Teorías filosóficas de la cultura que podrían considerarse estructuradas en torno al sentido subjetivo de la Idea
Tenemos que referirnos ahora a las concepciones filosóficas de la cultura que proponen, como núcleo original, primer analogado o esencia de la cultura, precisamente algo muy próximo al concepto de cultura subjetiva. Podría afirmarse que la «filosofía de la cultura» que podemos encontrar en la filosofía clásica anglosajona es una filosofía de la cultura subjetiva o, si se prefiere, una filosofía que implica el entendimiento de la cultura como cultura subjetiva; lo que equivaldría a decir que la orientación subjetualista de la filosofía antigua persiste en nuestro siglo, por no hablar de los siglos intermedios.
En efecto, no nos parece muy arriesgado explicar esta circunstancia a partir del naturalismo (o si se prefiere, del zoologismo) casi constante en la visión antropológica de los griegos. No tratamos de menospreciar la tradición angelista de los antiguos, la concepción de un alma, demon o nous que, procedente de lo alto, visita a los hombres para dirigirlos, distinguiéndolos de los animales. Porque este angelismo tiene en todo caso un signo enteramente distinto del que siglos más tarde desarrollarán los cristianos. Los démones antiguos no son sobrenaturales; son una parte de la Naturaleza, son ellos mismos Naturaleza. Por ello, el alma humana aparecerá siempre envuelta por otras entidades demoníacas, por inteligencias corpóreas que habitan el aire caliginoso o incluso los astros; a veces, descienden al cuerpo humano como a una cárcel; con frecuencia estas almas han residido antes en animales o van a volver a residir en ellos (metempsícosis, metemsomatosis). También los animales tienen logos, según muchas escuelas antiguas. Desde este punto de vista el hombre habrá de ser visto o bien como un animal que, si se diferencia de los demás, será precisamente por sus carencias relativas, precisamente en tanto es sujeto corpóreo, o bien como un animal que, si se diferencia de los demás, es porque está dotado de un logos superior que le permite adquirir propiedades subjetuales (hábitos) que le ponen por encima de los demás animales, sin por ello dejar de formar parte de su mismo reino.
La mejor exposición de la primera de estas concepciones es probablemente la que pone Platón en boca de Protágoras, en el diálogo de este nombre. No estaría de más subrayar que Protágoras no expone aquí una idea de cultura, ni siquiera en su modulación subjetiva, puesto que esta idea aún no está constituida en la antigüedad. Somos nosotros quienes desde nuestro horizonte actual, en el que la idea de cultura objetiva está ya constituida, reconstruimos como primera modulación de la idea de cultura, los conceptos antropológicos que Protágoras expone desde coordenadas naturalistas. Protágoras presenta, en su mito, al hombre como un animal a quien desde su misma creación la imprudencia y torpeza de Epimeteo ha privado de los atributos necesarios a todo animal para sobrevivir: carece de garras, de colmillos, de pieles, de alas, etc Por ello tiene que acudir Prometeo y darle los instrumentos que le faltan (robándoselos a los dioses); después, Hermes le enseñará las virtudes políticas, sin las cuales los hombres se destrozarían mutuamente.
