por las rutas del «materialismo»
Tenemos también que ser muy esquemáticos en la exposición de las filosofías de la cultura que hemos denominado «materialistas», una denominación que no agradará a todos los que incluimos en este epígrafe, puesto que muchas veces ellos no se reconocerán como materialistas culturales. Sin embargo, las diferencias entre el materialismo cultural en sentido estricto (el de White, Steward o Marvin Harris) 22 y las otras concepciones de la cultura que llamamos materialistas pueden reexponerse como diferencias entre materialismos humanistas y no humanistas (siendo el materialismo cultural prototipo del materialismo humanista, o quizá mejor, antropológico). Pues materialismo, como hemos dicho, lo entendemos aquí como la negación del esplritualismo, por tanto, como la concepción que incita a aplicar sistemáticamente una metodología que permita determinar las fuentes «materiales» (biológicas, etológicas, económicas) de la cultura humana, en todas sus formas, y la dependencia de la cultura respecto de estas condiciones naturales (entendiendo «natural» aquí en el sentido genérico y no en el sentido específico de la «naturaleza humana» al modo de Frobenius).
Bd) El materialismo de la cultura se nos ofrece en primer lugar en la forma de un humanismo, de un antropologismo. Su precedente teórico más antiguo, aunque referido a la cultura subjetiva, lo hemos puesto en el mito del Protágoras platónico, cuando reducimos la alegoría a sus términos positivos. 23 Pero el materialismo de la cultura nos interesa aquí, sobre todo, en cuanto «filosofía implícita» de la disciplina que se ocupa explícitamente del hombre, la Antropología cultural (fuertemente impregnada, por cierto, de naturalismo); disciplina que es, sobre todo, la Antropología de la tradición anglosajona: Morgan, Tylor, Boas, Krober, Radcliffe-Brown, Malinowski, Herskovits, Steward, etc Y esto dicho sin perjuicio de que muchos antropólogos de esta tradición no quieran reconocerse como materialistas. Lo característico de la visión antropológica de la cultura, tal como la entendemos, es la definición del hombre como «animal cultural», y la aproximación hacia su estudio científico y objetivo a partir de las culturas humanas (particularmente en sus capas extrasomáticas e intersomáticas o sociales) como si fueran «vegetaciones» conformadas por los hombres a partir de una vida natural que, impulsada por sus «necesidades», y gracias a la inventiva propia, han ido consolidándose como «totalidades complejas» (según la fórmula de Tylor) dotadas de una poderosa estructuración interna y diferenciadas mutuamente. No se olvidarán, sin embargo, las relaciones interculturales, las aculturaciones, los procesos de difusión, etc; pero lo más importante sea acaso la tendencia hacia un armonismo, perspectiva procedente probablemente del hecho de que esta antropología se inspira en los estudios de las sociedades preestatales (llamadas antaño «naturales», «primarias», «salvajes» o «bárbaras»). En efecto, el relativamente reducido tamaño de estas sociedades, y la distribución discreta de las mismas (sin perjuicio de contactos regulares comerciales y militares) son características que se ajustan bien a un esquema armonista -funcionalista-, de signo biológico-ecologista, que se intentará extender en vano a las culturas históricas de carácter imperialista o universalista, es decir, a las culturas «católicas». De varias maneras se intentará explicar el fracaso de esta aplicación: o bien se le considerará transitorio -una pesadilla histórica que acabará por desaparecer en el futuro- o bien definitivo, y entonces un sentimiento de nostalgia poética hacia los Tristes trópicos será la última salida posible. De hecho, con la evolución de las sociedades industriales en nuestro siglo, el antropologismo va quedando reducido a ideología de grupos marginales, y aun la misma antropología clásica está desapareciendo como disciplina y transformándose o bien en una disciplina cuasisociológica (que se ocupa de las comunidades urbanas) o bien en una disciplina literaria (de relatos de épocas ya pasadas). 24
En cambio, el antropologismo armonista encuentra hoy una vía de recuperación a propósito, no ya de las culturas exóticas y lejanas sino de las culturas cercanas e internas a las propias sociedades políticas o estados de nuestros días: es el armonismo de las regiones, de las «comunidades autonómicas», que intentan ser rescatadas de la jurisdicción de los tradicionales estudios históricos, que amenazan a su identidad. La vitalidad del mito del armonismo de las culturas está probablemente asegurada durante bastantes años. El mito se compone principalmente de la composición de estos dos momentos extremos: lo particular y lo universal («lo universal es lo particular genuino, auténtico; lo universal abstracto -es decir, sin colorido folclórico- es equivalente a lo inerte y burocrático»). Se supondrá, por tanto, que la inmersión en lo particular de cada cultura concreta asegura automáticamente la universalidad, aunque no se sabe por qué. Sin duda porque se confunde la universalidad refleja, etnológica o gnoseológica (la universalidad del disco botocudo) y la universalidad directa. Es evidente que la defensa de los rasgos culturales más particulares, por extravagantes que sean (siempre que no consistan en comerse el hígado del enemigo, como en Camboya, 1994), asegura una universalidad etnológica a los pueblos que la cultivan; pero no porque el contenido cultural sea aceptado como un valor, sino, por el contrario, como un rasgo de salvajismo cuya conservación es científicamente deseable, aunque este deseo esté en contradicción con otras exigencias estéticas, económicas o éticas (la contradicción de la «reserva mejicana» del Mundo feliz de Aldous Huxley).
