Multiplicidad de las identidades culturales

La idea de la identidad cultural de una esfera concreta no está dotada del atributo de la unicidad. La identidad cultural ha de ir referida a un sustrato definido y si dejamos de lado la concepción antigua de una única cultura rodeada de una masa protocultural, bárbara (amorfa, sin identidad), nos encontraremos, en el extremo opuesto, con la concepción de la multiplicidad de culturas o de identidades culturales equivalentes en dignidad, valor o «derecho a la existencia», es decir, isonómicas e isovalentes. Éste es, sin duda, el sentido del lema que aparece inscrito en la gran lápida vestibular del Museo

Antropológico de Méjico: «Todas las culturas son iguales». Ocurre como si los contenidos de las culturas equiparadas por el postulado de su igualdad en dignidad y en valor, se pusieran entre paréntesis, ateniéndose tan sólo a la forma supuesta de la identidad cultural. En el límite, por tanto, la concepción de la identidad cultural va envuelta en lo que podríamos llamar «ideología del megarismo de las culturas».

En efecto: los megáricos, llevando al limite metafísico la doctrina de las esencias de Platón, imaginaron un reino de esencias inmutables, inconmensurables e incomunicables entre sí. Es este reino de las esencias megáricas el que vemos encarnarse ahora a través del postulado de la igualdad isonómica e isovalente de todas las culturas. Y, lo que es más importante: el llamado «relativismo cultural» («salvaje es quien llama a otro salvaje», en la fórmula de Lévi-Strauss) en tanto se opone al postulado de una cultura única, hegemónica, universal, no es sino una forma del megarismo cultural, como se ve muy claramente en las exposiciones de un Sapir o de un Whorf, cuando niegan incluso la posibilidad de traducir los lenguajes de unas culturas a los de otras.

Como ya hemos dicho, el megarismo cultural va referido de modo preferente a las esferas culturales que, dadas a escala paramétrica de las naciones o etnias, van «autoidentificándose» (muchas veces por inspiración de instancias exógenas) después de la Segunda Guerra Mundial. La «moderna antropología», en efecto, mediante la creación de un neologismo formado sobre el griego -etnia, de donde etnicidad, como «identidad cultural de la etnia»-, se ocupa en gran medida de diagnosticar, definir y demostrar la realidad de los más diversos barruntos de identidades culturales (sobre todo desde una perspectiva emic). A partir de la década de los setenta el concepto de etnia o grupo étnico viene siendo el principal instrumento que los antropólogos, en su calidad de ideólogos de movimientos de liberación, han encontrado a mano para recuperar la posibilidad de abundantes trabajos de campo, no sólo en las antiguas colonias, sino también en el ámbito de las metrópolis. A veces el concepto de etnicidad se define en términos del mentalismo (o subjetivismo) más descarado. «Identidad étnica» se define como un «estado de conciencia» (la traducción gnoseológica de semejante «estado de conciencia» sería, a lo sumo, una identidad emic); pero es obvio que semejante concepto de identidad étnica puede tener muy poco que ver con etnotipos etic, y mucho con la acción ideológica de grupos que actúan durante dos o tres generaciones logrando imbuir en la población sometida a su influencia el «estado de conciencia» que Ies confiere la evidencia de ser, por ejemplo, celtas y no fenicios, o judíos y no griegos. He aquí una muestra de construcción ad hoc de tipologías de situaciones en las cuales se dice que podrían desenvolverse las «identidades étnicas» en el marco de las naciones-estado (decimos ad hoc porque precisamente estos tipos lo son de situaciones en las cuales justamente las identidades étnicas son precarias o ideológicas, o incluso están en proceso de desvanecimiento):

«a) Un grupo dominante frente a una minoría fuerte y conflictiva. Tal es el caso de cingaleses y tamiles en Sri Lanka, judíos y palestinos en Israel, griegos y turcos en Chipre, ladinos e indios en Guatemala, etíopes y eritreos en Etiopía, b) Un grupo central dominante y varios grupos periféricos diferenciados. En la moderna Indonesia, ese grupo dominante es el de los javaneses, frente a los habitantes de las islas "exteriores" . En Birmania, los birmanos frente a las tribus de las montañas. En Marruecos, los árabes del llano frente a las tribus bereberes de las montañas. En Gran Bretaña, ingleses frente a escoceses, galeses y neoirlandeses. En España, castellanos frente a vascos, catalanes, gallegos y andaluces, c) Un patrón bipolar o dos grupos étnicos de semejante envergadura y poder. Malayos y chinos en Malasia, flamencos y valones en Bélgica, cantones francófonos y cantones germanos -con la salvedad de la minoría italianoparlante- en Suiza, cristianos y musulmanes en el Líbano. d¡ Un complejo patrón en el que se da una gradación progresiva de diversos grupos étnicos o tribales. Sobresalen los casos de la India, Nigeria y Kenia. e) Un patrón de agudizada fragmentación etnotribal. Tal es el caso de buena parte de las nuevas naciones-estado del Africa subsahariana».83