Ahora bien, y aunque el mito de Protágoras pueda ser interpretado como una prefiguración del dogma cristiano de los dones del Espíritu Santo descendiendo sobre los hombres, (el Septenarium, a través del cual los hombres serán elevados al orden sobrenatural) en realidad, a nuestro entender, el mito encierra un significado opuesto por completo. La semejanza del mito de Protágoras con el dogma cristiano de los dones del Espíritu Santo se acaba en ese momento del descenso de los dones. Pues no sólo los contenidos de los dones, sino el propio descenso, desempeñan papeles totalmente distintos en uno y otro caso. En el cristianismo los dones del Espíritu Santo elevan al hombre, ya completado según su naturaleza, a un estado sobrenatural. Pero los bienes que Prometeo ofrece a los hombres son, en cambio, los bienes que por naturaleza les correspondían, si no hubiera sido por la «caída» de la que fue responsable Epimeteo. Por ello, en el fondo, esos bienes de Prometeo son sucedáneos de bienes y dotes naturales, son instrumentos artificiales, tecnológicos, puestos a disposición de un sujeto operatorio que había sido privado de sus dotes naturales. Lejos de ser dones sobrenaturales son en cierto modo, cabría decir, aparatos ortopédicos proporcionados para suplir las carencias naturales. Pero, según su extensión, los aparatos ortopédicos se confunden con los bienes culturales; de donde inferimos que lo que hoy llamamos cultura, en rigor, es entendida muchas veces como «cultura del sujeto», de un sujeto reconstruido con prótesis destinadas a suplir insuficiencias de origen. Esta concepción instrumentalista y subjetualista de la cultura cobró también un inesperado vigor en Alemania, en los años treinta de nuestro siglo (Bolk, Alsberg, Klages, Daqué). Es, de hecho (cuanto al instrumentalismo), la concepción más extendida entre los sociobiólogos de nuestros días o, sencillamente, entre todos quienes tienden a ver la cultura desde categorías biológicas (el mismo Ortega, por ejemplo, tendía a ver la cultura como una reconstrucción del mundo propio que el hombre -que no tenía naturaleza, sino historia- necesitaba para vivir).
Pero obviamente esta connotación de la cultura subjetual, que nos la presenta como un sucedáneo de los dones naturales, puede ser puesta entre paréntesis, de suerte que lo que se subraye en la idea no sea tanto su condición de algo «sobreañadido a la naturaleza para suplir sus deficiencias» sino simplemente la condición positiva de «algo sobreañadido por aprendizaje». La definición de la cultura por el aprendizaje (a través de la cual, «cultura» se opondrá a «natura», como aprendizaje a herencia, o como memes a genes)n ha llegado a convertirse en una norma vigente, desde hace varias décadas, entre los psicólogos y los etólogos. Con ello, la idea de cultura consolida en realidad su orientación hacia el subjetualismo, o dicho de otro modo, la psicología y la etología de nuestro siglo recuperarán la corriente tradicional que tendía a identificar la idea de cultura con la cultura subjetiva (subjetual). La filosofía de Aristóteles, y después, la de los escolásticos, podría tomarse como modelo del segundo tipo de concepciones. La cultura subjetiva será entendida como un conjunto de hábitos, como algo sobreañadido (como un accidente) a un sujeto sustancial que es el hombre, como compuesto hilemórfico cuya forma es espiritual. El término latino habito debe ponerse en correspondencia con dos categorías aristotélicas bien distintas: la categoría de la cualidad (posón) y la categoría llamada ella misma hábito (éjein) -que algunos traducen por tener o estar- 10 . Los hábitos-cualidades son accidentes intrínsecos de la sustancia humana que, por su naturaleza espiritual (aunque este punto no es nada claro en Aristóteles) puede ser determinada a través de sus actos según sus fines; la cultura subjetiva equivale aquí a la educación intelectual o volitiva (dado que son las facultades del entendimiento y de la voluntad aquellas que se consideraban susceptibles de hábito), orientada a generar virtudes (intelectuales o morales) en la sustancia (subjetual) humana. La célebre fórmula de las Tusculanas de Cicerón, cultura animi autem philosophia est, está referida no sólo a la cultura subjetual sino además a la dimensión «intelectual» de esa subjetualidad, y ha sido por ello tachada a veces de «concepción intelectualista de la cultura». En cuanto a los hábitos, en el sentido de la octava categoría, habría que interpretarlos no ya propiamente como indumentos, pero sí (cuando se toman in concretó) como las determinaciones que el sujeto corpóreo recibe de los indumentos («estar calzado», «estar togado»). 11 En todo caso, los hábitos, en esta acepción categorial, son también accidentes que, aun procedentes ab extrínseco de los indumentos, recaen también sobre la sustancia, es decir, son subjetuales. Así pues, concluiremos que en la lista de categorías de Aristóteles no figura ninguna identificable con la idea de cultura; las más próximas son los hábitos de la tercera categoría y los hábitos de la octava categoría. Aquéllos son, desde luego, en cuanto cualidades, reducibles a cultura subjetual, y éstos, aunque proceden de entidades extrasomáticas, son también, en cuanto accidentes, subjetuales. Podemos concluir, por tanto, que desde las coordenadas aristotélicas solamente podría ser asimilada en su tabla de categorías la idea de cultura subjetual.
