Diversos sentidos de la expresión «identidad cultural»
La expresión «identidad cultural», en su sentido ideológico, se abre camino, con éxito creciente, después de la Segunda Guerra Mundial, y alcanza su mayor floración a partir de los años setenta.78 Va referida, desde luego, no ya
78 He aquí una muestra casi al azar: Esperanza Molina, Identidad y cultura, Madrid, 1975. José Acosta Sánchez, Andalucía: reconstrucción de una identidad, Barcelona, 1978. José Jáuregui Oroquieta, Mecanismos de identidad del navarro, Madrid, 1980. Mario Sambarino, Identidad, tradición, a una «parte longitudinal» (rasgo, nota, carácter, etc) de la cultura, sino al «todo» de esa cultura, pero no ya de la cultura tomada en la universalidad de su extensión (como «cultura humana») sino en tanto está distribuida en «esferas», o «círculos de cultura» (naciones en sentido canónico, etnias, pueblos, etc) capaces de encabezar una «línea transversal» de la matriz que venimos tomando como referencia. Más sencillamente: «identidad cultural» no es expresión que suela ir referida a la identidad de un rasgo cultural exento -por ejemplo, la identidad de un tipo de ventana, la identidad de una lengua o la identidad de una ceremonia de investidura-• sino que es expresión que tiene como referencia un círculo o esfera de cultura integral. A su través, la ventana, la lengua o la ceremonia de investidura podrán volver a intervenir en la estructura de la identidad generalmente como «señas de identidad», no se sabe bien si como propiedades distintivas o como propiedades constitutivas.79 En resolución, sobreentendemos que la expresión «identidad cultural» va referida a sustratos tales como «cultura helenística», como «cultura maya» o como «cultura extremeña».
Cualquiera que sea la referencia material concreta de esta expresión, lo cierto es que ella sitúa (intencionalmente) tanto a quien la dice con convicción, como a quien la lee o escucha, en virtud del mismo carácter abstracto y arcano de los términos que constituyen el sintagma («identidad» y «cultural»), en una especie de «cumbre intelectual», porque la elevación ontològica y el prestigio o dignidad de los términos abstractos de que consta parecen recaer sobre el sustrato al que se aplica, pidiendo sin duda el principio. De este modo,
autenticidad: tres problemas de América Latina, Caracas, 1980. César Enrique Díaz López, Cultura, territorio e identidad en Galicia, Madrid, 1982. Belisario Betancur, La identidad cultural de Colombia, Bogotá, 1982. H. Aguessy, La afirmación de la identidad cultural y la formación de la conciencia nacional en el Africa contemporánea, Barcelona, 1983. Andrés Barrera González, La dialéctica de la identidad en Cataluña: un estudio de antropología social, Madrid, 1985- José C. Lisón Arcai, Cultura e identidad en la provincia de Huesca (una perspectiva desde la antropología social), Zaragoza, 1986. Eduardo A. Azcuy, Identidad cultural, ciencia y tecnología, Buenos Aires, 1987. Manuel Ángel Vázquez Medel, La identidad cultural de Andalucía, Sevilla, 1987. María Teresa Martínez Blanco, Identidad cultural de Hispanoamérica, Madrid, 1988. Jorge J. E. Gracia amp; Iván Jaksic, Filosofia e identidad cultural en América latina, Caracas, 1988. Rosario Otegui Pascual, Estrategias e identidad: un estudio antropológico sobre la provincia de Teruel Teruel, 1990. Leopoldo Zea, Descubrimiento e identidad latinoamericana, Méjico, 1990. Alba Josefina Zaiter Mejía, La identidad social y nacional en la República Dominicana, Madrid, 1992.
79 Remitimos al lector a nuestro prólogo a la Guía de la cultura asturiana de Francisco G. Orejas (Cañada editor, Gijón, 1982, pp. 7-20), «Hacia un concepto de cultura asturiana» (recogido en el libro Sobre Asturias, Pentalfa, Oviedo, 1991, pp. 2137). Se tocan también estos problemas con relación a la sidra asturiana en nuestro ensayo «Filosofía de la sidra asturiana», en El libro de la sidra, Pentalfa, Oviedo, 1991, pp. 33-61.
cuando un político, un antropólogo, un periodista o un clérigo hablan de «identidad cultural maya» o de «identidad cultural vascongada» parecen ponernos delante no ya de unos materiales mayas o de unos materiales «vascongados», delimitados «con línea punteada» para ser descritos etnográficamente, sino ante unas extrañas raíces o troncos que parecen dotados de una suerte de eterna fecundidad según pautas perennes cuyo valor ontológico parece garantizado precisamente por su ajuste al formato del sintagma de referencia. La aplicación de tal sintagma, «identidad cultural», a un material dado ejerce, por tanto, sobre ese material empírico, un efecto análogo al que, ante el mero paseante, ejerce el botánico o el zoólogo sobre la hierba o sobre el insecto del campo cuando le impone el «nombre eterno» de un taxón linneano: liliurn candidum o termes lucifugus. Esa «eternidad» o «perennidad», que apreciamos como un «coeficiente» de esas formas de expresión, no se circunscribe al terreno estético o poético-especulativo, sino que tiene una intencionalidad pragmática muy definida: la de un inequívoco «postulado de conservación» de esas entidades cuya identidad nos es revelada. Ocurre al hablar de la identidad de la cultura maya o de la identidad de la cultura vascongada como si se estuviese pidiendo la preservación de su pureza prístina y virginal, garantizada por el hecho mismo de su identidad. La preservación implica también su recuperación (cuando suponemos que se encuentra en situación de adulteración, de postración o de desmayo) y no propiamente en el Museo, sino en el campo; del mismo modo que, desde la concepción ecologista-conservacionista del mundo, se exige que ese lilium o ese termes sigan viviendo en su propio hábitat y no pegados en el herbario o clavados en el insectario. Dejar que se destruyan o que se contaminen tales esencias sería algo equivalente a un sacrilegio, constituiría la aniquilación irreversible de una realidad esencial que, por serlo, se nos presenta como incondicionalmente valiosa en el «concierto de los seres» y digna de ser conservada a toda costa y en toda su pureza.
Pero, en rigor, el motor de ese anhelo por la pureza y la preservación de las «identidades culturales» no es otra cosa sino la voluntad de las elites que proyectan la autonomía política de los pueblos o etnias en cuyo entorno viven. La identidad cultural es sólo un mito, un fetiche. Un mito práctico que presta, sin duda, grandes servicios en orden al reconocimiento tanto de «áreas culturales» inmensas (continentales) como de comunidades pequeñas, dotadas de algún grado de organización social, reabsorbida en otras unidades más amplias. No es lo mismo fundamentar o justificar las «fiestas de moros y cristianos» en motivos estéticos, lúdicos o económico-turísticos, que fundamentarlas en la «identidad cultural de la comunidad valenciana»; ni es lo mismo fundamentar la protección del ansotano en motivos científico-filológicos o folclóricos que en la «identidad cultural de la etnia altoaragonesa». La «identidad cultural» delimita un horizonte sui generis muy característico para sus postulados político-voluntaristas, unas relaciones con terceros de alcance muy distinto a las que tendría si se le insertase en otros sistemas de postulados. Lo que aquí nos interesa es dibujar las líneas principales por las cuales se organiza ese «horizonte objetivo» de los postulados voluntaristas en tanto éstos están determinados precisamente por la idea confusa de la «identidad cultural».