Comentarios al modelo lògico material propuesto

La interpretación antropològica más determinada (o con el menor número de supuestos posible) que cabe dar al «estado inicial» no es otra sino la de una distribución discreta de culturas humanas (esferas o círculos culturales) adscritas a zonas determinadas de la superficie habitable, e independientes «termodinàmicamente» entre sí. La independencia termodinámica, en su forma más extremada, implica no aislamiento, por supuesto, respecto del medio natural, sino aislamiento o ausencia de contacto energético significativo mutuo entre las esferas adaptadas a su medio, aunque no ausencia de cualquier tipo de contacto, por ejemplo, bélico. Tampoco se excluyen, de modo terminante, intercambios comerciales, siempre que el intercambio se mantenga con balance cero en cuanto al «trueque de calorías por calorías»; puesto que esto equivaldrá a reconocer una «capacidad soportadora» proporcionada para los territorios en los cuales se asientan las culturas respectivas. La «independencia termodinámica» tampoco es incompatible con una relación de simbiosis entre dos esferas dadas (I y II, por ejemplo), una de las cuales se mantuviera como depredadora de la otra (lo que nos llevaría, a lo sumo, a considerar a I y II como subsistemas de un sistema global I’).

El estado inicial, como hemos dicho, ha de entenderse como estado constituido por culturas humanizadas, y no meramente como un estado constituido por culturas animales u homínidas. Como criterio de humanización tomamos la característica de la normalización de las pautas culturales; éstas implican lenguaje fonético y representación de estadios anteriores sociales. Como criterio diferencial, en las culturas humanas, según sus contenidos tomaremos las tres capas (subjetual, intersubjetual y material) en las que hemos considerado agrupados los rasgos o notas sometidos a normas (y, por tanto, las normas susceptibles de ser incumplidas).

No nos corresponde tratar en este lugar acerca del origen de las normas (de su génesis), puesto que ahora sólo nos interesa su estructura. Tan sólo diremos que no es necesario invocar a una conciencia divina, por supuesto, pero tampoco a una «conciencia humana» (política, estética, ética, tecnológica…) como si fuese un dator normarum (de preceptos, mandamientos o prohibiciones del estilo: «No matarás», o bien «Pondrás cubierta de paja en los habitáculos»). Sería suficiente partir de rutinas de homínidos (ya tengan la forma de ritos -por ejemplo, el rito de «parada intimidatoria»-, ya tengan la forma de rutinas de fabricación de nidos, diques, herramientas, etc) y entender las normas como resultados de las confluencias de rutinas (casi siempre en forma de enfrentamientos). La norma sería, en su caso más sencilio, la rutina victoriosa (victoria que no excluye la influencia, más o menos profunda en ella, de las rutinas vencidas). Una norma victoriosa no anula, por tanto, en principio, la posibilidad física (libertad-de) de desplegar alguna de las rutinas que hayan quedado subordinadas, reprimidas o neutralizadas. Los sistemas morfodinámicos distribuidos, por el hecho de mantenerse o reproducirse en un intervalo temporal suficientemente amplio, demuestran su «adaptación al medio»; pero esta adaptación está aquí percibida desde el punto de vista biológico ecológico que, por tanto, no excluye la esclavitud, la antropofagia, el delirio mitológico, que hacen posible el «control simbólico», según normas propias, de los instrumentos de producción, de las relaciones sociales, de la religión, etc La cultura, desde esta perspectiva, en suma, es un concepto ecológico que es precisamente el que utiliza la Antropología cultural en su sentido más estricto; un sentido que es necesario y suficiente para analizar las sociedades distribuidas (aisladas) en tanto que adaptadas a su entorno y, por consiguiente, desde el punto de vista de sus valores adaptativos. Pero este concepto de cultura pierde su fuerza en el momento en el que tales «culturas distribuidas» (culturas salvajes, bárbaras, arcaicas) comienzan a enfrentarse, no ya con su medio, sino con otras sociedades o culturas que se regulan por normas incompatibles, desde un punto de vista práctico, con las normas de estas sociedades primitivas; tal es el caso de las sociedades «civilizadas» y, entre ellas, sobre todo, el de las sociedades industriales «universales», es decir, aquellas que han desbordado el estado de distribución. Un desbordamiento que habría sido el efecto del capitalismo moderno, según Marx; un capitalismo en función del cual la «universalidad efectiva», planetaria (y no meramente intencional, como la que pretendió haber alcanzado el «catolicismo» medieval), puede darse como un hecho histórico. Es desde este punto de vista desde donde cabría distinguir, a efectos antropológico-gnoseológicos, unas sociedades precapitalistas de las sociedades «capitalistas o socialistas» posteriores; distinción, sin embargo, más bien oblicua, desde un punto de vista gnoseológico, por cuanto el estado de distribución ha sido rebasado con anterioridad a la época moderna en las sociedades históricas civilizadas, cuya cultura también desborda las fronteras de la antropología en sentido estricto. 64

