vinculadas a la Idea práctica de Cultura
En cualquier caso, el cauce a través del cual la idea práctica de cultura alcanza su expresión más rotunda es el cauce de las instituciones políticas y, dentro de estas instituciones, las que tienen que ver con la constitución misma del Estado.
La incorporación de la idea de cultura, como idea práctica, a la «sustancia» misma de las constituciones políticas es un hecho relativamente reciente pero no por ello menos significativo. Es un hecho que prueba, por sí mismo, no sólo la «novedad» (en unidades de siglo) de la idea de cultura, sino también su rápido ascenso como ideal o mito práctico y, por tanto, su importanda. Porque a partir del reconocimiento del ideal de cultura por las constituciones de diversos Estados puede decirse que la cultura comienza a presentarse como un derecho y como un deber en sentido político. Y nos referimos no ya al derecho o al deber políticos tal como se nos dan en el plano de la teoría política. En un capítulo anterior (II), al hablar del nacimiento y maduración de la idea de cultura en la filosofía alemana, hemos citado textos de Fichte o de Bluntschli; habría que agregar más eslabones a esta tradición del derecho constitucional, sobre todo alemán (por ejemplo HoltzendorfF, Jellinek, etc); una tradición que considera la cultura como uno de los tres o cuatro fines fundamentales del Estado, junto al derecho y al poder, por ejemplo. Holtzendorff, pongamos por caso, asignaba al Estado nacional estos tres objetivos reales: el objetivo de la potencia nacional (.Machtziveck) mediante la organización del poder; el objetivo de la libertad, mediante la organización del derecho (Rechtzweck) y el objetivo de la cultura social (KulturzwecU). En España no faltó del todo la representación, entre los tratadistas de derecho político o administrativo, de esta tradición: así Cuesta Marín dedica el tomo II de sus Principios de derecho administrativo (Salamanca, 1894) a «los fines de cultura de la administración pública»; las referencias a la cultura se hacen más frecuentes unos años después, por ejemplo, en el Curso de Derecho Político de Santamaría de Paredes, de 1913. 43
Pero queremos referirnos, sobre todo, al reconocimiento del ideal de cultura como norma de rango constitucional, no ya por parte de los tratadistas de derecho político, o de los filósofos de la cultura o del Estado, sino por parte de las mismas constituciones políticas de los Estados. No nos parece del todo gratuito tomar como fecha simbólica de la «mayoría de edad» de la idea de cultura (o del mito de la cultura) en cuanto mito político la de 1871, es decir, la fecha en la que comenzó el Kulturkampfáe, Bismarck (el término fue acuñado por Virchow, el «fisiólogo ateo»). En cualquier caso, lo cierto es que diversos Estados, en nuestro siglo, han ido incorporando a sus constituciones el ideal de la cultura como norma constitucional; incluso se ha acuñado entre los juristas italianos el concepto de «constitución cultural» (por analogía con el concepto de «constitución económica» o «constitución social») para referirse a los principios que una constitución dada tiene relativos a la cultura. 52 La Constitución mejicana de 1917 podría considerarse como el primer texto superior relevante que registra la presencia de la voz cultura, como dice Prieto en la obra citada. También en la llamada «Constitución de Wcimar» de 1919, artículo 18, aparece el adjetivo «cultural», o en la Constitución del Perú de 1920, en el contexto explícito de las «culturas étnicas» (Artículo 58: «El Estado protegerá a la raza indígena y dictará leyes para su desarrollo y cultura en armonía con sus necesidades»). En el Preludio de este Ensayo citamos el artículo 44.1 de la Constitución española de 1978: «Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho». Pero en la tradición constitucional española los antecedentes son numerosos (dentro, por supuesto, de la época moderna). Así, en el Discurso preliminar, leído en las Cortes de 24 de diciembre de 1811, como presentación del proyecto de la que sería la Constitución Política de la Monarquía Española, de 1812, se habla «del inmenso número de originarios de África establecidos en los países de Ultramar, su diferente condición, el estado de civilización y cultura en que la mayor parte de ellos se halla en el día…». Y, sobre todo, en la Constitución de la República Española de 1931, en la que la idea de cultura llega a figurar en el rótulo del Capítulo 2 del Título 3 («Familia, economía y cultura»). Tiene el mayor interés constatar que España es la nación en donde más tempranamente aparecen, en contextos políticos, las ideas de cultura y de nación.
