La Idea metafísica de Cultura objetiva no es una idea eterna, sino una creación de la filosofía alemana
la posición de quienes defienden la modernidad de la idea de cultura, es decir, a la tesis que sostiene que hay una «idea moderna» de cultura irreducible a la idea antigua, es decir, que la idea de cultura, como la idea de progreso, es una idea característica de la época «moderna», y más concretamente de la Europa protestante de los siglos XVIII y XIX.
Es indudable que sólo desde esta perspectiva puede plantearse estrictamente la cuestión de su génesis histórica. Pues si la idea metafísica de cultura es una idea moderna, habrá que preguntar: ¿por qué se constituyó? ¿Por qué no se constituyó antes, por ejemplo, en la edad de la cristiandad medieval o en la edad media musulmana, o en la edad antigua? ¿Debe considerarse casual o irrelevante la época histórica de constitución de una idea que pretende ser «intemporal»? La cuestión de la génesis, ¿no debe, en todo caso, circunscribirse a los contextos de descubrimiento, es decir, no debe mantenerse al margen de los contextos de justificación? Sin embargo habría que tener en cuenta que no siempre la estructura de una idea es segregable de su génesis, sobre todo cuando nos referimos a las estructuras míticas, en donde las cuestiones de génesis pueden ser trascendentales en el momento de la crítica, dado que una génesis determinada arroja una luz crítica decisiva sobre la propia estructura del mito. En ningún caso una idea, cuya eternidad negamos, habrá podido aparecer ex nihilo. La cuestión de su génesis envuelve, entonces, no solamente el análisis sociológico de la época en la que suponemos se constituyó, sino también el análisis histórico orientado hacia la determinación de las ideas precursoras dadas en épocas anteriores a las de referencia; pues una nueva idea no brota únicamente de una sociedad dada en un tiempo determinado, como parece brotar la serpiente de un huevo que yace solitario en el arenal: el huevo procede de otro reptil y, además, ha tenido que ser fecundado.
Sin embargo, en este capítulo, no tratamos de la génesis del «huevo» del cual pudo salir la idea metafísica de cultura; esta cuestión la abordaremos más adelante (cap. IV). Ahora supondremos el huevo ya fecundado y trataremos de establecer la «anatomía» del embrión en sus líneas generales. Estas líneas pueden considerarse organizadas en dos planos distintos pero no independientes, dadas sus íntimas interacciones: uno de ellos es el ontológico (el que tiene una intención ontológica, en la medida en que considera a la Idea de Cultura en su relación con la Naturaleza y con el Hombre); el otro es gnoseológico (tiene una intención gnoseológica en la medida en que considera a la cultura como objeto, en función de un conjunto de ciencias llamadas ciencias del espíritu o ciencias de la cultura). En sus fases más embrionarias y tempranas, la Idea de Cultura se proyecta mejor en el plano ontológico (sin perjuicio de sus derivaciones gnoseológicas); en sus fases últimas, se proyecta sobre todo en el plano gnoseológico, pues la idea de cultura interesará sobre todo (sin perder el anterior interés) en función de una nueva clase de ciencias denominadas precisamente «ciencias de la cultura».
Vamos a defender la tesis según la cual la idea de cultura objetiva, en cuanto idea metafísica, se incubó en la filosofía alemana. De otro modo, que la idea metafísica de Cultura es una idea «alemana», aunque el término haya sido tomado (como ocurre tantas veces entre los alemanes, cuando quieren expresar ideas nuevas) del latín: Kultur, como neologismo latino, pudo servir a los alemanes para distanciarse de la tradición subjetualista expresada por el término Ausbildung (lo que no obsta para que, a su vez, el adjetivo kulturelle haya servido de modelo al adjetivo español cultural). Tendremos necesidad de decir que, además, Herder fue probablemente el verdadero instaurador de la nueva línea, pero la idea que se designará con el término Cultura tampoco podría haber aparecido íntegramente de una vez, en un autor, y como ex nihilo. No es fácil dejar de reconocer que Juan Bautista Vico, Scienza Nuova (1725), pisó el terreno de la misma idea bajo el rótulo de la «naturaleza común de los pueblos», que Feijoo, Teatro crítico (tomo 2, 1728) también pisó la misma idea al proyectar su «mapa intelectual y cotejo de Naciones»; que Montesquieu (en 1748) habló del «espíritu de las leyes» con una amplitud tal como la que después se atribuirá al término «cultura de un pueblo», y lo mismo se diga del concepto de «siglo» tal como Voltaire lo utilizó en 1753 {El siglo de Luis XIV) o el término civilización de Mirabeau o Turgot. Pero una cosa es haber entrado y pisado un nuevo territorio, incluso advirtiéndolo como peculiar, y otra cosa es recortar sus supuestos límites y, a través de ellos, enfrentarlo a otros territorios ya previamente delimitados, tales como «Naturaleza cósmica», «Revelación divina», «Conciencia moral», «Arte», «Leyes» o «Costumbres». La vacilación de las denominaciones utilizadas, y su carácter metafísico, manifiesta que todavía no estaba definido el nuevo territorio y que éste necesitaba un nuevo rótulo. Que sería precisamente el de «Cultura», en el sentido moderno de la expresión.
