Final. La cultura como opio del pueblo
Al interpretar el ideal de cultura corno la forma actual del opio del pueblo, nos referimos, en primer lugar, a la cultura en su sentido de «cultura nacional». Según hemos intentado mostrar, el ideal de una cultura nacional, que gira en torno a su supuesta identidad, es sólo un ideal metafisico que invierte la tendencia expansiva espontánea de todo grupo social, en cuanto a su cultura se refiere, a saber, a asimilar (y no sólo ya controlar) cuanto le sea posible de las demás culturas, dependiendo su propia permanencia de su misma potencia. En este sentido, el «encapsulamiento» de cada cultura nacional en su supuesta identidad propia es la reacción a una conciencia de debilidad que espera, con ayuda de terceras potencias, debilitan el poder de otras culturas que considera enemigas, y, de este modo, adormece su propia realidad.
En segundo lugar nos referimos a lo que hemos llamado «cultura circunscrita», a esa cultura seleccionada del todo complejo que pretende condensar los más elevados valores culturales. Cabría decir, por ello, que la cultura selecta o santificante, la cultura por antonomasia, se presenta como un fin antes que como un medio. La cultura circunscrita, en cualquier caso, como cultura por antonomasia, en tanto tiene virtualidad elevante y liberadora, se corresponde directamente con la Gracia santificante, que brilla por sí misma, sin perjuicio de los servicios medicinales que pueda comportar. Como hemos dicho es extraordinariamente difícil determinar los criterios que mueven a esta selección. Podríamos acaso perfilar el tipo de relación que la cultura selecta guarda con las otras partes de la cultura (en el ámbito emic de la sociedad de referencia) con las que los moralistas antiguos establecían entre el bonum honestum y el bonum utile-, la cultura selecta podría ponerse en correspondencia con el bien honesto, y acaso también con el bien deleitable de los antiguos, mientras que la cultura instrumental (industrial, política, etc) correspondería a los bienes útiles.
Sin embargo, considerada filosóficamente la cuestión, acaso fuera preciso regresar aún más atrás para encontrar los criterios etic de esta distinción, a saber, a la distinción etològica entre conductas orientadas a la alimentación (caza, recolección de granos, etc), a la reproducción (nidificación, cortejo, etc) o a la defensa, y conductas orientadas al descanso y, sobre todo, al juego. Se trata de una distinción académica (etic), puesto que un chimpancé no «pone a un lado» sus actividades lúdicas y a otro lado sus actividades cazadoras o recolectoras. La danza de la lluvia puede ser determinada en virtud de una compulsión aún más intensa que la huida del enemigo o la atracción sexual. La misma indistinción la encontramos en las sociedades humanas más primitivas: las ceremonias que los antropólogos llaman «lúdicas», por ejemplo un juego competitivo, pueden desenvolverse con la misma «seriedad» que es propia de una ceremonia de caza. La diferenciación de la vida (de la cultura) en dos partes, la vida (o la cultura) del trabajo y la vida (o la cultura) interpretada en función del descanso o del ocio (a veces, como vida superior, espiritual, servicio divino) sólo puede darse en épocas de civilización muy avanzada en las cuales tiene lugar una diferenciación de clases en función del trabajo social jerarquizado (distinción entre trabajadores manuales y escribas o sacerdotes «intelectuales»). En todo caso es una distinción ideológica, interesada. Las funciones ceremoniales de trabajo, de caza, de juego, que en los grupos más primitivos se hacen conjuntamente se hipostasiarán y disociarán en horas o días diferentes: seguirá habiendo para todos (en principio) días de trabajo y días de descanso (sábados o domingos).
