El embrión de la nueva Idea de cultura se encuentra en las obras de Herder
El embrión de la idea metafísica de cultura lo encontramos ya plenamente configurado en la obra de Johann Gottfried von Herder (1744-1803) Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad (Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit), firmada en Weimar en 1784. Es cierto que Kant (en escritos tales como Comienzo probable de la historia del hombre o Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita, de 1784, así como en el §83 de la Crítica del juicio teleológico) también se enfrenta con la necesidad de ofrecer una alternativa a la idea de Naturaleza de Rousseau y la encuentra en su Idea de Hombre en tanto que es poseedor de «disposiciones naturales», sin duda, pero características, y que requieren ser desarrolladas históricamente. Será la cultura que se desarrolle mediante los antagonismos sociales lo que permita salir al hombre de su estado de rudeza primitiva, a fin de entrar en su genuina naturaleza. Pero no puede olvidarse que Kant ve a esta naturaleza del género humano como el conjunto de disposiciones que definen a un género moral. Por otra parte la ley moral es la condición de la libertad humana. Con esto podría concluirse que Kant se mantiene todavía en la órbita de la cultura subjetiva, interpretada, eso sí, como cultura moral en su fundamento. Pero el hombre es el fin de la Naturaleza (considerada como sistema teleológico); en la medida en que no busca únicamente la felicidad, en la medida en que el hombre es libre, entonces es la cultura humana la que puede conducirlo a su fin, que consiste en librar a la voluntad del despotismo de las pasiones. Nos parece, por tanto, puro confusionismo considerar a Kant, como tantas veces se hace, 13 como el fundador o uno de los fundadores de la idea de cultura objetiva (en el sentido de la filosofía de la cultura), metiéndole en el mismo saco que Herder, aun reconociendo discrepancias. A nuestro juicio el puesto de Kant en la filosofía de la cultura permanece en la línea de la tradicional concepción subjetiva de la cultura, en la línea de la cultura animi de Cicerón, aunque matizada con tintes más morales y prácticos que intelectuales-especulativos. Cabría, además, reinterpretar las diferencias que a propósito del origen del hombre se reconocen entre Kant y Herder desde las diferencias que en nuestro siglo aún mantienen los zoólogos a propósito de la prioridad que al desarrollo encefálico o a la estación vertical pueda corresponder en el proceso de «hominización»: ¿se trataría de una mutación ortogenética, capaz de alterar los ángulos de la flexión craneal, o bien de un desarrollo de las llamadas «paradas de intimidación» de los primates superiores? La conducta del «detenerse alzándose sobre las patas traseras», considerada como conducta adaptativa, estaría, según algunos etólogos actuales, en el origen de la hominización. 14 Pero Herder precisamente defendió la tesis (frente a Kant) según la cual el hombre comienza a distinguirse de sus congéneres por su posición vertical y no por su cerebro (Kant diría, a su vez: «Por su razón»).
Herder ha usado el término cultura no tanto en subordinación a genitivos o adjetivos que lo circunscriban o parcialicen («cultura del espíritu», «cultura literaria») sino de forma exenta, como sustantivo, refiriéndose a un todo que comprende, dentro de su periferia, a diversas «entidades espirituales» antes significadas por sí mismas (cultura literaria o cultura artística) y a otras muchas cosas más. Cuando expone (y críticamente), al principio del libro X de sus Ideas…, la opinión de quienes defendían que el género humano actual procede de otra raza precedente que habría sido destruida por algún cataclismo cósmico, del que sólo pudo salvarse un puñado de hombres que huyeron a las montañas (llevándose los restos de las artes, la inteligencia y tradiciones que pudieron), estos pocos hombres, al cabo de los siglos, habrían podido reconstruir a su modo el mundo perdido. Por lo que tales hombres supervivientes, concluye Herder, podrían considerarse «como un istmo que une y separa a la vez dos culturas». En cualquier caso Herder se referirá únicamente a la cultura del género humano que ininterrumpidamente desde sus orígenes se ha mantenido viva, sin paréntesis catastróficos, hasta el presente; a la cultura en la medida en que se forma en virtud de una tradición acumulativa e ininterrumpida, es decir, en un proceso de conformación histórica.