En efecto: podríamos considerar la constitución de la idea «moderna» de Cultura objetiva como resultado de la acción combinada de tres operaciones, procesos o cursos de operaciones, cuyos resultados se entretejen unos con otros, reforzándose y realimentándose:
a) Una operación o curso de operaciones tendentes a objetivar (acaso a sustantificar o hipostasiar) a las obras (opera) que se nos muestran como conformadas a través de las acciones humanas. Obras, o resultados, que se producen según líneas específicas particulares (cerámica, música -y mejor aún: música de teclado, vocal…-, escultura, instituciones jurídicas, geometría). Esos procesos de objetivación tienen como efecto principal la disociación de las obras (y sobre todo de sus concatenaciones con otras) respecto del agente o los agentes humanos que las producen (artistas, juristas, alfareros, geómetras…). Disociación que podrá ser facilitada en los casos en los cuales la obra tenga un contenido «extrasomático» (respecto del artista) -por ejemplo la arquitectura, la cerámica-, pero que en modo alguno habrá por qué circunscribir a tales casos, porque la «cultura objetiva» no es sólo la cultura extrasomática. La objetivación o sustantificación de las concatenaciones de las obras de líneas específicas dadas comportará un cambio de perspectiva en el momento en que nos disponemos a tratar de ellas. En lugar de verlas desde la perspectiva de obras (creaciones, producciones…) de artesanos, geómetras, físicos, políticos o artistas, comenzaremos a verlas desde la perspectiva de las obras objetivas mismas concatenadas según determinadas líneas que se habrán ido abriendo, en tanto constituyen «tejidos específicos», con una estructura objetiva cuyas líneas de desarrollo aparecerán muchas veces en la perspectiva histórica. El historiador dejará de disponerse a relatar las sucesiones de las «opiniones de los geómetras» o de las «opiniones (o acciones) de los físicos» -como hacía Teofrasto- para comenzar a referirse al Desarrollo de la Física o a la Historia de los oráculos, como hacía Fontenelle; en el lugar de la «Historia de los artistas» aparecerá una Historia del arte de la antigüedad, la de Winckelmann, por ejemplo.
b) Pero estas operaciones de hipóstasis, objetivación o sustantificación que van siendo aplicadas a las más diversas «líneas específicas» de la producción humana, en gran medida porque unas van sirviendo de modelo a las otras, aunque pueden considerarse como condiciones previas para la formación de la idea de cultura objetiva, no podrían haber conducido, por sí mismas, a una tal idea (que es lo que sugiere A. Dempf y otros, cuando citan por ejemplo a la obra de Winckelmann, la Historia del arte de la antigüedad, publicada en Dresde en 1764, como un «precedente» o prototipo de la objetivación de la idea moderna de cultura). La constitución de la idea de cultura requiere, obligatoriamente, la totalización de la integridad de esas diversas objetivaciones o sustantivaciones que han ido produciéndose según líneas especificas (arte, poesía, cerámica, religión, derecho, geometría…), en una unidad sustantiva de conjunto que integra unas líneas objetivas con las otras de tal modo que todas ellas puedan reaparecer como partes de una entidad nueva, que será precisamente la que recibirá el nombre de «cultura», hasta entonces recluida en el campo de la subjetividad, como cultura animi. Por ello, tampoco sería suficiente atenerse a «integraciones parciales», es decir, a «subtotalizaciones» capaces de reunir en una unidad sustantivada algunos haces de líneas de la actividad humana, por ejemplo, las líneas que se refieren a los comportamientos, usos o ceremonias sociales de un pueblo englobándolas bajo el rótulo común de «costumbres». Las «costumbres», aun objetivadas, no constituyen aún la idea de la «Cultura», aunque la idea de cultura posterior haya de incluir a las costumbres como una de sus partes. El proceso de totalización puede, sin duda, considerarse retrospectivamente iniciado por la integración de unas líneas específicas sustantivadas con otras líneas diversas determinadas; pero la totalización decisiva no podría explicarse como mera «propagación» de los procesos de sustantificación de unas líneas específicas (arte, derecho, tecnología, religión…) a las demás, con las que se integran, salvo que se pida el principio de la «unidad preexistente» de la cultura objetiva. Es preciso que este supuesto proceso de integración o propagación de las objetivaciones alcance un límite, para que pueda hablarse de una totalización conducente a la nueva Idea, a la unidad de la cultura como un todo. Y sólo podría alcanzarse este límite, tal es nuestra tesis, cuando comiencen a actuar operaciones de otro orden, a saber:
c) Las operaciones orientadas a construir la oposición (dualista) entre ese «conjunto haciéndose», a través de los hombres o de los pueblos, de las obras sustantivadas, y el conjunto de contenidos constitutivos de otra «entidad» ya formada a partir de situaciones que, en general, serían consideradas como anteriores o independientes del hombre, a saber, la entidad denominada tradicionalmente «Naturaleza». Es ahora, en el momento en el cual, frente a la Naturaleza (como la «obra de Dios») aparecerá una nueva entidad haciéndose, según ritmos característicos, a través de los hombres, y haciendo ella misma, de algún modo, a los hombres, cuando podrá configurarse la nueva idea de Cultura (cultura de los hombres o cultura de un pueblo o de los diversos pueblos).