Bb) La «corriente central» de la Antropología, como ciencia de las culturas humanas, discurre sin duda por los cauces del humanismo. Pero esta corriente central no es la única e incurriríamos en grave error subestimando las corrientes antihumanistas o no humanistas dadas dentro del materialismo. Aunque puedan considerarse en gran medida marginales, han tenido una gran influencia y constituyen, en todo caso, puntos de referencia imprescindibles para el sistema general de las teorías de la cultura. Por lo demás, el antihumanismo puede estar afectado por signos opuestos, porque la incompatibilidad supuesta entre el hombre y la cultura puede entenderse ya en sentido de una «defensa del hombre» (que busca liberarse de la cultura opresora) ya como una «defensa de la cultura» (que busca defenderse de la degradación a la que la somete la miseria humana, por ejemplo, en su fase capitalista). Por tanto, el antihumanismo cultural puede equivaler a un humanismo contracultural. Cabría poner en correspondencia estos dos sentidos con estos dos sintagmas recíprocos utilizados de vez en cuando como rótulos de libros: El hombre contra la cultura, y La cultura contra el hombre, si no fuera porque el segundo, desde coordenadas humanistas generales, puede considerarse equivalente del primero.
Si en el mito del Protágoras creíamos poder poner el primer antecedente clásico del humanismo materialista, en el cinismo antiguo podríamos ver el antecedente del antihumanismo cultural, y aun de la contracultura, pero en su sentido más radical (no meramente en el sentido muy determinado que adquiere este concepto, por ejemplo, en el libro de Roszak). 25 Un sentido que se dirige contra toda cultura y no contra una cultura en particular. Cuenta Liercio que Diógenes de Sinope, habiendo visto a un muchacho bebiendo el agua que, con sus manos, tomaba de un río, arrojó su colodra diciendo: «Este niño me gana en sabiduría». Esta anécdota célebre resume la actitud que el cinismo mantuvo ante la cultura; desde luego, ante la cultura extrasomática, representada aquí por una colodra que bien podría ser también una joya artística, y por ello mismo vana y superflua. Pero también habría podido ser un vestido (es conocida la conexión entre el cinismo y los sabios desnudos -gimnosofistas- que los griegos descubrieron a raíz de las campañas de Alejandro). También Epicuro podría citarse entre estos precursores de la contracultura, aun cuando lo que Epicuro propugnó fue el repliegue, sobre todo, de la cultura urbana, política, de la vida de la ciudad; así podrían interpretarse los versos de Lucrecio: Suave, mari magno turbantibus aequora ventis… En consecuencia, la vuelta a la vida fuera de la ciudad no tiene en el epicureismo tanto el sentido cínico (que nos recuerda más bien el del bárbaro de Platón, «el buen escita», Anacarsis, o incluso el buen salvaje de Rousseau) cuanto el sentido horaciano del Beatus ille, de la «vida retirada», al margen de la civilización, de la ciudad. La contracultura epicúrea podría también ponerse en conexión con el ascetismo cristiano, el que propugnaron los Padres del Yermo (del que nos habla Paladio en su Historia lausiaca), desencantados de la civilización helenística, personajes extravagantes del siglo IV (San Pajón, San Simón Estilita, etc) que no buscaban tanto la vida del buen salvaje en la Naturaleza cuanto vivir en los desiertos de Nitria, apartados del mundanal ruido, «solos con el Solo», «ni envidiados ni envidiosos», como monajoi, monjes (para quien ha logrado vivir a solas con Dios, aunque sea analfabeto, la misma «voluntad de saber» de las cosas del mundo natural o histórico no podía ser otra cosa sino una suerte de frívola glotonería). No cabe duda que esta línea contracultural del cinismo es la misma que se continúa en el siglo XVI (la vida pastoril) y en el XVIII (el buen salvaje). Por último, conviene tener en cuenta el fuerte componente contracultural que alienta en muchos análisis llevados a cabo desde el naturalismo reduccionista, en el sentido de la Sociobiología o de otras perspectivas zoologistas. El reduccionismo zoologista en el análisis de la cultura lleva implícito, en efecto, la devaluación («desacralización») de los valores culturales que el humanismo clásico ponía en los lugares más altos, y tiene mucho de reducción de la cultura objetiva al plano de la cultura subjetiva o subjetual. Sirva, como único ejemplo, este párrafo de El mono desnudo de Desmond Morris: «Toda la industria frigorífica y conservera del hombre no es otra cosa sino un medio al servicio de los mismos impulsos de los animales carniceros que entierran y conservan la comida;