Las culturas, como esferas culturales, en su estado inicial, constituyen sistemas en equilibrio dinámico con su entorno. Son culturas objetivas, sin duda, pero cuyas partes atributivas habrá que entender dadas siempre en función de la dependencia inmediata del medio en lo que se refiere a la absorción de energía, a través de la capa basal. La metodología funcionalista y, después, la metodología del materialismo cultural serían los procedimientos mejor preparados para el análisis de la dinámica de estas culturas. Más aún: son estos métodos aquellos que propiamente definen las culturas distribuidas que se dejan analizar a su través. Las culturas se nos muestran ahora, por decirlo así, a escala operatoria respecto de las operaciones humanas. Esta afirmación no tiene por qué tergiversarse en sentido reductivista -subjetual-, ni tampoco presentando a las culturas como si fueran sistemas de operaciones orientados a satisfacer un «metabolismo basal». Hay que tener en cuenta que partimos ya de culturas normadas, en el sentido dicho, por tanto, selectivo de las fuentes de energía que el medio ofrece. Lo que quiere decirse es que las líneas longitudinales de esas totalidades «esféricas» estarán todas ellas trazadas a escala operatoria «antropomórfica» y, por esta misma razón, la diferencia entre estas líneas será muy débil o prácticamente nula.

Esto no significará que no existan diferencias como si «todos los contenidos» culturales estuviesen implicados en todos los demás. El punto de vista «holista» no tiene otro fundamento sino el hecho de que todos los miembros del grupo social pueden ejecutar una u otra vez todas las operaciones que son necesarias para sostener y reproducir los contenidos objetivos (cazar, encender fuego, danzar, construir cabañas, guerrear) de la cultura. Pero el rechazo del punto de vista holístico no autoriza a caer en un atomismo que convirtiera a las culturas en meros agregados de elementos culturales (culturgenes, por ejemplo) combinables y recombinables de modo más o menos aleatorio. El «atomismo mémico» es un esquema aplicable únicamente a algunas partes del todo complejo que han podido ser segregadas o traspasadas de una esfera cultural a otra. Lo que ocurre en realidad es que el todo complejo constituido por cada cultura en la situación inicial ideal no es ni un todo indiferenciado (sin partes) ni un agregado de unidades independientes, sino una totalidad resultante de confluencias relativamente heterogéneas pero amalgamadas e interadaptadas en un sistema de procesos objetivos movido por grupos de bandas de individuos operatorios humanos. Por ejemplo, el lenguaje, sin el cual la cultura objetiva no puede cristalizar, es una de estas partes del todo complejo heredada de los homínidos, que han desarrollado un sistema fonético determinado en función de la anatomía de la laringe y de la boca, una anatomía que es común a la especie homo sapiens. Los sistemas fonológicos resultan del sistema operatorio fonético universal (que implica una musculatura estriada capaz de llevar a cabo operaciones combinatorias análogas a las que pueden desarrollarse con las manos) y pueden analizarse en sonidos determinados. Pero sería ridículo inferir de aquí la estructura atomística del sistema fonológico.

