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Entré en la sala del Tribunal Superior de Justicia tras haber echado un vistazo a la hoja fijada a la puerta en la que figuraba la lista de los juicios que se iban a celebrar aquella mañana.

Había la habitual acumulación de despojos —hurtos de menor cuantía, infracciones inmobiliarias, comercio de objetos robados— que se despacharían al ritmo de un juicio por minuto, con un presidente que miraba con el ceño fruncido a los abogados y al mismísimo fiscal cada vez que se atrevían a decir una sola palabra más de lo estrictamente indispensable. Lo cual era, por otra parte, dos palabras más que el silencio.

El mío era, al parecer, el único juicio con el acusado detenido y, por consiguiente, por regla general, habría tenido que disfrutar de preferencia. Por regla general, porque después hacían de hecho lo que les daba la gana.

Eran las nueve y treinta, es decir, el horario teórico del comienzo del juicio. Obviamente, no había nadie todavía. Había querido llegar puntual porque me gustan las salas de justicia desiertas, y el hecho de permanecer allí sentado sin hacer nada me ayuda a concentrarme. Me gusta aquella sensación de espera. Es como la sensación que uno experimenta cuando sale de casa por la mañana temprano, cuando no hay nadie todavía por las calles. Cuando te sientas en un bar por la zona del puerto, tomas tu café o tu capuchino y esperas. Las calles se van llenando poco a poco y tú experimentas una sensación de conciencia y de pertenencia a algo fugaz y eterno.

Sentarse en un banco de una sala de justicia desierta produce una sensación parecida. Te parece que formas parte de algo. Algo importante, sano y ordenado.

Pero no hay que preocuparse. Desaparece rápidamente —alrededor de las diez menos cuarto, si queremos concretar el horario— cuando la sala se empieza a llenar.

—Pero, bueno, Guerrie’. ¿Qué has hecho, has dormido aquí?

Precisamente.

La voz en inestable equilibrio entre un italiano incierto y un dialecto barés pertenecía a Castellano. Jamás conseguía recordar su nombre de pila. Defendía exclusivamente a ladrones —de todo tipo: desvalijadores de automóviles, de viviendas, carteristas, tironeros— y pequeños traficantes de droga. Había sido compañero mío de curso en la universidad, pero eso no significaba absolutamente nada desde el punto de vista de una relación personal, puesto que éramos más de mil alumnos.

Bajo, fornido, cuello de toro, casi completamente calvo a excepción de los mechones a ambos lados de la cabeza que le caían sobre las orejas. Otros pelos le asomaban por el cuello de la camisa siempre desabrochada y con la corbata torcida.

No era exactamente el sujeto con quien hubieras podido hablar de Emily Dickinson o del problema estético en Tomás de Aquino. Cada dos o tres palabras decía «coño» y, en las pausas de las vistas —y a decir verdad, también durante las vistas—, le gustaba expresar públicamente sus fantasías eróticas acerca de cualquier criatura de sexo femenino que se encontrara situada en su campo visual. No hacía discriminaciones y, en el centro de sus poco románticos sueños, podía haber indiferentemente auxiliares, secretarias, magistradas, acusadas. El hecho de que fueran guapas o feas, jóvenes o ancianas, no constituía ninguna diferencia.

Le contesté con una vaga sonrisa en los labios, confiando en que se diera por satisfecho y rezando para que no decidiera sentarse cerca de mí para entablar una buena conversación. Mis plegarias no fueron escuchadas. Depositó la cartera en el banco y se sentó, soltando un bufido.

—¿Qué me cuentas, Guerrie’, todo bien?