Si Herder puede considerarse como el principal instaurador de la moderna idea de cultura es precisamente, a nuestro entender, por la dominante perspectiva histórica que él adoptó, pues es en la historia como se desenvuelve la cultura según su propia sustancia, y la historia es esencialmente supraindividual, suprasubjetiva. Queremos decir: no tanto por haber «dado la espalda» a la cultura subjetiva, a fin de dirigir su mirada a otro lugar enteramente diferente del mundo del hombre (¿por qué tendría que haberlo visto como cultura?) sino más bien por haber mirado desde el lado de la cultura subjetual, ya delimitada, hacia un mundo envolvente de los hombres que, como idea, «flotaba en el ambiente». Procedía, según veremos en el capítulo y, de la cristiandad; pero Herder la identificará con las condiciones objetivas de la misma realidad empírica (concreta, existencial) que envuelve a la cultura subjetiva, en tanto que determinada una y otra vez por la historia. Es, según esto, merced a su perspectiva histórica como habría logrado Herder, partiendo de las determinaciones subjetuales de la cultura (y, fundamentalmente, de la educación, como proceso ordinario e insustituible para la formación de la cultura subjetiva) alcanzar el lado objetivo y «envolvente», respecto de los sujetos individuales, de la idea de cultura; de pasar, por decirlo así, del lado cóncavo de las subjetividades al lado convexo de una cultura objetiva capaz de moldear la cultura subjetiva de aquellas mismas concavidades. De este modo, la «concavidad subjetiva individual», hipostasiada o sustancializada, podría quedar definitivamente desbordada o «reabsorbida». No percibiremos ya el desarrollo de la cultura como el proceso de unas individualidades subjetivas, espirituales, que desde su fuero interno («cóncavo»), deciden cultivarse a fin de alcanzar por la cultura su libertad personal (aun valiéndose de instrumentos exteriores). Lo que percibiremos es el proceso de moldeamiento de la «concavidad subjetual misma», por tanto, de la misma humanidad individual «porque cada hombre se hace hombre solamente a fuerza de educación, y porque toda la especie no vive sino en esta cadena de individuos» (Goethe expresaría este mismo pensamiento de Herder en su fórmula famosa: «Sólo entre todos los hombres puede vivirse lo humano»). Esta «cadena de individuos» (que es, por tanto, supraindividual, y en esto es preciso insistir una y otra vez) es identificada por Herder como tradición. 15 Es, además, absolutamente necesario subrayar que Herder entiende en plural esa tradición, pues no contempla una línea única, sino múltiples tradiciones que corresponden a los diversos pueblos, «familias, patriarcas y fundadores de tribus». De este modo, Herder no sólo rechaza el individualismo inherente a las concepciones subjetivas de la cultura (buen simpatizante del nominalismo inglés) sino también al realismo ante rem de una Humanidad sustancializada a través, por ejemplo, de un Entendimiento agente universal al modo averroísta, que borraría las diferencias entre esos diversos pueblos (o «culturas») confundiéndolos en la necesariamente rebajada y abstracta «unidad del género humano».
Ningún individuo se ha hecho hombre por sí mismo, dice Herder; por tanto, todos los hombres se forman gracias a la «generación espiritual» que llamamos educación. Por lo que la educación tampoco podrá circunscribirse al ámbito de cada «concavidad subjetiva», individual, dado que es a través de la educación como se forma también el propio «género humano». Herder recoge la idea, que Lessing había ya utilizado, de la «educación del género humano». Toda la Tierra habitada se le representa a Herder como la gran escuela de la familia humana, repartida en muchas clases (aulas), entre las cuales media alguna lección común, la transmitida por los primeros padres. Por otra parte, la tradición no es la única causa moldeadora de los hombres, precisamente porque éstos habitan lugares diferentes y están sometidos a fuerzas orgánicas de la Naturaleza también diferentes, que ya por sí solas podrán formar tradiciones diversas. La educación de nuestra especie, la educación del género humano, es, pues, genética y orgánica al mismo tiempo genética por transmisión y orgánica por asimilación. Pues bien: «Para darle un nombre a esta segunda génesis del hombre que abarca toda su vida, podemos -dice Herder-, partiendo del cultivo del agro, llamarla cultura». De este modo Herder extiende la idea de cultura «que antes se reservaba para los pueblos europeos» a los demás pueblos de la Tierra, subrayando que las diferencias entre estas culturas es «sólo de grado» (no de esencia). ¿Y qué pueblo hay en la Tierra, pregunta Herder, que no tenga su cultura propia? Herder ha utilizado una metáfora geométrica para designar la «autonomía o la identidad de las culturas propias» llamada a tener una gran fortuna entre los antropólogos y geógrafos alemanes, con la pretensión de convertir esa metáfora en un concepto científico, la metáfora de los «círculos culturales»: «Toda nación tiene su centro de felicidad en sí misma, como toda esfera lleva en sí misma su centro de gravedad». Puede afirmarse, en cualquier caso, que Herder, en la medida en que traslada la idea de cultura precisamente al momento mismo de la génesis espiritual del hombre, entendida como un proceso que tiene lugar a escala de los diversos pueblos, y no al momento de la génesis de cada individuo subjetivo, está configurando la idea objetiva de cultura, como formadora del hombre o, si se prefiere, la idea del hombre como «animal cultural».
