La Idea moderna de Cultura no es una creación ex nihilo, pero tampoco procede de la mera evolución de la ¡dea subjetiva tradicional: sus precedentes se encuentran en la Edad Media cristiana

¿Hay alguna razón que explique por qué ni en la Antigüedad, ni en la Edad Media, se conformó la idea de cultura objetiva o, dicho de otro modo, por qué los contenidos denotativos cubiertos por esa idea -herramientas, edificios, esculturas, obras literarias- permanecieron disociados, como disjecta membrál Para quienes consideran la idea de cultura como una idea efectiva, consistente, la pregunta tiene un sentido similar a esta otra: ¿por qué los matemáticos griegos clásicos no alcanzaron el concepto de «curvas cónicas»? Esta pregunta supone que el desarrollo de las necesidades de la sociedad antigua tenía suficiente con el manejo de los conceptos de elipse o de circunferencia. Sin embargo, para quienes consideren que la idea de cultura objetiva no es tan consistente como pueda serlo el concepto de curva cónica, la pregunta tiene que tomar otro sesgo, o incluso debe ser reformulada.

No procede iniciar aquí un análisis de este tipo de preguntas. Me limitaré en consecuencia a interpretar la pregunta propuesta como un modo indirecto de plantear la cuestión de hecho que comenzaremos refiriendo a la Antigüedad: «¿Hubo en la Antigüedad una idea de cultura objetiva?». Desde este punto de vista la pregunta indirecta puede responderse de este modo: en la Antigüedad no hubo idea de cultura objetiva porque las ideas que pudieran considerarse afines -no ya las que tienen que ver con la cultura subjetiva, de las que ya hemos hablado- no pueden ser confundidas con la idea de cultura objetiva; y aun cuando aquéllas puedan ser reinterpretadas desde ésta, el camino inverso está cerrado. Hasta un punto tal que podría afirmarse que las ideas antiguas de «técnica», «poesía», «pintura» o «arte», por ejemplo, o bien ideas tales como latinitas o urbanitas, bloqueaban la constitución de una idea de cultura en sentido objetivo.

En efecto, la técnica, las artes, la poesía, etc, habrían sido pensadas, en general, por los filósofos griegos (si dejamos de lado el angelismo que tampoco favorece la conformación de una idea de cultura) desde una perspectiva naturalista, y ello en dos sentidos: el que se concreta en la idea de instrumento (organon) y el que se concreta en la idea de imitación (mimesis).

Los útiles (herramientas, indumentos, casas) serán conceptuados como «instrumentos» de una naturaleza humana prefigurada, dentro de un orden viviente; por consiguiente, o bien los útiles humanos derivarán de un desarrollo tan natural como puedan serlo las telas de araña para las arañas o los nidos para las aves (y en algunas ocasiones -Demócrito, etc- se atribuirá el origen de estos artificios humanos a la imitación de los animales) o bien, cuando vienen de arriba, lo harán para restaurar unas dotes naturales de las que los hombres habrían sido privados (citemos, otra vez, el mito de Prometeo). La visión instrumentalista de la tecnología, del arte, etc, presupone, en efecto, ya constituida una naturaleza humana y además a escala individual. Una naturaleza, por tanto, que lejos de constituirse o moldearse a través de las formas objetivas de la cultura resulta ser previa y anterior a ellas.

En cuanto a las artes no meramente «instrumentales», es decir, a las artes «liberales», o poéticas (aun cuando la poiesisse adscribía también a la creación de instrumentos: la téchne se define por Aristóteles precisamente en función de la poiesis) habrá que advertir también que su objetivo se ponía precisamente en la mimesis de paradigmas naturales (el arte, como imitación de la Naturaleza). Se ha dicho algunas veces que el término mimesis puede interpretarse como «imitación de la propia fuerza creadora de la Naturaleza»; si se aceptase tal interpretación, habría que concluir que esa fuerza creadora del hombre debiera figurar al lado de las fuerzas creadoras de otros animales (con lo que la «imitación» de esa fuerza, que se supone ya dada, estaría de más).

