14

Salimos rápidamente a la carretera de circunvalación. Mientras enfilábamos la rampa, emergieron del lector de cedés las notas electrónicas de Boulevard of broken dreams, Green Day.

Me dije que era un imbécil y un inconsciente, que tenía cuarenta años largos —muy largos— y que me estaba comportando como un irresponsable y también como un cabrón.

Ahora la acompañas a casa, te despides amablemente de ella y te vas a dormir.

—¿Vamos a dar una vuelta por algún sitio? —dije.

Ella no contestó enseguida, como si estuviera dudando y lo estuviera decidiendo. Después consultó el reloj y, finalmente, me respondió.

—No dispongo de mucho tiempo, como máximo, media hora. Le he prometido a la canguro que regresaría antes de la una. Es una chica que estudia en la universidad y mañana tiene que ir a clase.

¿Te has enterado? Tiene que volver a casa junto a su niña porque —imbécil de ti— ella es una mujer casada, con una hija y un marido en la cárcel. Con el detalle añadido de que su marido es cliente tuyo. Llévala a casa y terminemos de una vez.

—Sí, claro, claro. Sólo quería decir... una vuelta para escuchar un poco de música... bueno, perdona, ahora mismo te acompaño, en cinco minutos estás en casa... si me dices, por favor, la dirección exacta y...

Me interrumpió, hablando muy rápido ella también.

—Mira, si quieres, podemos hacer una cosa. Me acompañas a casa, me dejas y te vas a dar un paseo de diez minutos. Yo pago a la canguro, ella se va y tú vuelves a mi casa a beber algo y charlamos tranquilamente un ratito. ¿Qué te parece?

No contesté enseguida porque no conseguía tragar saliva. Mis dilemas morales fueron eliminados como la suciedad en cierta publicidad de productos para la limpieza de lavabos. Dije con mucho gusto que sí. Podríamos beber algo y charlar tranquilamente un rato.

Y, a lo mejor, besarnos y acariciarnos y hacer el amor.

Después ya tendríamos tiempo de arrepentirnos.

Llegamos a su casa, en Poggiofranco. Una comunidad de propietarios con un jardín como los que yo envidiaba de niño porque mis compañeros que vivían allí podían bajar a jugar al fútbol cuando les apetecía y sin que sus padres les dijeran nada.

En los años setenta, Poggiofranco estaba considerada una zona habitada por fascistas y, en cualquier caso, un lugar por el que a los chicos de izquierdas no les convenía pasar. Pensé que la casa en la que ellos vivían era la de Paolicelli de niño. La idea me molestó y la hice desaparecer rápidamente.

Antes de bajar del coche, Natsu me pidió el número del móvil.

—Te llamo dentro de diez minutos.

Y bajó sin decir nada más.

Fui a aparcar un par de calles más allá. Apagué la radio y permanecí allí en silencio para disfrutar de aquella sensación de espera, prohibida y embriagadora. Transcurrieron algo más de quince minutos —había consultado el reloj por lo menos diez veces— antes de que sonara el móvil. Me dijo que, si quería, podía ir. Quería, me dije yo tras haber cortado la comunicación. Dejé aparcado el coche en el sitio donde estaba, cubrí a pie unos cuantos centenares de metros y, en cinco minutos, ya estaba en casa de Paolicelli. Cuando llegué al rellano, encontré a Natsu, esperándome. Me franqueó la entrada y cerró rápidamente la puerta.

Dentro se aspiraba el olor de las casas donde viven niños. No visito muchas, pero aquel olor era inconfundible. Una mezcla de talco, leche, un leve aroma de fruta, alguna otra cosa. Natsu me hizo pasar a la cocina. Era grande y estaba amueblada con muebles de madera pintados a mano. Amarillo y anaranjado. Era cálida y alegre. Dije que me gustaban mucho aquellos muebles y ella me contestó que los había pintado todos ella sola.

Allí dentro el olor a niño se notaba menos, se mezclaba más bien con un agradable olor de comida. Recuerdo haber pensado que aquella casa olía bien; y después me pregunté cómo sería el dormitorio y qué olor se aspiraba en él. E inmediatamente me avergoncé y me obligué a pensar en otra cosa.

