Cuatro frentes de la reivindicación: el frente humanista, el frente étnico, el frente clasista y el frente académico

Tenemos así un criterio útil para distinguir los principales «frentes» en los cuales puede ejercer su función la idea práctica de cultura.

1) Ante todo, la idea de cultura, en el sentido generalísimo de «cultura humana». La cultura será tratada ahora como atributo del hombre en general, como el atributo del género humano. ¿Contra quién se dirige esta idea de cultura universal? Sería ridículo (pura metafísica) suponer que esta idea va dirigida contra «la Naturaleza». Más bien irá dirigida contra las pretensiones de alguna «cultura étnica», contra la cultura de algún pueblo o nación en especial. Es oposición que habrá que entenderla como oposición «de principio», pues, lo que se entiende por «cultura humana» suele ser una cultura étnica que se autoproclama como expresión de la cultura universal.

La idea de cultura, en este frente, desempeña, en primer lugar, el papel de ideal reivindicativo de la «dignidad del hombre» (que habrá que considerar como contenido de alguna cultura históricamente dada) en tanto que este ideal y, con él, esta dignidad, están amenazados, incluso perdidos, por ejemplo, al haber sido destronado el hombre (en la «cultura moderna», en la «segunda cultura» de Snow), primero del sitio que le correspondía en el centro del mundo antes de la «revolución copernicana» y, sobre todo, del lugar que le correspondía, como culmen de la Naturaleza, antes de la «revolución darwiniana» .

Se dirá, en efecto, que la revolución copernicana, al reducir al hombre a la condición de habitante de un «minúsculo planeta perdido en el polvo estelar» ha puesto en peligro una dignidad que la «cultura antigua» y, sobre todo, la cultura cristiana, le confirió como habitante del centro del universo, que gira todo él en torno a la Tierra; una dignidad que el cristianismo había reforzado al poner en la Tierra el «lugar metafísico» en el que tuvo lugar la «Unión hipostática» en la Persona de Cristo de la naturaleza divina y la naturaleza humana. La primera reacción a este destronamiento apeló a la «razón»: el hombre es el único ser finito dotado de razón; en el cartesianismo, el único ser dotado de conciencia, la res cogitans rodeada, por todos los lados, de la res extensa (Pascal: «La dignidad del hombre, frente a la Naturaleza, estriba en que ésta no sabe que me mata, pero yo sé que muero»). Ahora bien, la «razón» es un atributo excesivamente restrictivo, «intelectualista»; y aunque todavía Linneo defina al hombre como homo sapiens, lo cierto es que este atributo servía sobre todo para «justificar» o para «ensalzar» a los matemáticos o a los filósofos. Pero, ¿y los artistas, y los poetas, y los místicos?, ¿y los políticos y los trabajadores manuales, el homofabeñ A veces resultaba muy rebuscado interpretar a la música, a la poesía o a la «espiritualidad mística» como manifestaciones de «la razón»; tan sólo la tecnología se prestaba a ser vista como el ejercicio de una racionalidad estricta y aun como el origen de ella. La «reivindicación» de la dignidad humana, comprometida por la revolución copernicana, se veía inclinada a apelar a la intuición, a la inspiración, al sentimiento (como hizo Rousseau y después los románticos, Novalis o Jacobi).

En todo caso, la revolución darwiniana, al reducir al hombre desde la condición de sapiens que Linneo le había atribuido en exclusiva hasta la condición de un eslabón más en la cadena de la transformación de los primates (a quienes también se les concedía, poco a poco, inteligencia y aun razón -y, desde luego, sentimientos e intuición-), lo derribaba definitivamente del trono que había conservado en la escala zoológica, una vez perdido el trono que le correspondió a escala cósmica. Desde este punto de vista cabría afirmar, nos parece, que la Idea de Cultura pudo desempeñar en la época moderna las funciones «dignificadoras» que en el neoclasicismo se atribuyeron a la razón, o en el romanticismo al sentimiento, o a las que seguían atribuyéndose a su condición de «hijo de Dios» o de cristiano. De hecho, y recíprocamente, las funciones «dignificadoras» de la Idea de Cultura, como característica definidora del hombre, establecían una sorda o abierta reivindicación polémica contra quienes mantenían la dignidad humana sobre fundamentos tradicionales, y muy principalmente, contra la Iglesia. Conviene recordar que Bisrnarck lanzó su batalla en pro de la cultura contra la Iglesia romana, pero también contra la filosofía de la ilustración heredera del cartesianismo. El ideal de cultura significaba ahora el ideal de una «cultura laica» frente al «saber de la Iglesia»; también significaría el ideal de una «cultura artística o literaria» -llamada precisamente «humanística»- frente al ideal de la cultura racionalista, de la «segunda cultura», en el sentido de Snow.

