un sentido subjetivo de la Idea
El término cultura en su acepción de cultura subjetiva (cultura animi de Cicerón) funciona desde muy antiguo. La antigüedad de este concepto de cultura va asociada gramaticalmente a la condición adjetiva del término, que se utiliza como determinación de un sustantivo, generalmente en genitivo, en sintagmas tales como «cultura del espíritu» (la cultura animi de Cicerón), agri-cultura en Marco Porcio Catón, etc He aquí una muestra castellana del siglo XV: «Por cuanto los del presente tiempo por detestable que las grandes e generosas personas en esto [i.e. scientifica e ystorial scriptura] se ocupen cuidando que los dedicados a la sciencial cultura no entiendan de las mundiales cosas e agibles tancto como ellos, e por esto los menosprecian, desejando de les encomendar administraciones activas…». 7 Sólo a partir del siglo XVIII aparecen usos gramaticales sustantivados y exentos del término cultura, refiriéndose de un modo más o menos confuso a la idea objetiva de cultura en general, en el sentido que adquieren expresiones actuales como éstas: «la cultura y el hombre», «¿qué es cultura?», «historia de la cultura» y «filosofía de la cultura». Se ha observado 8 que el uso sustantivo del término cultura aparece contemporáneamente a la sustantivación del término arte en 1734, a raíz de la obra de Winckelmann (anteriormente, el término arte iría siempre inserto en sintagmas tales como «arte de amar», «arte de la esgrima», etc). Los rarísimos usos sustantivados del término anteriores al siglo XVIII no irían referidos, en todo caso, a la idea de cultura en sentido objetivo sino al concepto más preciso de «culturas hortelanas», por ejemplo, «las culturas [por cultivos] del concejo de Oviedo».
«Cultura», en efecto, es una palabra latina que tiene que ver con la palabra griega paideia, traducida ordinariamente por «educación», «crianza», «formación» (Bildungen alemán). Una persona «con cultura» (antes se decía: una persona educada) es una persona que se ha cultivado, y mediante este cultivo ha llegado a adquirir determinados conocimientos o modales que la distinguen de las personas rústicas, incultas, ineducadas, apaudetai (también este concepto se aplica a los pueblos y naciones, no solamente a los individuos). Este concepto de cultura es indudablemente muy útil en la vida cotidiana como concepto taxonómico o clasificatorio, pues permite distinguir con rapidez, cuando se dan los parámetros adecuados, a las personas, poniéndolas en una de estas dos clases: personas (o pueblos) incultas y personas (o pueblos) cultas. Hay que subrayar que para que esta clasificación tenga viabilidad han de presuponerse dados los «parámetros» de esa cultura, que varían según épocas y sociedades. Por tanto, no todo aquello que una persona llega a adquirir como fruto de una disciplina intelectual subjetiva, es decir, por aprendizaje (en el sentido convencional de los etólogos y psicólogos de nuestros días) le sirve para convertirse en una persona culta, en relación con los parámetros de referencia. En el siglo XVII Quevedo ridiculizaba a las «cultas latiniparlas», es decir, no consideraba -fuese por misoginia, fuese por lo que fuese- que el dominio del latín, aunque fuese a medias, sirviera para convertir a una dama en persona culta. Ni tampoco consideraba auténticamente culto a quien, «en un solo día» -como dice en su Aguja de mareantes- incorporaba a su vocabulario los últimos barbarismos (fulgores por resplandores, navegar por marear, etc). Sin embargo, las burlas de Quevedo contra los «cultos», basadas en variar el propio término o sintagma (culta latiniparla, cultero, cultería, cultedad,…) sugieren que Quevedo empezaba a tomar en serio a quien en realidad llegará a ser «culto» (desde luego, en sentido subjetivo) tras una disciplina que exigía «más de un solo día»; y decimos esto porque otros escritores de la época (Lope de Vega) aplicaban su crítica también al propio término culto, considerándolo él mismo como «culterano» (un neologismo que, como sugiere Coraminas, habría acaso sido forjado en el molde del escabroso, a la sazón, término «luterano»). Durante los años en ios cuaies se generalizaron las guías telefónicas nadie llegó a considerar personas cultas (sino dementes) a aquellas que solían intentar memorizar, tras esforzadas vigilias, listas prolongadas de números de teléfono, con expresión de sus propietarios (a pesar de que si aceptásemos la definición de cultura de etólogos y psicólogos «cultura es el resultado del aprendizaje» habría que considerarlas como tales).
