con la política: Juan Teófilo Fichte

Como no pretendemos en modo alguno emprender aquí una historia de la idea metafísica de cultura (que, tal como la hemos dibujado, está por hacer), nos limitaremos a establecer, y en esbozo, algunos hitos de esta historia con el único fin de «redondear» e ilustrar su significado.

Ante todo, Juan Teófilo Fichte, como autor de Los caracteres de la edad contemporánea {Die Grundzüge der gegenwärtigen Zeitalters) firmada en Berlín en marzo de 1806. Aquí expone Fichte su «filosofía de la historia» y, al mismo tiempo, su idea de cultura. Fichte es aquí más kantiano que herderiano, y no pretende derivar de la Naturaleza la historia del hombre. Por el contrario, parte in medias res del hombre como algo ya dado: «Sobre el origen del mundo y de la especie humana -dice en la lección 9- ni el filósofo ni el historiador tienen nada que decir, pues no hay absolutamente ningún origen, sino sólo el Ser uno, intemporal y necesario». Fichte ha conocido la invencible fuerza de lo que nosotros llamamos el dialelo antropológico: si podemos hablar del hombre, y de su origen, es porque presuponemos ya dado al hombre, la razón. Es absurdo pretender elevar la sinrazón de la Naturaleza, mediante una paulatina aminoración de su grado, hasta la razón y «sólo con que se conceda la suficiente serie de milenios hacer descender de un orangután, en último término, a un Leibniz o a un Kant». La razón, el hombre racional, debe suponerse dado (diríamos, como una entidad sustancial activa que se asienta en sí misma). Y entonces podría afirmarse que la verdadera finalidad del existir humano no es el ser racional sino el llegar a ser racional, por medio de la libertad (diríamos: la sustancia que busca llegar a ser lo que es). Este supuesto nos llevará a admitir la posibilidad de un pueblo primitivo y normal que, por medio de su mero existir, sin ciencia ni arte, se encuentre en el estado de perfecta cultura de la razón. «Pero nadie impide admitir al par que al mismo tiempo, diseminados sobre toda la Tierra, han vivido medrosos y rudos salvajes autóctonos, sin ninguna cultura, fuera de la mísera necesaria a la posibilidad de la conservación de su existencia sensible.»

Ninguna historia ha de pretender explicar la génesis de la cultura, en general. Propiamente, para Fichte la cultura es el todo, el yo. La cultura debe suponerse también dada. ¿Qué es entonces esta cultura en función de la cual se define el hombre? Es, por de pronto, también, una cultura subjetiva, egoiforme, que hace del hombre un ser distinto del salvaje, del bárbaro; pero esta subjetividad, tal como es tratada por Fichte, aparece inserta a su vez en un «envolvente» objetivo, a saber, la cultura objetiva ya dada como un material definido y propio para ser asimilado (y no como la forma subjetiva de lo que, cualquiera sea su contenido, pudiera ser incorporado mediante la educación del individuo, por el aprendizaje). Esta cultura objetiva es, según Fichte - otra vez advertimos aquí su diametral oposición a Herder-, la cultura europea. Más aún, la cultura de la raza blanca. Fichte plantea por ello, como problema importante de la filosofía de la historia, la cuestión de «cómo sean posibles las razas de la especie humana, tan diversas en color y anatomía», por qué en todo tiempo, hasta el día de hoy, la cultura ha sido propagada exclusivamente por extranjeros que llegan y se encuentran con habitantes originarios, más o menos salvajes, de las distintas tierras.