El término cultura, por consiguiente, como significante de los materiales que más adelante llegarán a constituir la denotación de la idea genérica de cultura, comienza remitiéndonos, durante siglos, a la idea de cultura subjetiva o subjetual. Es importante advertir además que, pese a la genericidad virtual que es propia de esta modulación de la idea (en cuanto aplicable tanto a la cultura del espíritu como a la cultura del cuerpo subjetivo, a la cultura física, a los modales, etc), sin embargo, de hecho, y durante siglos, ella no ha sido utilizada sistemáticamente para referirse a los múltiples contenidos denotativos virtualmente cubiertos por su genericidad. O bien serán otros términos genéricos, de extensión equivalente, los que competirán con el de cultura (subjetual) -tales como educación, formación, crianza- o bien serán términos más específicos que nos remiten, no ya a la cultura subjetiva genérica, sino a alguna especificación de esa cultura subjetiva. Así, Gonzalo de Berceo dice: «ca non so tan letrado por fer otro latino» y no «ca no so tan culto…». Santa Teresa de Ávila escribe en una de sus cartas (la numerada 22, hablando de una tercera persona): «como no soy tan letrada como ella, no sé lo que son los asirios»; probablemente una monja de hoy, en situación parecida, escribiría: «como no soy tan culta como ella, no sé lo que son los asirios».
Es una cuestión del mayor interés, que nosotros tenemos aquí que dejar de lado, la de determinar en qué circunstancias el término cultura -aun en su modulación subjetual- comenzó a «reabsorber» o, por lo menos, a cubrir, a otros términos, ya genéricos (por ejemplo, cuándo se comienza a preferir hablar de «cultura musical» -de un individuo, de un grupo o de una generación de individuos dados- a hablar de «educación musical») ya específicos (cuándo y por qué se prefiere hablar de «persona muy culta» en lugar de «persona muy letrada»). Pues no se trata de un mero cambio de palabras; en general suele admitirse que un cambio de palabras envuelve siempre un cambio de conceptos. 12 El proceso en virtud del cual el término cultura va sustituyendo, reabsorbiendo, cubriendo, etc, a otros términos (genéricos o específicos) hay que vincularlo con el proceso mismo de la constitución de la idea de cultura como idea genérica y, en concreto (según la tesis que mantenemos), como mito, como idea mítica práctica. Sin duda, este proceso de generalización de la idea de cultura subjetiva no es independiente del proceso de desarrollo del mito de la cultura objetiva, del proceso por el cual llegará a parecer insípido o poco significativo, para citar el ejemplo que hemos puesto en el preludio de este ensayo, rotular como Historia del Teatro de la Ópera un libro que pudiera titularse Historia de la cultura operística; pues se diría que lo que justifica -lo que confiere importancia, dignidad o interés- a esas historias no es que sean historias de la música sino historias de la cultura.
No deja de sorprendemos una y otra vez la capacidad que ha ido adquiriendo el término genérico cultura para justificar o conferir importancia o dignidad a otros términos más específicos (y, desde luego, a otros términos genéricos de extensión aproximada); términos que, fuera del manto protector de la nueva idea de cultura, parecen perder importancia y dignidad. En cualquier caso, no se trata de un proceso único; pues el marco genérico suele proyectar su luz sobre los contenidos que en él se representan: el adjetivo democrático justifica, en nuestros días, y confiere dignidad a muchas formas de comportamiento que, consideradas en sí mismas -por ejemplo, el escuchar «respetuosamente» las majaderías que suelta el interlocutor-, perderían esa dignidad o al menos esa importancia. El «espíritu de diálogo», la actitud tolerante o transigente ante cualquier tipo de opiniones, aunque sean las de un vidente que delira, serán actitudes justificadas y ponderadas por lo que tienen de «talante democrático», es decir, en la medida en que se contemplan incluidas en un marco democrático. Algo similar ocurre en gran parte del mundo con el adjetivo cristiano. Ayudar a un mendigo dándole unas monedas es un comportamiento que será justificado en lo que tiene de «comportamiento cristiano»; al margen de esta consideración tal comportamiento podrá ser rebajado a la condición de una incitación a la pereza o a la trapacería. Pero tampoco es lo mismo galardonar a un individuo, tras su comportamiento cívico ante un incendio, subrayando en el galardonado su condición de cristiano o bien su condición de español, de catalán, de europeo o de hombre. El comportamiento puede ser el mismo, pero la interpretación es muy diferente según el marco clasificatorio desde el que lo contemplamos.
