10
Más tarde o más temprano me tenía que ocurrir. Quiero decir: que volviera a formularme aquella pregunta. Ocurrió de una manera natural mientras esperaba a Paolicelli en la sala de los abogados de la cárcel.
¿Eran ciertas las cosas que se contaban en aquellos años? ¿De verdad era él uno de los culpables de la muerte de aquel chico? O por lo menos, ¿pertenecía al grupo de donde habían salido los navajeros?
A lo largo de muchos meses después de aquel homicidio fui perseguido por la imagen, creada por mi trastornada fantasía, de Paolicelli viendo morir a aquel chico con la misma sutil y perversa sonrisa que le había visto en la cara mientras su amigo me molía a golpes.
En algún momento hasta pensaba que había tenido suerte, porque aquellos eran unos locos criminales. La noche de la paliza que me dieron a causa de la trenca también tuve suerte de que no me pegaran un navajazo.
Durante mucho tiempo me obsesionó la idea de la venganza. Cuando fuera mayor, tuviera fuerza y, sobre todo, estuviera en condiciones de liarme a tortazos con los demás (entre tanto, había empezado a hacer prácticas de boxeo), los iría a buscar uno a uno y les arreglaría las cuentas. En primer lugar, al bajito y musculoso y después a los demás cuyos rostros no recordaba muy bien, pero eso era sólo un detalle. En último lugar, al rubito con cara de David Bowie que había disfrutado del espectáculo con una sonrisa en los labios. Y quizá, si le partiera la cara, conseguiría que me contara lo que había ocurrido realmente aquella noche del 28 de noviembre, quiénes habían acuchillado a la víctima y si él figuraba entre ellos.
—Buenos días, abogado.
Estaba tan enfrascado en mis pensamientos que ni siquiera había oído abrirse la puerta. Reprimí un ligero sobresalto y respondí con un leve cambio de expresión. La máxima cordialidad que estaba dispuesto a ofrecerle a Paolicelli después de aquella acumulación de recuerdos.
—Me alegro mucho de que haya aceptado el encargo. Tengo la impresión de que ahora hay una posibilidad. Mi mujer también me ha dicho que usted inspira confianza.
Me sentí incómodo ante el hecho de que me hablara de su mujer. Y también me sentía incómodo ante el hecho de que él fuera tan distinto del muchachito de la cara perversa al que yo había odiado durante toda mi adolescencia. Era un sujeto normal, casi simpático.
Pero yo no quería que me cayera simpático.
—Señor Paolicelli, será mejor que hablemos claro ya desde un principio. Para no alimentar expectativas poco realistas. He decidido aceptar su caso y haré todo lo que sea posible por usted. Juntos decidiremos la estrategia y las opciones procesales, pero lo que usted tiene que saber, aquello de lo cual tiene que ser absolutamente consciente, es que su situación es y sigue siendo muy difícil.
Así estaba bien. El tono técnico era lo ideal para conseguir que desapareciera la sensación de incomodidad que yo había experimentado momentos antes. Y era también una buena manifestación de maldad, disfrazada de eficiencia profesional, privarlo también de inmediato de aquel instante de alivio. Del consuelo que experimenta alguien que, después de varios meses de encierro en la cárcel y de pensamientos horribles acerca del futuro, encuentra a una persona que está de su parte y lo puede ayudar.
La misma razón, esencialmente, de la existencia de los abogados.
Eres un auténtico cabrón, Guerrieri, me dije a mí mismo.
Reanudé mis explicaciones sin mirarlo mientras abría la cartera para sacar los papeles.
—He examinado todas las actas, he tomado unos cuantos apuntes y ahora estoy aquí para decidir con usted la línea defensiva. Las posibilidades son esencialmente dos. Muy distintas la una de la otra.
Levanté los ojos para comprobar si me estaba siguiendo. Fue la primera vez que lo miré verdaderamente a la cara. Quiero decir, que vi su verdadero rostro de hombre de más de cuarenta años, con sus arrugas y un incomprensible matiz de bondad en sus ojos azules —y no el que yo conservaba grabado en el recuerdo de mí mismo cuando era un muchacho—, del fascista adolescente de sonrisa perversa.
Fue una sensación muy extraña. Sacaba las cosas de su sitio, me confundía.
Paolicelli asintió con la cabeza porque yo había dejado de hablar y él quería saber cuáles eran las dos posibilidades que teníamos esencialmente.
—Bueno, pues como le decía, hay dos posibilidades. La primera es la de la minimización del riesgo y del daño. Significa que presentamos recurso y, confiando en encontrar un fiscal sustituto maleable, llegamos a un acuerdo, procurando conseguir la mayor rebaja posible...
El otro estaba a punto de interrumpirme, pero yo se lo impedí con un gesto de la mano abierta, como diciéndole: espera, déjame terminar.
—Ya sé que usted dice que la droga no es suya. Lo sé, pero ahora le tengo que plantear todas las distintas posibilidades y las correspondientes implicaciones. Después usted decidirá lo que hay que hacer. Tal como ya le he dicho, la primera posibilidad es ésta. Con un poco de suerte, podríamos rebajar la pena hasta diez años, incluso menos quizá, lo cual significa...
