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El presidente leyó el decreto con la cara de alguien que piensa que cierto asunto está tardando demasiado y querría que también los demás lo comprendieran.
—El Tribunal, tras haber tomado nota de la declaración del testigo en el sentido de querer invocar el secreto profesional en todas las preguntas a propósito de sus entrevistas con el acusado Paolicelli relacionadas con un mandato defensivo; tras haber tomado nota de la declaración de Paolicelli y de las observaciones de su actual defensor, el cual solicita que se ordene responder al testigo habiendo sido éste eximido de la obligación de reserva con respecto al cliente, la cual sólo justificaría la facultad de abstención de la que ahora se trata, establecida la imposibilidad de compartir el mencionado punto de vista, pues la facultad de plantear el secreto profesional se propone proteger tanto al cliente como al defensor y pretende garantizar en general el sereno y reservado desarrollo de la delicada tarea del abogado; establecido por tanto sobre estas bases que la declaración de Paolicelli no es suficiente para anular la citada facultad de abstención, la cual está prevista también para la protección del defensor; por tales motivos rechaza la petición del abogado Guerrieri, declara que el testigo Macrì está facultado para invocar el secreto profesional en todas las preguntas referentes a su relación con su ex cliente Paolicelli y dispone que el procedimiento siga adelante.
Después se dirigió a mí. Yo lo miraba y observaba simultáneamente la expresión de Macrì. Volvía a ser la misma de antes. Estaba satisfecho y pensaba que, en cuestión de pocos minutos, se podría ir a casa.
—Abogado Guerrieri, tome nota de las decisiones del tribunal y, si no tiene más preguntas, me refiero a preguntas que no guarden relación con el contenido de las entrevistas entre el testigo y el acusado, yo diría que podríamos...
—Tomo nota de la decisión, señor presidente. Tengo sólo unas cuantas preguntas. Como es natural, acerca de temas no cubiertos por el secreto profesional.
El otro me miró. Empezaba a perder la paciencia y no hizo nada por disimularlo.
—Formule estas preguntas, pero tenga en cuenta que la cuestión de su relevancia será abordada con el máximo rigor a partir de este momento.
—Gracias, señor presidente. Abogado Macrì, todavía unas preguntas, si no le molesta.
Lo miré, antes de seguir adelante. Su rostro decía varias cosas. Entre ellas: Guerrieri, eres un perdedor. Te ofrecí una ocasión de salir de esta situación con elegancia, pero, para tu desgracia, eres un gilipollas y por eso, dentro de unos minutos, yo me iré más contento que unas pascuas y, encima, con el dinero.
—La esposa del acusado, la señora Paolicelli, nos ha revelado que, cuando se decretó el desembargo de su automóvil, usted (me refiero a usted, abogado Macrì) se encargó personalmente de irlo a retirar en el garaje donde se encontraba en depósito. ¿Nos puede confirmar esta circunstancia?
—Sí. La señora me pidió que le hiciera este favor y, teniendo en cuenta que estaba sola y en una situación difícil...
—En realidad, la señora ha dicho otra cosa. La señora ha dicho que fue usted quien se ofreció a ir a retirar el automóvil.
—Creo que la señora no lo recuerda bien. O que alguien le ha sugerido que lo recuerde de esta manera.
Noté que la sangre me subía a la cara. Tuve que hacer un esfuerzo para no morder el anzuelo de la provocación.
—Muy bien. Tomamos nota de que usted y la señora dicen cosas distintas. Ahora le quería preguntar si conoce a un señor llamado Luca Romanazzi.
Se dominó, pero no consiguió experimentar un ligero sobresalto. La pregunta acerca del coche se la esperaba. Ésta, no. Tuve la impresión de que estaba efectuando un rapidísimo y nervioso cálculo mental acerca de lo que más le convenía decir. Se debió de contestar —acertadamente— que si yo había sacado a colación a Romanazzi, debía de tener algún elemento para demostrar que ambos se conocían. Y, por consiguiente, negarlo habría sido una estupidez.
—Lo conozco, en efecto. Es cliente mío.
—¿Quiere decir que lo ha defendido en algún proceso penal?
—Creo que sí.
—¿Cree? ¿Y ante qué autoridad judicial?
—¿Qué quiere decir?
—¿Dónde se celebró el juicio? ¿En Reggio Calabria, Roma, Bari, Bolzano?
—Pues ahora mismo no lo recuerdo, ¿cómo puedo...? Y, además, ¿qué tiene que ver Romanazzi con todo esto?
Ahora el momento era muy delicado. Si el presidente intervenía y me pedía explicaciones, lo más probable es que todo se fuera al garete.