Dije que sí, gracias, todo bien. Lo dije mientras rebuscaba en mi cartera, simulando estar muy atareado. Fue un intento inútil: Castellano ni siquiera se dio cuenta, me explicó que aquella mañana juzgaban a dos viejos clientes suyos a los que les habían caído encima cuatro años por barba por toda una serie de robos por el método del tirón y me preguntó si sabía quiénes integraban el tribunal. Si los jueces eran buenos, aceptaría la celebración del juicio, en caso contrario, concertaría un acuerdo sobre las penas que aplicar. Le dije quiénes eran los jueces y él, tras haberlo pensado un poco, dijo que no merecía la pena correr riesgos con ellos. Concertaría un acuerdo y, de esta manera, despacharía antes el asunto. ¿Y yo qué tenía aquella mañana?

Ah, ¿tenía a un droguero? ¿Y a cuánto lo habían condenado en primera instancia? ¿Dieciséis años? Coño, ¿y qué había hecho para que le cayeran dieciséis años? ¿Quién coño era, el capo del cártel de Medellín? Bueno, en todo caso, a quién coño le importan estos hijoputas, lo importante es que pagan. Una vez agotada la cuestión de los respectivos compromisos judiciales, Castellano cambió de tema.

—Guerrieri, ¿sabes que me he puesto en el despacho la conexión de alta velocidad a internet? Es increíble, hasta se pueden descargar películas.

No me cabía la menor duda acerca de la clase de películas que Castellano se descargaba en internet.

—Ayer me descargué un porno bestial. Después recibí a un cliente y, mientras él hablaba, yo miraba la peli. Había quitado el audio, claro.

Después me aclaró con todo detalle, por si yo no fuera un hombre de mundo, el uso que hacía de aquellas películas cuando en el despacho o en casa no había nadie que pudiera tocarle los cojones. Y lo ideal para eso eran los ordenadores portátiles que te podías llevar incluso a la cama, no sé si me explico.

Seré bueno, me dije mentalmente. Si alguien o algo aparece de inmediato para salvarme de este obseso, juro que seré bueno. Me comeré las espinacas, no diré palabrotas, no colocaré bombas fétidas en clase de catecismo.

Esta vez fui escuchado. Sonó su móvil y él se apartó para contestar.

Un par de minutos después —ahora ya eran casi las diez— entró el fiscal en la sala.

Montaruli, uno muy bueno. Antes de su traslado a la Fiscalía General, se había pasado muchos años ejerciendo como un excelente fiscal sustituto, consiguiendo la detención y la condena de centenares de delincuentes comunes y de ladrones de cuello blanco. Algunos de ellos defendidos por mí.

Un trabajo que no se puede hacer durante demasiado tiempo. Existe para todo el mundo un punto crítico en el cual te das cuenta de que ya tienes suficiente. Él también lo había alcanzado y, de esta manera, pasados los cincuenta, había decidido irse a descansar a la Fiscalía General. Un cargo en el que, cómo diría, no te matas trabajando.

Me levanté para saludarlo.

—Buenos días, señor fiscal.

—Buenos días, abogado. ¿Cómo está?

—Estupendamente bien. Mi cliente es el que tiene algún problema.

—¿De qué juicio se trata?

—Paolicelli. La droga de Montenegro.

Puso una cara muy elocuente. Por supuesto que mi cliente se encontraba en apuros, significaba. Queríamos llegar a un acuerdo, naturalmente. ¿No? Ahora su expresión se había vuelto moderadamente inquisitiva. ¿Qué demonios pensaba hacer en un juicio sin historia como aquél? Tras un instante de titubeo, le dije lo que pensaba hacer, omitiendo algunos detalles. Le dije que Paolicelli se declaraba inocente, que afirmaba haber sido engañado, que yo le creía y quería intentar conseguir su absolución.

Me escuchó amablemente, sin decir nada hasta que yo terminé.

—Si su cliente dice la verdad, se encuentra verdaderamente en una situación muy grave. Y yo no quisiera estar en la piel de su abogado.

Estaba a punto de contestarle que yo tampoco habría querido estar en la piel del abogado de Paolicelli cuando los murmullos de la sala quedaron interrumpidos por el sonido del timbre. Estaban entrando los miembros del tribunal.