Por otro lado, la idea de una «cultura humanística», en su sentido universal, podría desempeñar funciones prácticas reivindicativas frente a las arriesgadas tendencias, tenidas por excesivamente estrechas, a fundar la propia dignidad humana en la condición de romano, de griego o de judío. En realidad, la «dignidad del hombre» -era la tradición estoica- derivaba no tanto de su condición de hombre, sino de su condición de ciudadano, aunque fuera de «ciudadano del mundo», de cosmopolita. Merece la pena subrayar, en efecto, cómo una de las funciones prácticas más positivas que ha podido desempeñar el mito de la cultura es su función reivindicatoría contra las concepciones racistas de la humanidad. En este orden, la idea de cultura ha podido sustituir a veces las funciones promovidas por las religiones universales. «Ya no hay judíos ni gentiles, ni griegos ni bárbaros», había dicho san Pablo, en nombre de Cristo. Frobenius nos ofrece una muestra muy expresiva de esta función reivindicativa del hombre, frente al racismo, y al margen del cristianismo romano, que cabría asociar a la cultura: «Existen razas negras aparentemente mezquinas que han creado culturas asombrosas y razas blancas, de fortaleza admirable, cuyas culturas son muy pobres y ruines». En este contexto, se comprende hasta qué punto el «mito de la cultura» puede haber formado legítimamente parte del «pensamiento de la izquierda». Esas virtualidades antirracistas del «mito de la cultura» (virtualidades que, desde luego, son compatibles con virtualidades opuestas) estaban presentes, seguramente, en la conocida expresión atribuida a un dirigente nazi, probablemente Goebbels, en una reunión de su partido: «Cuando oigo pronunciar la palabra cultura echo mano a la pistola». Sería erróneo, sin embargo, reclamar para «la izquierda» el monopolio del «ideal de cultura». La frase de Goebbels no debe hacemos olvidar que los nazis también enarbolaron como bandera de su partido el mito de la cultura, y de la cultura occidental, en cuanto expresión de la raza aria, a través de la cual la naturaleza humana quedaba reivindicada y dignificada. (Lo que, según esto, la frase del dirigente nazi quiso significar pudo ser algo así como lo siguiente: «Cuando oigo hablar de la palabra cultura en un sentido universal -en tanto incluye la cultura judía y neutraliza el privilegio de la cultura aria- echo mano a la pistola».) La idea de la cultura humana, como cultura universal, puede haber asumido ampliamente esta función reivindicadora de la dignidad del hombre por encima de su adscripción a cualquier cultura o raza específica.

La dificultad estribará en la determinación de los contenidos de esta «cultura universal», según criterios positivos y no meramente retóricos. Precisamente en el momento en que se define al hombre como «animal cultural» es cuando cobra inmediato interés la observación de De Maistre: «Conozco franceses, ingleses o alemanes, pero no conozco hombres». Por otro lado, se sobreentiende, con frecuencia, que la propia cultura en expansión debe ser tomada como expresión de la cultura universal. ¿No había el propio Saint-Simon proclamado la conveniencia de que los diversos continentes de la tierra fueran paulatinamente repoblados con europeos «por ser la raza europea superior a todas las demás»? Sin embargo, hay que tener en cuenta también que muchas veces quienes han usado el término raza lo han entendido no tanto en su sentido meramente zoológico cuanto en un sentido que incluye los contenidos culturales que constituyen lo que hoy llamamos «etnias». Esto ocurre en la misma desafortunada expresión que, durante muchos años, servía de título en España y América hispana al día 12 de Octubre, como «Día de la raza»; pues «raza» precisamente aquí aludía, y muy especialmente, al mestizaje que había resultado de la confluencia de los pueblos hispanos y americanos (los «cachorros de león español» de Rubén Darío). Se trataba de una raza que, en cierto modo, aparecía como resultado de una cultura muy distinta de la cultura anglosajona, que había permanecido sin mezclarse con los pueblos coloniales. Este «secreto a voces» -que las razas históricas no son independientes de las culturas en las que se han moldeado, sino que más bien son resultado de ellas que causa suya- es el

que habría de ser «revelado» por Lévi-Strauss en su ensayo sobre La raza y la historia: ………….

2) Sobre todo, en el sentido especificativo de «cultura étnica» (cultura maya, cultura alemana, cultura catalana). Ahora las funciones reivindicativas de la idea de cultura como idea práctica se orientan a la defensa y exaltación del pueblo que se ha identificado con esa cultura frente a quienes ponen en peligro su pureza o incluso su misma supervivencia. La idea de «identidad cultural» encuentra en este contexto su quicio propio: preservar y exaltar la identidad cultural es una norma cuyo sentido es predominantemente reivindicativo y se orientará preferentemente, en el plano político, a través de la lucha por la consecución de un Estado nacional-cultural o por la preservación del Estado nacionalcultural ya establecido. Karl Renner formuló estas ecuaciones con toda precisión (dentro de las coordenadas del llamado austro marxismo): «La nación es la comunidad de cultura (Kulturgemeinschafi) propia de un pueblo que está jurídicamente unido en virtud de un poder público que se ejerce en un determinado territorio y que está delimitado precisamente por un "lazo cultural"». 41 Se supondrá que una cultura auténtica tiene asegurada, por su propia virtualidad, la «reproducción de su identidad»; más adelante (cap.VII) analizaremos el mito de la identidad cultural en cuanto referido a una estructura supuestamente destinada a reproducirse de modo indefinido.

