por las rutas del «espiritualismo»

Dos palabras sobre las «filosofías espiritualistas» de la cultura. Ante todo, conviene dejar dicho que estas filosofías constituyen el terreno más propio para la maduración del «mito de la cultura», por no decir que el mito de la cultura es el que inspira precisamente estas filosofías espiritualistas. Desde luego, y según ya hemos advertido, espiritualismo no ha de entenderse, en el contexto filosófico, al modo teológico o «animista». Ser espiritualista, en filosofía de la cultura, equivale a postular un principio poético o creador como fuente o energeia inagotable de la «sustancia cultural», y esto sin perjuicio de reconocer que de ese principio creador actuante puede emerger o brotar la cultura. 19 Ahora bien:

Ad) El espiritualismo de la cultura puede abrirse camino, ante todo, por los cauces del humanismo. El espíritu se identificará precisamente con el hombre, en tanto que éste es «animal cultural»; identificación que no habrá que hacer consistir tanto en la visión del espíritu como humano cuanto en la visión del hombre como ser espiritual, definible precisamente por su espiritualidad creadora. Es este espiritualismo el que suele ser confundido muchas veces con el idealismo, y no sin motivos, porque el idealismo absoluto de Fichte -como el de Kant, en su terreno- es a la vez un espiritualismo y un humanismo. Espíritu es el yo; el no-yo ni siquiera existe como sustancia, sino únicamente como «posición del yo», de suerte que el mundo es, en cierto modo, la creación misma del yo, por tanto, algo muy próximo a un mundo de cultura en el momento en el cual el yo absoluto se determina como yo o como tú, es decir, socialmente (ideas que han renacido en nuestros días entre algunos físicos defensores del llamado «principio an trópico»). 20 También Herder, sin perjuicio de la intensa coloración naturalista de su terminología, habría de ser alineado en este tipo de concepciones espiritualistas y humanistas de la cultura: el hombre es hombre en virtud de su cultura espiritual, constitutiva de su segunda naturaleza. La cultura es el mismo contenido del hombre «creándose a sí mismo» o bien «expresándose simbólicamente» a sí mismo o a sus próximos; la cultura es lenguaje, expresión de los hombres en sociedad y reflejo de la sociedad misma, así también como instrumento de socialización y de humanización. De hecho la cultura se determinará como expresión misma del espíritu de un pueblo, creador de su lenguaje, de sus mitos, de su arte y de sus costumbres. Así Dilthey, Max Scheler o el propio Cassirer, cuyo humanismo se expresa en las fórmulas más explícitas y rotundas, no sólo en lo que concierne a la metodología del conocimiento, sino también a la propia realidad conocida. Leemos en su Antropología filosófica: «La característica sobresaliente y distintiva del hombre no es una naturaleza metafísica o física sino su obra» [que es la cultura, como «conjunto de las formas simbólicas» del arte, religión, ciencia, tecnología, parentesco…]; «la cultura humana, tomada en su conjunto, puede ser descrita como el proceso de la progresiva autoliberación del hombre. El lenguaje, el arte, la religión, la eieneia constituyen las varias fases de este proceso. En todas ellas el hombre descubre y prueba un nuevo poder, el de edificar un mundo suyo propio, un mundo ideal». 21

Ab) Pero el espiritualismo de la cultura se desarrolla también al margen del humanismo, y aún, en el límite, en contra suya, no sólo como espiritualismo no humanista de la cultura, sino como espiritualismo antihumanista, de signo «sobrehumano» (y, a veces, «infrahumano»). La cultura se abre camino ahora a través del hombre, pero lo transciende, de suerte que el hombre queda «más abajo», con sus miserias cotidianas. El espíritu, a través de la cultura, se sitúa por encima de él (y ni siquiera se le llama superhombre a este espíritu, acaso para no contaminarlo). Alienta en esta concepción de la cultura una suerte de dualismo gnóstico («Dad carne a la carne y espíritu al espíritu», decía Basílides). Esta visión de la cultura fue acaso, en cierto modo, constitutiva del romanticismo alemán, particularmente cuando la cultura fue entendida, sobre todo, como arte, desde Novalis hasta Ricardo Wagner: sólo es posible alcanzar una liberación de la realidad miserable y finita de la vida humana a través del arte, que abre al espíritu el acceso al infinito, a la religión de la música (de Camille Mauclair). Muchos pensadores alemanes, próximos a la «filosofía de la cultura», los teóricos de los Valores Superiores (estéticos, éticos, lógicos), los «axiólogos», anteriores a la Segunda Guerra Mundial (D. H. Kerler, Nicolai Hartmann), estuvieron muy cerca de este espiritualismo antihumanista, que ponía al Héroe (no necesariamente militar) o al Genio (no necesariamente el genio artístico) en una «sublime soledad» tan por encima de los hombres ordinarios que solamente podría llamársele hombre por su apariencia. Paralelamente, aunque más lejos de la «filosofía de la cultura», también Heidegger cuidó de establecer distancias entre el hombre y la existencia auténtica del Dasein, no alienado, en su Carta sobre el humanismo. Sin embargo, fue Leo Frobenius quien, dentro de los más estrictos límites de la filosofía de la cultura, mantuvo la concepción no humanista (a veces, incluso antihumanista) de las culturas más enérgica y mística de entre todas las que podríamos citar. Y esto dicho a pesar de que, en ocasiones, Frobenius utilizó fórmulas que podrían dar a entender que la cultura, aun no siendo por sí misma humana, es formadora de los hombres (hasta el punto de llamarla por eso Paideumd). Frobenius quiso mantenerse en una perspectiva naturalista; pero su naturalismo es, al modo del de Herder, un esplritualismo (en el sentido filosófico, desde luego, que hemos dado a este término), pues consiste en reconocer a la Cultura como un organismo dotado de vida autónoma (la cultura «como ser viviente») con una morfología, anatomía y fisiología de las formas culturales propia o -como él mismo dice- como un «tercer imperio» al lado del imperio de la Naturaleza orgánica y del imperio de la Naturaleza anorgànica. Su naturalismo hay que entenderlo como voluntad de conferir a la cultura una sustancialidad energética similar a la que pudiéramos atribuir a la vida orgánica y un similar arraigo en la inmanencia del mundo, frente a cualquier dogma trascendente. Por ello mismo, su naturalismo no excluye el espiritualismo atribuible a un principio creador. De este modo se concluye que la cultura, viviendo en el mundo natural, como los seres orgánicos, es independiente de éstos. Y así dice que los contenidos de la cultura, las ideas «surgen demoníacamente de la entidad del Paideuma». El hombre (el hombre que estudia la Antropología, en el sentido de Blumenbach, el hombre diversificado en razas diferentes, o el hombre que estudia la Psicología) queda, en la concepción de Frobenius, más del lado de la naturaleza orgánica que del lado del «imperio cultural»: «La cultura es, frente a sus representantes humanos, un organismo absoluto». Más aún, dice Frobenius en 1920 exponiendo la evolución de su propio pensamiento, también la distancia entre el hombre y la cultura aumenta continuamente. «He visto allá [en África] grandes y fuertes formas culturales en razas oscuras y poco estimadas; en Europa, pequeños y miserables restos de cultura en hombres altos y elevados y viceversa… La cultura se me aparenta hoy en su gran organidad más independiente del hombre que entonces [en 1895, recién fundado su Archivo de Africa]».2* Ante textos de esta índole no deja de ser paradójico que los antropólogos actuales reivindiquen a Frobenius como uno de sus clásicos.