Concluiremos subrayando la conveniencia de aplicar el criterio hermenéutico general que hemos establecido (la consideración prioritaria, en el momento de la interpretación, de sus funciones reivindicativas originarias) a los casos en ios que se registra una «elevación» de la idea de cultura al rango de norma constitucional, por parte de muchos Estados actuales (lo que conlleva la creación de órganos administrativos ad hoc y principalmente de los Ministerios de Cultura). Pues aun cuando, en la superficie, esta norma se agota aparentemente en su función de mera expresión positiva de los compromisos que asume un Estado en orden a la conservación y promoción de una cultura presupuesta, en su fondo contiene una intención negativa, defensiva o reivindicativa de las culturas étnicas o históricas frente a otras culturas; tampoco la intención reivindicativa de la cultura universal «frente a la Naturaleza» (una reivindicación que cabe asociar, más bien, a la idea de «educación»).
Para el planteamiento de esta cuestión hay que tener presente que, en general, el Estado implica (genéticamente) la confluencia de etnias o culturas diferentes (se ha calculado que sólo un diez por ciento de los Estados actuales están constituidos sobre una sola etnia, y que tales Estados suelen ser «creaciones artificiales» llevadas a cabo tras la Segunda Guerra Mundial; cuando no ocurre que la homogeneidad étnica observada de vez en cuando es el resultado de una asimilación de etnias anteriores por la etnia hegemónica).
El carácter reivindicativo de la «cultura propia» se manifiesta con toda evidencia en las reivindicaciones de las culturas regionales frente a las culturas de los Estados canónicos; en estas situaciones las reivindicaciones toman un significado eminentemente político. Sabino Arana, en España, lo decía con insuperable ingenuidad: «Etnográficamente los euskerianos no pueden ser españoles aunque quieran, pues para ser españoles tendrían que dejar de ser euskerianos». Se comprende también que, desde la óptica del nacionalismo étnico, el proceso de cristalización del «nacionalismo canónico», que tuvo su expresión histórica más visible en la Gran Revolución,53 sea visto como un proceso de «etnocidio consumado» (lenguas tradicionales acosadas como dialectos atrasados, vida pueblerina rebajada a espectáculo folclórico destinado al consumo turístico). El anacronismo que se comete es evidente, si por «etnocidio» se sobreentiende la asfixia de «nacionalidades políticas» que aún no existían y que sólo podían ponerse en marcha a consecuencia precisamente de la constitución de las naciones políticas canónicas; constitución que implicaba precisamente ese proceso llamado «etnocidio». El anacronismo se desarrolla además al retrotraer esas «naciones asfixiadas» a la prehistoria y al olvidar que esas mismas etnias, si pudieron alcanzar (o si desean alcanzar) el nivel de una nacionalidad política canónica tienen también que recurrir a la represión, a la intolerancia y al etnocidio.
