Dinámica histórica de las culturas y su ley estructural de desarrollo
La dinámica cultural más interesante es, sin duda, la dinámica histórica (con variaciones morfológicas). Una dinámica que alcanza sus ritmos característicos cuando las esferas culturales toman la forma de Estados, en el sentido político del término, lo que implica confluencias entre esferas diversas así como su codeterminación mutua. El tamaño de estas esferas irá aumentando; lo que significa que el número de esferas de un determinado rango superior irá disminuyendo (tiene aplicación aquí la ley de Zipf). Ahora bien, simultáneamente deberá tener lugar una mayor diferenciación de las «líneas longitudinales»; diferenciación cuya expresión sociológica nos es dada tradicionalmente a través del rótulo «división del trabajo». La división del trabajo, particularmente la que comporta la constitución de profesiones «a tiempo completo», sólo puede tener lugar como consecuencia de un incremento de la producción básica, que permite «liberar» a un número definido de individuos de su situación «politécnica» originaria. Esta «liberación» fue conceptualizada (por Gordon Childe y otros) como una consecuencia del producto excedente de la capa basal; conceptualización muy burda porque sugiere algo así como si las nuevas profesiones (metalúrgicos, escribas…) «emanasen» del trabajo de las profesiones básicas remanentes, cuando lo que en realidad significa esta diferenciación es el desarrollo de nuevas «líneas longitudinales» que, a su vez, transformarán a las antiguas líneas básicas en diversas líneas longitudinales. No puede decirse, por tanto, por ejemplo, que los agricultores de las sociedades neolíticas, gracias al excedente logrado en su producción, son los que facilitan la constitución de las nuevas profesiones a tiempo completo; es el cuerpo global lo que comienza a diferenciarse y, por tanto, no puede decirse de los agricultores que sean quienes «sostienen» a las nuevas profesiones; los agricultores producen un excedente «para ellos» (un «para ellos» abstracto, porque no están aislados); no es excedente para el conjunto, y esto sin contar con la reinfluencia de las nuevas profesiones en la propia producción excedentaria (por ejemplo, mediante la invención de la reja metálica del arado).
Es en el proceso de diferenciación de las líneas longitudinales de cada ámbito cultural -proceso en el que consiste principalmente la dinámica histórica de las culturas- en donde irán apareciendo «productos objetivos» extrasomáticos cada vez más distantes de la escala operatoria, pero indispensables en el conjunto de la trama cultural. Este proceso de objetivación ha sido descrito a veces como una «deshumanización» o como una «alienación»; pero también, y aun dentro de la tradición del idealismo alemán, que repercutiría profundamente en el marxismo, se ha distinguido siempre entre la alienación (Entfremdung) y la objetivación (Verdichlichung). El idealismo subjetivo de Fichte, sin duda, tendía a considerar como una «alienación» el proceso de constitución de un objeto en el que se hubieran segregado las huellas del sujeto que lo produjo; y, desde este punto de vista, aplicado a las categorías marxistas, cabría interpretar incluso el hecho ordinario, a partir de cierto nivel económico, de la venta que un artista hace de su obra maestra, como una alienación, en virtud de la cual la obra pasaba a ser «disfrutada» por el comprador. Semejante utilización del concepto de «objetivación» es a todas luces tan desaforada como ramplona; pues o nos mantenemos en la hipótesis idealista (la objetivación, por sí misma, es una alienación redoblada en el caso de la enajenación mercantil) o interpretamos la enajenación en un plano estrictamente social-económico, que sugiere que si la obra objetivada fuese restituida a su «creador» (o al pueblo) para ser disfrutada, ya no podría considerarse como alienada.
La interpretación que, a nuestro juicio, es preciso mantener es muy otra, siempre que llevemos a cabo un análisis de la objetivación libre de presupuestos idealistas. No se trataría, en efecto, de oponer objetivación a una «cosificación» de la obra del espíritu en virtud de la cual éste se «enajena». El proceso de objetivación tendrá lugar ya en el mismo momento de la producción operatoria de objetos apotéticos, sencillamente porque los objetos (apotéticos) se organizan según líneas objetivas que se mantienen «por encima de la voluntad» de los sujetos operatorios. Ahora bien, en los estados iniciales de la cultura, estas líneas objetivas contienen intercaladas, por decirlo así, las operaciones humanas (el hacha de piedra sólo se une al mango a través de las operaciones manuales de la ligadura); las mismas líneas objetivas (físicas) que caracterizan a un palo utilizado como palanca, contienen intercaladas las operaciones del brazo o brazos que lo manejan. Por ello, recíprocamente, el hacha o la palanca son objetos culturales, de la misma manera que las operaciones musculares y psicológicas de utilización de la palanca carecen de todo sentido al margen de la palanca objetiva. (Este ejemplo nos da pie para insistir de nuevo en cómo sustantificar esas operaciones, en el marco de una supuesta «cultura subjetual», constituye una hipóstasis del sujeto, que mantiene las huellas del idealismo.)
Pero en el proceso de su diferenciación, los artefactos o las estructuras producidas van cada vez alejándose más las unas de las otras y estableciendo relaciones objetivas (sociales y extrasomáticas) cada vez más complejas e imprevistas. Sobre todo, independientes de las operaciones que están en su propia génesis. ¿Por qué decir que estos nuevos artefactos o estructuras son productos «deshumanizados»? ¿Es que podrían haber sido humanos alguna vez o que «cancelando su alienación» podrían ser recuperados como miembros del cuerpo (o, acaso, como contenidos de conciencia)? En modo alguno; lo que demuestra que bajo el concepto de «deshumanización» se encierra una visión idealista o psicologista de las obras del hombre. Se advierte esto con gran claridad en los debates recurrentes sobre la llamada «deshumanización del arte».
