La Cultura y el Hombre

¿De qué manera tiene lugar la «totalización» (establecida por la idea de «cultura, como todo complejo») de ese conjunto borroso de contenidos tan múltiples y heterogéneos y que, además, no parecen mantener entre sí relaciones asimilables a las que mantienen las partes de un organismo, aunque tampoco pueda decirse, es cierto, que mantengan, todas con todas, las meras relaciones entre las partes de un agregado?

No nos parece muy arriesgado afirmar que en un tal proceso de totalización tiene mucho que hacer la delimitación o el enfrentamiento de esa «multiplicidad de contenidos» con otras multiplicidades, no menos borrosas a su vez, de contenidos englobados que se constituyen como términos de referencia o de contraste respecto de los cuales la delimitación totalizadora parece que puede comenzar a dibujarse con líneas precisas. Estas líneas, más que arrojar luz sobre las relaciones mutuas que guardan los contenidos encerrados por ellas, lo que hacen, en principio, es distinguir esos contenidos de los que quedan fuera (aunque no por ello separados dicotòmicamente, con «solución de continuidad»): la delimitación totalizadora no nos lleva a una idea clara y distinta de cultura objetiva, salvo en apariencia. La idea de cultura objetiva, como todo complejo, sigue siendo oscura (cuanto a la unidad de sus partes) y confusa (cuanto a la distinción con las de su entorno). Por lo demás, los términos de contraste pueden ser diversos, porque los «universos de discurso» también pueden serlo. Puedo delimitar aproximadamente la Península Ibérica en el globo terráqueo como el conjunto de tierras que se contienen entre los paralelos 54 y 44°N, y entre los meridianos -10, +4; pero puedo también delimitarla en el continente euroasiàtico como «el conjunto de tierras que se encuentran al sur de los Pirineos». Ese «todo complejo» que llamamos «cultura» es delimitado unas veces en el contexto de la «Naturaleza», y por oposición a ella; otras veces en el contexto de la idea de «Hombre» (a veces las relaciones definidas en este contexto se proponen como si fueran de contradicción: «La cultura contra el hombre»). Pero ocurre que las ideas de Naturaleza y de Hombre son tan oscuras y confusas como pueda serlo la idea de Cultura, que está delimitándose por relación a ellas; y ni siquiera las ideas de Naturaleza y de Hombre pueden considerarse como perfectamente deslindadas entre sí. No deja de causar sorpresa, por tanto, el advertir que ciertos contenidos que forman parte, sin duda, del «todo complejo», contenidos a los que solemos llamar «positivos» («Religión positiva», «Derecho positivo», «Lenguaje positivo»…), suelen ser enfrentados a otros contenidos llamados «naturales» («Religión naturai», «Derecho natural», «Lenguaje natural»…). La sorpresa tiene que ver, sin duda, con el hecho de que la oposición positivo/natural no se superpone con la oposición Hombre/Naturaleza, sino que en cierto modo constituye una transgresión a este dualismo, dado que ahora es lo «positivo» aquello que queda polarizado (por su connotación de «artificial») en torno a la cultura humana, mientras que lo «natural», sin embargo, queda polarizado en torno al hombre, es decir, a la «naturaleza humana» más profunda (que, sin duda, está pensada como formando parte de la Naturaleza, en general); lo que parece obligar a reinterpretar los contenidos «culturales positivos» como humanos, pero de modo adventicio, artificial, sobreañadido, como propios del hombre alienado, y no de modo necesario, interno, natural o auténtico.

Atengámonos a la delimitación por la que se constituye la idea de cultura, como todo complejo, en su oposición a «Hombre». ¿Qué puede significar este término Hombre en este contexto? Prescindamos de aquellas significaciones metafísico-teológicas, muchas veces utilizadas al efecto (Hombre, como espíritu cuasidivino, imagen de Dios, etc), y con resultados sin duda, muy expeditivos, al menos formalmente («la cultura es la irradiación que el espíritu inmortal encarnado en el hombre deja a su paso por el mundo») aunque sólo dentro de su espacio mítico en el que tales resultados se mantienen.

