18

Cerré el despacho media hora después de que Maria Teresa se hubiera ido.

Llegué a casa, saqué un helado del frigorífico, me lo comí, después me pasé media hora soltándole puñetazos al saco de arena, hice flexiones hasta que los brazos ya no aguantaban y después me metí bajo la ducha.

Me pregunté dónde estaría Margherita en aquel momento y qué estaría haciendo; pero no conseguí imaginármela. No quería, probablemente.

Me vestí y salí. Solo y sin una meta, tal como me ocurría cada vez más a menudo.

Experimenté el impulso de llamar a Natsu y preguntarle si quería que la fuera a ver.

No lo hice y, en su lugar, me fui a dar una vuelta por la ciudad azotada por el viento frío.

Percibía extrañas y desagradables señales de advertencia. Quizás estaba a punto de ocurrirme lo mismo que cuando Sara me había abandonado: insomnio, depresión, ataques de pánico. Fue una idea inquietante, pero, en el mismo momento en que la concebía, me di cuenta de que aquellas cosas no ocurrirían.

Ahora ya era un inadaptado permanente. Me había ganado una mediocre y permanente desdicha, me dije. Inmunizado por una desdicha devastadora a cambio de una insatisfacción permanente y de unos deseos inconfesables. Después pensé que mis reflexiones eran triviales y patéticas y que me autocompadecía. Y yo siempre he despreciado a los que se autocompadecen.

Así pues, decidí irme a comprar unos libros.

A aquella hora —eran las once de la noche— sólo encontraría un sitio donde se pueden comprar libros y charlar un rato. La Osteria del caffellatte que, a pesar de su nombre, es una librería.

Abre a las diez de la noche y cierra a las seis de la mañana. El librero —Ottavio— es un ex profesor de instituto aquejado de insomnio crónico. Había aborrecido tenazmente su trabajo de profesor a lo largo de todos los años en que se había visto obligado a hacerlo. Después, una anciana tía sin hijos y sin otros familiares le había dejado dinero y un edificio minúsculo en pleno centro de la ciudad. Planta y dos apartamentos, el uno encima del otro. La ocasión de su vida, agarrada al vuelo y sin dudar. Se había ido a vivir al segundo piso. En la planta baja y el primer piso había montado una librería. Puesto que de noche no podía dormir, se había inventado aquel horario. Absurdo, había dicho la gente, y, sin embargo, había funcionado.

Hay gente a todas horas en la Osteria del caffellatte. No mucha, pero a todas horas. Sujetos extraños, obviamente, pero también y sobre todo sujetos normales. Que después resulta que son los más extraños cuando te los encuentras comprando libros a las cuatro de la madrugada.

Hay tres mesitas y una pequeña barra. Si te apetece, puedes beber algo o comer un trozo de las tartas que Ottavio prepara por la tarde antes de abrir. Por la mañana temprano puedes desayunar con las mismas tartas y un café con leche. Si estás en la librería en el momento del cierre, él te regala la tarta que le queda, te dice hasta mañana, cierra y después, delante de la entrada se fuma el único cigarrillo del día. A continuación, se va a dar una vuelta por la ciudad que está cobrando nuevamente vida y, cuando los demás empiezan a trabajar, él se va a dormir porque, de día, lo consigue. En la librería había tres chicas que se estaban contando una cosa que debía de ser muy divertida. Observé que de vez en cuando me miraban y después se reían más fuerte. Ya está, pensé, mi parábola ha terminado. Soy un hombre ridículo. Es más, bien mirado, soy un paranoico terminal.

El librero estaba leyendo, sentado junto a una de las mesitas del minúsculo bar. Al percatarse de mi llegada, me saludó con la mano y después reanudó la lectura. Yo me puse a pasear entre bancos y estanterías.

Tomé en mis manos El hombre sin atributos, lo hojeé, leí unas cuantas páginas y lo volví a dejar en su sitio. Es una cosa que hago desde hace muchos años. Desde siempre, en realidad. Con Musil y, sobre todo, con el Ulises de Joyce.

Cada vez me enfrento con mi ignorancia y pienso que tendría que leer estos libros. Cada vez, ni siquiera consigo comprarlos.

Creo que jamás conoceré directamente las aventuras —vamos a llamarlas así— del joven Dedalus, del señor Bloom, de Ulrich. Me he hecho una idea, pero en la librería sigo hojeando aquellos volúmenes en una especie de ritual de la imperfección. La mía.

Mientras seguía dando vueltas por allí, me llamó la atención una bonita cubierta con un título precioso. Noches en los jardines de Brooklyn. No conocía ni el autor, Harvey Swados, ni el editor, Bookever. Leí unas cuantas líneas del prefacio de Grace Paley, me convenció y lo cogí.

Entró un joven agente de la policía. Se dirigió a Ottavio y le pidió algo. Fuera lo esperaba un vehículo de la brigada móvil aparcado en doble fila.

Vi un libro titulado Nada ocurre por casualidad. Pensé que venía a mi caso —cualquiera que fuera mi caso— y también lo cogí. El policía salió con un libro en una bolsa de aquellas que sólo se encuentran en la librería de Ottavio. En un lado hay el dibujo de una taza de humeante café con leche, azul y sin asas y con el nombre de la librería. En el otro, impresa sobre el plástico, una página de novela, una poesía, una cita de un ensayo. Cosas que le gustan al librero y que éste quiere aconsejar a sus clientes nocturnos.

Ya me encontraba mucho mejor. Las librerías me sirven de ansiolítico y también de antidepresivo. Las chicas se habían marchado sin que yo me diera cuenta. Ahora estábamos solos Ottavio y yo. Me acerqué.

—Hola, Guido. ¿Cómo te lo pasas?

—A lo grande me lo paso. ¿Qué ha comprado el policía?