toda la labor del poeta que dedica su poema, la Divina Comedia, a Beatriz, no es sino un circunloquio para decirle que desea unirse sexualmente con ella; todas las obras de arte, las Pirámides, son maniobras [superestructuras] para mantener la dominación de los explotados, similares al golpearse el tórax el gorila». Añadiríamos nosotros: todo esto será verdad desde el punto de vista etològico o psicológico genérico, pero la cultura objetiva no se resuelve en esos objetivos o fines subjetivos, sino en los propios fines operis-, como pueda serlo, por ejemplo, que la Divina Comedia, para existir, necesita el soporte de un libro, que ha de poder ser escrito, copiado, distribuido, por tanto, concatenado con otros contenidos culturales, según líneas y estructuras que ya no tienen nada que ver con los supuestos fines operantis, ni, en todo caso, son deducibles de ellos. ¿Qué tienen que ver con los fines sexuales (subjetivos) de Dante la estructura de su caligrafía o la encuadernación del pergamino, el ritmo de los versos o la gramática de sus proposiciones? Pero la cultura objetiva consiste precisamente en estas cosas, y no en aquellas finalidades; como tampoco el agua que cae por el salto y mueve la turbina corre tendiendo a generar electricidad: la fábrica de luz no constituye ningún fin de la corriente de agua que choca con las palas de la turbina (ni tampoco puede decirse que la turbina sea simplemente una expresión de la tendencia del agua a moverse hacia abajo). Tan difícil es deducirás, la caída del agua la electricidad del generador como deducir de las tendencias sexuales de Dante la estructura de sus versos.
El antihumanismo de la cultura, como hemos dicho, no siempre toma la vía de la contracultura («en el nombre del Hombre»); a veces toma la vía del contrahumanismo («en el nombre de la Cultura»). La cultura podrá aparecer como inhumana, pero es un valor superior y a él habrá que sacrificar al propio hombre. Su lema podría ser: «No se ha hecho el sábado para el hombre, sino el hombre para el sábado». La cultura exige el esfuerzo, el sacrificio y hasta la mutilación o la muerte de los hombres o de sus familias: ¿cómo se hicieron las pirámides faraónicas o los acueductos romanos que hoy admiramos como supremas obras culturales? Los espectáculos del circo, incluso el incendio de Roma por Nerón, ¿no justifican el sacrificio de los gladiadores o el de los cientos de los habitantes romanos anónimos? Y desde una óptica cristiana, ¿no se emasculó Orígenes, renunciando a los atributos más característicos del varón, precisamente en nombre de ciertos valores religiosos cristianos, «culturales», que él consideró superiores? ¿Cuántas veces no se ha ofrecido la propia vida para defender las instituciones de la Patria o el patrimonio artístico de una ciudad atacada por el enemigo? Citamos estas situaciones tan comunes para demostrar que la concepción antihumanista de la cultura es algo más que una simple teoría filosófica, puesto que está ejercida una y otra vez a lo largo de toda la historia de la humanidad. En esta concepción, si lo humano tiene algún interés, será en la medida en que la felicidad de los hombres se subordine a la cultura, a la obra, cualquiera que ésta sea, incluso cuando esta obra sea tan efímera como el puente sobre el río Kwai (de la película dirigida en 1957 por David Lean). Podríamos afirmar que este antihumanismo cultural alcanza muchas veces un signo aristocrático o elitista: «La felicidad es de plebeyos», decía Goethe; y Oscar Wilde sólo veía legítimo justificar al socialismo en la medida en que mejorara las condiciones para un florecimiento de la vida del arte y de la cultura.
Be) La visión materialista de la cultura, desde una perspectiva praeterhumanista, responde, como hemos dicho, a los planteamientos más complejos y dialécticos de la cuestión; lo que no significa que una visión semejante sea, por ello mismo, la más «científica», o coherente con los postulados del materialismo. La mitología de la cultura puede florecer también ampliamente en estos lugares, como resultado de la luz arrojada por esta perspectiva.