Se llegará a decir en algunas sociedades, por tanto, que la cultura eleva al hombre sobre el ras de la tierra, de su vida prosaica, y lo sitúa en presencia de una vida espiritual superior, de una vida «en estado de gracia». Cuando el habitante de una villa campesina lee el rótulo que anuncia la dirección de la «Casa de la Cultura», y luego vuelve a leer ese mismo rótulo ampliado extendiéndose por el dintel de la puerta principal de un edificio ad hoc (la «Casa de la Cultura»), ¿qué es lo que puede entender? ¿Qué puede esperar? ¿Qué función desempeñan estas relativamente recientes «casas de la cultura» (herederas quizá de las antiguas «casas del pueblo» a través de la institución de los «teleclubs», en el final del franquismo) que en las villas españolas (no tanto en las aldeas ni en las grandes ciudades) se sitúan en un espacio singular, el de los edificios singulares tales como la Iglesia, el Campo de Fútbol, la Escuela, el Ayuntamiento o incluso la Plaza de Toros? ¿Es que estos otros edificios no son también «casas de la cultura», partes del todo complejo? Nadie lo sabe muy bien. Lo único que puede acaso decirse es que la «Superioridad» espera que cuando el habitante de la villa, el villano, lea el rótulo que le invita a entrar en la Casa de la Cultura, entienda algo más que el anuncio de un local en el que duermen algunos libros, cuelgan las acuarelas de una exposición fugaz, o en donde se agita bulliciosamente un televisor. La Superioridad espera que el habitante de la villa perciba en el rótulo del nuevo edificio la invitación a entrar en un mundo etéreo e indefinible, el mundo o Reino de la Cultura, que es mucho más que la escuela, el ayuntamiento, la iglesia, la discoteca o incluso la casa del pueblo (a fin de cuentas instituciones demasiado definidas, incluso prosaicas). La Superioridad espera que en la Casa de la Cultura el villano crea que entra en comunidad con los demás hombres libres que respiran en una atmósfera irreal y sobrenatural. La Superioridad espera (y para ello utiliza sus animadores culturales -no sacerdotes, ni profesores, ni monitores, ni entrenadores-) que el villano, al entrar en la Casa de la Cultura, olvidará no sólo las miserias del mundo más prosaico del trabajo, sino también el espíritu de frívola diversión (que sopla en el teatro o en la discoteca) o el de la disciplina (que sopla en la escuela). La Superioridad espera que el villano se sienta, sin esfuerzo, como inundado por una gracia elevante que, como un don del Espíritu Santo, desciende sobre él, para purificarle, elevarle y santificarle. La Superioridad, en fin, espera que la Casa de la Cultura, en la villa, sea para el villano la antesala del Reino universal de la Gracia. Fuera de él, el villano sería un desgraciado.
La liturgia para alcanzar ese estado de gracia, sea en la villa sea en la ciudad, mantiene además una estrechísima vinculación con la liturgia religiosa, a través de la cual los sacerdotes, oficiando en el altar, ofrecían, a un público que llenaba los bancos de la Iglesia o que permanecía en pie, el milagro de la transubstanciación. El altar es ahora el escenario: la cultura selecta de nuestra época es, considerada desde un punto de vista planetario, sobre todo una cultura de escenario (el propio campo de fútbol sigue siendo también un escenario). En el escenario los actores desempeñan el papel de sacerdotes ante el público de los nuevos templos, las salas de conciertos, las salas de teatro, las de rock, las de cine, y sobre todo la «sala dispersa» por los cientos de millones de «plateas» de las diversas ciudades, a saber, las casas particulares que, en lugar de una cruz tienen en su tejado una antena de televisión, y en las que la ceremonia del rezo del rosario en familia ha sido transformada, en virtud de una suerte de pseudomórfosis, en la ceremonia de ver la televisión en familia.
Asomémonos a alguno de estos nuevos templos de la cultura para explorar las liturgias consideradas más sublimes: el Liceo de Barcelona ante la ekpirosis de 1994. El incendio del teatro de la ópera representó para la elite barcelonesa y española de la monarquía de Juan Carlos tanto o más de lo que representó para los judíos la destrucción del templo de Jerusalén en la época de Tito. Y escuchando cantar desde las cenizas a Montserrat Caballé, a Plácido Domingo o a José Carreras, devanando especulaciones vocales surrealistas (mitos verdianos o wagnerianos), la elite selecta que (después de haber leído un libro de Kundera, o contemplado en el teatro una obra de Bernard Koltés) entreveía las lágrimas de la ministra de Cultura parecía haberse elevado, esperando la resurrección del templo, al supremo estado de Gracia cosmopolita. Asomémonos a los templos de la cultura popular, en donde un público enardecido, como en unos misterios dionisiacos multiplicados por los medios de la sociedad industrial, entra en trance extático ante el altar en el que oficia Michael Jackson o sigue el mensaje que un profeta viene desarrollando a lo largo de una generación (Sabina, Serrat, Víctor amp; Ana, etc).