La intensa reavivación de los nacionalismos a escala subestatal que se observa en el mundo entero en nuestros días suele ir asociada a la reivindicación de la cultura propia, frente al «Estado opresor» (en Europa, frente a las «nacionalidades canónicas» que se establecen a escala estatal -España, Francia, Italia, etc- y en América o África frente a los Estados correspondientes o frente a otros círculos de cultura). En otras ocasiones, la reivindicación de las identidades culturales no está impulsada únicamente tanto por el pueblo afectado (o por sus «clases políticas») cuanto por Estados, instituciones o personas ajenas que encuentran ventajas estratégicas en la defensa de la preservación de determinadas etnias existentes, o en todas. A veces, ateniéndose a motivaciones que no tienen ni siquiera, al menos en la superficie, aspecto político sino «cósmico», estético o ecológico. Con motivo de la gira que el cantante Sting (presidente de la «Fundación de la Selva Virgen»), acompañado del jefe indio de los kayap, un tal Raoni (que se presentaba «identificado» con su enorme disco labial), hizo a España en 1989, invitado por la Sociedad Estatal del Quinto Centenario (Sting y Raoni fueron recibidos, con todos los honores debidos, por los reyes), un medio nacional decía: «De continuar el ritmo actual de expansión ecocida y genocida, propio de la sociedad industrial, a finales de siglo desaparecerán más de doscientas culturas y no menos de dos millones de especies de plantas y animales». Según esto, el disco labial de Raoni -el «disco botocudo»- debe ser conservado, al parecer, por la misma razón por la que deben conservarse las plumas del guacamayo o las del quetzal. No muy lejos de esta perspectiva nos suenan muchas fórmulas emanadas de lo que podríamos denominar «espíritu UNESCO». Dice el artículo primero de la Declaración de principios de cooperación cultural internacional. «1. Toda cultura tiene una dignidad y un valor que deben ser respetados y protegidos. 2. Todo pueblo tiene el derecho y el deber de desarrollar su cultura. 3. En su fecunda variedad, en su diversidad y por la influencia recíproca que ejercen unas sobre otras, todas las culturas forman parte del patrimonio común de la Humanidad». El «mito de la cultura universal» se nos manifiesta en esta Declaración funcionando a toda máquina. Dejemos aparte ese «deber de los pueblos» en orden al desarrollo de sus culturas (un deber que resulta estar impuesto por los demás pueblos que consideran esa cultura como patrimonio común); pues lo principal es ese punto 1 que comienza postulando la identidad entre una cultura étnica y su dignidad axiológica (no ya gnoseológica), es decir, que no reconoce la posibilidad de culturas salvajes o perversas. Y no carece de importancia ese punto 3, que nos manifiesta un armonismo gratuito, que da por supuesto, además, que las «influencias recíprocas» no conducen precisamente a la dilución de algunas culturas en otras más potentes o en su reducción al «estado folclórico» de reserva. ¿Cómo fingir no darse cuenta de que la Declaración de principios emana de una sede «colonialista» y utiliza los medios y las ideas de las «culturas colonialistas»?

3) La idea de cultura, como ideal práctico reivindicativo, alentó también, y sigue alentando, en el contexto de la «cultura de clase», concepto que algunos teóricos consideran una modalidad de «cultura étnica» y otros una modalidad de la «cultura universal». La cultura aparecerá ahora como un objetivo de las clases trabajadoras o proletarias, en principio como una reclamación del derecho al reparto (sobre todo para los hijos) de la cultura de las clases dominantes. De esta suerte la «voluntad de cultura» de los trabajadores resulta no ser otra cosa sino una voluntad de ascenso social, el mismo proceso por el cual el «amor a la cultura» de la burguesía se reducía, generalmente, a la voluntad de ascenso hacia formas y relaciones, sobre todo, aristocráticas. Es aquí, y no en el terreno metafíisico del «Espíritu», donde encuentra su significado principal el lema «La cultura, más que el dinero, da la libertad». 42

4) También podríamos aplicar el criterio general al caso particular y límite constituido por la idea gnoseológica de cultura. Pues ahora se reivindicará la idea de cultura universal (no necesariamente en sentido atributivo, de «cultura común», sino en el distributivo de «totalidad de las diversas culturas»), frente a la Sociología y frente a la Psicología. De esta manera la reivindicación de la idea de cultura en el terreno de la teoría de la ciencia podría ser vista como la reivindicación que una «comunidad científica» (el gremio o corporación de los antropólogos culturales) hace de un campo amenazado por las pretensiones «depredadoras» de otras comunidades o gremios científicos y muy especialmente del gremio de los sociólogos o del gremio de los psicólogos.

El mito de la cultura
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