¿Cabe reconocer una idea «positiva» de identidad cultural?
No estamos negando, por tanto, todo sentido (gnoseològico u ontològico) a la idea de la «identidad cultural», sino a la tergiversación que, en forma de un mito, imprimen a esa idea determinadas élites de políticos o de ideólogos a su servicio. Pero la idea de una identidad cultural, en cuanto equivalente a la unidad de aquellas culturas objetivas que pueden ser consideradas como «unidades morfodinámicas», tiene plena significación ontològica, al menos desde las coordenadas del materialismo filosófico. Habría que añadir, además, que esta determinación de la cultura objetiva, a saber, la cultura como unidad morfodinámica, puede reclamar el titulo de «heredera racional» de la misma idea metafísica (o mística) de cultura tal como fue desenvuelta a partir, sobre todo, de la filosofía clásica alemana, según hemos expuesto en el capítulo II.
En efecto: la idea de cultura objetiva alcanza su sentido más positivo (como instrumento de análisis de la realidad antropológica e histórica) cuando se subrayan las funciones causales (internas, no meramente ocasionales) canalizadoras y moldeadoras de las corrientes humanas individuales y sociales que corresponden a la cultura objetiva intersomática y a la cultura extrasomática. Nos encontramos ante sistemas de causalidad interna, es decir, ante concatenaciones causales circulares o realimentadas (que en modo alguno pueden confundirse con una causa sui). También es cierto que sólo es posible reconocer la causalidad interna de esas capas de la cultura cuando mantenemos unas coordenadas materialistas, en particular, cuando dejamos de tratar al sujeto -tanto si se le define como un espíritu poblado de pensamientos, como si se le define como un cerebro, poblado de culturgenes- como si fuera una sustancia enteramente heterogénea respecto de su medio (cuya necesidad, sin embargo, no se discute). En cierto modo, la concepción subjetualista de la cultura podría verse como una suerte de reedición de las posiciones que, en el terreno de la filosofía biológica, mantuvo el vitalismo (que tampoco olvidaba la necesidad que los organismos tienen de ser alimentados por el medio). El subjetualismo de la cultura es una especie de «vitalismo», porque identifica la cultura con la vida de un sujeto dotado de memoria, de capacidad de aprender, en comunidad con otros sujetos, aunque sin embargo se reconozca la necesidad que ellos tienen de instrumentos extrasomáticos. Pero así como el oxígeno de la atmósfera es el mismo oxígeno que se incorpora al organismo en la respiración, o el C02 disuelto en el océano es el mismo compuesto que constituye la base de los esqueletos calcificados de los corales; y así como la gacela percibida por el leopardo no se reduce a las oscilaciones nerviosas del cerebro de la fiera, sino que es la gacela misma, así también la «cultura extrasomática», en cuanto tal, no es algo que pueda disociarse de la cultura subjetiva. Y no porque se reduzca a ella (a su inmanencia), ni tampoco porque permanezca fuera de ella como instrumento o efecto suyo, sino porque está intrincada causalmente con ella, como el oxígeno del aire con los pulmones, el C02 con el esqueleto de los corales o la gacela con las percepciones de su depredador. Las conductas automatizadas de cada sujeto (sin duda controladas por mecanismos nerviosos subjetuales) son contenidos objetivos (no subjetivos) para los otros sujetos de su grupo y desempeñan el papel de «registros» de las pautas de conducta ceremoniales que forman parte de la cultura morfodinámica de ese grupo; las máquinas, los libros, los caminos con sus hitos y señales, tienen «grabada» la mayor parte de los programas de conducta de los sujetos y son, por tanto, componentes internos (causales) de la misma memoria de los pueblos. Podríamos representar la energía de estos pueblos (y, por tanto, la de los individuos que los componen) como una corriente tumultuosa que viene lanzada desde muy atrás; pero esta corriente carecería de toda forma y orientación si se mantuviese en su pura turbulencia. En realidad, lo que ocurre es que tal corriente tiene ya una afinidad profunda con las corrientes que circulan en el medio y, de algún modo, el medio ha de entenderse incorporado ya al propio organismo. En el caso de la cultura: podríamos comparar el