantos meses en la cárcel hasta que uno de los colaboradores se arrepintió de haberse arrepentido y lo retiró todo. La acusación saltó en pedazos. Macrì fue puesto nuevamente en libertad por insuficiencia de pruebas. Unos meses después pidió un juicio rápido y fue absuelto.

—¿Y cómo acabó en Roma?

—No lo sé. El caso es que, después de la absolución, se borró del colegio de abogados de Reggio Calabria y, por ignorados motivos, se inscribió en Roma. Donde, tal como ya te he dicho, no suele frecuentar el Palacio de Justicia.

Dejó en suspenso la última frase y volvió a apurar su copa. La llenó de nuevo y lo mismo hizo con la mía.

Mi cerebro trabajaba frenéticamente. Macrì era la clave de toda aquella historia, ahora ya no cabía ninguna duda. De una o de otra manera, la droga hallada en el automóvil de Paolicelli pertenecía a algún cliente —o, mejor dicho, a algún compadre— de Macrì. Cuando Paolicelli fue detenido, echaron mano del abogado para que controlara lo que ocurría, averiguara lo que constaba en el expediente e impidiera que la investigación alcanzara a los verdaderos propietarios de la droga.

Y después estaba la cuestión del desembargo del coche. El hecho de que él mismo hubiera ido personalmente a sacarlo del depósito. Probablemente en el coche había alguna otra cosa que la policía no había encontrado y que era necesario hacer desaparecer cuanto antes.

Eso siempre y cuando Paolicelli fuera verdaderamente ajeno a toda aquella historia. Porque también cabía la posibilidad de que Macrì hubiera sido contratado por la organización para proteger a un afiliado —Paolicelli—, caído desgraciadamente en manos de la policía y los jueces. Un clásico.

Le dije a mi amigo lo que estaba pensando y él asintió con la cabeza. Era lo mismo que había pensado él.

—Y ahora, ¿qué haces con esta información?

Ya. ¿Qué hacía?

Contesté que lo tendría que pensar. Comprobar si, a partir de aquella noticia, conseguía averiguar alguna otra cosa, quizás encargándole la tarea a un investigador privado. En realidad, no tenía la más mínima idea de lo que se podía hacer.

Cuando llegó el momento de despedirnos, Colaianni me dijo que se había alegrado de verme y de hablar conmigo. Lo dijo en un tono vagamente asustado, como si hubiera deseado retenerme a su lado de alguna manera. Yo lo lamentaba y me sentía incómodo al mismo tiempo. Y ahora experimentaba el impulso de huir de allí. Huir de aquella inesperada fragilidad, de aquella desesperación, de aquella sensación de derrota.

Mientras enfilaba la rampa de acceso de la autopista, pensé en mi amigo Colaianni.

En las cosas que me había dicho —no las relacionadas con Macrì— y en el sordo desasosiego que dejaba entrever y que a duras penas podía dominar. Me pregunté qué habría sido de su vida —de nuestras vidas— la siguiente vez que nos volviéramos a ver. Después la autopista semidesierta se lo tragó todo.