El ascenso del prestigio de la Idea de «Cultura» y el simultáneo incremento de la confusión de sus significados
La Idea de Cultura ha pasado a formar parte, en la España de los noventa, del conjunto de las cuatro o cinco ideas clave que constituyen su cúpula ideológica (no sólo en España: también en otros países, sobre todo en los europeos). Incluso cabe afirmar, apoyados en ciertas encuestas, que, en una escala de prestigio, la Idea de Cultura ha sobrepasado el puesto que ocupaban hasta hace poco las Ideas de Libertad, de Riqueza, de Igualdad, de Democracia o de Felicidad. Al menos, se da por descontado muchas veces que la «verdadera igualdad», o la «verdadera libertad», se obtienen por la mediación de la cultura, y que sólo a través de la cultura, la democracia podrá ser participativa y no sólo formal.
La cosa viene de atrás, por supuesto. Atengámonos, por razones de brevedad y de objetividad, a los reflejos que de este prestigio creciente pueden advertirse en el espejo político español. En la Constitución Republicana de 1931, la palabra cultura había escalado ya el nivel que corresponde a un rótulo (el del Capítulo II de un Título, el III); en efecto, el Capítulo II del Título III de la Constitución de la II República está encabezado por la rúbrica Familia, economía y cultura: «El servicio de la cultura -dice la Constitución- es atribución esencial del Estado». Casi medio siglo después comprobamos cómo se multiplica la presencia del término cultura en los lugares del más alto rango de la Constitución de 1978: por ejemplo, el Artículo 44.1 encomienda a los poderes públicos promover y tutelar «el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho» («todos», sin duda, suple por «todos los españoles», pues sólo ellos constituyen la esfera de dominio de la ley fundamental; no es tan fácil determinar qué suple la expresión «acceso a la cultura», aunque si tenemos en cuenta que fueron los mismos Padres de la Patria quienes decidieron mantener la indefinición, podremos inferir que tal indefinición es debida más que a una falta de aplicación a que ella forma parte del misterio de la cultura).
¿Y qué fue de la idea de cultura durante el intervalo histórico que se extiende entre los períodos de vigencia de las dos Constituciones referidas? Puede afirmarse que la preocupación por la cultura fue unánime en la «España republicana». Pero esta unanimidad verbal encubría una diversidad profunda de interpretaciones de la idea, que pueden considerarse como mutuamente incompatibles. ¿Cultura burguesa o cultura obrera? Y cuando se hablaba de cultura burguesa, ¿se hacía referencia al modernismo, tipo Ibsen, por ejemplo -reconocido por amplios sectores del proletariado-, o bien a las vanguardias surrealistas o dadaístas? Por su parte, ¿qué era la cultura obrera? ¿La de los anarquistas de los Ateneos Libertarios («Conviene que todas las iniciativas favorables a la cultura tengan una base funcional más que una base orgánica, porque la función crea el órgano», leemos en el periódico Tierra y Libertad del 3 de septiembre de 1936) o la de los comunistas («En la medida en que una cultura es proletaria no es aún cultura. En la medida en que existe una cultura ya no es proletaria», había dicho Lenin, contra los bujarinistas)? 1 Sin embargo, cuando se hablaba de cultura en actos organizados por escritores, intelectuales o artistas, la norma era no distinguir. «El triunfo de la República sobre el fascismo entregará al pueblo todos los tesoros del arte y todos los valores de la cultura. ¡Hay que exterminar el fascismo para hacer una España libre, culta y feliz!», se podía leer en un cartel que anunciaba un acto celebrado en Valencia en diciembre de 1936. Al año siguiente se celebró en esa ciudad el famoso II Congreso Internacional de escritores para la defensa de la cultura.