significado de la cultura objetiva para la «poderosa corriente subjetiva» no tanto con lo que significan las piedras que constituyen el lecho del río para el agua que las sortea, conformando así sus ondulaciones, sino más bien con los cristales que en las propias corrientes saturadas de sustancias disueltas fueran formándose, o bien, con los huesos que van consolidándose en el embrión del vertebrado. Queremos neutralizar, mediante estas metáforas, la devastadora metáfora de la base o el cauce externo que sostiene o «canaliza» desde fuera la corriente de la vida (de la cultura). La cultura extrasomática -y, desde luego, la intersomática- es parte interna de la cultura global, lo que no significa que no puedan desempeñar, una y otra vez, el papel de bloques o placas surgidas de la propia corriente, pero tales que puedan ser capaces de orientarla en un sentido más que en otro, incluso de represarla o de hacer que se desborde (como los huesos, o los demás tejidos orgánicos, también esas placas de la cultura pueden esclerosarse o fosilizarse). La cultura objetiva, según esto, constituye una unidad o identidad morfodinámica y se nos muestra por tanto como un rótulo capaz de designar no ya una entidad global unitaria, suprasubjetiva (un Paideuma), constitutiva de una esfera, de un pueblo dado, sino más bien como un conjunto de «placas» de tamaños diversos que están implicados en la corriente subjetiva social de la que llegan a ser pautas impersonales o suprapersonales, canalizaciones o también filtros que nos vienen dados, a la manera como le son dados a los hombres las montañas o los bosques. Esta idea de cultura objetiva, la cultura morfodinámica en cuanto unidad, en la medida en que se mantenga, sí que es una idea efectiva capaz de determinar lo que tienen de común formaciones tan heterogéneas como puedan serlo partituras musicales, ideologías vinculadas a instituciones artísticas o tecnológicas (por ejemplo, las armas), formas de vivienda o de transporte (automóviles, aviones), sistemas de registro (libros, cintas magnetoscópicas), lenguas gramaticalizadas, instituciones sociales, etc La idea de cultura formula entonces la función que todas estas «placas» desempeñan en cuanto canalizadoras, filtradoras o pautadoras de los flujos incesantes de la corriente social. Es obvio que la significación de la cultura objetiva para los primates humanos equivale a lo que el entorno natural significa para un póngido o para cualquier otro vertebrado; pero es justamente el cambio del peso relativo que corresponde a la cultura extrasomática o intersomática (al entorno artificial, operatorio) en el proceso causal lo que diferencia a las culturas animales de las culturas humanas, sin perjuicio de que sus «factores» sean, en abstracto, los mismos. Con tres segmentos dados puedo construir figuras abiertas y sólo un triángulo con propiedades especificas. Y lo específico de la cultura humana, frente a las culturas animales, no hay que ponerlo en sus factores o capas (intrasomáticas, intersomáticas, extrasomáticas) sino en las proporciones, en los ángulos entre ellos y en la figura resultante según sus relaciones características. Y acaso lo más característico y nuevo de las culturas objetivas humanas son dos cosas vinculadas por lo demás entre sí: su dimensión normativay su dimensión histórica. Ambas dimensiones de la cultura y su influencia acumulativa y selectiva a lo largo de las generaciones son las que constituyen lo específico de la cultura humana; pues mientras que el entorno natural de los animales, aunque sea cambiante en cada generación, no «transporta» las acciones morfológicas de las generaciones precedentes, el entorno cultural extrasomático o intersomático sí que transforma, y de un modo determinista, la acción de unas generaciones sobre las que le siguen. Esta idea de cultura tiene entre otros efectos una función eficaz: sirve para subrayar el carácter impersonal de los determinantes ideológicos e históricos de la «corriente de la vida». Por ejemplo, decir que la interpretación del descubrimiento de América «está en función de la cultura del intérprete» más que «en función de los pueblos» será tanto como subrayar que las ideologías actuantes como filtros de los pensamientos de los hombres ni siquiera tienen un carácter social, sino que su impersonalidad es objetiva.