La Idea teológica de la Gracia en cuanto mito inconsistente
La idea teológica de un «Reino de la Gracia» tiene la estructura de un mito, pero no sólo esto: es un mito inconsistente. Porque la Gracia debe ser, a la vez, creada y divina (es decir, increada), debe ser «don del Espíritu Santo» e «idéntica al alma de la criatura». Estas contradicciones y otras muchas, ¿podrían quedar resueltas en el proceso de su metamorfosis en la idea de Cultura, mayormente cuando ésta actúa a través de los Estados de cultura nacionales? Lo más probable es que las contradicciones propias del «Reino de la Gracia» subsistan en el «Reino de la Cultura», en cuanto es heredero suyo.
Así es. Las contradicciones más flagrantes que actuaron en la idea de un Reino de la Gracia se nos manifiestan en el Reino de la Cultura, tanto en la línea intensional como en la línea extensional que constituyen su Idea.
Ante todo, la contradicción implicada en la constitución del «hombre íntegro» (que fue el hombre realmente creado por Dios en el Paraíso, según Santo Tomás), 50 como resultado de la identificación de la naturaleza animal (humana) y de la Gracia santificante. Esta contradicción se manifiesta, sobre todo, en la concepción mítica del hombre primordial representado por Adán y Eva en el Paraíso. Uno de los mitos cuya inconsistencia pone a prueba nuestro respeto por hombres de la talla de San Agustín (Ciudad de Dios, libro 14, 26) o de Santo Tomás (Summa 1, q. 96).
El análisis de estas contradicciones, sin embargo, es imprescindible para deducir el alcance de la homología que hemos señalado entre lo que hoy llamamos «Cultura» y lo que se llamó «Gracia» en la época ascendente de la teología cristiana. Se diría que la casi totalidad de los contenidos del «material antropológico» que constituye la denotación de la Idea de Cultura, en el sentido moderno (desde la indumentaria al arte de cocinar, desde la edificación de templos hasta la escritura o los libros) tendían en un principio a permanecer fuera del foco de luz que emanaba del «Reino de la Gracia». La Gracia eleva a la naturaleza humana en el terreno de las virtudes morales e intelectuales, de la prudencia más que del arte (podríamos decirlo en términos aristotélicos). Y así el hombre, en el Paraíso, en la integridad de su estado de gracia, iba desnudo (pues no hacía frío, ni se ruborizaba de su desnudez), no necesitaba cazar, aunque dominaba a los animales, ni necesitaba cocinar, pues tomaba los alimentos directamente de los árboles de su jardín. Tuvo, sin embargo, ciencia de todas las cosas, pues puso nombres congruentes a los animales (Santo Tomás, 1, q. 94, a. 3), pero esta ciencia la tuvo por especies infusas por Dios. No era propiamente el buen salvaje; vivía en sociedad, sociedad jerarquizada aunque sin dominación coactiva (ST. 1, q. 96, 3). Deducimos que tampoco necesitaba ciudades ni alcantarillados, pues los alimentos que comía los asimilaba íntegramente «sin superfluidades indecentes» (ST. 1, q. 97, 3). Hay que suponer también (aunque tampoco se dice nada en contra) que el hombre íntegro (lo que después algunos «marxistas» llamarán el hombre totaj) no necesitaba edificar templos, pues el Paraíso era su templo, ni tenía que escribir libros, ni leerlos, pues su ciencia era infusa. En suma, la Gracia santificante se ejercía sobre todo en el terreno de lo humano que llamamos «interior», moral e intelectual; lo que significa implícitamente que el «hombre total» estaba «liberado» de todo lo que llamamos hoy «cultura externa», «extrasomática».
Dicho de otro modo: la concepción de la cultura implícita en la doctrina de la Gracia tenía muchos elementos comunes con el cinismo y con el epicureismo (incluyendo el mito del Jardín, del Paraíso). Asimismo si suponemos que para el concepto teológico, la cultura exterior humana aparece con la salida del Paraíso, la teoría de la cultura artificial toma un rumbo paralelo al mito del Protdgoras. Adán, cuando pierde la Gracia, se parece al hombre a quien Epimeteo olvidó dotarle de sus atributos naturales. Sin embargo, mientras que Protágoras puede presentar la cultura artificial como una recuperación, sucedáneo o prótesis de una naturaleza que «le era debida», los teólogos escolásticos de la Gracia se verían obligados a entender la cultura artificial como una mera concesión a un estado que, siendo natural, sin embargo no se ajustaba a su esencia íntegra, en el Paraíso. La contradicción es, en este sentido, insuperable: el «hombre total» («íntegro») no necesita la cultura (artificial) porque su naturaleza, en ese estado, ha de prescindir de ella; pero su naturaleza, en estado puro, parece necesitarla, puesto que la naturaleza humana está destinada a una vida que está más allá del mundo y de la cultura.
Asimismo tendremos que reconocer que el proyecto de un «sistema cultural global» es en realidad una parte o constituye tan sólo una cultura particular; por tanto, algo que habrá de entrar en conflicto con las otras culturas particulares que pretendan asumir también la función de «matrices» de la humanidad universal.