de la Idea teológica del «Reino de la Gracia»

El «Reino de la Gracia» es la gran idea teológica que irá tomando cuerpo a medida que la Iglesia católica vaya asumiendo las funciones de cúpula ideológica capaz de cobijar a los pueblos que han ido agregándose al Imperio romano, especialmente a partir del momento en el cual el Imperio reconoce al cristianismo como religión oficial. Se cita a san Pablo, es cierto, como el primer gran «teólogo de la Gracia»: «Habéis sido salvados gratuitamente por la fe, y esto no por vosotros, porque es un don de Dios, no por las obras, para que nadie se gloríe…» (Efesios 2, 8-10); «no es que seamos capaces de pensar algo por nosotros… sino que nuestra capacidad es de Dios» (II Corintios'i, 5); sobre todo en la Epístola a los Romanos (5, 5): «la caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado». Sin embargo, la idea de la Gracia está pensada aquí todavía en función de unos referentes que se reducen al ámbito intelectual y moral, a saber, los que giran en torno a lo que serán llamadas «virtudes teologales» (Fe, Esperanza y Caridad) y «dones del Espíritu Santo» (Sabiduría, Entendimiento, Ciencia, Consejo, Fortaleza, Piedad y Temor, según la enumeración inspirada en Isaías 11, 2). Estos dones se llamaban también carismas (chárisma corresponde a Gracia), cuando se refieren a las gracias gratis datae. 45 San Pablo -que llama a veces a los carismas pneumata- subraya que los carismas son tan variables como las funciones del cuerpo natural y que -lo que aquí más nos interesa- aunque se dan a los individuos, les son dados para bien de la comunidad (Corintios 1,12). Habría sido, de todos modos, más tarde, en el curso de la consolidación de las responsabilidades educativas y administrativas que tuvo que asumir la Iglesia romana (frente a otras religiones y otras filosofías) cuando la idea de la Gracia incorporaría una mayor cantidad de referentes mundanos, literarios, políticos, tecnológicos, arquitectónicos, artísticos, etc En san Agustín, llamado el doctor de la Gracia, encontramos ya una concepción muy madura de la idea de un «Reino de la Gracia», incluso de la idea de una Gracia externa-, como conjunto de medios «extrasomáticos» -diríamos nosotros- tales como libros revelados, templos, etc, que son ofrecidos por Dios a los hombres para elevarlos a un estado superior, al estado de «gracia interna». El quebranto de la naturaleza humana causado por el pecado de Adán requiere la ayuda de la Gracia para que el hombre recupere incluso la plenitud de sus funciones naturales (y en este punto la doctrina de la Gracia recupera ideas platónicas del Protágoras). El Concilio II de Orange, aprobado por Bonifacio II en el año 529 -no deja de tener un cierto simbolismo la coincidencia de esta fecha con la del año en que el emperador Justiniano cerró la Escuela de Atenas- estableció, contra los semipelagianos, «que la Gracia de Dios no se puede conseguir por la humana invocación» sino que es la misma Gracia «la que hace que invoquemos al Señor»; y que «la Gracia de Dios es la que hace que podamos creer, querer, desear, esforzarnos y trabajar sólidamente…». Mutatis mutandisr. contenidos de la «cultura subjetiva» (tales como creer, querer, etc) aparecen aquí ya claramente envueltos en un «Reino de la Gracia» y determinados por ella.

La ideología «cósmica» del estoicismo imperial clásico se había quedado estrecha desde el momento en el que la experiencia directa del salvajismo de los pueblos bárbaros estaba haciendo perder la confianza en el lema «Vivir conforme a la Naturaleza»; y esto, sobre todo, en el momento en el que los pueblos orientales y las religiones mistéricas estaban incorporándose al Imperio. 46 El emperador está a punto de perder su prestigio como fuente de justicia salvadora: es el amor, la caridad, lo único que puede salvar a los hombres. Por encima del emperador está el Espíritu Santo, «que del Padre y del Hijo procede»; y el Espíritu Santo está en función de la Iglesia universal, y algún hereje, como Sabelio, dirá que es la Iglesia misma. Es el Espíritu Santo, a través de la Iglesia fundada por Cristo, y no la naturaleza humana corrompida por el pecado, la única fuente de salvación.

