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Llegué a las inmediaciones de la sala de la audiencia unos cuantos minutos antes de las diez. Mientras me acercaba, experimenté un ligero cambio de ritmo cardíaco y un hormigueo en la garganta. Como si estuviera a punto de sufrir un ataque de tos provocado por el corazón acelerado. Una cosa que me ocurría algunas veces en mi época universitaria en los últimos días anteriores a un examen importante.

Miré a mi alrededor buscando a Macrì a pesar de que no tenía ni idea de su apariencia. Sin embargo, a todos los que se encontraban delante de la sala los conocía, por lo menos de vista. La consabida fauna de abogados, oficiales de juzgado, pasantes y secretarias.

Por el camino hacia el juzgado, había apostado conmigo mismo a que Macrì acudiría a la cita. Mirando una vez más a mi alrededor antes de entrar en la sala, me dije que había perdido la apuesta. Estaba claro que no se había creído mi amenaza de mandarlo acompañar por los carabineros.

Deposité la cartera de documentos y la toga encima del banco. Pensé que no hubiera sido agradable solicitar aquel acompañamiento forzoso. Me pregunté quién sería el fiscal general sustituto en aquella audiencia.

Después, como si me hubieran llamado, me volví hacia la entrada de la sala y vi a Macrì. No sé por qué razón, pero estuve inmediatamente seguro de que era él. En realidad, no correspondía para nada al estereotipo físico que yo me había forjado mientras me dirigía al juzgado, tratando de imaginarme lo que estaba a punto de ocurrir. Había pensado en un señor de estatura media, tez morena, cabello muy negro, ligero sobrepeso y quizá con bigote.

Corrado Macrì era rubio, más alto que yo y mucho más fornido. Un metro noventa y pesaba cien kilos por lo menos. Con aspecto de no tener ni un gramo de grasa, alimentándose con batidos de proteínas y dedicar mucho tiempo a alzar pesas.

Iba muy bien vestido —traje gris antracita, corbata listada, impermeable colgado del brazo— y, teniendo en cuenta sus proporciones, debían de ser prendas confeccionadas a la medida.

Se acercó directamente a mí. Sus andares eran elásticos, propios de un atleta en plena forma.

Un pensamiento desagradable me cruzó rápidamente el cerebro. A propósito del cómo, el cuándo y por medio de quién había sabido que era yo.

—¿Guerrieri?

—¿Sí?

Me tendió la mano, pillándome por sorpresa.

—Soy Macrì —dijo sonriendo.

Pensé que debía de gustar mucho a las mujeres —a ciertas mujeres por lo menos— y que él lo debía de saber muy bien.

Correspondí al apretón de manos y, muy a pesar mío, también a la sonrisa. Me salió independientemente de mi voluntad. Porque resulta que aquel sujeto inspiraba simpatía. Sabía muy bien quién era —un traficante disfrazado de abogado— y, sin embargo, no conseguía evitar que me cayera en cierto modo simpático.

—Ya nos hablamos por teléfono —dijo sonriendo de nuevo, con la pinta de alguien que esta vez intenta presentar excusas.

—Ya —contesté.

Sin saber exactamente qué decir. No tenía muy clara la situación.

—Tuvimos un primer contacto... ¿cómo diría?... fallido. Probablemente por culpa mía.

Esta vez ni siquiera dije ya. Me limité a asentir con la cabeza. Al parecer, era lo único que me salía en aquella especie de conversación. El otro se entretuvo unos segundos antes de volver a hablar.

—¿Vamos a tomar un café?

Hubiera tenido que decir que no, gracias, mejor no. La audiencia está a punto de empezar, es mejor que no nos alejemos demasiado. Y, además, ten en cuenta que te voy a interrogar y a preguntarte también ciertas cosas cuando menos embarazosas, no es el caso de que nos comportemos como amigotes y compañeros.

Dije que muy bien, nos podíamos tomar el café puesto que los jueces tardarían un cuarto de hora, veinte minutos en llegar.

Abandonamos la sala y, mientras nos dirigíamos al bar, reparé en la presencia de un individuo que nos seguía a unos cuantos metros de distancia. Me volví a mirarlo, para comprender quién era.

—No te preocupes, Guerrieri. Es mi chófer. Se mantiene un poco apartado porque sabe que tenemos que hablar y es un chico discreto. Sabe cómo se tiene que comportar.

Pronunció la última frase —sabe cómo se tiene que comportar— de una manera un poco distinta. Con una inflexión distinta. A partir de aquel momento, empecé a fijarme en los carabineros que paseaban por el Palacio de Justicia. El hecho de que no hubiera demasiados me tranquilizó. Un poco.

—Son todos iguales los juzgados. El mismo jaleo, el mismo olor, las mismas caras. ¿Verdad, Guerrieri?

—No sé, jamás se me había ocurrido pensarlo.

Llegamos al sótano, nos tomamos el café abriéndonos paso entre el gentío de la hora punta. Macrì pagó y volvimos a salir. Seguidos por el que sabía cómo comportarse.

—Guerrieri, te lo quiero repetir. Creo que me equivoqué en nuestra conversación telefónica. Utilicé un tono que no se estila entre compañeros y, además, tú estás haciendo simplemente tu trabajo. Tal como yo he hecho el mío, por otra parte.

Dije que sí con la cabeza, preguntándome adónde quería ir a parar.

—Puesto que estás haciendo tu trabajo, yo no te quiero crear dificultades. Pero tú tampoco me las tienes que crear a mí.

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué es lo que me tienes que preguntar, ahora que empieza la audiencia?