—Mi mujer me ha dicho que usted piensa que se pueden hacer algunas investigaciones. Para descubrir quién me colocó la cocaína en el coche.
¿Por qué me molestaba que mencionara constantemente a su mujer? ¿Por qué me molestaba que su mujer le hubiera hablado del contenido de nuestras conversaciones? Me hice estas preguntas y no esperé la llegada de las respuestas. Demasiado obvias para tener que expresarlas con palabras.
—Se podría intentar.
—¿Para tratar de conseguir una absolución?
—Para tratar de conseguir una absolución. Pero es necesario tener las cosas claras. No está dicho, ni mucho menos, es más, es muy difícil que consigamos encontrar algo. Ahora vamos a conversar un poco y veremos si sale algún detalle que nos pueda ser útil. Pero, aunque consigamos formular una hipótesis concreta acerca de la manera en que aquella droga pudo acabar en aquel coche, nuestro verdadero problema será convencer al Tribunal Superior de Justicia. Y puede estar seguro de que eso no lo conseguiremos mediante conjeturas.
—¿Qué desea saber?
Recité la lección que me había enseñado Tancredi.
—Durante las vacaciones, ¿conocieron ustedes a alguien? No sé, alguien simpático, incluso demasiado. ¿Que hacía preguntas, que se interesó por su lugar de procedencia y por la fecha de su regreso?
Esperó un poco antes de contestar.
—No. Quiero decir, conocimos a gente, pero no hicimos amistad con nadie. No mantuvimos ningún trato con ninguna de las personas a las que tuvimos ocasión de conocer.
—¿A nadie que hubiera hecho averiguaciones acerca de la fecha de su regreso?
Una vez más, no contestó enseguida. Se esforzaba por recuperar recuerdos útiles, pero no lo conseguía. Al final, se dio por vencido.
—Bueno, no importa. Hablemos del aparcamiento del hotel.
—Tal como ya le he dicho, las llaves se las dábamos al conserje porque el aparcamiento era pequeño y siempre estaba lleno. Había automóviles aparcados en doble fila, y las llaves eran necesarias para evitar que alguien se quedara bloqueado.
—¿Y eso ocurrió también la última noche antes de su partida?
—Todas las noches, todas las noches dejaba las llaves en recepción. A la mañana siguiente, si teníamos que hacer una excursión en coche, las retiraba. En caso contrario, las dejábamos allí incluso todo el día.
—¿El conserje era siempre el mismo?
—No, había tres que se turnaban de día y de noche.
—¿Recuerda cuál de los tres estaba de servicio la última noche que ustedes estuvieron allí?
No lo recordaba. Lo había pensado otras veces, dijo, y jamás había conseguido centrarse en el rostro de aquel a quien había dejado las llaves la última vez.
Permanecimos en silencio en un callejón sin salida.
Yo elaboré mentalmente lo que podía haber ocurrido, siempre y cuando Paolicelli no nos estuviera tomando el pelo a su mujer y a mí.
De noche, los otros se habían llevado el coche a algún lugar oscuro. Un taller, un garaje o simplemente algún paraje oscuro del campo. Con toda tranquilidad lo habían cargado hasta el tope de droga y después lo habían devuelto al aparcamiento del hotel. Muy fácil y seguro y con muy pocos riesgos.
En cualquier caso, con la hipótesis de los conserjes no podríamos llegar muy lejos puesto que no teníamos ningún elemento que nos permitiera establecer cuál de los tres —suponiendo que uno de ellos estuviera efectivamente implicado— había intervenido en la operación.
Y, aunque hubiéramos podido, ¿qué? ¿Qué hubiera hecho? ¿Una bonita llamada a la Interpol para que se iniciaran las investigaciones internacionales necesarias para exculpar a mi cliente? Me dije que simplemente estábamos perdiendo el tiempo. Culpable o inocente, Paolicelli estaba metido en un buen lío. Lo único que yo podía hacer en mi calidad de profesional era reducir los daños al mínimo.
Le pregunté si, a bordo del ferry, había observado la presencia de alguien a quien ya hubiera visto en Montenegro, en el hotel o en algún otro sitio.
—En el ferry había un sujeto que se alojaba en nuestro mismo hotel. Es el único, que yo recuerde.
—¿Recuerda de dónde era, cómo se llamaba?
Paolicelli meneó enérgicamente la cabeza.
—No es que no lo recuerde. Es que no lo sé. Lo había visto algunas veces en el hotel. Después lo vi un momento a bordo del ferry y nos intercambiamos un saludo. Final de la historia. Lo único que puedo decir es que era italiano.
—Pero, si lo viera, ¿estaría en condiciones de reconocerlo?
—Sí, creo que sí. Lo recuerdo bastante bien. Pero ¿cómo se le puede localizar?