¿Qué puede significar «hombre» en cuanto correlato de cultura, en un terreno más racional? Seguramente algo que tiene que ver precisamente con la naturaleza: el hombre sería, por ejemplo, el sustrato invariante que permanece «por debajo» de todos los cambios culturales, de todas las mudanzas de instituciones, ceremonias, costumbres, lenguas, religiones; pero a través de estas determinaciones el término hombre comienza a orientarse hacia el sentido del «hombre en cuanto especie natural», es decir, en cuanto es una de las especies englobadas en uno de los géneros en los cuales se despliega el orden de los primates. A una situación análoga llegamos cuando en lugar de formular la oposición cultura/hombre desde una perspectiva metamèrica (tanto respecto de cultura como respecto de hombre) la formulamos desde una perspectiva diamérica, poniendo frente a frente no ya la «cultura» y el «hombre», sino las culturas de unos hombres (de unos pueblos) y las culturas de otros pueblos diferentes; porque de ese enfrentamiento también surge la «naturaleza humana», como sustrato susceptible de asumir culturas particulares oponibles a las culturas de los otros pueblos.

Pero es ahora, una vez que suponemos delimitada (totalizada) la idea de cultura respecto del hombre, cuando comienzan a plantearse propiamente los problemas más profundos de la filosofía de la cultura, si es que ellos tienen que ver, no ya tanto con el análisis de la idea de cultura «en sí misma considerada» (una vez delimitada respecto del hombre) sino con el análisis de la relación entre la idea de cultura ya delimitada y la idea delimitadora, en este caso, la idea de hombre.

Los modos de entender la conexión entre la cultura y el hombre (cuando se da por supuesta alguna «consistencia previa» de este hombre que tomamos como término de contraste) son muy variados, y a cada uno de ellos corresponde una determinada concepción filosófica de la cultura. Por lo demás, las diversas concepciones pueden ordenarse según el grado de profundidad o internidad de la conexión. En el grado más bajo pondremos aquellas concepciones para las cuales la cultura mantiene un tipo de conexión externa y más bien accidental con el hombre, en cuanto sustrato suyo: hablaremos de concepciones «accidentalistas» de la cultura. En los grados más altos pondremos a las concepciones «esencialistas», para las cuales la cultura mantiene un tipo de conexión interna (esencial, sustancial) con el hombre que había sido propuesto, sin embargo, como referencia previa.

La tradición cínica (la de Antístenes y Diógenes de Sinope) podría servirnos de inspiración para construir un modelo de concepción accidentalista de la cultura, de perfiles muy definidos: el hombre será entendido como una entidad de la que hay que partir, como una esencia o sustancia ya dada, sin necesidad de los aditamentos o sobreañadidos que la cultura pueda hacer recaer sobre él. Estos aditamentos o sobreañadidos no harían sino eclipsar la luz propia de la naturaleza humana; son, por decirlo así, «superestructuras», de las cuales sería conveniente prescindir: para beber el agua de un arroyo no hace falta utilizar colodras, me bastan las manos. Todo lo que es artificioso es superfluo, convencional y engañoso, y los mismos indumentos lo serán también. Imitemos a los sabios desnudos de la India, a los gimnosofistas, que se alimentan de vegetales crudos, naturales, y bebamos el agua clara de los arroyos y la leche de las ovejas; prescindamos de las formalidades sociales, por ejemplo, de todo tipo de ceremonias y compromisos matrimoniales, y casémonos, como decía Rousseau, «delante de la Naturaleza». La oposición entre la Naturaleza {physis) y las convenciones artificiosas o postizas (etei) interpretada radicalmente, podría tomarse como núcleo de esta concepción cínica de la cultura, que predica el vivir conforme a la naturaleza, es decir, a la naturaleza zoológica, cuyo paradigma es la vida de los perros (de los canes tomaron precisamente su nombre los cínicos). Sin embargo, no estaría justificado presentar el «modelo cínico» como modelo único de una filosofía accidentalista de la cultura.