Pero lo que nos interesa, en este momento, es constatar la conexión entre etnicidad e identidad. E Barth lo expresa claramente al considerar el grupo étnico como una «categoría de adscripción e identificación», llegando a definir la «adscripción 62 categorial» en tanto es una «adscripción étnica» cuando clasifica a una persona de acuerdo con su «identidad básica», supuestamente determinada por su origen y formación. También conviene llamar la atención sobre la presencia de lo que hemos llamado «megarismo cultural» (aunque con otra terminología) en la concepción de las identidades étnicas. En efecto, el confuso postulado del relativismo cultural, que va asociado al reconocimiento de las diversas identidades culturales distributivas (continentales, nacionales, étnicas) recibe la aclaración pertinente precisamente a través del modelo del «megarismo cultural». Pues el modelo del relativismo cultural sólo tiene un alcance coyuntural, como rectificación del absolutismo «etnocentrista», es decir, de la autoconcepción de la propia esfera cultural (suele decirse, pidiendo el principio, con un salto mortal sobre la historia, que el etnocentrismo antropológico es genuinamente europeo, en tanto se concibe como cultura superior). «Relativismo» significa, por tanto, que también las otras culturas (distributivamente consideradas) podrían decir otro tanto, o lo dicen de hecho. Y con esto se supone que queda neutralizado todo etnocentrismo, no en nombre de una cultura universal total, sino en nombre de las diferentes esferas culturales a la escala en que se determinen.

«Relativismo cultural» significa, por tanto, renuncia, tras la neutralización, al etnocentrismo, pero no a la etnicidad; reconocimiento de que el etnocentrismo es relativo a cada cultura, pero precisamente porque la etnicidad es una realidad absoluta para cada cultura, según su identidad. 63 Por ello, todas las culturas son iguales. Carecerá, por tanto, de sentido hablar de «superioridad» (ni siquiera en el sentido del evolucionismo de los clásicos de la Antropología: Morgan, Tylor, Lubbock) de unas culturas sobre otras, porque los juicios de valor habrán de reducirse a la condición de meras expresiones emocionales, emic «etnocéntricas». El relativismo cultural viene a constituir, por tanto, paradójicamente, una absolutización de todas las culturas distributivas. En su virtud, las esferas culturales se declararán inconmensurables según sus identidades propias (lo que no excluye que puedan aceptarse interacciones y aun «préstamos», si van seguidos de asimilación interna); también se declararán incomparables, por ser igualmente valiosas, aunque sean todas desiguales en sus contenidos.

Más aún, habrán de ser «desiguales igualmente», con «hechos diferenciales» que prueben su identidad, en tanto la identidad implica unidad en sí y diferencia de los demás. El «hecho diferencial» será interpretado, desde luego, sistemáticamente, como expresión, símbolo o prueba de una identidad sustancial profunda, pero siempre de índole megárica; y ello aun en los casos en los cuales ese hecho diferencial tenga un contenido tan neutro, culturalmente hablando, como pueda serlo, entre los vascos, una mayor frecuencia del Rh negativo o la gran inclinación del orificio occipital que hace que el borde más anterior o basio esté más próximo al vértice que el posterior u opistio (queda fuera de toda posibilidad de sospecha la de si estos hechos diferenciales pudieran ser indicios de «malformaciones genéticas» desde el punto de vista del sistema nervioso, de sus «áreas de inteligencia»), Pero esta interpretación de los hechos diferenciales, en sí misma absurda, se explica ideológicamente en función de los presupuestos políticos de independencia, es decir, en función de la voluntad (megárica) de «separación esencial» (que, sin embargo, se propondrá como algo compatible con la «cooperación», «solidaridad» y «buena vecindad»).

Ahora bien, la inconmensurabilidad de las esencias étnicas, entendidas como esencias eternas (o, por lo menos prehistóricas), tendrá que enfrentarse a la identidad cultural de la esfera envolvente. En el caso de la nación española, las culturas regionales tendrán que afirmarse por la vía de la negación de esa identidad envolvente: el presidente de la Generalidad de Cataluña, Jordi Pujol, dice en 1993: «No existe una identidad cultural española». Precisamente por este motivo se evitará hablar de la nación española, e incluso se evitará mencionar la palabra «España», sustituyéndola por el circunloquio «Estado español», al que se le atribuirá el rango de una unidad administrativa tipo Benelux. Se tratará, además, de demostrar que la «identidad cultural catalana», como la «nación catalana», es en siglos anterior a la «nación española».

Concluimos: la identidad cultural de cada unidad nacional no puede concebirse como un conjunto de patrones culturales invariantes. Esto lo sabe todo el mundo, desde luego; pero el mito de la identidad cultural trabaja como tratando a toda costa de eclipsar esta evidencia, situando los antecedentes de cada identidad cultural en épocas míticas, desdibujadas, anteriores a la historia (celtas, germanos, egipcios) y alimentando la ilusión de su conservación indefinida. La realidad es que el cambio de los contenidos de cada esfera de cultura es incesante, precisamente porque esas esferas no existen como esferas megáricas. Las religiones, las formas económicas, políticas, el lenguaje, el derecho, el arte, cambian según ritmos característicos (Swadesh calculó que, en mil años, una lengua pierde o sustituye casi el 20% de su vocabulario básico, lo que permite poner a los cinco mil años como medida del intervalo de duración de una lengua y por tanto de la identidad cultural del pueblo que la habla). Cambian, sobre todo, en función de las interacciones constantes entre las diferentes esferas culturales (¿cómo podría explicarse el arte de Goya a partir de un «Genio nacional», español o aragonés, actuando al margen de Tiépolo, de Mengs o de Rembrandt? ¿Cómo podría explicarse el arte de Bach, a partir del «Genio nacional» alemán o turingio, actuando al margen de Couperin, Vivaldi o Albinoni?)-.- Invocar la identidad cultural para justificar una política conservacionista de la lengua o de las instituciones de un pueblo es sólo un gesto vacío, ideològico, propagandistico, porque la identidad cultural resulta, en todo caso, de la persistencia de la lengua y de las instituciones, y no al revés.

El mito de la cultura
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