Contesté con un gesto de la mano que significaba: tú no te preocupes. Yo sé cómo hacerlo, éste es mi trabajo. Cuando llegue el momento, ya tomaremos las medidas necesarias. Lo cual era en conjunto una muda pero bien estructurada idiotez. En efecto, no era mi trabajo —pues la tarea de localizar a las personas era más bien cosa de la policía que de los abogados— y, sobre todo, no tenía ni idea de cómo hacerlo. Aparte del hecho de pasar de nuevo por el despacho de Tancredi y pedirle ayuda.
Sin embargo, al otro mi gesto le pareció suficiente. Si sabes cómo hacerlo y éste es tu trabajo, pues yo ya estoy tranquilo. He elegido al abogado adecuado, al que me sacará de apuros. Este Perry Mason de las montañas.
Pensé que, por aquella mañana, podía ser suficiente.
El otro pensó que la reunión estaba a punto de terminar, que yo estaba a punto de retirarme y él estaba a punto de regresar a su celda. Pero su rostro decía que no quería quedarse solo una vez más.
—Disculpe, abogado, pero todavía tengo otra pregunta. Usted ha dicho que podemos llegar a un acuerdo o bien decidir jugarnos el juicio en el Tribunal Superior de Justicia. ¿Cuándo lo tendremos que decidir? Quiero decir, ¿cuál es el último momento útil?
—El día de la vista. Es entonces cuando tenemos que decir si pretendemos llegar a un acuerdo y cerrar el juicio de esta manera o si queremos seguir adelante. Para el juicio serán necesarias unas cuantas semanas y, por consiguiente, dispondremos de un poco de tiempo para pensarlo. Y para ver si podemos descubrir algún detalle útil. Si no sale nada, cualquier camino que se aleje de un acuerdo sería un puro suicidio.
No quedaba mucho que añadir y ambos lo sabíamos. Él apartó la mirada de mí, la dirigió hacia alguna parte del suelo y así se quedó. Al poco rato, empezó a retorcerse las manos hasta casi hacerse daño.
Estaba a punto de levantarme para despedirme y largarme de allí. Percibí el impulso de los músculos de las piernas que trataban de empujarme para que me levantara, lejos de la silla y lejos de aquel lugar.
Pero no me moví. Pensé que el otro tenía derecho a unos cuantos minutos de silencio. A hurgar en paz en su desesperación. A retorcerse las manos sin que yo lo interrumpiera diciendo que por aquel día habíamos terminado, que ya me iba —lejos de aquel lugar donde él, en cambio, se tenía que quedar— y que pronto nos volveríamos a ver.
Cuando yo lo decida, naturalmente, y no cuando lo decidas tú.
Porque yo soy libre y tú no.
Tenía derecho a aquellos minutos de silencio en mi compañía para poder entregarse a la persecución de sus pensamientos.
Para ocupar aquel tiempo, yo también dejé correr mis pensamientos y pensé una vez más en la situación en la que nos encontrábamos. Yo sabedor, él ignorante. Yo sabía que nos habíamos conocido muchísimos años atrás, y él no lo sabía. En cierto sentido jamás lo había sabido porque con toda probabilidad ni siquiera había mirado realmente a la cara a aquel pobre chaval al que su amigo había machacado a golpes. Y seguro, en cualquier caso, que había olvidado aquel episodio.
Y, por consiguiente, no sabía que había sido una obsesión de mi adolescencia.
No sabía que, en mis sueños de revancha con los ojos abiertos, muchas veces les había partido la cara a puñetazos, primero a su amigo y después a él. No lo sabía y ahora yo era su abogado y, por consiguiente, su única esperanza.
Él seguía retorciéndose las manos mientras en mi mente afloraba de nuevo a la superficie el sermón que yo había imaginado echarle cuando llegara el momento.
¿Recuerdas cuando tú y tus amigos pegasteis y humillasteis a aquel pobre chaval que no se quería quitar la trenca? ¿Lo recuerdas? Aquel cabrón de tu amigo le partió la cara y tú lo mirabas con una sonrisa de satisfacción. Bueno, pues aquel chaval era yo y ahora estoy aquí para partirte la cara a ti. Te rompo esta cara de David Bowie del extrarradio y saldamos finalmente nuestras cuentas.
Mejor dicho, no, antes de saldar las cuentas, me tienes que decir si fuiste tú el que acuchilló a aquel chico. ¿Fuiste tú con tu navaja e hicisteis condenar a aquel pobre desgraciado que después se mató en la cárcel? Y, sino fuiste tú el que sostenía la navaja en la mano, ¿por lo menos formabas parte de aquella pandilla de asesinos? Dímelo, me cago en la puta.
Me di cuenta de que estaba apretando los puños bajo el escritorio que se interponía entre nosotros.
Fue entonces cuando él me dio las gracias. Por mi claridad y mi corrección. Dijo que estaba seguro de que, si existía una posibilidad, yo conseguiría encontrarla.
Después dijo otra cosa.
—Usted ha comprendido que yo necesitaba desahogarme y no me ha interrumpido, no me ha dicho que tenía que irse. Nada. Usted es una buena persona.
Mientras abandonaba la cárcel, aquellas palabras me rebotaron en la cabeza con un ruido metálico.
Yo era una buena persona.
Seguro.