Hay concepciones de la cultura que, manteniendo una inspiración muy distinta de la que es propia del cinismo, sin embargo merecen ser consideradas como concepciones accidentalistas de la cultura, al menos en sentido divisivo. El modelo que, en nuestros días, desarrolla esta concepción accidentalista de la cultura está inspirado en la Etologia y en la Psicología, es el modelo de la cultura-aprendizaje. En efecto, cuando se define la cultura por el aprendizaje, los «contenidos objetivos» que la constituyen, es decir, la materia del aprendizaje, comienza a presentarse como accidental a la «sustancia» del hombre que la utiliza: se encarecerá la plasticidad de esa sustancia su versatilidad para determinarse, por aprendizaje pavloviano o skinneriano, según formas dadas de comportamiento «cultural». En general, cabe decir que las concepciones subjetualistas de la cultura suelen ir asociadas a modelos accidentalistas de interpretación de la cultura objetiva, porque los mismos contenidos de la cultura extrasomàtica podrán ser reducidos a la condición de meros correlatos de un comportamiento aprendido y sustituible por otros comportamientos, por tanto, por otros correlatos sobreañadidos a los sujetos humanos, y también sustituibles.

En cuanto a las concepciones internalistas o esencialistas de la cultura nos limitamos a presentar sus dos «modelos» sin duda más interesantes: el modelo instrumentalista y el modelo expresionista.

El modelo instrumentalista (cuando se entiende dentro del esencialismo, pues es obvio que cabe un instrumentalismo no esencialista) interpreta los contenidos culturales (extrasomáticos, intrasomáticos o incluso intersomáticos) como instrumentos habilitados por los hombres a fin de satisfacer necesidades que se postulan como internas, es decir, como grabadas en la misma «naturaleza humana». Necesidades que por motivos muy diversos (atrofia, enfermedad, malformación congènita…) no han dispuesto de un cauce natural u orgánico para satisfacerse. Desde Protágoras (con su interpretación del mito de Prometeo) hasta Bolk o Desmond Morris, el modelo instrumentalista de interpretación de la cultura ha sido utilizado una y otra vez para dar cuenta de una porción grande de contenidos culturales. Pero los límites de este modelo se nos hacen patentes muy pronto, a saber, en el momento en el cual tenemos que reconocer la existencia de «necesidades creadas» por el propio desenvolvimiento de la cultura (lo que Marx denominó «necesidades históricas»). Sería ridículo explicar la cultura del fumar por una «necesidad de fumar», o los libros por una «necesidad de leer», puesto que, para decirlo en términos económicos, la demanda está aquí producida por la oferta y, lo que es más importante, ni siquiera es posible trazar una línea nítida de demarcación entre unas necesidades naturales y unas necesidades históricas. Sólo sería posible establecer un concepto claro de necesidades naturales o básicas reduciendo al hombre a sus componentes zoológicos o fisiológicos (por ejemplo, a su metabolismo «basal»). Tampoco está justificado (supuesto que se interpreten las necesidades básicas como naturales) equiparar a las necesidades históricas con las necesidades supraestructurales, salvo que la cultura histórica íntegra sea declarada supraestructural (lo que equivaldría a volvemos a la concepción cínica de la cultura). El planteamiento de la cuestión puede hacerse de un modo muy distinto: las necesidades básicas no son previas a las históricas, de suerte que éstas se sobreañadieran a aquéllas, como se sobreañaden los muros a los cimientos, sino que las necesidades básicas se refunden, por anamorfosis, con las necesidades históricas. Por ello, en lugar de la metáfora arquitectónica (base/superestructura), que ha tenido efectos tan perniciosos, sería preferible utilizar una metáfora orgánica, que nos permitiese advertir hasta qué punto un soporte básico (como puedan serlo los huesos en un vertebrado) no brota con posterioridad al cuerpo (a la carne, que va a apoyarse en él), puesto que procede de tejidos diversos originados de un cigoto común.

