Corolarios a la ley del desarrollo de la dinámica cultural
El corolario más importante que se desprende de esta Ley del desarrollo inverso no es otro sino un principio de limitación interna (dialéctica) de la propia idea de cultura. Si el desarrollo interno de la matriz cultural conduce a la constitución de categorías objetivas (a estructurales) que llegan a segregar enteramente las operaciones del homo faber que las generaron, y si esta constitución (u objetivación plena) no tiene, como hemos dicho, por qué considerarse como una deshumanización, como suele hacerse, ¿no será porque tenemos que comenzar a reconocer más bien la realidad de un proceso de desculturalización que se abre internamente en el mismo seno del desarrollo universal de la cultura?
Al menos, si seguimos llamando «cultura», en sentido antropológico, precisamente a aquellos sistemas de morfologías objetivas que no solamente están generados por el hombre sino también que contienen intercalado al homo faber (como estructuras £ operatorias -pues ¿qué otro motivo existiría para llamar «antropológica» a la cultura objetiva, al margen de esta intercalación?-) tendremos que preguntar: ¿por qué llamar culturales (en sentido antropológico) precisamente a unas morfologías que están segregando de su trama a los hombres, sin que por ello puedan considerarse como deshumanizadoras con el sentido privativo y negativo que suele acompañar a este concepto?
Ahora bien, si no son llamadas culturales, ¿habría que llamarlas naturales? No siempre. Y solamente cuando la oposición entre Naturaleza y Cultura se sobreentienda (metafíisicamente, por cierto) como una oposición disyuntiva parecería que ello es imposible. Pues hay conformaciones objetivas que no cabe situar ni entre la «Naturaleza» (en el sentido cósmico) ni entre la «Cultura» (en el sentido antropológico). Así, la Física o la Biología, a través de laboratorios artificiosos («sofisticados», suelen decir quienes leen traducciones de libros anglosajones) resultantes de una cultura refinada, nos ponen delante de estructuras objetivas que al menos cuando son tenidas por verdaderas, no son llamadas culturales, sino naturales. Tan sólo en el momento en el que las considerásemos erróneas, o meros productos hipotéticos de la fantasía especulativa de los hombres, volveríamos a llamarlas culturales.
Cabría decir, en general, por ejemplo, que los resultados de las ciencias físico-naturales o matemáticas, cuando son verdaderos, dejan de ser culturales y sólo pueden seguir considerándose como culturales aquellos resultados no verdaderos, eminentemente, esos contenidos «erróneos» de las ciencias que constituyen una buena parte de la historia de las ciencias (que, por ello, es también una disciplina cultural; desde luego también en lo que la Historia de las ciencias tiene de Historia de la metodología de las ciencias). De hecho, la clasificación periódica de los elementos, por ejemplo, suele ser considerada como «natural» (no artificial); el átomo de Bohr, la teoría del big bango el sistema solar, si no son considerados como culturales es porque se aceptan como verdades estrictas, de naturaleza cósmica, a pesar de la paradoja de su génesis «cultural», humana. Por supuesto, estas paradojas han sido ya observadas algunas veces. La observación ha sido formulada como una paradoja insoluble, dentro del entendimiento de la oposición Naturaleza/Cultura como una disyunción. Gastón Bachelard, por ejemplo, 66 subrayaba cómo los esquemas de la antigua «historia natural» suponían todavía un «reino mineral» como un tercer reino en correspondencia con el reino vegetal y con el reino animal; pero cómo para el químico moderno, dice, el «mundo mineral» ya no se presenta como algo dado (por cierto, Bachelard habla de cómo ese mundo mineral se le presenta al hombre, a saber, en cuanto «provisto de una profundidad humana», puesto que él no es sólo tema de la historia natural sino de la historia humana). «Agustín Laurent decía ya [en 1854]: "La Química de hoy ha llegado a ser la ciencia de los cuerpos que no existen [en la Naturaleza]"; sus cuerpos han sido creados por el hombre y, por tanto, sólo por un abuso del lenguaje podemos decir de un fenómeno químico que es un fenómeno natural.» ¿Habría que concluir, como sugiere Bachelard, que la Química debe ser considerada como una ciencia cultural, en tanto que se ocupa de objetos culturales, de «creaciones del hombre»? No, si no nos sentimos aprisionados, como lo estaba Bachelard, por la disyunción Naturaleza/Cultura; porque lo que no es cultural no por ello tiene que ser natural, y porque el concepto de «Naturaleza» es tan metafísico como su correlativo de «Cultura».
Además del caso de los «objetos químicos» hay otras situaciones en las cuales no sería posible hablar ni siquiera de estructuras vinculables a la serie de las estructuras naturales (de las configuraciones naturales, como puedan serlo los elementos de la tabla periódica que se producen efímeramente en un acelerador de partículas), aunque tampoco sean culturales. Me refiero al caso de las estructuras matemáticas, como estructuras terciogenéricas; aun cuando sería mejor decir que las estructuras culturales se inscriben en la materialidad terciogenérica que decir que, al inscribirse allí, dejan de ser culturales. Sólo algunas de estas estructuras encuentran una realización aproximada en la
Naturaleza, pese a que Euclides o Kepler, siguiendo a Platón, creyesen que los poliedros regulares tenían todos ellos que reducirse a la condición de esencias naturales. Pero, ¿en qué parte de la naturaleza existe el hipercubo, los conjuntos transñnitos o el triángulo birrectángulo? Son estructuras transculturales, noemáticas, terciogenéricas, pero no hay ninguna razón interna para considerarlas como estructuras culturales, aunque tampoco sean naturales.
Es la disyuntiva, aplicada al mundo real, «o Naturaleza o Cultura», la que tiene que ser desbordada. De hecho, en ningún tratado de Antropología cultural encontramos capítulos destinados a exponer, no ya las propiedades del hipercubo, pero ni siquiera las propiedades de los triángulos pitagóricos, aun cuando encontramos capítulos destinados a exponer las propiedades del telar de mano o las de los ábacos para contar números enteros. Aunque, a decir verdad, cabría citar algún caso en el que el «espíritu de coherencia» con los principios presupuestos ha empujado a algún antropólogo a intentar analizar los contenidos mismos de la Química o de la Geometría, considerándolos como partes de la jurisdicción de su disciplina, en cuanto ciencia del «todo complejo». El propio Tylor podría ser citado como un ejemplo. 67 Por lo demás, cabría decir que esta visión de tantos contenidos aparecidos «en el seno de la cultura» como contenidos que la transcienden, es decir, como contenidos transculturales que constituyen partes de la trama del mundo, no es nueva. También es cierto que una tal visión fue expresada en términos metafísicos: fue la visión que, por ejemplo, tuvieron los antiguos cuando interpretaron ciertas obras de arte como mimesis de hipotéticas formas ideales transmundanas; fue la visión que tuvieron los sacerdotes de muchas religiones cuando interpretaron a sus dioses, o a sus normas, como revelaciones de realidades distintas del hombre (acaso porque eran naturales, zoológicas) o como dones de la Gracia.