La salvación de los hombres no podrá venir, en resolución, de la naturaleza humana, sino que vendrá de arriba, como un don gratuito o carisma ofrecido a los hombres y a su naturaleza corrompida. La naturaleza, por sí misma, no podría ponerse en pie aunque quisiera. Roma, fuera de la Gracia, es sólo Babilonia, dirá San Agustín.57 Es la Gracia (como gracia medicinal) lo único que puede curar a los hombres de las heridas producidas por su caída; pero la Gracia nó solamente restituye a los hombres a su estado natural, sino que los eleva (como Gracia elevante) por encima de su naturaleza animal, y, más aún, los pone en la presencia de Dios (como Gracia santificante). No por ello ha de creerse que la Gracia pueda venir a los hombres, y al mundo entero, en general, al margen de su naturaleza. La naturaleza debe estar dada, pero es la Gracia quien no solamente la restaura, sino que también la eleva: Gratia naturam non tollit sedperficit. La Gracia es divina, pero no algo que haya que referir a la vida inmanente de Dios Padre: la Gracia es increada, pero desciende a las criaturas constituyendo la habitación de la Santísima Trinidad en el alma justa. En la Edad Media, algún teólogo -como Pedro Lombardo, el «maestro de las Sentencias»- llegará a decir que la Gracia santificante es el mismo Espíritu Santo que se da a los hombres. Pero los dones del Espíritu no son, sin embargo, accidentes sobreañadidos, afines a los accidentes predicamentales, puesto que las formas sobrenaturales -en contra de lo que diría en su momento Domingo de Soto- no pueden contenerse en ninguna de las diez categorías en las que Aristóteles había dividido el ser natural. La Gracia afecta, aun siendo una cualidad, a la propia sustancia de los hombres («El segundo y más propio efecto suyo [de la Gracia] es hacer al ánima graciosa y hermosa en los ojos de Dios», decía Fray Luis de Granada). 47 Por ello, los sitúa en un orden superior, en otro reino, el «Reino de la Gracia». La teología más radical, la de San Agustín en primer lugar, y la de los franciscanos «tradicionalistas» -como Roger Bacon- en segundo lugar, llegará a consolidar la tesis según la cual la Gracia es, en realidad, lo que hace que los descendientes de Adán, los hombres, estén situados en un plano superior a los animales, al Reino de la Naturaleza. El mismo Santo Tomás (Summa Theologiae, I, 94, 3) viene a conceder la conveniencia de que el primer hombre, Adán, si es que estaba destinado a ser «el maestro de todos los hombres», estuviera adornado de una «ciencia sobrenatural», efecto de la Gracia santificante. Adán pecó, su naturaleza quedó, si no destruida, sí gravemente quebrantada; pero, en todo caso, había sido Adán en el Paraíso, en estado de Gracia, quien había impuesto los nombres a las cosas: los lenguajes característicos que utilizan los hombres, aunque corrompidos tras el castigo de Babel, proceden en realidad del lenguaje primitivo que Dios reveló a Adán. Es como si se sobreentendiese que el lenguaje humano tiene un origen sobrenatural, como lo tenían las revelaciones del mismo Dios a Moisés, a los profetas, a los evangelistas (San Pablo, I Corintios 12, 8-10 enumera nueve carismas o gracias gratis data y entre ellas ocupan un puesto relevante los carismas lingüísticos: «palabras de sabiduría», «profecía», «don de interpretar», «glosolalia»). El lenguaje procede, en resumidas cuentas, de la Gracia de Dios, pero también la sociedad civil: ¿acaso el poder no viene de Dios? (no estará de más recordar a las nuevas generaciones que todavía en 1975 las monedas españolas llevaban inscrita en tomo a la efigie del Jefe del Estado la siguiente leyenda: «Francisco Franco Caudillo de España por la Gracia de Dios»). Y también, desde luego, la familia, que sólo por el sacramento puede constituirse; la moral, la filosofía (¿acaso los filósofos griegos hubieran podido llegar tan alto si no hubieran copiado a Moisés?), incluso la capacidad artística que, ante todo, se habría aplicado a la construcción de los templos. Los cultos y ceremonias de los pueblos bárbaros, ¿no son ellos mismos restos degradados de la religión verdadera, o acaso parodias inspiradas por Satanás para burlarse de Cristo? Todavía no hace dos siglos el abate Gaume59 advertía cómo «las Vírgenes de Rafael, la cúpula de San Pedro en Roma, las catedrales góticas, la música de Mozart, de Pergolesi, de Haydn, el canto del Prefacio, el Te Deum, el Stabat, el Lauda Sion, el Dies irae, todos estos portentos y otros mil, son hijos del culto católico… Al culto católico debemos los más hermosos instrumentos de música, el órgano y la campana…». De hecho, puede decirse que el domingo, el día del Señor, en el que el pueblo de Dios escuchaba esas obras maestras se transformará, en menos de un siglo, en el día del ocio, el día en el que el pueblo podrá ir al auditorio o acaso también al templo, pero convertido en sala de conciertos.