Por fin, el modelo expresionista apela al concepto lingüístico de «expresión», tratando de dar cuenta de la conexión interna entre el Hombre y la Cultura de manera paralela a como el modelo instrumentalista apelaba al concepto tecnológico de instrumento para conseguir un resultado semejante. Ahora -Cassirer, Ortega- se supondrá que el hombre es un principio cuya naturaleza creadora (poética) consiste en expresarse a sí mismo o a los demás mediante los símbolos de la cultura. La cultura será así concebida como «la obra del hombre», obra poética y creadora, tanto si se trata de poemas literarios, como si se trata de poemas de piedra o de poemas políticos. Una catedral es un poema, tanto como pueda serlo una secuencia de versos líricos. No sólo es poética una metáfora literaria. Tan poética es la metáfora tecnológica mediante la cual los hombres de hace veinte mil años agregaron a una vara un pico y algunas plumas, fabricando así la primera flecha, metáfora del ave. Ahora bien: los límites del modelo expresionista nos salen al paso antes aún de lo que les salían al modelo instrumentalista. Es imposible el empeño de interpretar todo contenido de la cultura, del todo complejo, como expresión o reflejo del hombre o de la sociedad humana. Los ritmos y los cauces a través de los cuales tienen lugar las concatenaciones de las obras culturales son, en general, distintos de los ritmos y los cauces humanos, individuales o sociales. El «relieve sociológico» del Imperio de los faraones egipcios no se expresa mediante las leyes geométricas y físicas que presiden la estructura de las pirámides. Al determinar estas leyes el hombre no se conoce «a sí mismo», ni encuentra allí la «expresión de su espíritu»: lo que allí conoce es la estructura matemática o física de un poliedro de piedra. El modelo expresionista de conexión interna entre ia cultura y el hombre, acaso podría considerarse como una tardía transformación de un modelo que utilizó cierta teología creacionista y naturalista (la de Nicolás de Cusa, la de Fray Luis de León o la de Fray Luis de Granada) para dar cuenta de la conexión (que no quería ser enteramente externa o contingente) entre Dios y su obra, es decir, la obra de los seis días, el Mundo: el mundo es la explicación de Dios (el movimiento es la explicación de la quietud divina). Si en lugar de Dios ponemos al hombre, el lugar de la explicación de Dios en el mundo por él creado corresponderá al lugar de la expresión del Hombre en la creación que se le supone propia, a saber, la cultura. Y así como «los cielos y la tierra proclamaban la gloria de Dios», a los ojos de los místicos naturalistas, así ahora «las ciencias y las artes proclaman la gloria del hombre» a los ojos de los antropólogos metafíisicos culturalistas. Por nuestra parte, tenemos que decir que esta autoexaltación del hombre por su obra, esta «disposición entusiástica» ante la cultura, no tiene más alcance que el que es propio de un mito metafísico teológico secularizado. En el «todo complejo» que es la cultura no sólo se contienen formas expresivas, sino también formas que, como el hipercubo, nada pueden expresar; no sólo se contienen formas admirables, dignas de suscitar el entusiasmo, sino también formas repugnantes, que habrá que considerar, antes que como expresión de cualquier espíritu creador, como delirio de un animal enfermo.