En la España franquista hubo, sin duda, recelos ante el término cultura, como hubo recelos ante el término intelectual, en su sentido «moderno». Pero no sería lícito concluir que el interregno franquista fue un paréntesis durante el cual el prestigio del ideal de cultura hubiera sido eclipsado por el ideal de la Fe, de la espiritualidad cristiana, actuando, no sólo más allá o por encima de la Naturaleza, sino también más allá o por encima de la Cultura. El eclipse que experimentaba la idea de cultura al atravesar las regiones controladas durante la época franquista por la Iglesia católica, se despejaba en el momento en el que la Idea alcanzaba las regiones controladas por el Estado y su Partido único, y, además, sin necesidad, al menos nominalmente, de renunciar a los bienes «de carácter ultraterreno» que Dios nos había legado. «Sólo una fuerza [por tanto, no las fuerzas de la caridad, puesto que se trata de una cuestión de justicia] es capaz de fundir las paredes aislantes y crear el clima común en que la paz social pueda servir de base a la justicia social. Es decir: a la Revolución social. Esta fuerza es la cultura, entendida como el aire: de universal patrimonio», decía José Antonio Girón de Yelasco, ministro de Trabajo de Franco, en un discurso famoso sobre La cultura como instrumento necesario para la revolución social, pronunciado en el Teatro San Fernando, de Sevilla, el día 25 de noviembre de 1950. Y añadía, con palabras que daban ciento y raya a las de Trotsky o a la de los agitadores del proletkult. «Desde cualquier punto de vista que se observe el problema, la diferencia de cultura se presenta como mucho más grave que la diferencia de clases o la diferencia de economías. Es más, creo que cuando se habla de “diferencia de clases” se habla en realidad de diferencia de culturas. Y todavía más aún, cuando se habla de lucha de clases, ¿no se quiere más bien hablar de una lucha de culturas?».
El ascenso del prestigio de la idea de cultura parece, por tanto, que no está desvinculado de la indefinición de la idea o, dicho de un modo más positivo, de su confusión. Por ejemplo, esa cultura, de «universal patrimonio», ¿hay que entenderla como una cultura ya instituida tal que, siendo de iure de todos, esté de facto monopolizada, administrada o secuestrada por ciertas clases privilegiadas, aristócratas o burguesas? En este supuesto la connotación despectiva que arrastra en bocas proletarias la expresión «cultura burguesa» debería ser puesta entre paréntesis, al menos cuando con tal expresión designásemos, no tanto el monopolio, cuanto los contenidos de la cultura monopolizada por la burguesía, si es que esos contenidos se entienden como virtualmente universales (ópera italiana, pintura de museo, viajes, arte, modales distinguidos, «buen gusto», mobiliario «de estilo», literatura sui generis, música de cámara, dominio de idiomas…); pues de lo que se trataría entonces sería de repartir o distribuir estos contenidos de la cultura entre todos los hombres. Sin embargo, no es evidente, ni mucho menos, que los contenidos de la cultura burguesa sean virtualmente universales (ni siquiera en relación con la sociedad occidental, es decir, que su valor se mantenga al salir fuera de la clase privilegiada que los detenta). ¿Acaso la cultura de «universal patrimonio» no debe ser entendida, desde el principio, como una cultura cuyos contenidos han de ser necesariamente nuevos, como una cultura de vanguardia, expresada incluso en una lengua nueva (como pedía Marr, antes de que Stalin le cerrase la boca), pues sólo en esta hipótesis la universalización de una cultura, particular siempre en su génesis, podría llegar a ser una cultura de universal patrimonio, no sólo de hecho, como cultura cosmopolita, que incluye la «cultura del fumar» o la «cultura de la Coca-Cola», en las mitades del siglo xx, sino también de derecho?
Por otro lado, desde el momento en que se reconoce la pluralidad de las culturas particulares -la cultura maya, la cultura azteca, la cultura judeo-cristiana…- ¿qué puede significar «cultura de universal patrimonio»? ¿El conjunto de rasgos culturales que, como el tabaco o la coca, han desbordado los límites de una cultura particular precolombina y han pretendido incorporarse, a través de la cultura occidental, a todas las culturas? ¿O acaso una cultura «de universal patrimonio» puede ser otra cosa que la representación científica de todas las culturas (lo que equivaldría a una universalización de la Antropología), o más bien el ejercicio de todas ellas? Cualquiera de estas alternativas parece absurda (utópica). El conocimiento científico, por cada individuo perteneciente a una cultura dada, de todas las demás no convierte a todas las culturas particulares en culturas de universal patrimonio, salvo suponer que todas ellas fueran compatibles y que el antropólogo universal pudiese concebirse como un sujeto no adscrito a ninguna cultura concreta; en cualquier caso, el conocimiento científico de las culturas no implica, desde luego, el ejercicio de las mismas. Una cosa es conocer las modulaciones de las estructuras del parentesco y otra cosa es practicar a la vez, inspirados por el espíritu del «humanismo integral», el matrimonio árabe, la poliandria y la monogamia.