Por lo demás, la concepción de la cultura de Frobenius fue aplicada por Spengler para decirlo con sus propias palabras, a la historia de las culturas en su período de configuración de formas y épocas de la cultura «monumental» («el Paideuma del hombre primitivo es para él [Spengler] sólo un caos»). La influencia de Spengler en la filosofía de la cultura es bien conocida, pero aquí sólo queremos destacar que, para Spengler, como para Frobenius, las culturas nacen, crecen y mueren a un ritmo distinto de los ritmos de los hombres (duran un promedio de mil años), y adquieren una morfología cada vez más diversa; mientras que los hombres permanecen en su anatomía, en su fisiología y en su psicología, invariantes, en lo esencial de su vida.

Ac) El esplritualismo de la cultura puede presentarse también en una perspectiva que no es propiamente humanística, pero tampoco ahumanística, sino praeterhumanística. La cultura será concebida ahora, desde luego, como una creación del espíritu. Un espíritu que aunque no puede identificarse plenamente con el hombre, ni el hombre con él, sin embargo se identifica parcialmente, así como recíprocamente. Es obvio que los criterios posibles para establecer las fronteras de lo humano-espíritual y de lo espiritual no humano han de ser muy variables. Unas veces, la línea fronteriza se establecerá entre la prehistoria y la historia; otras veces la línea pasará por zonas geográficas (pueblos o sociedades naturales o salvajes/sociedades civilizadas fluviales). Otras veces la línea divisoria separará a las razas o a las clases sociales. También es obvio que las concepciones praeterhumanas de la cultura podrán aparecer en ocasiones como un mixtum compositum de humanismo y ahumanismo, y fácilmente nos conducirán a resultados eclécticos. Pero, en principio, las diferencias son claras, aun cuando el concepto de «praeterhumanismo» sea mucho más complejo y envuelva una dialéctica más compleja que la del humanismo y la del antihumanismo.

Acaso la concepción que pueda tomarse como prototipo de la concepción praeterhumanista de la cultura sea la concepción hegeliana de la cultura. No disponemos de espacio para tratar de este asunto a fondo y para justificar debidamente nuestra interpretación. Nos limitaremos a sugerir que una cosa es «humanizar el Espíritu» -el antiguo Espíritu divino- y otra cosa es «espiritualizar al Hombre» en algunos de los momentos de su desarrollo. Lo que no podemos hacer es poner en segundo plano el lugar que atribuyó Hegel a la Antropología (por tanto al hombre), que es el lugar del Espíritu subjetivo, Espíritu sin duda, pero en el momento mismo de su «despertar» en la Naturaleza. Cuando el Espíritu comienza a desplegar su verdadera energía, es cuando alcanza la figura del Espíritu objetivo. Pero el Espíritu objetivo, que carece de alma -como se ha dicho (Ortega), es un «desalmado»- no es propiamente humano, sino más bien praeterhumano; por ello culmina en el Espíritu absoluto a través de cuyas fases (arte, religión, saber) culmina la autoposición del Espíritu en sí mismo, como libertad. Pero la cultura, como hemos visto anteriormente, dimana, según Hegel, del Espíritu objetivo y absoluto, en el momento en el que, a su través, el Espíritu subjetivo se eleva a la vida superior.

El mito de la cultura
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