En realidad, los parámetros del concepto «persona culta» se constituyen por motivos históricos o sociales (llamados «convencionales», de un modo, por cierto, muy superficial) y que deben ser analizados en cada caso. A finales del siglo pasado y primera mitad de éste que acaba, los parámetros que la pequeña burguesía utilizaba para definir a una «señorita culta» implicaban, en España, saber hablar castellano correcto (sin acento gallego, catalán o andaluz), escribir con letra picuda, hablar un poco de francés, tocar algo de piano, saber algo de modas e indumentarias, poder hablar de determinadas novelas, distinguir París de Londres, y acaso también un retrato de Aníbal de otro de Napoleón III, o acaso mejor distinguir un retrato de Cleopatra de otro de Eugenia de Montijo. Estos parámetros definían la cultura por antonomasia (llamada por sus críticos «pequeñoburguesa»), pero, sobre todo, permitían distinguir a las señoritas de las amas de cría, de las limpiadoras o sencillamente de las mujeres pueblerinas, aunque fueran amas de casa o labradoras ricas. Todavía en los años de la postguerra española, años de consolidación de la mesocracia pequeñoburguesa, justificaban muchas familias el que sus hijas fuesen a la universidad a estudiar «Filosofía y Letras» bajo el pretexto de que esos estudios les darían cultura (la aristocracia no necesitaba entonces enviar a sus hijas a la universidad para hacerlas cultas, y las clases populares, que no podían enviar a sus hijas a la universidad, tenían la posibilidad de enviarlas a las academias de «cultura general», para adquirir ciertos conocimientos que las habilitasen para ingresar en el círculo de las incipientes profesiones urbanas, tales como cajeras, mecanógrafas o telefonistas). En efecto, la Facultad de Filosofía y Letras en aquellos años era la que ofrecía enseñanzas lo más parecidas a las de la cultura femenina burguesa «convencional»: historia, francés, latín, literatura, geografía (por desgracia, el cultivo del piano había que hacerlo por cuenta del profesor particular de la familia). En la España de los años cuarenta y cincuenta se decía que la Facultad de Filosofía y Letras era muy femenina. De hecho no se hubiera considerado adecuada para dar cultura a una señorita la carrera universitaria de Medicina o la de Química, o menos aún su ingreso en la Escuela de Ingenieros Industriales; ninguna de estas disciplinas daban cultura, sólo eran disciplinas técnicas, mecánicas, profesionales, propias para los varones de alto rango social y superior, distinto, sin duda, al de los varones que se entregaban a las disciplinas capaces de hacer de un hombre un fontanero o un peluquero.
Snow ha descrito muy bien esta situación referida a Inglaterra, observando la coexistencia de lo que él llama las dos culturas. Conviene advertir que esas dos culturas suelen ser entendidas, en principio, como dos especies de la cultura en sentido subjetivo; se trata, en este supuesto, de dos familias de parámetros de la misma idea subjetiva de la cultura (en esta línea ya Ortega pedía, antes que Snow, que se ampliase la extensión de la cultura a la física, a la astronomía, etc, pidiendo una «Facultad de Cultura»). También es verdad que Snow no deja de apelar a la idea de la cultura en el sentido objetivo que le dan los antropólogos («hablamos de dos culturas en un sentido similar a como se habla de cultura de LaTéne, o de cultura de los trobriandeses»). Pero su interés va dirigido a la cultura subjetiva; la prueba es su propuesta de borrar las diferencias entre las dos culturas mediante una reforma de la educación, y él mismo propone la Unión Soviética de los años sesenta como ejemplo a seguir al efecto.