En conclusión, parece innegable que la idea de un «Reino de la Gracia», en cuanto opuesto al Reino de la Naturaleza (todavía en la Monadología de Leibniz está viva esta división de la realidad en esos dos reinos)60 cerraba el paso a cualquier idea que pudiera aproximarse a la idea de cultura objetiva universal. De este modo, así como en la Antigüedad la idea de una naturaleza humana preestablecida no dejaba lugar alguno a una idea de cultura objetiva, en la Edad Media europea habría sido la idea de un «Reino de la Gracia» la que excluiría toda posibilidad de pensar en un «mundo espiritual» que, sin necesidad de ser entendido como emanación milagrosa y gratuita del Espíritu Santo, pudiese, sin embargo, considerarse como característico y constitutivo del hombre, en cuanto ser sui generis, respecto de las naturalezas animales; un mundo cultural que, en cierto modo, podría también considerarse sobrenatural.

Por otra parte, nos parece casi imposible dejar de advertir la analogía entre las funciones desempeñadas por el «Reino de la Gracia» frente al Reino de la Naturaleza y las que se encomendarán después al «Reino de la Cultura» respecto de ese mismo (en lo fundamental) Reino de la Naturaleza. Más aún, las doctrinas de los teólogos orientadas a ofrecer esquemas de conexión entre el Reino de la Naturaleza y el «Reino de la Gracia» se desenvolvieron siguiendo alternativas cuyo paralelismo con las alternativas doctrinales según las cuales los antropólogos o etólogos de nuestros días tratan de explicar las relaciones entre la Naturaleza y la Cultura no deja de producir asombro. Los historiadores de la teología suelen clasificar las doctrinas de referencia en dos grandes grupos, a saber; doctrinas naturalistas y doctrinas sobrenaturalistas. No deja de tener interés el constatar que las doctrinas «naturalistas» fueron consideradas, en general, como desviaciones heterodoxas de la doctrina «sobrenaturalista» de la Gracia propuesta por los Concilios, los Papas o los Doctores de la Iglesia.

Por lo demás, tanto el naturalismo como el sobrenaturalismo se ofrecieron ya en una versión moderada, ya en una versión radical. Así, por ejemplo, el naturalismo radical se habría abierto paso en el siglo IV, en la forma del «pelagianismo» (los monjes Pelagio y Celestio fueron condenados, no sólo por San Agustín, sino también por los papas Inocencio I y Zósimo, a principios del siglo v). El naturalismo moderado, es decir, el llamado «sernipelagianismo», fue defendido por el abad Casiano, un monje de la Galia meridional que murió hacia el 435, que había negado la necesidad de la Gracia para que se produjera el primer movimiento hacia la Fe (la Gracia comenzaría, según él, a actuar una vez que hubiera tenido lugar ese primer movimiento). También la doctrina sobrenaturalista de la Gracia tuvo una versión radical (la doctrina de San Agustín contra Pelagio o, más tarde, la misma doctrina de Calvino según la cual la naturaleza humana, por sí misma, no puede acercarse a la Gracia, que es una asistencia que le viene de lo alto, constriñendo su naturaleza pecadora) y una versión moderada (cuya expresión más madura tomaría forma en la doctrina de Santo Tomás de Aquino).

Ahora bien, ¿acaso carece de sentido afirmar que en los debates de los etólogos y antropólogos, las posiciones del «naturalismo innatista» de muchos «sociobiólogos de la cultura» guarda un estrecho paralelismo con el naturalismo radical de los teólogos de la Gracia? Un paralelismo que nos autorizará a hablar del «pelagianismo» de Konrad Lorenz o de Edward O. Wilson, como si éstos fueran los Pelagios de la teoría de la cultura humana. Y, ¿no podemos considerar como «semipelagianismo etológico» (o antropológico) la teoría de una preprogramación cultural, pero epigenética, en el hombre? Eibl-Eibesfeldt reproduciría, en otro escenario, 48 los papeles que desempeñó en el suyo el abad Casiano: Eibl-Eibesfeldt sería el abad Casiano de la teoría de la cultura. En cuanto al sobrenaturalismo: ¿se dirá que carece de sentido ponerlo en correspondencia con el llamado «ambientalismo»? Las posiciones más radicales -Freud, Klages, Bandura- podrían considerarse como una suerte de agustinismo (también: calvinismo o jansenismo) cultural, incluso en el punto que establece que la cultura es represión de los instintos naturales, salvajes o pecaminosos, que necesitan de una rigurosa disciplina sobrenatural. Por su parte, las posiciones más moderadas, las del tomismo, encontrarían su réplica en posiciones tales como las de Skinner: el «refuerzo» que Skinner pide para que se mantengan los hábitos adquiridos, y que ha de proporcionar, desde arriba, el educador, corresponde a la «perseverancia» que el hombre necesita después de haber sido justificado por la Gracia de Dios.