Natsu puso un cedé. Norah Jones. Feels like home. Con el volumen muy bajo, para no despertar a la niña.

Me preguntó qué me apetecía beber y yo le dije que un poco de ron, si tenía. Sacó de la alacena una botella de ron jamaicano y lo escanció para mí y para ella en dos vasos grandes de vidrio grueso.

Estábamos sentados alrededor de una tosca mesa de madera barnizada. Me gustaba el tacto rugoso y liso junto con el color anaranjado brillante. Todo en aquella cocina daba una sensación de algo concreto perfumado y luminoso.

—¿Sabes que fui a presenciar un juicio tuyo poco antes de que Fabio te nombrara su defensor?

Por un instante y sin ningún motivo, experimenté el impulso de decir que no, que no lo sabía. Después lo pensé mejor.

—Sí, te vi.

—Eso es. En determinado momento, me pareció que nuestras miradas se habían cruzado, pero no estaba muy segura.

—¿Y por qué asististe a aquel juicio?

—Fabio me había dicho que quería que te encargaras de su defensa, y entonces se me ocurrió ir a ver si eras realmente tan bueno como decían.

—¿Y cómo supiste que aquel día yo tenía una vista?

—No lo sabía. Llevaba unos cuantos días acudiendo al juzgado, pasaba por delante de las salas y preguntaba por ahí si alguien había visto al abogado Guerrieri. Una vez tú estabas pasando justo en aquel momento y el señor a quien se lo había preguntado te estaba llamando y yo lo obligué a detenerse. Finalmente, aquella mañana me dijeron que estabas en la sala y que tu juicio estaba a punto de empezar. Y entonces entré y asistí a todo el juicio. Y pensé que eras tan bueno como decían.

Me pareció que no conseguiría disimular mi infantil orgullo y decidí cambiar de tema.

—¿Te puedo preguntar de dónde procede tu acento?

Antes de contestar, abrió la ventana, vació su vaso y tomó un cigarrillo. ¿Sería un problema para mí que fumara? No, ningún problema. Verdadero y falso a la vez.

Su padre, tal como yo podía imaginar, era japonés; su madre, de Nápoles. Su nombre completo era Maria Natsu, pero nadie jamás la había llamado así. Maria figuraba tan sólo en los documentos, y se detuvo un momento como si fuera un detalle importante al que estuviera prestando atención por primera vez.

Después volvió a llenar su vaso y el mío y me lo contó.

Infancia y adolescencia entre Roma y Kioto. La muerte de sus padres en un accidente de carretera durante un viaje. Sus comienzos laborales como modelo de alta costura y modelo fotográfica. El encuentro con Paolicelli en Milán.

—Fabio era socio de un showroom. Yo tenía veintitrés años cuando nos conocimos. Todas las chicas estaban locas por él. Me sentí muy halagada cuando me eligió. Nos casamos un año después.

—¿Qué diferencia de edad hay entre tú y él?

—Once años.

—¿Y cómo vinisteis a Bari desde Milán?

—Durante unos cuantos años a Fabio le fue muy bien el trabajo. Después las cosas cambiaron y nunca comprendí muy bien el motivo. Te lo voy a resumir porque no es una historia divertida. La empresa quebró y nosotros nos quedamos en pocos meses sin un céntimo. Así que decidimos venir a Bari, que es la ciudad de Fabio. Nació aquí y aquí vivió diecinueve años. Esta casa, que es de sus padres, estaba desocupada. Así, por lo menos, no tendríamos que pagar el alquiler.

—¿Y fue entonces cuando tú empezaste a trabajar como cocinera?

—Sí, había aprendido de muchacha. Mi padre tenía dos restaurantes en Roma. Al llegar a Bari, nos tuvimos que organizar una nueva vida. Fabio consiguió la representación de algunos diseñadores a quienes conocía de la época de Milán y yo encontré trabajo en el Placebo donde buscaban un cocinero japonés para dos noches a la semana. Después empezaron a ofrecerme la organización de cenas y recepciones. Y éste se ha convertido ahora en mi trabajo principal. Aparte el restaurante, estoy ocupada por lo menos ocho o nueve noches al mes.

—Circula un montón de dinero en esta ciudad. Organizar un piscolabis como el de esta noche tiene que parecer una buena manera de exhibirlo.