Lo más importante es que es imposible aislar el comportamiento de su interpretación, pues no cabe suponer que lo que importa es solamente el comportamiento en sí mismo, como si los demás fuesen todos accidentes extrínsecos o adventicios. No hay comportamientos sin marco de interpretación, y lo que hay es la posibilidad de interpretaciones alternativas, pero vinculadas con el núcleo de modo sinecoide. «San Ignacio limpiaba su caballo por la mayor gloria de Dios; don Quijote limpiaba el suyo porque estaba sucio»: no cabe limpiar el caballo, en la medida en que sea una operación con sentido, al margen de todo contexto de justificación y, por ello, el mismo comportamiento podrá ser valorado positivamente desde algunos marcos y negativamente desde otros.
En cualquier caso, la distinción disyuntiva entre la Naturaleza y la Cultura, tomando como criterio el aprendizaje, aunque sea muy útil en múltiples contextos (en realidad aquellos que se dan a la escala fisiológica del análisis del sistema nervioso) es muy dudosa en otros y, sobre todo, en su aplicación en la teoría de la cultura. En efecto, lo que resulta de la aplicación de este criterio es un reduccionismo subjetual (intrasomático) de la idea de cultura; un reduccionismo tan enérgico que obligará a dejar fuera de esta idea a sus componentes intersomáticos y extrasomáticos, que habrán de ser interpretados como meros instrumentos, prerrequisitos o subproductos de la cultura, entendida como cultura subjetiva. Sobre todo, un tal criterio de distinción ni siquiera tiene fuerza para reconstruir la distinción entre la vida animal y la vida humana; pues la cultura que habrá que reconocer a los animales no incluiría, como algo interno, a los componentes extrasomáticos o intersomáticos (sociales), sino sólo a aquello que es susceptible de aprendizaje. De aquí, la tendencia a considerar como «culturales» conductas tan naturales, en el sentido biológico de la expresión, como puedan serlo el aprendizaje de volar o de cantar de las aves o el aprendizaje de construir lechos de hojas de los póngidos.
La diferencia entre conducta aprendida y conducta heredada no es pertinente, en efecto, para establecer una discriminación entre Cultura y Naturaleza, ni entre cultura humana y cultura animal. En primer lugar, es gratuito tratar de reducir la idea de «Naturaleza» (en cuanto incluye a los animales y se opone a la cultura humana) al terreno de la «conducta heredada», puesto que tan natural es, como hemos dicho, en un ave el tener (genéticamente) alas como el aprender a moverlas, ayudada por sus progenitores; o, dicho de otro modo, la distinción entre Naturaleza (hereditaria) y Cultura (aprendida) puede ser irrelevante a la escala conductual (no ya a la escala genética o neurològica), puesto que el aprendizaje sólo puede tener significado como cultura animal, no por el hecho de ser aprendido, sino por el hecho de ser aprendido a una cierta escala (del mismo modo a como tampoco el aprendizaje de la guía de teléfonos constituye un trozo de cultura humana). Sólo algunos contenidos de entre aquellos que puedan ser incorporados a un sistema nervioso a través de un aprendizaje pueden llegar a tener un significado cultural, por ejemplo, cuando se integran en un contexto operatorio y social, como pueda serlo el de la caza cooperativa. Pero no es suficiente introducir la condición «carácter social» como una condición yuxtapuesta ad hoc, desde fuera, al aprendizaje, para conferir a éste un significado cultural; tal condición tendrá que ser derivada de los propios contenidos aprendidos: éstos son los que han de hacer que la cultura sea social (y no la socialización la que hará que los contenidos sean culturales). En segundo lugar, para que el aprendizaje adquiera una dimensión cultural (ya sea animal, ya sea humana) ha de considerarse conectado internamente con objetos, intersomáticos o extrasomáticos; pues únicamente en función de estas objetividades cabe hablar de conducta operatoria (o cuasioperatoria). El canto aprendido por un ave podrá comenzar a ser considerado cultural cuando haya sido aprendido no a la manera como se adquiere un