En todo caso, la Gracia santificante, como Gracia medicinal y elevante, es lo que «justifica» al hombre en el mundo y le confiere su dignidad y elegancia propias. Son exactamente las mismas funciones que más tarde se asignarán a la Cultura. Por ello decimos que la idea de un «Reino de la Cultura» -de una cultura medicinal, «ortopédica», que remedia, como un conjunto de prótesis, la supuesta debilidad innata de la criatura, es decir de la cría humana, pero sobre todo de una cultura elevante y justificante- es la secularización de la idea del Reino cristiano de la Gracia, que también es medicinal, elevante y santificante. La «dignidad del hombre», que el cristianismo hacía consistir en la superioridad que la Gracia le había conferido por encima de los animales, y aun de los ángeles, podrá fundarse después, a través de la cultura, no ya tanto en su divinidad, cuanto en su humanidad. Las propias «ciencias divinas» -la Teología dogmática, la ciencia de la religión, etc- terminarán convirtiéndose en ciencias humanas. Cicerón, en su Pro Archia, ya había señalado el «parentesco o unidad de todas las artes quae ad humanitatem pertinente. Probablemente estaba exaltando a los oradores o poetas (latinos o griegos) frente a los animales (si nos acordamos de Salustio: omnis

homines..) y a los bárbaros, esclavos o siervos, dedicados a trabajos «manuales o mecánico:;». La contraposición de Cicerón entre artes nobles y artes serviles, a través de la oposición ulterior entre las armas y las letras, llegará hasta la oposición de las dos culturas que formuló Snow. Pero precisamente la idea moderna de Cultura llegará a englobar tanto a las letras humanas como a las letras divinas.

La secularización en la que hacemos consistir el proceso de constitución de un «Reino de la Cultura», en sentido universal, implica un eclipse de la fe en el Espíritu Santo. El eclipse de un Espíritu que, a través de la reforma de Lutero, había comenzado a soplar no ya a través de Roma sino a través del «fuero interno» de cada hombre (uno de los resultados de este nuevo «modo de inspiración» será la Psicología, considerada como disciplina introspectiva: el mismo término «Psicología» fue inventado por un escritor protestante, Goclemus, en 1590). Sin embargo, el nuevo cauce por donde el soplo del Espíritu llegará a los hombres de la nueva época será el cauce de las asambleas constituidas por los hombres de los pueblos más diversos. El Espíritu Santo, elegante y santificante, se transformará en el Espíritu de ese pueblo, y será conocido como Volksgeist. Es ahora cuando podremos hablar de una confluencia o «evolución convergente» de la idea del «Reino de la Gracia» (en tanto evoluciona hacia la idea del «Reino de la Cultura») y de la idea de la Iglesia del Espíritu Santo (en tanto evoluciona hacia la idea de un Pueblo o Nación dotados de un Espíritu propio: la Santa Rusia, la Santa Alemania). La evolución de la idea de un Pueblo de Dios hacia la idea de Nación no sería disociable, según esto, de la evolución de la idea de un «Reino de la Gracia» hacia la idea de un «Reino de la Cultura». Esto dicho sin perjuicio de que las fases de los cursos respectivos de estas evoluciones puedan mantener ritmos relativamente independientes. Sin embargo, sólo cuando atendemos a la génesis de estas ideas, la confluencia de estos cursos mismos cuando se constata como un hecho (por ejemplo, en el contexto de la idea del Estado de Cultura que ya hemos analizado) resulta inteligible. Pues estos cursos se realimentan mutuamente no sólo en el proceso de constitución del «mito de la cultura», en general, sino también en el proceso de constitución del «mito de la cultura nacional», en particular.

El mito de la cultura
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_058.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_059.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_060.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_061.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_062.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_063.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_064.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_065.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_066.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_067.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_068.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_070.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_071.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_072.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_073.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_074.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_075.xhtml