En resolución: las líneas longitudinales según las cuales diferenciamos unas partes atributivas de otras en el mismo «todo complejo» se nos presentan como «líneas punteadas», principalmente en razón de la conformación mutua que tales partes o líneas experimentan en un estado del sistema dinámico. Aquel en el cual sus contenidos, sin perjuicio de su «función envolvente» de los sujetos individuales, resultan movidos inmediatamente por ellos. Muy pocos «ingenios culturales» desempeñan su papel por modo de automatismos en el estadio inicial de las culturas: no es posible ir mucho más allá del cepo o de las trampas para cazar, porque todo lo demás ha de ser movido y gestionado a través de las manos de los hombres. Lo que implica la necesidad de que todo haya de darse, en principio, a escala de esas manos. En cualquier caso sería gratuito suponer que las culturas, en su estado inicial, han de ser perfectamente homogéneas, como si fuesen individuos clónicos de una clase unívoca. Las esferas de cultura serán, en todo caso, entidades idiográficas, sin duda, pero características en función del medio y de su prehistoria homínida, de su «idiosincrasia» peculiar.

¿Quién puede negar el alto grado de desarrollo de la cultura azteca en las vísperas de la conquista por Hernán Cortés? Allí existía una sociedad compleja, con estructuras estatales «imperialistas» muy diversificadas, jerarquías estamentales, sacerdocios, calendarios, grados muy notables de «perfección arquitectónica», escultórica o pictórica. Pero, ¿autoriza este reconocimiento a concluir que la cultura azteca era de igual (por no decir superior) rango que la cultura española de la época? No, en modo alguno, puesto que esta conclusión, basada en semejanzas abstractas sin duda impresionantes -pero no más impresionantes que las que se advierten entre el organismo de un ave y el de un mamífero- sólo tiene sentido desde la hipótesis evolucionista lineal de la seriación de las culturas o desde la hipótesis relativista de su incomparabilidad o inconmensurabilidad. Sin embargo, lo más adecuado es proceder desde la hipótesis de la distinción de las respectivas trayectorias «evolutivas» (queremos decir históricas): la cultura azteca fue una «vía de evolución» de culturas preexistentes, sorprendente por su riqueza, pero al mismo tiempo determinada en unas rutas que la incapacitaban para enfrentarse con los problemas con los cuales pudo enfrentarse la cultura europea y, entre ellos, el propio descubrimiento inesperado de la otra cultura. La cultura europea y, en particular, la española, había tomado un camino distinto, que incorporaba la ciencia griega, ante todo la Astronomía científica: fueron Eratóstenes o Tolomeo quienes hicieron posible, mediante la concepción esférica de la Tierra y su medición, el proyecto hispánico-europeo de una ruta hacia el poniente que había de conducir al «descubrimiento de América». Asimismo, la tradición europea había incorporado la tecnología de los metales que hacía posible la fabricación de arcabuces, carabelas, entre otras cosas y la organización jurídica, con leyes escritas, del Estado. Desde estos puntos de vista, las culturas azteca y españolas sí son comparables, pero sólo después de practicar en ellas «cortes sincrónicos» abstractos. Ahora bien, cuando reínsertamos estos cortes en los respectivos cursos evolutivos o históricos no cabe decir que sea cada una «perfecta» en su género, ni tampoco que se encuentren en fases diferentes de un proceso de evolución similar. Ya habían evolucionado lo suficiente para considerarse adultas y determinadas en su futuro; sólo que habían evolucionado según direcciones distintas, como a partir del mismo tronco vertebrado, evolucionaron las aves y los mamíferos. En cualquier caso no estará de más advertir que estas analogías que utilizamos entre la evolución y la historia no implican un «reduccionismo biologista» de la teoría de la cultura, porque la idea de una evolución (lineal o multilineal) de las culturas -que lleva implícitas las confrontaciones mutuas y la «lucha por la existencia» entre las culturas- puede aplicarse al proceso de desarrollo de las culturas a título de «refluencia» de ciertas relaciones ya realizadas en el mundo biológico y en virtud de las cuales tales relaciones manifiestan su carácter genérico. Todo se encubre, sin embargo, al analizar las partes de la «cultura azteca», en general -de su aritmética, de su estructura política, de su astronomía, etc- como si fueran órganos equiparables a los correspondientes análogos de la «cultura española» (como si las alas de las aves fuesen equivalentes a las patas de los mamíferos, sin perjuicio de sus analogías o de sus homologías). Pero lo cierto es que las patas no les sirven, en general, a los mamíferos para volar ni para nadar; tampoco la aritmética, la astronomía o la tecnología de los aztecas les sirvieron para circunvalar la Tierra, o para vencer a los españoles intrusos, por admirables que fueran sus garras o sus hocicos.

El mito de la cultura
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