Estaba a punto de añadir que buena parte de aquel dinero era de origen cuanto menos dudoso. Recordé que su marido era uno de aquellos acerca de cuyo dinero se podía como mínimo dudar, y no dije nada.

—¿Y tú?

—¿Yo?

—Tú vives solo, ¿verdad?

—Pues sí, solo.

—¿Siempre has estado solo? ¿Nada de esposas, novias?

Emití un ruido, un atisbo de amarga carcajada. Algo del tipo nobody knows the troubles I've seen, nadie sabe la de problemas que he visto.

—Mi mujer se fue hace mucho tiempo. Es más, para ser más exactos, me dijo hace mucho tiempo que me fuera yo.

—¿Por qué?

—Por muy variados y excelentes motivos.

Esperé que no me preguntara cuáles eran aquellos excelentes motivos. No lo hizo.

—¿Y qué ocurrió después?

Ya. ¿Qué ocurrió? Intenté decírselo, eliminando lo que no había comprendido y lo que me hacía demasiado daño. Es decir, un montón de cosas. Cuando terminé mi relato, le tocó otra vez a ella y, de esta manera, llegamos a su novio Paolo y al juego de los deseos.

—Paolo era un pintor. Por no sé qué motivo, tú me lo recuerdas. Por desgracia, no me enamoré de él.

Interrumpió sus palabras y, durante unos segundos, sus ojos se movieron como buscando algo que no se encontraba en aquella estancia.

—Para decirme que le gustaba, encontró una manera... bonita.

—¿Qué manera?

—El juego de los deseos de colores. Dijo que se lo había enseñado una amiga hacía muchos años. Pero yo estoy segura de que se lo inventó él para mí en aquel momento.

Dejó pasar unos cuantos segundos, probablemente recordando otras cosas que no me dijo. En su lugar, me preguntó si me apetecía participar en aquel juego. Contesté que me apetecía y ella me explicó las reglas.

—Se expresan tres deseos. Dos se tienen que declarar y el tercero se puede mantener en secreto. Para que los deseos se hagan realidad, tienen que tener un color.

Entorné los ojos y proyecté ligeramente la cabeza hacia ella. Como si no hubiera oído o no hubiera comprendido bien.

—¿Un color?

—Sí, es una regla del juego. Para que se puedan hacer realidad, los deseos tienen que estar coloreados.

Para que se puedan hacer realidad, los deseos tienen que estar coloreados. Claro. Al final, comprendía lo que fallaba en los deseos que hasta aquel momento había expresado en mi vida. Existía esta regla y nadie me lo había dicho.

—Dime tus deseos.

Por regla general, no soy capaz de responder a las preguntas acerca de los deseos. No soy capaz o no me apetece. Lo cual es prácticamente lo mismo.

Confesar, incluso a uno mismo, los propios deseos —los verdaderos— es peligroso. Si son realizables, y a menudo lo son, el hecho de revelarlos, te confronta con el miedo de intentarlo. Y, por consiguiente, con tu cobardía. Y entonces prefieres no pensarlo o pensar que tienes deseos imposibles y que es propio de personas adultas no pensar en cosas imposibles.

Aquella noche contesté enseguida.

—De chico decía que me gustaría ser escritor.

—Qué bonito. ¿Y qué color tiene este deseo?

—Yo diría que azul.

—¿Qué azul?

—Azul. No sé.

Hizo un gesto de impaciencia con la mano como una maestra que se las tiene que haber con un alumno un poco torpe. Después se levantó, abandonó la cocina y regresó al cabo de un minuto con un libro. El gran atlas de los colores, se titulaba.

—Aquí hay doscientos colores. Ahora elige tu deseo.

Abrí el libro por la primera página de los azules. Había infinitos cuadraditos con los matices más increíbles. Debajo de cada uno, los nombres. Algunos jamás los había oído mencionar y, no conociendo sus nombres, tampoco los había visto jamás. Las cosas existen sólo si tienes las palabras para nombrarlas, me dije mientras empezaba a pasar las páginas.

Azul de Prusia, azul turquesa, pizarra, azul cielo profundo, azul lavanda provenzal, azul topacio, azul frío, azul polvos de maquillaje, azul niño, añil, marina francesa, tinta, azul mediterráneo, zafiro, azul real, aciano claro, flor de lis. Y muchos otros.