reflejo córtico-visceral, sino a la manera como se aprende una conducta «operatoria», con intervención de los músculos estriados. Por otra parte, no cabe hablar de una «conducta operatoria innata» que se desenvuelva de un modo inmanente, al modo de una mónada leibniciana, sin conexión interna con el entorno (aunque estuviese engranada aparentemente con él por la armonía preestablecida). De hecho, el innatismo de K. Lorenz ha sido criticado a fondo por D.S. Lehrman; Tinbergen ha insistido en cómo la conducta se moldea en cada especie no en virtud de unas pautas rígidas e inmutables, puesto que todo lo que está dado de un modo innato necesita de un medio para desarrollarse («al igual que los bastoncillos de los renacuajos, que sólo funcionan expuestos a la luz»); otras veces, la conducta preprogramada es inmadura y necesita una suerte de moldeamiento por realimentación de las ejecuciones primerizas (como ocurre con el canto de los pinzones, estudiados por W.H. Thorpe), según pautas ideales (Sollwerte); citaríamos a J. Sabater Pi, cuando observa que los chimpancés nacidos cautivos no saben construir nidos, aunque sí componentes «fragmentarios» de esa conducta (sentarse sobre los montones de hojas, acercarlos a su cuerpo…); la conducta nidificadora (¿y quién se atrevería, en virtud de una mera definición estipulativa, a retirarle la calificación de «natural»?) sería adquirida por observación de la madre, con la que los chimpancés pasan hasta cinco o seis años, con la posibilidad de observar la conducta de nidificación hasta dos mil veces; una situación de aprendizaje, pero -diríamos, por nuestra parte- no coyuntural o «contingente», sino peristática, una combinación de imprinting e imitación, sin excluir ensayo y error, pero tan -natural, biológicamente (pues incluso llega a ser condición de supervivencia), como pueda serlo la conducta de lactancia. Estamos ante una situación en la que, evidentemente, la dicotomía innato/aprendido no es superponible a la dicotomía natural/cultural. Lo aprendido (a partir de modelos externos) puede ser tan natural como lo innato y está imbricado biológicamente con lo innato (la conducta de mamar, en los mamíferos, aun aprendida -cultural, según la definición- es tan «natural» para ellos cuanto que es necesaria para su supervivencia, como puedan serlo los reflejos innatos de succión, que se realimentan con los estímulos procedentes del cuerpo de la madre). Restringir, por convenio, el uso del concepto biológico de lo «natural» a lo que es «innato» es totalmente gratuito (en realidad, implica una metafísica monadista de tipo leibniciano), así como lo es llamar «cultural», en cuanto que no es natural, a lo «aprendido». Hay procesos naturales que no son innatos, pues tan natural como un rasgo heredado genéticamente es, en las especies gonocóricas, la coexistencia de organismos heterosexuales (sin esta coexistencia no hay especie); pero esta coexistencia no puede darse en el interior de cada organismo no hermafrodita, puesto que sólo se da en la conjunción de organismos (que ya está dada y tampoco es aprendida o artificial).15
Podremos afirmar, en resolución, que el reduccionismo subjetual de la cultura al plano del aprendizaje, en general, tiene mucho de concepción residual de la metajisica concepción del sustancialismo espiritualista e inmanentista de la cultura. Por lo demás, las tesis de la interconexión (sinexión) de la cultura subjetiva y de la cultura objetiva no excluye la posibilidad de una reducción conceptual que nos lleve a considerar estas interconexiones desde la perspectiva subjetual. Es decir, no excluye la perspectiva desde la cual la idea de cultura aparece como cultura subjetiva. En cualquier caso, la oposición entre cultura animal y cultura humana habrá que derivarla del incremento del peso relativo que la cultura objetiva (social y extrasomática) va adquiriendo en la evolución de la humanidad, incremento que implica la constitución de normas que hagan posible el progreso de desarrollo de «operaciones rutinarias» en confluencia conflictiva con otras operaciones o rutinas que tienen lugar en el espacio socializado.