Por otro lado, ¿cómo se puede ejercitar a la vez el sistema de castas y el sistema democrático? ¿Cómo se puede ser a la vez antropófago y vegetariano, aunque sea invocando la máxima de Terencio: «Hombre soy y nada de lo humano me es ajeno»? El «hombre total» tendría que ser simultáneamente o, por lo menos a diferentes horas del mismo día, budista y animista, jainista, cristiano, musulmán, agnóstico y ateo. La idea de una «cultura de universal patrimonio» sólo parece significar algo cuando se mantiene en estado de extrema confusión y oscuridad. Confusión y oscuridad, además, que tendrá lugar en el terreno objetivo -no meramente en el terreno de las palabras o de los pensamientos subjetivos-, puesto que ese «todo complejo» que es la cultura, según la fórmula de Edward Tylor, abarca partes o componentes muy heterogéneos pero no enteramente separables, ni tampoco continuamente unidos por todos sus puntos.
En efecto: el término cultura tomado en toda su amplitud, es decir, como concepto antropológico, cubre ese «todo complejo» del que habló Tylor y, por tanto, no sólo las diferentes capas en las que cabe situar a sus diferentes componentes (la capa subjetual o intrasomática, la capa social o intersomática y la capa material o extrasomática) sino también a las diferentes esferas o círculos de cultura en sentido etnográfico (cultura egipcia, cultura maya…).
Sin embargo, el término cultura, cuando se utiliza en contextos político-administrativos, por ejemplo en el contexto de los «Ministerios de Cultura», todavía cobra un significado distinto y, por cierto, más reducido del que es propio de los contextos científico-antropológicos. Nos referiremos, por ello, a esta acepción del término cultura con el nombre de cultura circunscrita, puesto que, sin duda, esta acepción constituye una circunscripción, más o menos artificiosa, del «todo complejo». Por lo demás, los contenidos incluidos en la cultura circunscrita se tomarán, no sólo de la capa intrasomática (que contiene, por ejemplo, danzas o canciones de coro o de solista), sino también de la capa intersomática (desfiles, deportes colectivos) y de la extrasomática (pinacotecas, edificios del patrimonio histórico artístico, etc). Ahora bien, los criterios connotativos de la «circunscripción ministerial» son arcanos y sus límites -los límites de su denotación- extraordinariamente imprecisos y borrosos. Desde luego, partes tan sustantivas del todo complejo como puedan serlo las tecnologías, las ciencias, los ejércitos, las escuelas, quedan fuera de la circunscripción desde el momento en que entran a formar parte de la jurisdicción de los Ministerios de Industria, de los Ministerios de Educación o de los Ministerios del Ejército. Pero no es nada fácil englobar en un concepto mínimamente consistente el puzzle de contenidos cubiertos por un Ministerio de Cultura. ¿Qué tienen en común el teatro, la música, los deportes, la pintura, la literatura, las fiestas populares, aun cuando formen parte de una misma esfera, de una misma cultura española o francesa? ¿Por qué estos contenidos se segregan de otros contenidos de su esfera cultural, tales como las ceremonias religiosas, el derecho, la agricultura, la silvicultura o la piscicultura? No es suficiente, desde luego, hablar de una «primera cultura» frente a una «segunda cultura» como propuso Snow en su célebre conferencia. 2 Tampoco faltan definiciones metafísicas: «La cultura [en sentido circunscrito] es la expresión del espíritu», o, precisando más, del espíritu del pueblo, o de los pueblos que están representados en un Estado a cuyo servicio trabaja el Ministerio de Cultura. Así opinan quienes creen que la «cultura de un pueblo» equivale a la «identidad cultural» de ese pueblo. Esto explica que quienes impugnan la existencia de un Ministerio de Cultura de rango estatal, por ejemplo, el Ministerio de Cultura español, suelan hacerlo en nombre de los supuestos «verdaderos pueblos» englobados en el «Estado español», en nombre del pueblo catalán, por ejemplo, propugnando para él un Ministerio de Cultura catalana; sólo que sus contenidos seguirían siendo homólogos, aunque igualmente circunscritos, a los del Ministerio de Cultura española. Otras veces la cultura circunscrita tratará de definirse apelando a categorías sociológicas, como ocurre cuando se la interpreta como «cultura del ocio» o «cultura del tiempo libre», frente a la cultura del trabajo (por supuesto, no del trabajo de quienes fabrican la cultura). Por lo demás, estos criterios tan diferentes -el histórico patrimonial, el sociológico o el político- confluyen ampliamente, porque muchas veces el «ocio» se asocia a la libertad o al espíritu, en términos cristianos: al domingo, en cuanto es «día del culto al Señor», y no sólo día de descanso, cuya función se redujese a la de una reparación de fuerzas. El trabajo, en cambio, se asocia a la esclavitud, a la materia -en términos cristianos, a los días laborables-. De este modo tendríamos cómo el domingo habrá pasado de ser «día de culto» a ser «día de la cultura», día del espíritu.