—No te lo vas a creer.

—Pues dímelo tú.

—Poesía ininterrumpida.

—¿Elouard? —pregunté con asombro.

—Ya. Serás uno de los tres o cuatro abogados del mundo que conocen este libro. Y él, el único policía.

—No hará carrera.

—Yo también lo creo. Y tú, ¿qué te llevas?

Le mostré los libros que había elegido y lo aprobó. Swados, sobre todo.

—¿Y tú qué estás leyendo?

El libro que sostenía en la mano era pequeño, tenía la cubierta de color crema y pertenecía a una editorial desconocida: Edizioni dell'orto botánico.

Me lo ofreció. Se titulaba: La manumisión de las palabras; subtítulo: anotaciones para un seminario sobre la escritura. No figuraba el nombre del autor en la cubierta.

Lo hojeé y leí unas cuantas frases.

Nuestras palabras carecen a menudo de significado. Ello ocurre porque las hemos gastado, extenuado, vaciado mediante un uso excesivo y, sobre todo, inconsciente. Las hemos convertido en cascarones vacíos. Para contar algo, tenemos que regenerar nuestras palabras. Tenemos que devolverles su sentido, consistencia, color, sonido, olor. Y, para hacerlo, tenemos que romperlas en pedazos y reconstruirlas después.

En nuestros seminarios llamamos «manumisión» a esta operación de ruptura y reconstrucción. La palabra manumisión tiene dos significados, aparentemente muy distintos. En el primer significado, es sinónimo de alteración, violación, perjuicio. En el segundo, que desciende directamente del antiguo derecho romano (manumisión era la ceremonia mediante la cual un esclavo era liberado), es sinónimo de liberación, rescate, emancipación.

La manumisión de las palabras incluye ambos significados. Rompemos las palabras (las manumitimos, en el sentido de que las alteramos y violamos) y después las volvemos a montar (las manumitimos en el sentido de que las liberamos de los vínculos de las convenciones verbales y de los no-significados).

Sólo después de la manumisión podemos utilizar nuestras palabras para contar historias.

—¿Sólo tienes este ejemplar?

—Sí, pero te lo puedes llevar, si quieres. ¿Por qué te interesa?

Ya. ¿Por qué me interesaba?

Tengo un antiguo deseo que he sacado recientemente a la superficie y que una amiga me asegura que se hará realidad. El deseo es el de convertirme en escritor y, al ver este libro, he decidido estudiar un poco. Simplemente para facilitarles la labor a los del departamento de lámparas mágicas, tréboles y estrellas fugaces.

Fantaseé un poco acerca de aquellas frases y acerca de otras cosas. Sin contestar a la pregunta de Ottavio. Él me dejó hacer y habló sólo cuando le pareció que yo había regresado de mi ensoñación.

—No te entusiasma demasiado tu trabajo, ¿verdad?

Solté una especie de carcajada maliciosa. No me entusiasmaba demasiado mi trabajo, efectivamente.

—Y, si lo pudieras cambiar, ¿qué te gustaría?

Pero menuda epidemia ésa de los deseos. Decidme que os habéis puesto todos de acuerdo.

—Me gustaría escribir. Los libros son lo que más me gusta de todo. Me gusta leerlos y me gustaría escribirlos, si pudiera. En realidad, no sé si lo puedo hacer, pues jamás he tenido el valor de intentarlo.

Ottavio dijo que sí con la cabeza, y listo. Me gustan los que no hacen comentarios estúpidos. Y, en determinados momentos, lo mejor para no hacer comentarios estúpidos es simplemente callar.

—¿Vamos a tomar algo?

—Sí.

—¿Ron?

—Ron.

Tomó una botella de la barra y echó dos tragos dobles. Bebimos y nos pasamos un buen rato charlando acerca de un montón de cosas. De vez en cuando, entraba gente. Alguien compraba un libro, alguien miraba y basta.

Un tío de unos cincuenta y tantos años, vestido con chaqueta, corbata y abrigo, se remetió en los pantalones La trilogía de la ciudad de K., se abrochó el abrigo y se encaminó hacia la salida. Ottavio se dio cuenta, me pidió que lo disculpara y lo alcanzó en la puerta.

Dijo que le hubiera gustado poder regalar los libros. Pero, por desgracia, de verdad que no podía. Estaba obligado a hacérselos pagar a la gente. Lo dijo sin la menor punta de sarcasmo. El otro balbució algo del tipo: la verdad es que no sé de qué me habla. Ottavio, con el paciente tono de voz de alguien que ya ha dado otras veces la misma explicación, dijo que había dos posibilidades. O el otro pagaba el libro y se lo llevaba —e incluso se le haría el descuento— o bien lo volvía a dejar en el estante, se iba a dormir, no había pasado nada y podía regresar cuando quisiera. El otro dijo que muy bien, que se lo llevaba. Y, en una extraordinaria y surrealista secuencia, se dirigió a la caja, se sacó el libro del interior de los calzoncillos, pagó —con descuento—, tomó su bolsa como todo el mundo y se fue, deseándoles las buenas noches a todos.

—Bueno, hay gente que no se avergüenza de nada —dije.

—No te imaginas hasta qué punto. Pero yo no consigo enfadarme con los que intentan robar los libros. Yo mismo he robado un montón. ¿Y tú?

Dije que jamás había robado un libro. No físicamente. Había leído muchos ilegalmente, pero en las librerías. Ninguno en la suya, puntualicé.

Después consulté el reloj y reparé en lo tarde que era, teniendo en cuenta que al día siguiente tenía una vista. Pregunté cuánto debía, por los libros y el ron.

—A la bebida invito yo. Los libros, en cambio, me los tendrás que pagar porque, tal como le he dicho al señor, de verdad que no puedo regalarlos.