En resolución, al concepto de cultura subjetiva hay que reconocerle una gran eficacia (dejando ai margen sus significados etológico psicológicos) como concepto taxonómico en el terreno de las relaciones sociales, internas a una sociedad determinada, puesto que él es denotativo de diferencias de clase (baja, media, situación rural/urbana), o de estado (niño, adulto), una vez dados los parámetros cuya variabilidad relativa, sin embargo, no excluye su rigor discriminativo. Asimismo conviene subrayar el interés que, para la Sociología histórica, tiene siempre la determinación de las causas precisas por las cuales cristaliza, en una época y sociedad dada, un conjunto de parámetros y no otros, por qué el francés o el piano formaban parte de la dotación de una señorita culta y no el hebreo o el acordeón, y por que se excluía de esa educación la mecánica o la medicina, consideradas propias para sus pretendientes, como futuros maridos, los ingenieros o los médicos. La «culta señorita», por tanto, no solamente tenía que saber bastantes cosas, tenía también que ignorar otras muchas, estaba obligada a ignorarlas. Le estaba prohibido leer a Ovidio o a Boccaccio; el acordeón era de mal gusto y, desde luego, la culta señorita no necesitaba saber nada de Aristóteles, de Plotino o de Newton. Veblen, en su clásico análisis, en una época y sociedad dada, de la «clase ociosa», ofrecía interesantes hipótesis sobre los criterios que delimitan los parámetros de la cultura, en sentido subjetivo: estos criterios tendrían que ver con la voluntad de distanciamiento con las clases trabajadoras y por ello incluían habilidades tales como el cuidado de las uñas (que demostraban la ociosidad de sus manos) o hábitos «inútiles» tales como la colección de botones antiguos o el aprendizaje de lenguas muertas.
Nuestro interés se dirige, ante todo, hacia el análisis de la propia idea funcional (abstrayendo sus parámetros) de cultura subjetiva, en cuanto constituye la primera modulación, en el tiempo histórico, de la idea de cultura. Sería preferible, sin embargo, el uso del adjetivo «subjetual» en lugar del adjetivo «subjetivo», para designar a la cultura subjetiva, al menos cuando haya que evitar las connotaciones perturbadoras que suscita el término «subjetivo», en tanto que dice «íntimo», privado, espiritual, puesto que la cultura subjetiva también puede ser pública y corpórea, como por ejemplo la acción de cantar una canción popular o un aria de ópera; otras veces «subjetivo» arrastra armónicos peyorativos (tales como «inconsistente», «delirante», «inseguro» o «desprovisto de valor»). «Subjetual», en cambio, podemos referirlo estrictamente al sujeto corpóreo operatorio, al margen de otras connotaciones de signo axiológico negativo o positivo: la canción de un tenor, sea un jornalero, sea un profesional de la ópera, es subjetual, como subjetual es el éxtasis de un vidente cuando está siendo filmado, mientras balbucea descripciones de la Virgen que se le aparece; el habla (parole de Saussure) de un hispanohablante es subjetual frente a la «lengua española» (langue de Saussure) que es objetual. La cultura subjetual es necesariamente, por estructura, intrasomática, es decir, implica una modificación o moldeamiento -Ausbildung, dicen los alemanes- que el cuerpo adquiere tras un aprendizaje. Intrasomático no significa sólo, por tanto, «interior a la piel», sino simplemente algo que va referido al cuerpo operatorio, por oposición a la cultura extrasomática o también intersomática. La cultura intrasomática o subjetual no es, por tanto, cultura subjetiva íntima, en el sentido de invisible y sólo experimentable (emic) por el sujeto que «la incorpora», puesto que también un danzante, un gimnasta o un «culturista» son sujetos de cultura intrasomática, subjetual. Más difícil resulta, por ejemplo, la clasificación de los tatuajes, cuando los dibujos son los mismos que los que se utilizan en cerámicas, de suerte que la piel humana, como el barro, puedan ser interpretados como meros soportes. El término cultus, en latín de Velleius Paterculus, designaba ya el vestido, el porte externo de un individuo o «sujeto corpóreo». Cultus equivalía, por tanto, a arreglado, hermoso, como predicados subjetuales. Cuando decimos que esta cultura subjetual es estructuralmente intrasomática queremos subrayar que ella se resuelve en el cuerpo operatorio del sujeto (incluyendo su sistema de reflejos condicionados); pero no excluimos que, genéticamente, la cultura intrasomática esté determinada por modelos extrasomáticos (por ejemplo, la danza de un indio kwakiutls imitando la marcha del oso).
Pero afirmar que la cultura subjetual es la primera modulación de la idea de cultura es tanto como afirmar que esa modulación no se configura por oposición a las eventuales modulaciones ulteriores, y concretamente a la de la cultura objetiva (intersomática y extrasomática), aun cuando de ahí no pueda seguirse la recíproca (que la modulación «cultura objetiva» no requiera, para configurarse como tal, oponerse a la modulación «cultura subjetual»). Tampoco se sigue que, desde un punto de vista sistemático, la exposición de la modulación «cultura subjetual» no agradezca su contraste con la modulación «cultura objetiva».