—No hay que ser imprecisos, de lo contrario, los deseos no se hacen realidad. Elige el color exacto de tu deseo.

Lo pensé sólo unos cuantos segundos.

—Añil es el color exacto —dije después.

Ella asintió con la cabeza, como si ésa fuera la respuesta que esperaba. La respuesta adecuada.

—Segundo deseo.

Ahora la cosa ya se ponía un poco más difícil, pero aquí tampoco tuve la menor duda.

—Quisiera tener un hijo. Así de entrada, diría que éste es todavía más irreal que el primero.

Me miró con una expresión extraña. Pero no sorprendida. Como si también esperara aquella respuesta.

—Y éste, ¿de qué color es?

Hojeé el libro y después lo volví a cerrar.

—De muchos colores. De muchos.

Esta vez no insistió en que le dijera el color exacto y no hizo ningún comentario.

Me gustaba que no hiciera comentarios. Me gustaba aquella espontaneidad, me gustaba que todo estuviera exactamente en su sitio en aquel momento.

—El tercero.

—Has dicho que uno de los deseos se puede mantener en secreto.

—Sí.

—Éste es el deseo secreto.

—Muy bien. Pero, aun así, tienes que decir el color, aunque el deseo se mantenga en secreto.

Exactamente. El deseo es secreto, pero no el color. Muy bien. Tomé el atlas y lo abrí por la sección de los rojos.

Vino, cinabrio carmesí, bermejo, rosa polvos para la cara, pétalo de rosa roja, coral moderno, rojo neón, cereza, terracota, granate, fuego, rubí, rojo academia, herrumbre, achicoria, rojo oscuro, oporto.

—Carmesí, yo diría que carmesí. Ahora te toca a ti.

—Quiero que Anna Midori sea feliz y libre. Y eso corresponde al color verde hoja.

Hubo algo en su manera de decirlo, que me provocó escalofríos.

—Después, quisiera saber si Fabio es culpable o inocente. Si me ha dicho la verdad o no. Lo quisiera saber. —Se detuvo antes de añadir—: Este querer saber es de un color marrón que cambia constantemente de tonalidad. Pasa del caoba al cuero, el té, el chocolate amargo. A veces se vuelve casi negro.

Me miró directamente a los ojos.

—¿Y el tercero?

—Mi tercero también es secreto.

—¿Y cuál es su color?

No dijo nada, hojeó el atlas hasta llegar a la sección de los rojos y mi corazón se aceleró dulcemente.

Justo en aquel momento oímos un grito prolongado y desgarrador. Natsu posó el vaso y corrió a la habitación de la niña. Yo corrí tras ella.

Midori permanecía tumbada boca arriba, destapada y con la almohada en el suelo. Había dejado de gritar y ahora hablaba afanosamente en un idioma incomprensible. Natsu le apoyó una mano en la frente y le dijo que mamá estaba allí; pero la niña no dejó de temblar, no abrió los ojos, no dejó de hablar.

Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, tomé la mano de Midori.

—No pasa nada, nena. No pasa nada.

Fue como un acto de magia. La niña abrió los ojos sin ver mientras en su rostro se dibujaba una expresión de asombro. Sólo experimentó otro escalofrío y pronunció unas cuantas palabras más en aquel idioma misterioso, pero con un tono muy distinto, ahora ya tranquilo. Después volvió a cerrar los ojos y dejó escapar un último suspiro, como de alivio. Como si la malsana energía que la había sacudido hasta aquel momento hubiera sido reabsorbida por el contacto con mi mano. Por el sonido de mi voz.

La había cogido al vuelo. La había salvado. Era el guardián entre el centeno.

If a body catch a body coming through the rye.

El verso permaneció en suspenso en mi cabeza mientras yo adivinaba lo que probablemente había ocurrido: la niña me había confundido con su papá y eso había alejado a los monstruos. Natsu y yo nos miramos y yo me di cuenta de que ella estaba pensando lo mismo. Y también me di cuenta, con una percepción precisa y lancinante, de que muy pocas veces había experimentado semejante sensación de perfecta intimidad.

Nos quedamos allí dentro en silencio unos cuantos minutos más, para mayor seguridad. La niña dormía con expresión serena y respiración regular.