No pretendemos, con todo, insinuar que la extensión de la concepción instrumentalista fuese tan amplia que no dejara abierta ninguna posibilidad para reconocer la realidad de «estructuras objetivas envolventes» (de los individuos humanos que cooperan a su constitución). Estructuras objetivas de este orden -de cuya conceptuación podríamos esperar una mayor aproximación a la idea de cultura objetiva- fueron percibidas, particularmente, en el terreno político. «El todo (el Estado) es anterior a las partes (a los individuos)», dice Aristóteles (Política, 1253a); y en la Prosopopeya de las Leyes del Critón platónico, Sócrates nos presenta a las Leyes como entidades objetivas anteriores a los individuos, puesto que sólo por ellas sus padres se casaron, le engendraron y le educaron. Ahora bien, estas «estructuras envolventes» no fueron conceptuadas por Platón o por Aristóteles como contenidos de un «Espíritu objetivo», o de una «Cultura objetiva», sino como estructuras analógicas a las que constituyen los enjambres de insectos o los rebaños de herbívoros. En todo caso, estaban pensadas al margen del arte o de la técnica. En realidad, la contraposición antigua entre griegos y bárbaros obligaba, de un modo u otro, a circunscribir los homólogos posibles de la idea de cultura objetiva, en su función de cultura humanizadora, a la esfera de la cultura griega. Los bárbaros carecían de cultura o, lo que es lo mismo, la idea de cultura, en el sentido del «todo complejo», en su dimensión distributiva, no estaba aún constituida. Por ello los conceptos objetivos que en la Antigüedad podemos reconocer como más próximos al concepto moderno de cultura (al menos en el sentido «circunscrito» que esta idea hereda del humanismo renacentista) son conceptos particulares de su civilización. Conceptos que, coincidiendo con el comienzo de la hegemonía efectiva de Roma sobre los pueblos de su entorno, pudieron autopresentarse como los paradigmas de la cultura universal. Dos son los principales conceptos objetivos que «circunscriben» materiales sin duda objetivos, aunque particulares, y que sin perjuicio de su significación para una cultura animi, pueden ser citados al respecto: el concepto de aticismo (o el concepto de latinitas, que Cicerón presentaba como traducción, en realidad «calco», del primero) y el concepto de urbanitas. Aticismo (attikismos) -y acaso también helenimo (helenismos)- es el modelo [circunscrito] a un estilo de hablar, al que se atribuye una validez universal; lo importante es subrayar que si latinitas se ofrecía como paradigma universal era por no contener elementos extranjeros, es decir, precisamente por su pureza: «Latinitas est quae sermonem purum conservat ab omni vitium remoturm, dice un texto procedente del círculo de Escipión, inspirado en teorías estoicas al estilo de Diógenes de Babilonia. 44 En cuanto al concepto de urbanitas sólo subrayaremos que su «radio de circunscripción» es más amplio que el de latinitas, pues, según el «canon de Quintiliano» incluye también otras virtudes y, en todo caso, urbanidad se opone al rusticismo o paganismo (de pagus = villa rural).

Tampoco es suficiente suponer la modernidad de una idea, como la idea de cultura objetiva (o, también por ejemplo, la idea de progreso), para vernos obligados a plantearnos la cuestión de su origen histórico en sentido estricto, siempre que nos consideremos en condiciones de dar cuenta de la génesis de la idea a partir de circunstancias sociales más que históricas, en el sentido estricto (porque, en sentido amplio, también las circunstancias sociales son históricas). Lewis Mumford, John Bury, o después Gunther S. Stent, suponen que la idea de progreso se organizó en la época de la revolución industrial, como ideología característica de la burguesía, considerada como nueva «clase ascendente»: podría decirse, por tanto, que la génesis de la idea de progreso es tratada por estos autores, que se apoyaban en el «hecho» efectivo del progreso industrial, desde una perspectiva sociológica; porque lo que se proponían era presentar una derivación de la idea de progreso a partir del «ser social» de los hombres de la época moderna (nos acordaríamos aquí de la tesis de Marx: «Es el ser social del hombre el que determina la conciencia, y no la conciencia el ser social»). De otro modo, se procede aquí como si aceptásemos la tesis según la cual «las ideas brotan de los hechos». Obviamente estos puntos de vista serán adecuados cuando efectivamente los cambios sociales hayan sido de tal índole que hayan dado lugar a situaciones nuevas. Llevando al límite el punto de vista de Mumford, Bury o Stent: la idea de progreso apareció en el siglo XVIII porque, salva vertíate, fue entonces cuando efectivamente apareció en la Humanidad el verdadero progreso, industrial y social.

Pero, ¿puede decirse que sea éste el caso de la Idea de Cultura? ¿Podría decirse que éste sea también el caso de la idea de «gravitación» o de la idea de «evolución» en los siglos XVII y XIX respectivamente? ¿Acaso no existía la gravitación antes de Newton o la evolución antes de Darwin? Podrá no haber existido progreso industrial o tecnológico en la Edad Media, pero, ¿acaso no existía la cultura objetiva (más exactamente: aquello que pretende ser denotado por la idea de cultura objetiva) antes de Herder o de Fichte, del mismo modo que existía la gravitación antes de Newton o la evolución antes de Darwin? Es desde la propia idea de «cultura objetiva» desde donde tenemos que responder; dudar de esa existencia previa es dudar también de la idea de cultura objetiva.