En cualquier caso, la acepción del término cultura, en cuanto cultura subjetual, es la primera históricamente hablando; en realidad podríamos tomarla como un concepto categorial, propio de la Etología y de la Psicología, equivalente al concepto de aprendizaje, en tanto se opone al concepto de herencia. La acepción primaria se mantiene tenazmente y en el mismo escenario en el que se configuraron las modulaciones modernas de la idea de cultura, del mismo modo a como los peces siguen nadando aun después de la aparición de los anfibios, de las aves y de los mamíferos, es decir, de otras clases de animales que se formaron a partir de ellos. Y, desde luego, es fácil comprender que la modulación o modulaciones primeras, aun permaneciendo como tales, puedan recibir, cuando hayan logrado ser redefinidas en alguna modulación envolvente, determinaciones nuevas que fácilmente se confundirán con las originarias al superponerse con ellas.
Pero la independencia de la primera acepción del término cultura, la cultura subjetiva o subjetual, no debe entenderse como una independencia absoluta respecto de ulteriores modulaciones, como si fuera un concepto originario, exento, y susceptible de haberse formado por si mismo. Por el contrario, el concepto de cultura, como cultura subjetual, es el resultado de la transformación (por metáfora) de un concepto objetivo muy específico, aunque ligado directamente a conceptos subjetuales; un concepto objetivo que además está circunscrito a una institución que más adelante podrá ser incluida en la cultura objetiva extrasomática, a saber, el concepto de agricultura. Agricultura es el cultivo del campo (del verbo colere = cuidado, práctica, cultivo); agricultura incluye, por tanto, no sólo las operaciones subjetuales propias del labrador (arar, sembrar, recoger, trillar, etc) sino también los resultados objetivos, sobre todo los campos labrados, las huertas cultivadas, que algunos textos antiguos designan como culturas. La modulación primera del concepto de cultura, la idea de cultura subjetiva o subjetual, se habría formado como una metáfora del concepto de agricultura, la metáfora que se funda en la correspondencia del alma intacta, virgen o salvaje, con el campo sin cultivar, salvaje (selvático); y el alma cultivada, gracias al estudio, que traza en ella sus surcos, con el campo labrado por el arado. Esta correspondencia da pie a la transformación metafórica del concepto de «cultura del campo» (agricultura, y en particular viticultura o silvicultura) en el concepto de «cultura del alma» (individual o colectiva): habrá personas cultivadas y personas incultas; habrá naciones cultas y naciones salvajes. Y aunque el terminus a quo de la metáfora sea una situación objetual (la cultura del campo), su terminus ad quem nos pone delante de una situación estrictamente subjetual, a saber, la del alma cultivada. La transformación metafórica invierte, por tanto, el momento objetivo de la agricultura, en el momento subjetivo (subjetual) del alma en cuanto «campo (espiritual) cultivado». Dicho de otro modo, constituiría un grave descuido el intento orientado a considerar como una primera modulación de la idea general de cultura el concepto particular y objetivo de la cultura agri. Este concepto particular (agricultura) no puede considerarse como una modulación general de la idea de cultura, sino como el punto de partida tecnológico de la primera modulación subjetual de la idea general, lo que no excluye que, ulteriormente, el concepto particular de agricultura pueda considerarse precisamente como un caso particular (no como una modulación general) de la denotación de la idea general de cultura objetiva.
Como diremos más adelante, la acepción más originaria del término cultura, es decir, el concepto de cultura subjetual, quedará reexpuesta (una vez constituida la idea objetiva de cultura) como una modulación de la idea moderna de cultura. Diremos que el concepto originario, a través de la idea moderna objetiva a la cual él mismo abrió camino, asume la forma de una idea o modulación de la idea central, y ésta es su dialéctica. De aquí la facilidad de un deslizamiento hacia una interpretación objetiva cuando nos enfrentamos con textos del siglo XVII o XVIII en los cuales, a su vez, cultura está sustituyendo prácticamente a los términos educación o crianza, en sentido subjetivo. «En ninguna parte se enseña ni se aprende el español; pero en todas se pretende decidir sobre la cultura de los españoles», leemos en el discurso preliminar del Teatro histórico crítico de la elocuencia española de don Antonio de Capmany (tomo 1, Madrid, 1786). ¿Se toma aquí el concepto de cultura en un sentido subjetivo, o en un sentido objetivo? Desde luego es muy probable que un lector actual, que ha leído a Tylor o a Spengler, interprete la «cultura» de este texto en un sentido objetivo. Sin embargo nos inclinaremos, para no caer en anacronismo, por la interpretación subjetiva o subjetual del texto de Capmany. Porque, en primer lugar, él no se refiere a todas las obras cultas, sino a las literarias, y porque, en segundo lugar, cultura aparece en el texto como cultura de los españoles y no como cultura española.