¿Cómo explicar (justificar, en el sentido económico) las enormes inversiones, aportadas muchas veces por el erario público, que son necesarias para sufragar a los divos, si no fuera porque su divinidad se constituye gracias precisamente a esas grandes inversiones? No quiero decir que los melismas o fermatas de un divo de ópera carezcan de todo interés (aunque no sea más que desde el punto de vista del atletismo vocal). Lo que afirmo rotundamente es que el valor intrínseco de esa cultura selecta es prácticamente nulo y que el atletismo vocal de un divo de ópera no tiene más importancia (ni tampoco menos) que el atletismo muscular de un héroe de halterofilia.
En la medida en que la liturgia del altar se interprete mejor medíante el concepto de opio del pueblo que mediante el concepto de los «misterios de la Gracia», ¿por qué la liturgia del escenario, heredera de la liturgia del altar, no habría de interpretarse mejor con el mismo concepto de opio del pueblo que con la idea de un disfrute o fruición vital o cultural? El opio del pueblo es el opio del vulgo (Vulgo › Volk), y el vulgo es, no sólo la plebe, sino también la elite «culta en cultura circunscrita» («hay vulgo que sabe latín», decía Feijoo); porque vulgo o masa, al menos si seguimos la definición de Ortega, es todo hombre que se encuentra satisfecho de lo que es por el mero hecho de pertenecer a su grupo, «cebado de su propio existir» y de las rutinas o señas de identidad que el grupo le suministra. Tan rutinarias son sin embargo las témporadas de ópera como las creaciones de la vanguardia, o como las extralimitaciones culturales hippies convertidas en rutinas de la cuarta cultura. Pero es mediante la participación en esas culturas circunscritas por grupos determinados y no por otros, por los que la elite o la plebe alcanzan la conciencia (la falsa conciencia) de la «realización de su plenitud vital, de su libertad».
En la medida en que tal realización es, desde luego, ilusoria, un puro ensueño retórico y metafíisico, así también habrá que considerar como opio del pueblo al agente que lo provoca, a saber, a la cultura circunscrita. Es bien sabido que las teorías de los efectos que a la religión convenía atribuir como «opio del pueblo» no solamente tenían en cuenta la analogía con el opio que se administraba el pueblo a sí mismo para calmar el dolor derivado de su estado de opresión (el «opio del pueblo» como brebaje espiritual, de Marx) sino también el opio que le era administrado al pueblo por los explotadores para mantenerle en estado intermitente de entontecida ilusión (el «opio del pueblo» en el sentido de Lenin). Sólo que las funciones de opio del pueblo las ejerce hoy la cultura selecta, una vez que la religión ha perdido, en la sociedad industrial, las virtudes de adormidera psicodélica. La elite se administra a sí misma dosis definidas de cultura operística, de cultura literaria, de cultura vanguardista (a título precisamente de cultura, pero no, por ejemplo, de «experimento vocal» o de «exploración combinatoria») para mantener su ensueño de minoría despierta, elegida, consciente; la plebe se administra, o le es administrada, cultura selecta ad hoc (cultura de consumo) para mantener su ensueño de libertad activa, de rebeldía suprema, de entusiasmo. La cultura por antonomasia, la cultura selecta, es el opio del pueblo democrático constituido por la plebe y por las elites, que son momentos suyos correlativos. No cabe «progreso» en el mundo de la cultura selecta, como no cabe progreso en la verdadera religión. Pero sí cabe adaptación, cambio de parámetros, ajustes a la realidad cambiante, perfección en las virtudes actualizadas de las adormideras psicodélicas.