No tendría que haberle contestado. Le tendría que haber dicho que pronto lo sabría. En cuanto empezara la declaración. En cambio, en un tono en el cual percibí con desagrado ciertos acentos de justificación, le dije que necesitaba algunas aclaraciones acerca del comienzo de su relación con Paolicelli.

Mientras le contestaba de aquella manera, me sentí un gilipollas.

Él adoptó una expresión inútilmente impulsiva dado el insignificante carácter de mi respuesta. Fingió pensar en lo que tenía que decir y después, sin interrumpir la marcha, me tomó del brazo.

—Escúchame, Guerrieri. Como es natural, yo sólo contestaré a las preguntas que no me obliguen a violar el secreto profesional. A algunas de ellas no podré responder y tú eso lo comprendes muy bien, ¿verdad? Pero la cuestión importante es otra. Hay gente que quiere cuidar de este Paolicelli. Ahora dejemos correr si es culpable o inocente. Está en la cárcel y se quedará allí durante algún tiempo, aunque tú te estés esforzando tanto por él. Y eso es bonito, te honra. Significa que eres un profesional serio.

Se detuvo un momento para mirarme a la cara. Para ver si era receptivo a sus palabras. No sé si mi cara le dio la impresión de que conseguía captar la idea, pero, en cualquier caso, él siguió adelante.

—Tiene una mujer (una mujer muy guapa, no sé si la conoces), una niña. En resumen, tiene problemas y necesita ayuda. Necesita dinero. De todos modos, ahora con el recurso, le harán un buen descuento, ya lo verás. Después la sentencia será definitiva y, en cuestión de pocos años, podrá empezar a disfrutar de los beneficios penitenciarios. Y en todo esto una ayuda (una buena ayuda) económica no estaría de más, ¿verdad?

Mi voz contestó por sí sola.

—No estaría de más, no.

Él sonrió y volvió ligeramente la cabeza hacia mí. Aquella respuesta le estaba transmitiendo la idea de que estábamos empezando a comprendernos. Finalmente. Yo era alguien que sabía estar en el mundo, alguien que sabía cómo comportarse.

—Eso es. Naturalmente, se trata de una cosa que tenemos que discutir tú y yo. Ahora la tenemos que discutir y definir. No pensarás que he venido con las manos vacías.

Mientras lo decía, se tocó la chaqueta a la altura del bolsillo interior.

—Y, naturalmente, no nos olvidamos de ti. De tu trabajo, del tiempo que has dedicado a esta historia. Y después tienes que tener en cuenta que esta gente (ésta de la que yo estoy hablando, la que quiere cuidar de nuestro cliente) necesita a menudo abogados. Abogados competentes como tú. Ciertos clientes pueden hacer la fortuna de un profesional de valía. Obviamente, tú ya sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?

Seguía diciendo: ¿verdad? Había un punto interrogativo pero no era una pregunta. Una marea incontrolada de pensamientos me atravesó el cerebro. Todo más fácil. Dinero para él, dinero claramente para mí —¿cuánto dinero llevas en esta chaqueta? ¿cuánto dinero puede hacer la fortuna de un profesional como yo?, me pregunté sin conseguir bloquear aquellas preguntas obscenas—, él todavía en el trullo unos cuantos años. O alguno más.

Yo fuera.

Natsu y la niña fuera, conmigo.

Alguien que sabe cómo comportarse. Esta frase se materializó en mi cabeza. Pero ahora no se refería al sicario de Macrì. Era la nueva definición de Guido Guerrieri, abogado competente. Dispuesto a vender a un cliente por dinero, amor y jirones de una vida que no había sido capaz de construirse.

Dispuesto a robarle la vida a otro.

Duró unos cuantos segundos, creo. O más.

Pocas veces —tal vez nunca— he experimentado tanto asco de mí mismo.

Macrì se dio cuenta de que algo me perturbaba. Allí estaba yo, con una cara muy rara, sin contestar a su pregunta.

—Me he explicado bien, ¿verdad?

Le dije que se había explicado bien, en efecto. Después busqué por un instante un comentario ingenioso, pero no lo encontré. Entonces me limité a decir que tomaríamos en consideración su generosa oferta en caso de que se confirmara verdaderamente la sentencia condenatoria.

Lo cual, si bien se miraba ahora, puede que fuera un comentario apropiado.

Él se detuvo para mirarme con expresión interrogativa. Me miraba y quería comprender. Si yo era tonto, si decía ingeniosas idioteces, si estaba loco.

No descifró nada en mi rostro y, cuando habló de nuevo, su tono era distinto.

—Es una frase muy ingeniosa. Pero quizás, ahora que la audiencia está a punto de empezar, será mejor que hablemos en serio. Llevo aquí...

—Tienes razón, la audiencia está a punto de empezar. Será mejor que entre en la sala.

Hice ademán de volverme, pero el otro me retuvo, apoyándome una poderosa mano en el brazo. Observé que el que sabía cómo comportarse daba unos pasos para acercarse a nosotros. Aparté el brazo y lo miré a los ojos.

—Ten cuidado, Guerrieri.

—¿Cuidado con qué?

—Éste es un juego en el que nos podemos hacer mucho daño.

Ahora estaba tranquilo. Yo le contesté en voz baja. Casi en susurros.

—Muy bien. Así me gusta más. Este papel se te da mucho mejor.

—Ten cuidado —repitió— que yo te parto por la mitad.

Esperaba desde hacía una vida que alguien —alguien como él— me dijera aquellas palabras.

—Inténtalo —contesté.

Después di media vuelta y me encaminé hacia la sala.