—O sea, que no recuerda qué autoridad judicial. ¿Está seguro de que lo defendió en algún proceso o cabe la posibilidad de que sólo le prestara servicios de asesoramiento?
—Es posible.
—Bien.
—Pero yo repito que quisiera saber qué tiene que ver Romanazzi con todo esto. Entre otras cosas, también en este caso me continúa haciendo preguntas acerca de la relación con un cliente, unas preguntas a las cuales no tengo intención de contestar.
Hice ademán de replicar, pero Mirenghi se me adelantó. Instantes atrás había observado que Russo le murmuraba algo al oído.
—A decir verdad, abogado Macrì, no es lo mismo. En este caso se le pregunta si conoce a una determinada persona y en qué circunstancias la conoció. No se le pide que revele las circunstancias internas de una relación profesional. Aquí no se trata de una cuestión de secreto profesional. Conteste a la pregunta, si es tan amable.
—Quizá no hubo ocasión de prestar una defensa procesal.
—Por consiguiente, fue un asesoramiento, ¿es así?
—Es así.
—¿Cuando usted trabajaba todavía en Reggio Emilia?
—No. Con toda seguridad después, en Roma.
—Bien. Supongo que se vieron ustedes en su bufete.
El otro hizo un movimiento con la cabeza. Podía significar que sí, pero yo quería que constara en acta. Y, en cualquier caso, en cuestión de pocos minutos, el estado de ánimo de Macrì había cambiado significativamente. El incordio no había terminado en absoluto, al contrario.
—¿Quiere decir que sí?
—Sí.
—¿Es correcto afirmar, sin embargo, que usted y el señor Romanazzi sólo se vieron en su bufete por motivos profesionales?
—¿Y cómo quiere que excluya un encuentro fuera de mi bufete, un encuentro casual...?
—Muy bien, tiene usted razón. Pero ¿es correcto decir que las relaciones entre usted y Romanazzi siempre fueron de carácter profesional?
Ahora su rostro decía otras cosas, aparte el odio, naturalmente. Y entre estas cosas había un principio de temor. No contestó a la pregunta, pero a mí me convino que no lo hiciera y seguí adelante.
—¿Nos puede decir si el señor Romanazzi tiene antecedentes penales?
—Yo creo que Romanazzi no tiene antecedentes penales.
—¿No sabe si ha tenido o tiene actualmente juicios pendientes por tráfico internacional de estupefacientes?
Me hubiera gustado poder leer su cerebro para ver qué estaba ocurriendo en su cabeza. Qué frenéticas acrobacias estaba haciendo para establecer cómo se tenía que comportar; para comprender qué podía negar y qué estaba obligado por el contrario a decir para no correr el riesgo de que lo desmintieran.
—Creo que tiene juicios por cuestiones relacionadas con la droga, pero ninguna condena.
Tenía el labio superior cubierto de gotitas de sudor. Lo estaba acosando.
—Ahora quisiera preguntarle si usted tiene conocimiento de que el señor Romanazzi se encontraba a bordo del mismo ferry en el que viajaba el acusado Paolicelli antes de ser detenido.
¿Y cómo coño podía saberlo?
—No sé absolutamente nada de eso.
—Tomo nota. ¿Tuvo ocasión de frecuentar el trato del señor Romanazzi al margen de la relación profesional? ¿Por razones, cómo diría, privadas?
—No.
Respiré hondo antes de conectar el siguiente golpe. Antes de golpear duro, uno inspira el aire y después lo expulsa cuando el puño alcanza el blanco.
—¿Ha hecho usted alguna vez viajes con el señor Romanazzi?
El golpe le llegó al plexo solar y le cortó la respiración.
—¿Viajes?
Un indicador absolutamente fiable de la dificultad en que se encuentra un testigo consiste en el hecho de que a una pregunta responda con otra pregunta. Quiere ganar tiempo.
—Viajes.
—No creo...
—¿Ha estado alguna vez en Bari con el señor Romanazzi?
—¿En Bari?
Otra contrapregunta para ganar tiempo. ¿No me querías partir por la mitad, grandísimo hijo de puta?
—¿Se ha alojado alguna vez en el hotel Lighthouse junto con su cliente Luca Romanazzi?
—He estado en Bari un par de veces, aparte la defensa de Paolicelli, y creo haber alquilado una habitación precisamente en ese hotel que usted dice. Pero no con Romanazzi.
Mientras terminaba de contestar, el impermeable le resbaló de la mano y cayó al suelo. Tuvo que agacharse a recogerlo y yo observé que sus movimientos eran mucho menos elásticos que antes.