En el fondo, la perspectiva materialista es ahora un paralelo de la perspectiva espiritualista del praeterhumanismo. Más aún, podríamos pensar que su verdadera importancia práctica reside en el praeterhumanismo de la cultura, siendo secundaria su «cobertura especulativa» materialista o espiritualista. Sin embargo, no nos parece legítimo subestimar estas «coberturas», puesto que ellas no son meros agregados postizos a una actitud previa ya consolidada, sino modos de entender la conexión de una tal actitud con otras muchas referencias, incluidas las referencias prácticas.
De todas formas, así como presentábamos a Hegel como prototipo de la concepción espiritualista del praeterhumanismo cultural, así ahora presentaríamos a Marx como prototipo de las concepciones materialistas de la cultura desde la perspectiva del praeterhumanismo. En efecto, la concepción de la cultura que cabe atribuir a Marx (decimos «que cabe atribuir», puesto que Marx no expuso explícitamente una doctrina sobre la cultura, de la misma manera que tampoco expuso una doctrina de las clases sociales, salvo por modo fragmentario) no disocia plenamente «cultura» y «hombre», pero tampoco los identifica enteramente, ni explica la una por el otro, ni recíprocamente. Los debates sobre el humanismo marxista, en la época de la Unión Soviética, tuvieron que ver, sin duda, con esta situación. Se diría que Marx, si tomamos «en serio» muchos de sus textos, postula una amplia franja para el desarrollo de las formas de la cultura «al margen del hombre», puesto que aunque las formas culturales aparecen a través de los hombres, tomados éstos en su sentido «linneano», natural, o bien lo hacen «por encima de su voluntad» o bien se supone que derivan del «hombre alienado», un hombre, por tanto, que no ha alcanzado todavía su estado de plenitud. (Para decirlo en términos escolásticos: los contenidos culturales serían muchas veces antes «obras del hombre» que «obras humanas».) La voluntad materialista de Marx está fuera de toda duda, y desde el punto de vista de esa voluntad podemos interpretar el hecho de que el lugar de la idea espiritualista (hegeliana) de creación sea ocupado por la idea de producción. Esto dicho sin perjuicio de la profusión que advertimos, en los escritos inspirados en el marxismo, del término creación en contextos tales como «capacidad creadora de la burguesía» o, sobre todo, «capacidad creadora del proletariado». En realidad, la idea de producción -la poiesis de los griegos (que Aristóteles suponía moderada por la techné, el arte)- suele aplicarse, sobre todo, a la producción material, al terreno del facere (de lo factible); reservándose para la creación la esfera del agere (de lo agible), el término praxis (que Aristóteles supone moderado por la phronesis o prudencia). En otra ocasión hemos observado cómo el español ha borrado la diferencia entre el agere y el facere en el concepto del hacer, logrando elevarse de este modo a un nivel de abstracción superior, que permite captar la unidad que media entre «hacer una buena faena» {agere, en latín) y «hacer una buena mesa» (facere, en latín). Con esto queremos decir también que la idea de producción, en el materialismo histórico, si la asociamos a la idea del hacer no puede circunscribirse a los límites de las categorías económico políticas, de parecida manera a como la idea del proletariado tampoco puede circunscribirse a las categorías sociológicas de «clase obrera», de «clase de trabajadores industriales» o de «clase explotada». La idea de producción marxista deriva de la idea hegeliana de la «autogeneración del hombre como proceso» (como consta en los Manuscritos de 1844). Otra cosa es que la idea comience a ser interpretada en el terreno material, que habría de incluir, ante todo, a la producción de alimentos y medios de subsistencia. Podría observarse (siempre que admitamos como impensable la idea de una causa sui) que la fórmula hegeliano marxista de la «autogeneración del hombre» requiere una exégesis racional, que obligaría a retirar al hombre como terminus a quo del proceso; habría que pasar a considerar al hombre como su terminus ad quem. Según esto, el «hombre», como proceso, es sólo el que llega a «hacerse a sí mismo» («autogeneración») a través de la producción, cuyas fases (los «modos de producción») marcarán precisamente el ritmo progresivo de la historia («prehistoria») del «Género humano». En función de la definitiva autoconstrucción de ese Género humano en su fase final de plenitud y libertad, se situará también la idea del «Proletariado», como demiurgo de la producción. Porque el proletariado, aun siendo una clase social del modo de producción capitalista, desborda, desde luego, su condición de figura sociológica, es la «clase universal» (que es cualquier cosa menos una «clase sociológica», empírica, positiva). La idea de «clase universal» que Hegel había identificado con la clase de los funcionarios públicos del Estado, la identificará Marx con el proletariado industrial, pero solamente en la medida en la cual la clase trabajadora mantenga su perspectiva revolucionaria de clase universal (llamada a destruir todas las clases). Perspectiva que sólo podría alcanzar, en la sociedad industrial, gracias a su condición de Demiurgo, capaz de controlar los medios de producción, el Proletariado victorioso.