Pues el hombre es, y sigue siendo, animal. Este es otro de los puntos más interesantes de la filosofía de Herder: su naturalismo radical, sostenido sin el menor asomo reduccionista, al modo de los antiguos (el mito del Protágoras); ni siquiera incorpora la concepción «ilustrada» (en su versión francesa o inglesa) de una naturaleza humana constante e invariante en todos los tiempos. Su perspectiva historicista le preservaba de ello. La humanidad procede de la Naturaleza y son causas y disposiciones naturales específicas, más aún, cogenéricas (como decimos nosotros) con las demás especies (por ejemplo: el bipedismo, el particular desarrollo de su cabeza: «en el ser humano todo es función de su figura que ahora tiene; por ella se aclara toda su historia y sin ella nada»); no cualidades de otro orden; aunque se llamen «naturales» (la «razón» a la que Kant apelaba, precisamente en polémica con Herder), aquellas que darán lugar a la aparición del hombre como ser natural y, a la vez, creador de su propia naturaleza (aquí el espíritu de Espinosa sopla sobre Herder), de la cultura como una «segunda naturaleza» creada por el hombre como si fuese Dios: «Todo animal alcanza lo que tiene que alcanzar en su organización; el hombre es el único que no lo alcanza, precisamente porque su meta es tan alta, tan lejana y tan infinita, y él empezó en nuestra tierra tan bajo, tan tarde, con tantos obstáculos externos e internos… Este comienzo tan mezquino es precisamente testigo de su infinito progreso. Es que el hombre tiene que conquistar por sí mismo, mediante el ejercicio, este grado de luz y seguridad». Y añade, en un capítulo del último libro de la primera parte titulado Nuestra humanidad es sólo ejercicio preliminar, capullo de una flor jiitura: «Así también, el semejante al hombre será el hombre: también el capullo enrigidecido y agotado por el frío y el ardor del Sol adquirirá su verdadera figura, su entera y genuina belleza». (¿Quién puede dejar de ver en estas frases la prefiguración de las ideas de Marx sobre la «prehistoria de la Humanidad» y el comienzo, en un futuro indeterminado, de una humanidad única, sin clases, dueña de sí misma y de la Naturaleza?) En cualquier caso, el reconocimiento de todos los pueblos que Herder proclama en cuanto esferas o círculos poseedores de una cultura propia no implica la nivelación (relativista) de los diversos círculos. Para él, no todas las culturas son iguales, ni tampoco tienen por qué contribuir del mismo modo a la formación de esa cultura universal, de ese «reino de los cielos en la Tierra», en la que culminaría la cultura humana fundada por Cristo (dice Herder). Pero Herder tiene buen cuidado de subrayar que Cristo casi no fue educado por los judíos, y que fue con los germanos como el cristianismo alcanzó su universalidad (la misma idea será reproducida por Hegel en el momento de reivindicar a Lutero como el héroe alemán que liberó al cristianismo, aprisionado dentro de rejas romanas).
Nos arriesgamos, en conclusión, a afirmar que la idea metafísica de la cultura o, si se prefiere, el mito de la cultura, está ya íntegramente preformado en el «embrión» de Herder. Con esto no queremos decir que todos los ulteriores desarrollos de esta idea de cultura hayan de ajustarse puntualmente al modelo originario, como si fueran simples reproducciones, coloreadas a lo sumo de diversas maneras. También hay versiones diferentes, variaciones, incluso «mutaciones». Pero siempre podrán éstas contemplarse desde el modelo más primitivo, el modelo de cultura bosquejado por Herder.