Nuestro propósito desmitificador y su alcance
Cuando hablamos, en este libro, del «mito de la cultura» queremos significar este hecho concreto: la confusión y oscuridad (o inadecuación interna) que acompaña siempre a los componentes, capas, aspectos o esferas de la cultura y al prestigio que resulta precisamente de la oscuridad y confusión en que se toman todas esas partes, gracias a lo cual puede tener lugar el trasvase del prestigio de unas partes a otras. Desmitificar aquí es, ante todo, tratar de resolver la confusión y la oscuridad del mito oscurantista de la cultura, analizar y distinguir. Acaso con ello, colaborar a desactivar la Idea de cultura en cuanto Idea-fuerza. Sin olvidar que, en cuanto mito oscurantista, la Idea de cultura podrá ser considerada desde la perspectiva de la proposición 36 del libro II de la Ética de Espinosa: «Las ideas inadecuadas y confusas se siguen unas de otras con la misma necesidad que las ideas adecuadas, es decir, claras y distintas».
Al clasificar la Idea de cultura como mito oscurantista queremos decir también que sus funciones pragmáticas, como Idea-fuerza, han de ser tanto más eficaces cuanto mayor potencia reconozcamos a la fuerza, de esa idea. Estas funciones son, por lo demás, múltiples, y se concatenan entre sí «con la misma necesidad con la que se concatenan las ideas adecuadas»; pero acaso la función más importante de la Idea de cultura sea la de servir al objeto, no tanto, o no sólo, de unir a unos hombres con otros en el ámbito de un grupo social dado (tribu, naciones, etnia) sino, sobre todo y correlativamente, la de separar a unos grupos dados a cierta escala (naciones, etnias, clases sociales) respecto de otros de su misma escala o de otra superior. De este modo, el funcionamiento ideológico-político de la Idea de cultura (una vez retirada, al menos oficialmente, la idea de raza, tras la segunda guerra mundial) mediante la identificación de cada grupo social (nación, etnia, clase) con una postulada cultura propia (con su «identidad cultural»), podría compararse al funcionalismo que, según algunos filósofos y antropólogos ya clásicos (Bergson o Boas), corresponde entre los salvajes al totemismo como institución destinada a la discriminación mutua de los grupos sociales, sobre todo, los de razas colindantes, mediante su identificación con especies animales de estirpe diferente e irreductibles entre sí. De este modo, gracias a la institución del totemismo, la común condición de primates bipedestados, compartida desde luego por los diferentes grupos humanos, podría quedar encubierta por esa ilusoria identificación de cada grupo con una especie animal diferente. Mediante el mito de la identidad cultural, distinta e irreductible, postulada para cada pueblo, nación o etnia, la común condición de los hombres que forman parte de esas etnias, naciones o pueblos, no ya en cuanto son hombres, sino en cuanto son copartícipes o herederos de tradiciones culturales comunes, quedará encubierta o eclipsada por el postulado de la irreductible identidad con sus culturas. Cada cultura, como sustancia en la cual se identifica un pueblo, o una nación o una etnia, pasará de este modo a desempeñar el papel que el tótem desempeñaba entre los pueblos salvajes. Desde este punto de vista, el mito de la cultura revelaría, y paradójicamente, entre otras cosas, el salvajismo sui generis, refluyente, de la humanidad contemporánea. No es de extrañar, según esto, que la reivindicación de la dignidad cultural del salvajismo (por ejemplo, la recuperación de las etnias amazónicas) constituya uno de los objetivos fundamentales de la Antropología cultural del presente cuando se guía por el siguiente lema de Lévi-Strauss: «Salvaje es el que llama a otro salvaje».