¿Acaso sería posible separar al «pueblo democrático» de esa cultura selecta que parece ser el medio a través del cual tanto las elites como la plebe alcanzan su dignidad y su propia estimación? Y si fuera posible, ¿sería prudente? ¿Cómo proporcionar ocupación inofensiva, pero eficaz, a millones y millones de jóvenes o de adultos durante sus horas de «ocio» o durante sus años de desempleo? ¿Cómo proporcionar ocupación al ocio de las elites que pueda resultar menos peligrosa de lo que sería una ocupación consistente en la maquinación, en la drogadicción o en la ideación de nuevos sistemas de explotación? Napoleón podría decir en nuestros días: «Un buen actor, un buen guionista de televisión, un buen músico de vanguardia, un buen autor teatral o un buen entrenador de fútbol me ahorran cien gendarmes».
Me limitaré por tanto a recordar una recomendación que Epicuro daba a uno de sus discípulos por si acaso alguien encontrase en ella ocasión para explorar nuevas «formas de vida», no ya «volviendo a la Naturaleza» sino simplemente al mundo que envuelve, a la vez, a la Naturaleza y a la Cultura: «Toma tu banco y huye, hombre feliz, a vela desplegada, de cualquier forma de cultura». 73 Al menos cuando los contenidos englobados en el rótulo «cultura» pretenden recibir su valor precisamente de ese mismo rótulo, cuando es el rótulo el que, si puede tener algún valor, habrá de recibirlo, como luz reflejada de alguno de los contenidos (y no necesariamente de todos) en él englobados. La historia del término «cultura», tal como se ha ido conformando a lo largo del siglo XIX y sobre todo del XX, es la historia de un proceso progresivo de confusión, confusión de las cosas más heterogéneas, de magnitudes diferentes, y de alcance todavía más diverso, que se han ido amalgamando las unas con las otras en una masa homogénea y viscosa sobre la cual, como si fúese un pedestal, pudiesen situarse los hombres, unas veces para considerarse a sí mismos a mayor altura que los animales, otras veces para considerarse a mayor altura que otros hombres (el «alemán», o el «francés» ha creído, encaramado en su «cultura», estar situado a mayor altura respectivamente que el francés o el alemán). No hemos pretendido, sin embargo, por nuestra parte, dinamitar esta «masa viscosa» que sirve de pedestal para servicios tan diversos; no pretendemos pulverizarla, disolverla o aniquilarla en todas sus partes. Tratamos de descomponerla o resolverla en sus elementos, unos auténticos, otros aparentes, restituir cada uno de estos elementos a sus quicios propios. Pues lo que carece de todo valor, íúera del etnológico, es precisamente esa amalgama de cosas tan heterogéneas que, tras haber sido «sacadas de quicio», parecen conducir, por vías distintas, a una entidad de nuevo cuño, a la que todos llaman «cultura». En efecto, únicamente tiene sentido la totalización, como «cultura», de esos contenidos tan heterogéneos (técnicas, rituales, relaciones de parentesco…) cuando todos ellos puedan efectivamente ser tomados en bloque (como un «todo complejo») a modo de conjunto de instituciones de un pueblo aislado enfrentándose a otros pueblos, y a nuestra propia civilización universal, y en la medida en que merced a este enfrentamiento podamos ver a ese conjunto de instituciones en su reducción pragmática, es decir, como conjunto de procedimientos mediante los cuales esos pueblos, los yanomamos, pongamos por ejemplo, han logrado mantenerse en su existencia en un medio determinado. Un medio al cual, durante un cierto intervalo de la evolución, ese pueblo ha logrado «controlar», sin duda, pero sólo a escala de sus «propiedades organolépticas», subjetivas, por decirlo así. Un control, por tanto, puramente subjetual-pragmático, es decir, desprovisto de poder para «poner el pie» en las relaciones objetivas entre las cosas mismas constitutivas del mundo. Por el contrario, las cosas y sus relaciones permanecerán encubiertas por los velos tejidos por el delirio imaginativo que sólo está siendo limitado por las urgencias de la realidad. En este sentido podría afirmarse que una cultura totalizada equivale de algún modo a un conjunto de instituciones y formas «prescindibles» en bloque, al menos desde el punto de vista de la civilización universal, en tanto que ellas sólo son características de un grupo particular humano. Reconocer que las instituciones totalizadas en una cultura sean «prescindibles», por subjetivas, en el sentido dicho, es decir, reconocer que carecen de valor universal, no implica la defensa a ultranza de una «política de reabsorción» (en la «civilización») de esas culturas particulares, menos aún, una política de genocidio. Por el contrario, precisamente desde la perspectiva de la civilización universal (que contiene a la ciencia entre sus instituciones más características) se advertirá el inmenso significado científico que pueblos como los yanomamos tienen como eslabones de la cadena evolutiva y la conveniencia de conservarlos en sus «reservas», pero a la manera como interesa conservar la cultura de un grupo de babuinos o de termitas. Por lo demás, tampoco hay que olvidar que el interés conservacionista se encuentra en contradicción frontal con los intereses «humanistas», proselitistas, de misioneros o de educadores de la «civilización»; pero las contradicciones no se resuelven apelando al relativismo cultural, mediante el expediente (que para muchos sigue siendo aun el criterio mismo de la sabiduría) de considerar a nuestras instituciones más valiosas como meros contenidos de otra cultura totalizada, la «nuestra», cuyo valor hubiera de ponerse en pie de igualdad con el de las culturas étnicas (siendo así que propiamente, ni siquiera estos contenidos universales podrían considerarse como contenidos culturales, puesto que han desbordado toda cultura). Aquellos contenidos que, desde muchos puntos de vista, pueden ser considerados como los valiosos y universales del todo complejo -contenidos tales como las verdades geométricas o físicas, pero también las relaciones que constituyen la «justicia», considerada como un valor personal universal-, no tienen por qué ser considerados como culturales, puesto que desbordan cualquier esfera cultural (aunque procedan de una cultura determinada, y esta es su dialéctica) sin que tampoco puedan ser adscritos siempre a la Naturaleza, a título de «refluencias» suyas (que tampoco se niegan). Los triángulos rectángulos sobre los cuales Pitágoras estableció su célebre relación son, sin duda, productos culturales o artificiales (las formas triangulares de los frontones de mármol, de madera o de metal); sin embargo, la relación pitagórica entre los lados de un triángulo rectángulo ya no es una relación «artificial», en el sentido de «convencional», inconsistente (frente a la unidad de los nexos naturales): ¿hay algo más artificioso y a la vez más consistente que un hipercubo? Tampoco es un contenido cultural, ni por supuesto es un contenido de la Naturaleza. Lo que nos obliga a concluir que es la oposición dualista entre las ideas de Naturaleza y las ideas de Cultura aquello que debe considerarse como una disyunción ficticia, acaso como una transformación de la oposición metafísica (hegeliana, por ejemplo) entre la Naturaleza y el Espíritu, que a su vez venía a ser una secularización capaz de fundir y reestructurar dualismos teológicos tradicionales tales como Naturaleza y Dios, por un lado, y Dios y Hombre, por otro. Nos vemos envueltos de este modo -cuando buscamos enfrentarnos con la realidad, cuando queremos saltar por encima de las apariencias- por una dialéctica inexcusable en virtud de la cual desde la cultura a la que obligadamente pertenecemos, y desde la que actuamos, nos vemos determinados a reconocer que esa misma cultura está siendo una y otra vez desbordada por las realidades hacia las cuales ella misma nos ha abierto el camino o ha contribuido a constituir; a reconocer, por tanto, que la cultura, a la vez que nos moldea, nos aprisiona. Pero no es la «vuelta a la Naturaleza» aquello que puede liberarnos de la cultura. La «liberación de la Cultura» requiere no sólo romper su cascarón, sino también el cascarón que envuelve a la mítica «Naturaleza», únicamente después de estos rompimientos podremos acaso poner la proa «con las velas desplegadas» hacia eso que llamamos la Realidad.