Consideramos, en resolución, como un puro prejuicio metafisico-idealista llamar «deshumanización» a los procesos de objetivación progresiva de los productos de la cultura humana en virtud de los cuales van segregándose las operaciones subjetivas (en estructuras que venimos llamando ex -operatorias) a la par que las estructuras así constituidas inician líneas de desarrollo mutuamente independientes (mal disimulado por su común referencia a la escala humana). Por el contrario, la constitución de nuevos espacios objetivos a estructurales, lejos de implicar una deshumanización, ofrecen al hombre la «revelación» de nuevas líneas del mundo. Con ello hacen posible, a veces, un desarrollo más profundo de la humanidad y también un incremento de los peligros en que ésta está envuelta. Sea suficiente aludir al descubrimiento de la energía nuclear.
El proceso de estas hipóstasis o sustantivaciones comporta, por consiguiente, no sólo la disociación de los contenidos objetivos «categoriales» (respecto de las operaciones y actitudes E-operatorias) sino también la disociación mutua de las categorías sustantivas (io que comportará la intervención de intereses gremiales). La historia de la música, entre otras, nos ofrece materiales muy abundantes para ilustrar estos procesos. Cabría decir que la música, como actividad adjetiva (es decir, subordinada a intereses religiosos, militares o profesionales: entre los griegos los himnos epilenes -epilenioi hymnoi- de los vendimiadores, la dina en los tejedores, la epimulia de los ebanistas o molineros, etc) va progresivamente desprendiéndose de estos servicios para constituirse como «música sustantiva», cuya única función (pues no tenemos que confundir lo que llamamos «música sustantiva» con el concepto de «sustancia musical» que algunos musicólogos, inspirados en Cassirer, utilizan) es ser escuchada en un concierto; podríamos decir que su función es la de desenvolver o construir un mundo musical exento, puro, que ni siquiera pueda ser utilizado para fines psicológicos (terapéuticos, de relajación, de disfrute, etc); pues la «música sustantiva» no da nada, sino que muestra, ofrece y exige. La «finalidad sin fin» de Kant tendría mucho que ver con ello. Acaso Platón advirtió ya la naturaleza objetiva de la «música sustantiva» cuando toma, como uno de los primeros indicios del proceso de corrupción de una ciudad, precisamente algo que tiene que ver con lo que llamamos «desustancialización de la música», a saber, la utilización de la música en funciones «adjetivas»: «Llegaron inconscientemente por su misma insensatez a calumniar a la música, diciendo que en ésta no cabía actitud de ninguna clase y que el mejor juicio estaba en el placer del que se gozaba con ella, fuera mejor o peor». 65 Y ni siquiera cabe decir que la sustantivación de la música corresponde a una justificación del «arte por el arte», puesto que ahora la «música pura» busca emanciparse, no sólo de las funciones políticas, religiosas, sociales (particularmente el baile), sino incluso de las otras artes. En el Manifiesto del Grupo de Madrid que redactó Gustavo Pittaluga, hacia 1930, la idea se formula de este modo: «Musicalidad pura, sin literatura, sin filosofía, sin golpes de destino, sin física y sin metafísica». Sin embargo, Pittaluga hace todavía algunas concesiones psicologistas (que son enteramente impertinentes desde el punto de vista objetivo): «Hacer música por gusto, por recreo, por diversión, por deporte»; pues todo esto pertenece al finis operantis del músico y nada tiene que ver con el finis operis de la música sustantiva, reducida a simple «exploración del mundo sonoro» (de la misma manera que el finis operis de la geometría es la exploración del mundo de las figuras espaciales, independientemente de sus aplicaciones «prácticas» concretas o de la actitud deportiva o mística que pueda tener el geómetra).
¿Cuál es el límite de este proceso de diferenciación? Según el modelo que venimos utilizando, el límite está dado por el estado final de la matriz; estado final que interpretamos no ya como un estado futuro, sino como un estado ampliamente realizado a lo largo de la historia. Especialmente en nuestro presente, como consecuencia de la unidad planetaria que ha venido produciéndose a partir sobre todo del colonialismo e imperialismo modernos. Una unidad que, por cierto, es difícil contemplar con ojos irenistas, dada su indefectible naturaleza conflictiva y polémica.
Su estructura apunta a una «refundición» de las esferas de cultura individuales en una única esfera universal (si se prefiere: en la transformación de la «clase distributiva de las culturas» en una clase unitaria), simultánea a la disociación de las líneas divisivas del todo complejo en especialidades o círculos categoriales objetivos, desconectados mutuamente, es decir, inconmensurables (lo que suele llamarse, de un modo absurdo, «barbarie del especialismo», como si un bárbaro pudiese ser propiamente especialista en algo).
Podríamos expresar el análisis de este proceso de desenvolvimiento de la matriz de las esferas culturales -es decir, el proceso de desenvolvimiento del «todo complejo» de Tylor- acogiéndonos al formato tradicional de una «ley» en términos parecidos a los siguientes: «Ley del desarrollo inverso de la evolución cultural: la Cultura, en cuanto todo complejo que reúne a todas las culturas humanas, tomada en su estado inicial, reconocible ya como humano, evoluciona de suerte que el grado de distribución (dispersivo) de sus "esferas" (o "culturas") disminuye en proporción inversa al incremento del grado de atribución (disociativa) constitutivo de sus categorías».