Natsu volvió a colocar la almohada en su sitio y arrebujó a la niña en las mantas. Hablamos tan sólo cuando estuvimos de nuevo en la cocina.

—Le había dicho que papá se había tenido que ir por un viaje de trabajo. Un viaje muy largo al extranjero, y que no sabía cuándo volvería. Pero, no sé cómo, ella lo comprendió todo. Quizá me oyó hablar por teléfono con alguien cuando yo creía que ella estaba durmiendo. No lo sé. El caso es que una noche estábamos viendo la televisión y en un telefilme había dos policías que perseguían y detenían a un atracador. Midori, sin mirarme a la cara, me preguntó si era así como habían detenido a su papá.

Se detuvo. Era evidente que no le gustaba contar —recordar— aquella historia. Se escanció un poco más de ron. Después se percató de que no me había preguntado si a mí me apetecía. Pues sí me apetecía, y yo mismo me lo escancié.

—Como es natural, le pregunté qué idea le había pasado por la cabeza. Su papá se había ido por un asunto de trabajo, dije. Ella contestó que no me creía, pero ya nunca me volvió a preguntar nada más. Desde aquella noche, por lo menos dos o tres noches por semana, Midori sufre pesadillas. Y lo peor es que no se despierta casi nunca. Está como prisionera en aquel mundo espantoso. Y yo no puedo entrar en él, no la puedo salvar.

Le pregunté si había llevado a la niña a un psicólogo infantil. Una pregunta estúpida, pensé inmediatamente después de haberla hecho. Pues claro que la había llevado a un psicólogo.

—Vamos una vez a la semana. Poco a poco hemos conseguido que nos cuente los sueños...

—¿Sueña que también te vienen a buscar a ti?

Natsu me miró unos momentos con asombro. ¿Qué sabía yo de lo que ocurre en la cabeza de una niña de seis años? Después me hizo débilmente señas de que sí.

—El psicólogo dice que es una tarea larga. Dice que fue un error no haberle dicho la verdad a la niña y dice que tendríamos que ser capaces de contarle que su papá está en la cárcel. A no ser que a su papá lo pongan antes en libertad. Hemos decidido esperar el resultado del juicio de alzada, antes de decidir definitivamente el cómo y el cuándo.

Cuando dijo el resultado del juicio de alzada, experimenté una sorda punzada en la boca del estómago.

—No es una situación fácil. Lo comprendes, ¿verdad?

Dije que sí con la cabeza, recordando mis pesadillas infantiles. Ciertas noches pasadas con la luz encendida a la espera de ver filtrarse el día a través de las persianas para poder quedarme finalmente dormido. Ciertas noches en las que el miedo era insoportable y yo las pasaba durmiendo en una silla, cerca de la habitación de mis padres, envuelto en una manta. Tenía ocho, nueve años. Sabía muy bien que no podía pedirles dormir en su cama con ellos porque ya era demasiado mayor. Por consiguiente, cuando las pesadillas me despertaban, arrastraba una silla desde la sala de estar hasta la puerta del dormitorio de mis padres, me acurrucaba, me tapaba y allí me quedaba hasta el amanecer en que regresaba a mi dormitorio.

Me vino todo de golpe a la memoria, con la misma angustia de aquellas noches. Con la misma compasión dolorosa e impotente, para el niño de entonces y para la preciosa y desdichada niña de ahora.

No le dije a Natsu todas estas cosas. Hubiera deseado hacerlo, creo, pero no lo conseguí.

En su lugar, me levanté y dije que ya era muy tarde. Mejor que me fuera, pues al día siguiente tenía que trabajar.

—Espera un momento —dijo ella.

Desapareció en la cocina, regresó a los pocos segundos y me entregó un cedé.

—Es lo que hemos oído esta noche. Quédatelo tú.

Lo sostuve en la mano, volví a leer el título y permanecí en silencio, buscando algo que decir. Pero, al final, dije sólo buenas noches y me deslicé tan rápido como un ladrón por la escalera de aquel tranquilo edificio de copropietarios. Diez minutos después ya estaba escuchando en mi coche aquel cedé en la fría y desierta calle que me llevaba a casa.

También fría y desierta.