En estos casos, tendremos que buscar, no sólo los precedentes sino más bien las ideas homologas (no ya meramente análogas) a partir de las cuales poder entender la génesis de la idea nueva. Pues ahora, de lo que tratamos es de dar cuenta de la manera según la cual «se hacen presentes», o se «representan», en el sistema ideológico, las realidades actuantes (o tenidas por tales) que habrán encontrado su formulación precisa en épocas posteriores. En el caso límite, esta presencia podrá tener un grado nulo. Por ejemplo, la evolución de las especies no sería «visible» a escala de la observación ordinaria accesible a una sociedad campesina inmersa en los procesos de reproducción uniforme de la vida dados en un intervalo amplio de tiempo, dado el número limitado de las especies vegetales y animales de su entorno. Otras veces, el grado de presencia habrá de ser mucho más alto: es la situación de la gravitación, y en estos casos es en donde la investigación de las ideas homologas previas se hace más perentoria. De todos modos, es evidente que la idea de cultura objetiva no ha podido formarse ex nihilo, sino a partir de ideas precursoras. Precursoras no tanto en el sentido de «precedentes» (anticipaciones, etc) cuanto en el sentido de lo que en Zoología son los órganos análogos de una especie respecto de los de otra posterior, es decir, órganos que, precisamente por su morfología característica, desempeñan una función similar en un organismo determinado no precisamente a título de «anticipación» de organismos ulteriores. En cualquier caso subrayaremos la circunstancia de que la morfología de tales órganos se transforma muchas veces en otra distinta (a veces, incluso asume funciones nuevas si ha tenido lugar una evolución morfológica profunda del organismo hacia formas sucesoras, a la manera como las extremidades anteriores de los reptiles se transforman en las alas de las aves). En nuestro caso, «organismo» (de especie determinada) equivaldrá a «sociedad» (de una época determinada).

Nos situaremos, en resumen, en la perspectiva de aquellas Ideas en cuya génesis no haya que poner únicamente al «ser social», sino precisamente también a otras ideas («órganos») características del «ser social» de las épocas precedentes. De este modo, la constitución histórica de la idea moderna de cultura tendría que ser explicada no ya tanto a partir únicamente del proceso de constitución de una nueva sociedad (la sociedad «moderna», la «burguesía industrial», etc) cuanto a partir de la transformación de alguna idea que en la sociedad precursora de esta sociedad moderna pudiera considerarse como homologa y análoga a la vez de la idea de cultura objetiva. La idea de cultura podrá ser presentada, entonces, como una idea que procede de la transformación (que comporta su desvanecimiento) de alguna idea anterior, sin por ello subestimar el papel que en la transformación misma pueda corresponder a los cambios sociales, económicos y políticos. A fin de cuentas, la transformación histórica de la idea precursora no podría ser explicada por sí misma sino en el contexto de las transformaciones de la sociedad en función de la cual la idea homóloga-análoga precursora alcanzó su vida propia como Idea-fuerza. Será necesario, en cualquier caso, determinar cuál haya podido ser la «Idea homóloga-análoga» precursora y qué aspecto de la sociedad moderna (en tanto que evolución de la sociedad medieval o del «antiguo régimen») ha podido ser el impulso formal de la transformación de tal idea. Sintetizamos al máximo nuestros resultados en estas dos proposiciones:

1) La idea homologa (y análoga) precursora (en la sociedad medieval y en el «Antiguo régimen») de la idea «moderna» de «Cultura» es la idea de la «Gracia». Dicho de otro modo: la idea moderna de un «Reino de la Cultura» es una transformación secularizada de la idea medieval del «Reino de la Gracia», una secularización que envuelve, desde luego, la «disolución» de la idea teológica.

2) Como motor principal de la transformación del «Reino de la Gracia» en el «Reino de la Cultura» habría que considerar el proceso de constitución de la «sociedad moderna» en la medida en que precisamente esa constitución comporta la cristalización de la idea de Nación, en su sentido político, como núcleo ideológico característico de la consolidación de los Estados modernos. De otro modo: la transformación de los reinos medievales, como Estados sucesores del Imperio romano (pero coordinados mediante un «poder espiritual» internacional, representado por la Iglesia romana, bajo la cúpula del «Reino de la Gracia»), en Estados nacionales modernos, habría determinado la transformación de la idea del «Reino de la Gracia» (a través de la fragmentación de ese «Reino» consecutiva a la reforma protestante, en las Iglesias nacionales) en la idea de un «Reino de la Cultura».

El mito de la cultura
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