Diríamos que mientras que Herder logró pasar a la idea de cultura objetiva a partir de la cultura subjetiva que debía ser transmitida por la tradición, en la educación histórica del género humano, Fichte se eleva desde la cultura subjetiva hasta la cultura objetiva a través del reconocimiento de una cultura objetiva ya dada, la «europea», en tanto que es susceptible de ser transmitida a los individuos salvajes, tanto como a los niños, es decir, en tanto es susceptible de ser transformada en cultura subjetiva. Sería suficiente, por tanto, advertir el tratamiento que Fichte hace de la cultura como término que denota un «material dado», supraindividual, tan complejo como la «cultura europea», para poder afirmar que él está utilizando la idea de cultura objetiva. Es cierto que la cultura animi de los antiguos, aun refiriéndose a una cultura subjetual, se circunscribía, sin embargo, a la cultura de los griegos y romanos frente a los bárbaros, a los esclavos, incluso a los rústicos; y, desde este punto de vista, también presuponía dada una cultura objetiva susceptible de ser «participada». Sólo que desde el momento en que lo que después sería «cultura objetiva» era para ellos la norma absoluta e intemporal que marcaba el término de desarrollo de los hombres, dejaba de ser percibida como cultura objetiva para confundirse con la misma norma de la humanidad más plena. En cambio la cultura europea para Fichte, y mucho más para Hegel, en la medida en que es contemplada como un conjunto de contenidos históricamente determinados, conformadores de los propios hombres, podrá ser percibida como cultura envolvente y organizadora de las generaciones sucesivas. Esta función conformadora y envolvente de una cultura históricamente dada no podría ejercerse sobre cada individuo, si no estuviese implantado en la sociedad política, en el Estado. Y así como la finalidad de cada individuo aislado es el goce egoísta (subjetivo) de los bienes, así la finalidad de la especie es la cultura, pues sólo a su través la especie puede desenvolverse en sus individuos. El Estado es la organización que los individuos constituyen para llevar a cabo la finalidad de la especie. Con esto Fichte puede creer que cabe establecer, en su lección 10, que la finalidad del Estado es la cultura.

De este modo, Fichte está proponiendo por primera vez la idea (el mito) del Estado de Cultura. Una idea que maduró también a través, sobre todo, de la filosofía política alemana, y antes de que Bismarck (en 1871) levantase como bandera del Estado prusiano el Kulturkampf, Bluntschli (en su Allgemeines Staatsrecht de 1852) había establecido una en otro tiempo célebre clasificación 16 de los tipos de Estado en virtud de la cual, además de las Monarquías y de las Repúblicas habría que reconocer los «Estados de Cultura», puesto que «los intereses culturales pueden determinar de forma especial la vida de un pueblo».

Fichte sigue diciendo: «Podemos considerar simultáneamente al Estado, en particular, al más perfecto, como Estado en cada edad, como la sede de la más lata cultura de esta misma edad. Con los fines de esta cultura se halla en contradicción y pone incesantemente en peligro la conservación del Estado el salvajismo, dondequiera que tropiece con aquellos fines…». Y termina: «Por injustos que puedan parecer en sí estos fines, gracias a ellos se promueve paulatinamente el primer gran rasgo del plan del universo, la difusión universal de la cultura. Y según la misma regla se proseguirá incansablemente hasta que la especie entera que habita en nuestro globo se haya fundido en una sola república de los pueblos cultos». Fácilmente podían entender los nazis que la «lucha por la cultura» de Bismarck era la lucha del pueblo más culto de la Tierra, el pueblo alemán, lucha cuyo último objetivo sería el elevar a la Humanidad a la condición de discípula de la cultura alemana o, por lo menos, de servidora suya; en particular, y de inmediato, a entender la lucha por la cultura como orientada hacia la extirpación de la cultura judía, de la cultura romana o de la cultura asiática, encarnada, a la sazón, por el comunismo estalinista. A fin de cuentas, Fichte había dicho en su Discurso a la nación alemana-. «Sois vosotros [alemanes] quienes poseéis, más nítidamente que el resto de los pueblos modernos, el germen de la perfectibilidad humana y a quienes corresponde encabezar el desarrollo de la humanidad (…); si vosotros decaéis, la humanidad entera decaerá con vosotros, sin esperanza de restauración futura».

El mito de la cultura
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