El carácter reivindicativo de la «cultura constitucional» puede fundarse en la reivindicación cautelar o protectora frente a otras culturas nacionales canónicas (el Kulturkampfdc Bismarck era en gran medida una «lucha por la cultura alemana»); pero también como un intento de defender la cultura nacional-estatal canónica frente a las culturas de las nacionalidades a escala regional. En la Constitución española de 1978 leemos, en su artículo 149.2: «Sin perjuicio de las competencias que podrán asumir las Comunidades Autónomas, el Estado considerará el servicio de la cultura como deber y atribución esencial, y facilitará la comunicación cultural entre las Comunidades Autónomas, de acuerdo con ellas». Lo que es difícil olvidar es que la cultura nacional-canónica, ligada al Estado moderno, presuponía necesariamente una «refundición» de las nacionalidades étnicas (prepolíticas), refundición lograda necesariamente en parte por mezcla, en parte por hegemonía de unos componentes sobre otros: la nación española, como la nación francesa o la nación inglesa fueron el resultado histórico de esta refundición -un resultado muy anterior, por cierto, a los proyectos de nacionalismo político de la nación euskérica o de la nación catalana.
Los problemas de inconsistencia latentes en el propósito de una cultura universal, en relación con las culturas étnicas, que el mito de la declaración de la UNESCO tiende a ignorar, se reproducen a escala de las relaciones entre la cultura nacional canónica y las culturas regionales o autonómicas. Sin duda, las instituciones públicas como el Tribunal Constitucional o el Tribunal Supremo, tienden a interpretar los textos constitucionales reconociendo una cultura común, una cultura nacional o canónica, que será, en nuestro caso, la «cultura española». Pero algunas culturas autónomas no interpretan de este modo la norma constitucional entendiendo la cultura del artículo 44.1 como un conjunto sumativo, por yuxtaposición -el total de todas las supuestas culturas regionales-, y pidiendo, como asunto de estado, la supresión del Ministerio de Cultura. Según esto, cabría decir que el contenido mítico de la idea política de cultura en la Constitución española de 1978 se manifiesta, ante todo, en su armonismo, en tanto tiende a olvidar la incompatibilidad irreductible entre una cultura española «común» y las pretensiones de las ideologías que postulan que la cultura de su nacionalidad respectiva debe ponerse en pie de igualdad a la cultura «castellana» (no española) dentro, por ejemplo, del mosaico envolvente de las culturas europeas. El mito se manifiesta en el momento de la exaltación de un «rasgo cultural» que siendo intrínsecamente insignificante (por ejemplo, lograr una copa de fútbol) pasa a ocupar el rango objetivo de un valor supremo. Desde nuestras coordenadas, se alcanza muy bien la razón por la cual el rasgo cultural reivindicado con más tenacidad por las «comunidades autónomas» es la lengua vernácula o nacional. Oficialmente, la reivindicación de la «lengua propia» se fundamenta en la supuesta condición que a una lengua se le atribuye como «forma de expresión más profunda del espíritu del pueblo que la habla»; pero, en realidad, lo que explica la importancia de las reivindicaciones lingüísticas es la otra característica de las «lenguas vernáculas», a saber, sus virtualidades aislantes respecto de los pueblos colindantes que no la entienden; ante esto, muy poca parte queda a la «capacidad expresiva del espíritu nacional». Lo importante es que lo que se diga no sea entendido por los que hablan otra lengua, aun cuando las cosas de las que se habla sean comunes o triviales. Mientras que las danzas populares, la cocina o los trajes de una comunidad autónoma pueden ser comprendidos, asimilados o disfrutados por cualquier individuo miembro de otra comunidad autónoma (a titulo de folclore: son rasgos diferenciales asociativos), en cambio la lengua, sobre todo si no es inteligible por terceros, es disociativa. Los esfuerzos de las normalizaciones lingüísticas van por ello dirigidos no ya a restaurar una supuesta lengua históricamente viva, sino a subrayar las voces y giros más diferenciales, respecto del español, a fin de hacerlas ininteligibles. La voluntad de mantener la propia lengua está inequívocamente ligada, por tanto, a una voluntad de independencia «nacional» basada en los «hechos diferenciales» del «patrimonio cultural» considerado como sustancia del propio pueblo; fuera de este marco la voluntad lingüística sería tan inexplicable, en la mayor parte de los casos, como lo sería la pasión «partidista» por un equipo de fútbol determinado.