En resolución: nos encontramos, en el momento de intentar definir el común denominador de estos contenidos de la cultura circunscrita, como cultura espiritual, en una situación similar a la que se encuentran los físicos cuando intentan definir el común denominador de los contenidos de la Física según criterios no metafísicos (observables, materia, etc). Eddington propuso, a fin de evitar los debates metafísicos, una definición operacional de Física que iba envuelta en una cierta atmósfera humorística: «Física es lo que se contiene en el Handbuch der Physik». Por analogía, podríamos definir la cultura (circunscrita) como «aquello que cae bajo la jurisdicción de los Ministerios de Cultura».
Pero aunque, desde ciertas perspectivas (Max Scheler, Nicolai Hartmann), la cultura espiritual, dominical, aparezca como una flor muy débil (sin perjuicio de su excelencia), que requiere cuidados exquisitos, desde otras perspectivas la cultura espiritual, dominical, será vista como dotada de una potencia intrínseca comparable a la que posee la «cultura material» de los martillos o de los fusiles. Durante los años setenta y ochenta en España se computaban, por parte del Partido Comunista, las «fuerzas de la cultura» como componentes revolucionarios junto con las «fuerzas del trabajo», y se podía leer en revistas políticas titulares como el siguiente: «Fuerzas de la cultura asaltan el rectorado de la Universidad de Barcelona». 3
La confusión objetiva entre las diferentes partes, momentos o componentes de la cultura es, sin duda alguna, una de las condiciones que más favorecen al incremento espectacular del prestigio de la idea. Por ejemplo, la cultura circunscrita, por el hecho de haberlo sido para ser conservada, tutelada y promovida por el Estado, adquirirá el carácter de algo que es intrínsecamente valioso (como riqueza espiritual, patrimonio o identidad de un pueblo). La espuela oxidada que yacía en el desván aldeano se transfigura, irradiando un halo indefinible, al ser encerrada -circunscrita- en la vitrina etnográfica de la Casa de Cultura de la villa. Y como, además, las operaciones de circunscripción están llevadas a cabo por los diferentes Estados miembros de la sociedad universal de las Naciones Unidas, los valores circunscritos como propios de cada Estado tendrán que ser reconocidos por todos los demás, como de hecho lo hace «institucionalmente» la UNESCO; por lo que, en principio, el disco labial de los botocudos, en tanto que es «seña de identidad» de una cultura amazónica, reclamará «democráticamente» una dignidad y respeto análogos a los que pudiéramos conceder a la corona de Leovigildo. No sólo por esta vía de irradiación intercultural logra el disco botocudo el reconocimiento y el respeto de todos los hombres cultos; también hay otras vías no menos eficaces, por ejemplo, la vía por la cual puede tener lugar la irradiación del prestigio de la ciencia de un objeto dado hacia el objeto de esa ciencia. Unas veces, en efecto, es el objeto quien dignifica a la ciencia que lo considera, aun en el caso, verdaderamente sorprendente, en que esta ciencia sea sólo «la ciencia que se busca» (o, de otro modo, aun en el caso de que el objeto de la ciencia no exista): Dios dignifica a la Teología entre todas las demás disciplinas filosóficas, y el Hombre pone a la Antropología en el puesto más elevado de las ciencias positivas; otras veces, en cambio, es la ciencia la que irradia su prestigio sobre su objeto, a la manera como la Citología «dignifica» un tumor repugnante (que el biólogo calificará de «hermoso») o incluso la Mecánica racional dignifica el Sistema solar («La Naturaleza y las leyes de la Naturaleza yacían ocultas en la noche; Dios dijo: ¡sea Newton! y todo fue luz», según el proyecto de epitafio de Pope a Newton). En nuestro caso, ocurre como si la Antropología fuera capaz de elevar el disco botocudo a la condición de contenido cultural universal, es decir, un contenido que debe ser reconocido, por su particularidad pintoresca, por todo hombre culto, en sentido circunscrito (el disco botocudo figura en los Museos Etnológicos custodiados por los Ministerios de Cultura y visitados los domingos por el público culto). Lo que no es tan evidente es que la irradiación del «prestigio gnoseològico» hacia un contenido cultural tal como pueda serlo el disco botocudo tenga la virtud suficiente para dignificar la «ontologia» de ese mismo contenido; pues el reconocimiento gnoseològico no puede confundirse con el reconocimiento ontològico o axiológico. El Premio Nobel que se otorga al biólogo que ha descubierto la estructura de un tumor canceroso no es un premio para el tumor, aun cuando también es cierto que si no fuera por el tumor tampoco el biólogo hubiera sido premiado.
