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Natsu Kawabata acudió a mi despacho el martes por la tarde.

Vestía el mismo abrigo azul de la otra vez. Parecía más guapa. Era hija con toda certeza de un japonés y una occidental. Puesto que se apellidaba Kawabata, su padre debía de ser japonés y su madre debía de ser italiana. De otro modo, ¿cómo habría podido hablar aquel italiano tan perfecto, incluso con una ligera inflexión napolitana? Quién sabe si habría nacido en Italia o en el Japón. Y aquella tez morena la debía de haber heredado sin duda de su mamá, puesto que los japoneses suelen ser más bien paliduchos.

—Buenas tardes, abogado.

—Buenas tardes. Siéntese, por favor.

Percibí en mi voz un exceso de engolamiento que me hizo sentir incómodo.

Esta vez Natsu se quitó el abrigo, se sentó e incluso esbozó una sonrisa. Por el aire ya se había difundido el mismo suave perfume de la vez pasada.

—Me alegro de que haya aceptado el encargo. Fabio tenía mucho interés. Dice que en la cárcel...

Experimenté una sensación interior de desagrado. No quería que siguiera adelante. No quería que me dijera cuánta confianza había depositado en mí el señor Fabio Raybán. No quería que me recordara que había decidido defenderlo por un motivo que a él no le hubiera gustado y que yo no habría confesado. Así pues, hice un gesto con la mano que decía: dejémoslo correr, soy muy modesto, no me gusta que me hagan cumplidos. Una mentira gestual: los cumplidos me encantan, por el contrario.

—Tal como ya le dije, eso es una rutina para mí. Prefiero examinar primero las actas para comprobar que no haya algún motivo que me impida aceptar el encargo.

¿Por qué seguía diciendo aquellas bobadas?

Para darme tono, estaba claro. Para interpretar un personaje. Para hacer un buen papel. Me estaba comportando como un colegial.

—¿Qué idea se ha hecho leyendo el expediente?

—No muy distinta de la idea inicial. La situación es muy difícil. Admitiendo...

Interrumpí mis palabras, pero demasiado tarde. Estaba a punto de decir: admitiendo que tu marido diga la verdad —admitiendo, pero en modo alguno aceptando—, el hecho de demostrarlo o, por lo menos, de crear una duda razonable será dificilísimo. No dije más porque no quería despertar sus dudas, más que razonables. Pero ella lo comprendió.

—¿Quiere decir: admitiendo que la historia de Fabio sea verdad?

Asentí con la cabeza, bajando la mirada.

Ella pareció querer añadir algo más, pero sus palabras permanecieron en suspenso y, al final, no salieron. Así pues, me correspondió a mí seguir adelante.

—Para intentar obtener una absolución, tendríamos que demostrar que la droga no era de su marido. O, en todo caso, ofrecer al tribunal unos argumentos que lo indujeran a abrigar serias dudas de que la droga perteneciera a su marido.

—O sea, habría que descubrir quién la colocó en el coche.

—Exactamente. Y puesto que todo ocurrió en Montenegro hace un año y medio, comprenderá usted que...

—Que no hay nada que hacer. ¿Es así?

Le contesté que, evidentemente, no había muchísimas cosas que pudiéramos hacer. Tendríamos que empezar a reconstruir entre los dos, con todos los detalles posibles, lo que había ocurrido en el transcurso de los días anteriores a la detención. Le dije, abreviándolas y apropiándome de ellas, las cosas que me había sugerido Tancredi. Hablé con el tono propio de alguien que está acostumbrado a llevar a cabo semejantes investigaciones. Como si fueran cosas normales para mí.

Cuando terminé de explicarle mi plan de investigación, me pareció que ella estaba impresionada.

Caray, yo era uno de esos que saben lo que se llevan entre manos.

Me preguntó si quería empezar a reconstruir los hechos con ella. Le contesté que antes prefería hablar con su marido, que iría a verlo al día siguiente y que nosotros nos podríamos volver a ver antes del fin de semana.

Dijo que le parecía muy bien. Me preguntó por el anticipo, yo le indiqué una cantidad y, cuando sacó un talonario de cheques, le dije que resolviera aquella parte de la cuestión con mi secretaria. Nosotros, los príncipes del foro, no nos ensuciamos las manos con dinero o cheques.

Eso era todo por aquella tarde.

Cuando se fue, me sentí bastante a gusto, como alguien que ha hecho un buen papel en presencia de la persona adecuada. Evité cuidadosamente pensar en las consecuencias.