La modulación subjetual de la idea de cultura puede percibirse en la tendencia, si no constante y universal, sí intermitente, de oponer el término cultura al término civilización, a la manera precisamente como lo subjetual se opone a lo objetivo (a lo objetual). Es cierto que no siempre se interpretan las relaciones entre los términos cultura y civilización de este modo. Algunas escuelas los identifican (como el propio Tylor, en su célebre definición) y se atribuye a Mirabeau, y luego a Turgot, en el siglo XVIII, un uso del término civilisation de alcance similar al de «cultura objetiva». Otras escuelas o tradiciones que distinguen ambos términos lo hacen reservando el término cultura para designar a las «culturas objetivas primitivas» (las culturas del salvajismo y de la barbarie) y, por tanto, por extensión, a la cultura en sentido genérico (en el sentido del género generador), dejando el término civilización (de civitas) para referirse a las fases últimas de la evolución cultural (podría hablarse de una tradición anglosajona en este sentido: Morgan, Tylor); aunque en algunos casos, como el de Spengler, las civilizaciones serán entendidas, no como fases finales, sino como fases terminales de las culturas (porque es en las grandes ciudades de las civilizaciones en donde la cultura se corrompe).
Sin embargo aquí nos interesa subrayar la tercera vía, a saber, la que toman quienes oponen cultura y civilización siguiendo una línea muy cercana a la que separa la cultura subjetiva y la cultura objetiva, pero de suerte que se reserve precisamente el término cultura para referirse a la cultura subjetiva, dejando civilización para la cultura objetiva: tal es el caso de la Historia de la civilización europea de Guizot (siguiendo a Mirabeau y Turgot), de La civilización en los cinco primeros siglos del cristianismo de Emilio Castelar, o de La civilización árabe en España de Lévi-Proven^al (no se dice, como haría un alemán, Historia de la cultura europea, La cultura en los cinco primeros siglos del cristianismo, o La cultura árabe en España). 9 Sin embargo, en la Filosofía del derecho, Hegel utilizará el término cultura en su dimensión subjetual, entendiéndola como una suerte de participación que los individuos logran alcanzar, si no de la civilización, sí del Espíritu objetivo. En España, el concepto de civilización, tal como se utilizaba el pasado siglo, cubría grosso modo lo que hoy cubre el término cultura en sentido objetivo. Sin embargo, la diferencia entre ambos términos se mantiene. Lo demuestra el hecho de que a la idea de civilización se le atribuyera, como componente esencial, un momento histórico, compartido por las diversas naciones homologas en escala (España, Francia…). De esta suerte, la civilización de la nación española (por ejemplo sus costumbres, su artillería, su ciencia, sus instrumentos musicales) se supondrá formando parte de la misma civilización de la nación francesa, sin perjuicio de que la nación española estuviese más adelantada o más retrasada en algunos aspectos; en cambio, cuando más tarde comience a hablarse de la cultura española (o de la cultura francesa) en sentido objetivo, lo que se subrayará es la autonomía estructural supuesta para ambas culturas, sin perjuicio de sus semejanzas. Ahora bien, cuando se utilizaba el término cultura en sentido objetivo, éste incorporaba precisamente la fuerte connotación histórica (como algo compartido por diferentes naciones) propia de la «civilización» (identificada incluso, a veces, con el «progreso»). Leemos, por ejemplo, en el Diccionario general de la lengua española de don José Caballero, hacia 1880: «Civilización = cultura, ilustración, progreso de las luces, desenvolvimiento de las doctrinas máximas, nociones o ideas moralizadoras, producto de las relaciones de los hombres entre sí y experiencia de los siglos ligada y perfeccionada de generación en generación». Desde la línea en que se sitúa este concepto de civilización (Caballero era de origen francés) la aplicación de la idea de cultura en sentido objetivo se retrotraería a las sociedades precivilizadas (a sus «culturas») y sólo después, como consecuencia del relativismo cultural, se reaplicaría el término cultura a la «civilización», considerada como una cultura más, a saber, la nuestra, la europea.