Ahora bien, es evidente que la totalización que consideramos como constitutiva de la nueva idea de Cultura, que tiene lugar por su enfrentamiento con la Naturaleza, sólo podrá llevarse a efecto cuando se hayan «despejado» los diferentes obstáculos capaces de impedir precisamente la integración mutua de esos contenidos que se nos han ido apareciendo como distintos de la Naturaleza, en una unidad nueva, en una unidad susceptible de oponerse a la propia Naturaleza. El principal obstáculo (no el único) para la integración de referencia no podría ser otro sino el teológico; pues la concepción religiosa del cristianismo reinante impedía dibujar el dualismo entre la Naturaleza y la Cultura objetiva humana, requerido para la totalización de esta cultura, precisamente porque la mayor parte de los contenidos que debían pasar a integrarse en la nueva totalidad, estaban incorporados a otra tercera, a saber, a la totalidad constituida por el «Reino de la Gracia». No sólo las religiones, desde luego, sino también los lenguajes, la moral, incluso el Estado, encontrarían dificultades insuperables para ser consideradas como contenidos de un nuevo «Reino de la Cultura», puesto que ellas comenzaban por ser contenidos del «Reino de la Gracia». Desde este punto de vista nos vemos obligados (y no por motivos de mera erudición, sino por motivos conceptuales) a atenuar el significado que muchos atribuyen a la Scienza Nuova de Vico, publicada en 1744, para la formación de la idea moderna de cultura. Porque aunque Vico se refirió, como hemos dicho, a una «naturaleza común de los pueblos» y se refirió también a un ritmo regular (ternario) de sus desarrollos objetivos (aunque determinado, es cierto, según Vico mismo, por un «mecanismo de despliegue subjetivo» de sensaciones, fantasía y razón) y aunque utilizó un criterio gnoseológico (contra Descartes) que podría ser retrospectivamente utilizado para llevar a cabo esa totalización de las obras del hombre (el verum factum), prisionero Vico de la fe cristiana tradicional, no podía transferir a esa «naturaleza común de los pueblos» (a la que en todo caso no llamó «cultura») los contenidos del «Reino de la Gracia», que en ningún caso habrían podido ser producidos por el hombre. Tendrían que pasar décadas, las suficientes, para que en algunos lugares de Europa la Reforma transformase el Dios que se revela en el Sinaí, o que se encarna en Jesucristo, o que inspira, como Espíritu Santo, a la Iglesia romana, en un Dios o Espíritu Santo que sopla directamente en la conciencia de los hombres, y aun se identifica con ellos, poniéndolos por encima de la propia Naturaleza. Lo que, en cualquier caso, de todos modos, no está probado es que la integración límite en la que hacemos consistir la formación de la nueva idea (alemana) de cultura sea algo más que una gigantesca confusión de las cosas más heterogéneas en una «masa viscosa» dignificada con una denominación nueva, Cultura, como si fuera la «revelación» que el espíritu del hombre hace al propio hombre, a través de sus pueblos; ni está probado que el criterio del verum factum sea razón suficiente para poner a un lado «las obras del hombre» englobadas en el reino de la Cultura y enfrentarías al reino de la Naturaleza, como si la Naturaleza no se nos «revelase» también a través de las obras del hombre (sobre todo de las tecnológicas), como si los contenidos alojados en el «Reino de la Cultura» pudieran todos ellos reducirse a la condición de «obras del hombre», en el sentido del verum factum.