Sin embargo, el mecanismo de irradiación del prestigio gnoseológico hacia los contenidos ontológicos actúa con una frecuencia mucho mayor de lo que, en un principio, pudiera pensarse. ¿Cómo se explica, si no, el auge de expresiones utilizadas por la llamada clase política, tales como «cultura de las tarjetas de crédito», «cultura de la dimisión», «cultura de la cena en bandeja ante el televisor», «cultura de las vacaciones de Semana Santa», o incluso «cultura de la corrupción administrativa», cuando se utilizan como fórmulas destinadas a designar tipos de conducta que parecerá necesario aceptar, al menos como hechos que o bien consolidan el sistema o al menos no lo comprometen? ¿No se están viendo estas pautas de conducta a la manera como el antropólogo funcionalista considera otras pautas culturales que, por el hecho de ser diagnosticadas como tales, resultan al menos reconocidas como mecanismos funcionales del sistema? Si se habla de «cultura de la corrupción» (de los funcionarios o de los partidos políticos), ¿no es porque se está ensayando una especie de justificación funcional? Pues, ¿acaso la corrupción administrativa, considerada desde un punto de vista funcionalista, no contribuye a la eutaxia del régimen político, en la medida en que mantiene interesados y apiñados en torno a su causa a sus agentes? Otro tanto se diga de expresiones que han alcanzado en España una gran fortuna en la época de la competitividad europeísta, tales como la expresión «cultura del pelotazo» (procedimiento de enriquecimiento rápido por vía especulativa), a pesar del matiz peyorativo que ella arrastra.
Es innegable que la aplicación extensiva de la idea de cultura a contenidos tan diversos arrastra, como efecto muy probable, una devaluación de los componentes axiológicos implícitos en la propia idea, de la misma manera que ocurre con la aplicación extensiva de la idea de lo «clásico», cuando no sólo se aplica a la tragedia griega clásica, a la filosofía clásica alemana o a la música clásica, sino también a la vuelta ciclista «ya clásica» alrededor de Belchite. Pero tales devaluaciones no llegan al límite y conservan antes la tendencia a elevar lo que parece más humilde que a deprimir o erosionar lo que parece más elevado (un proceso similar tiene lugar con el término filosofía, cuando se habla de la «filosofía del tercer carril» o de la «filosofía del impuesto progresivo sobre la renta»).
El prestigio de la idea de cultura como marco dignificador (santificante, elevante) de los contenidos que en él se engloban, actúa una y otra vez y por todos los lados. Si se quiere subrayar el rango supremo o la dignidad superior de la música sinfónica, de la ópera o de la música de cámara, respecto de la música de discoteca, se hablará de «música culta» (como si la música de discoteca no formase también parte del todo complejo); es cierto que no podemos referimos a ella como música clásica, puesto que también hay música sinfónica romántica, por un lado, y clásicos del jazz o del rock por otro. El Ayuntamiento de una ciudad dotada de Teatro de Ópera promueve la publicación de un libro lujoso sobre la historia de su Teatro, del que está justamente orgulloso; pero no titulará el libro: Cien años de Teatro de la Ópera en N***; sino Cien años de la cultura operística en N***. Parece evidente que el hecho de incorporar la música de ópera al marco de la idea de cultura dignifica, justifica y aun santifica estos contenidos de la cultura circunscrita, como si tal incorporación confiriese a la ópera una profundidad o espesor (gracias a su inserción en esa misteriosa entidad orgánica llamada cultura) que quedarían debilitadas, o incluso borradas, si se hablase sólo de ópera; acaso porque la ópera, disociada del marco de la cultura, correría el riesgo de ser asociada a otros contextos sociales que pueden resultar incómodos respecto de terceros estratos de la sociedad, o sencillamente excesivamente prosaicos, por delimitados (por ejemplo, «temporada de ópera», que sugiere sólo el entretenimiento y lucimiento de las capas burguesas de la ciudad). La inserción de la ópera en el marco de la Cultura, así, en general, tiene como efecto inmediato su desconexión de esas connotaciones inoportunas, accidentales y, en todo caso, oblicuas. ¿Acaso no asisten también al teatro de la ópera pequeños empleados y aun trabajadores manuales dispuestos a hacer el gran esfuerzo económico para alquilar un traje de etiqueta a fin de poder sentarse en una butaca o en un palco?