—Usted sabe muy bien que nosotros podemos comprobar con facilidad a través de los registros del hotel si, cuando usted pernoctó en aquel hotel, estaba allí también su cliente el señor Romanazzi.
—Puede comprobar lo que quiera. Yo no sé si Romanazzi se hospedaba en aquel hotel cuando yo también estaba allí, pero no acudimos juntos.
No se lo creía ni él. Como aquellos boxeadores que levantan los brazos mecánicamente porque se lo dice el instinto. Pero ya no esquivan nada. Reciben golpes por todas partes y se preparan para acabar tumbados sobre la lona.
—¿Se sorprendería si se descubriera que no en una sino en dos ocasiones usted y el señor Romanazzi pernoctaron la misma noche en aquel mismo hotel, el Lighthouse?
—Señor presidente —su voz era más alta, pero no muy firme—, yo no sé de qué está hablando el abogado Guerrieri, pero sobre todo me gustaría saber dónde ha obtenido todas estas informaciones, si las ha obtenido de manera legítima y...
Lo interrumpí.
—Señor presidente, no hace falta que yo le diga al tribunal que existen las investigaciones encargadas por la defensa. Y ésta sí es materia protegida por el secreto profesional. En cualquier caso y para evitar equívocos, ahora el problema no es: cómo ha obtenido el abogado Guerrieri ciertas informaciones. El problema es: ¿estas informaciones son verdaderas o falsas?
Miré a la cara a Mirenghi antes de seguir adelante.
—Siga, abogado Guerrieri.
—Gracias, señor presidente. Bien, pues vamos a resumir: usted niega haberse trasladado a Bari en compañía del señor Romanazzi y haberse alojado en ambas ocasiones en el hotel Lighthouse...
—... yo no sé si, por casualidad...
—... y no sabe si, por casualidad, en las dos ocasiones en que estuvo en Bari y pernoctó en el Lighthouse, en aquel hotel se alojaba también Romanazzi.
Le debió de sonar demasiado absurdo al oírlo formular con palabras. Por eso se abstuvo de decir nada y se limitó a abrir las manos.
—Y nos confirma que no sabe que el señor Romanazzi se encontraba a bordo del mismo ferry en el que viajó el acusado Paolicelli antes de ser detenido.
—De eso no sé nada.
—¿Y, por consiguiente, no sabe que Romanazzi, al regresar de Montenegro, mira tú por dónde, pernoctó una vez más en el hotel Lighthouse de Bari?
—No sé de qué está hablando.
Dejé en suspenso sus últimas palabras. Como si hubiera estado a punto de hacer otra pregunta. Lo dejé allí unos segundos, a la espera de otro golpe. Disfruté del momento yo solito. Porque sabía que la partida había terminado y los demás, todos los demás presentes en la sala, no.
Te parto por la mitad.
Inténtalo.
Me pregunté si Natsu se habría quedado en la sala y lo habría visto todo. Recordé físicamente su perfume y su piel, compacta y lisa. Como un vértigo.
—Gracias, señor presidente, no tengo más preguntas.
Mirenghi preguntó al ministerio público si tenía alguna pregunta para el testigo. El otro dijo que no, gracias, no tenía.
—Ya se puede usted retirar, abogado Macrì.
Éste se levantó, dijo buenos días y se retiró sin mirarme. Sin mirar a nadie.
La sala estaba cargada de electricidad. Una energía que se percibe de vez en cuando, siempre que los procesos descarrilan de las vías de las soluciones preconstituidas y viajan hacia lugares imprevistos. Ocurre de vez en cuando, y entonces todo el mundo se da cuenta.
Hasta Russo se estaba dando cuenta y puede que también el ministerio público.
—¿Hay alguna otra petición antes de que declaremos cerrada la instrucción del debate?
Me levanté muy despacio.
—Sí, señor presidente. Para la conclusión del interrogatorio del testigo Macrì, tengo que solicitar la obtención de algunos documentos. Por razones que no creo necesario exponer, solicito la obtención de los listados con los antecedentes policiales de Luca Romanazzi; una copia de la lista de pasajeros del ferry en el cual viajó Paolicelli; una copia de los registros del hotel Lighthouse correspondientes a los años 2002 y 2003.
El presidente intercambió unas palabras con los otros dos jueces. Hablaba en voz baja, pero yo conseguí oír que les estaba preguntando si tenían que retirarse a la sala de deliberaciones para adoptar una decisión acerca de la petición. No oí lo que dijeron los demás, pero no se retiraron a la sala de deliberaciones y él dictó un rápido auto mediante el cual aceptaba mis peticiones y aplazaba el juicio de allí a una semana, para el depósito de aquellas actas y para el debate.