Desde las coordenadas del materialismo filosófico resulta imposible aceptar cualquiera de las concepciones de la cultura expuestas, cualquiera que sea el modelo en el que se propongan. La razón es que todas estas concepciones, como sus modelos, parten de un dualismo metafísico que se apoya en una previa sustancialización o hipóstasis de la idea de hombre, como entidad previa a la cultura, hipóstasis que es incompatible con los resultados de la doctrina de la evolución zoológica. Lo único «previo» a la cultura humana es, no ya el hombre, sino sus precursores homínidos o primates. Pero la cultura humana no brota del hombre, o de sus precursores, ni se le sobreañade, sino que es el precursor del hombre quien se «refunde», por anamorfosis, al constituirse como hombre (al margen de su valor o dignidad), a través de ese nuevo orden o estado de cosas que llamamos cultura humana y que contiene tanto lo digno como lo indigno. Por eso el «nuevo orden» no tiene por qué tomarse como motivo de glorificación o de exaltación de una especie sobre las restantes especies de la naturaleza, y no ya porque el nuevo orden siga siendo, junto con la especie que se despliega con él, «una parte más» de la Naturaleza. Sencillamente porque la «Naturaleza» no existe como tal unidad de referencia: éste es el motivo por el cual no cabe enfrentar la Cultura a la Naturaleza.

Lo verdaderamente importante es, por tanto, llegar a la determinación de la estructura misma de este nuevo orden (al margen de consideraciones relativas a su valor). Y entre las claves de su estructura ponemos la presencia constante, en el nuevo orden, de las actividades operatorias «normativizadas», operaciones acumulativas históricamente que van arrojando formas objetivas cuya concatenación (y ésta es su dialéctica) en círculos culturales no siempre compatibles entre sí, desborda una y otra vez el propio horizonte operativo originante hasta el punto de llegar a envolverlo y orientarlo hacia trayectorias no previstas o imprevisibles. En todo caso, son estas formas objetivas las que constituyen los nuevos ámbitos de la vida de los hombres. Aparecen formas sin precedentes en la vida zoológica: la forma del libro, o la forma de la persona, una construcción tan artificiosa -algunos dirán: una mera ficción jurídica- como pueda serlo el dodecaedro, y por ello mismo tan consistente como él pueda serlo. Pero sin que esta novedad autorice a oponer, según el esquema dualista, la Cultura a la Naturaleza; porque la novedad, así como la dignidad o valor de las nuevas formas, tampoco tiene por qué ser mayor de la que pueda corresponder a la novedad o dignidad, en la escala zoológica, de una vértebra respecto de los animales invertebrados. Y, en todo caso, es tan importante destacar la concatenación de las formas artificiales en el nuevo orden como la novedad de esas mismas funciones, medida, por ejemplo, por las necesidades puntuales a las cuales asisten. Una excavación arqueológica nos permite acaso ver un pequeño pomo de obsidiana en el que alguna mujer de hace siete mil años guardaba un ungüento. Este pomo, esta «forma cultural normalizada», no lo encontramos en una guarida de roedores, ni siquiera en una cueva de pitecántropos (lo que no significa que en aquella guarida o en esta cueva no podamos encontrar formas que también producen asombro). El significado de este pomo tampoco puede medirse apelando a la «inteligencia» o «ingenio» subjetivo de quien lo fabricó, puesto que este ingenio se mide por el pomo y no el pomo por el ingenio; ni al refinamiento de las necesidades instaurado por la vida protourbana (a fin de cuentas el ungüento tiene paralelos etológicos abundantes en las especies que almacenan grasas o alimentos). La importancia de este pomo sólo puede apreciarse insertándolo en el tejido de formas artificiales y normalizadas al que pertenece, en tanto ellas constituyen un nuevo ámbito en el que aparecen nuevos ritmos temporales, marcados por los gérmenes de una nueva forma personal, cuyo significado sólo es interpretable por aquellos mismos que fabricaron este pomo o por otros que fabrican cosas semejantes. Y todo esto no justifica ningún tipo de entusiasmo o de exaltación: es suficiente el asombro ante un proceso de refundición abierta de formas de vida que a la vez que artificiosas determinan un sino que ias hace necesarias y no siempre (casi nunca) compatibles las unas con las otras.

El mito de la cultura
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