Prólogo a la séptima edición de El mito de la cultura

1. Han transcurrido ocho años desde la primera edición, en 1996, de El mito de la cultura. Pero el libro parece estar todavía vivo, es decir, demandado en las librerías, lo que explica que Prensa Ibérica haya proyectado una nueva edición, manteniendo, sin variación alguna, el mismo texto original publicado (y sin perjuicio de la corrección de una docena de erratas materiales que lo afeaban). La editorial ha creído conveniente, en cambio, anteponerle un prólogo a través del cual los lectores puedan recibir alguna información del autor acerca del curso experimentado por esta obra durante los ochos años de su publicación.

2. En lo que se refiere a la recepción por parte del público, o de la crítica de los medios populares de comunicación (prensa, radio, televisión, internet), puede afirmarse que El mito de la cultura fue recibido, en principio, con gran benevolencia por críticos y comentaristas. Muchas veces mereció elogios expresados en términos que se encuentran muy por encima de los habitualmente utilizados en reseñas o comentarios convencionales. Es evidente que sólo así (por la benevolencia y elogio de los media) se explica el número de ediciones que El mito de la cultura alcanzó; número que, si bien es muy bajo comparándolo con el que suelen tener obras de temática literaria, biográfica o política, es muy alto si se compara con el que es habitual (una o dos ediciones) en libros de contenido filosófico muy próximos además, por su estilo, al del «ensayo académico».

3. Además, El mito de la cultura ha sido traducido al alemán por Nicole Holzenthal y publicado por la editorial Peter Lang (Berna, Berlín, etc) en el primer semestre del 2002, con el título Der Mythos der Kultur. Essay einer materialistischen Kulturphilosophie. Una traducción muy difícil de llevar a cabo, pero cuyos obstáculos fueron brillantemente superados por la traductora, gracias a su asombroso conocimiento del español y a su profunda formación filosófica. Nicole Holzenthal antepuso a su traducción alemana un extenso prefacio que, sin duda, ha de contribuir a la buena recepción de la obra en Alemania y Austria. Merece ser recordada aquí la gran expectación que suscitó la presentación de la obra en Maguncia, Viena, Bremen y Munich. Una anécdota relativa a la presentación del libro en Maguncia y que tiene directísima significación con el cuerpo doctrinal mismo de El mito de la cultura-, algunos miembros del departamento del doctor Stephan Grätzel (departamento al que Nicole Holzenthal está vinculada) habían colgado en su despacho, con ocasión de la presentación del libro, un cartel recogido de una finca agrícola vecina, en el que podía leerse, en letras mayúsculas: «KULTUREN BETRETEN VERBOTEN»; es decir: «Prohibido entrar en las culturas». El cartel, por sí mismo, clavado en un campo raso, carecía de toda la ironía que recibía al ser colgado en el interior de un recinto académico; pero constituía una prueba más de la persistencia de la más primitiva acepción latina del término «cultura» (exento de sus contextos genitivos como agri-cultura, o viti-cultura) en la lengua alemana del presente; una persistencia aún mayor que la que tiene en español (sólo logré encontrar un texto del siglo XVIII en el que aparecía la expresión «culturas de Oviedo» por «cultivos o huertas de los alrededores de Oviedo»).

4. Tampoco ha sido escasa la «crítica académica» que ha merecido El mito de la cultura y, por supuesto, como es lógico, esta crítica es de muy diverso alcance. Me referiré aquí únicamente a algunas críticas académicas que, sin perjuicio de la «beligerancia» que conceden a la obra, señalan discrepancias importantes, ya sea de índole general, ya sea de índole particular. No es este prólogo el lugar más adecuado para responder en forma a estas críticas; sin embargo, tampoco podría justificarse el silencio ante ellas, un silencio que algunos podrían interpretar como un intento de ocultación de dificultades y otros como desprecio a los críticos. Unas respuestas breves podrán ser suficientes para exponer la reacción del autor ante estas críticas que, en todo caso, son de agradecer por cuanto, de cualquier modo, hacen posible muchas veces ver al libro que el lector tiene entre sus manos desde coordenadas distintas a las que él mismo utilizó; o, si se quiere, permiten liberar al libro de su connatural «autismo».

La crítica académica «a la totalidad» más señalada que El mito de la cultura ha recibido hasta la fecha es la del profesor Javier San Martín en su libro Teoría de la cultura (Síntesis, Madrid 1999). «Crítica a la totalidad» llevada a cabo sin perjuicio de su «cortesía académica», que comienza por el reconocimiento de la propia «enjundia» del libro, y no sólo a través de frases explícitas sino por el hecho de que una gran parte de la Teoría de la cultura de San Martín está consagrada a la crítica de El mito de la cultura.

Ahora bien, tal como la entiendo, esa «crítica a la totalidad» que San Martín ofrece respecto de El mito de la cultura es propiamente una «confrontación» entre una versión de una concepción idealista (o espiritualista) de la cultura (la de San Martín) y una concepción materialista de la cultura (la que subyace a El mito de la cultura).

Confrontación, por otra parte necesaria, si se acepta la regla según la cual «pensar es pensar contra otros». Y la estirpe del pensamiento de San Martín, tal como lo entiendo, en filosofía de la cultura, es genuinamente espiritualista o idealista (en la tradición de Kant, de Husserl o de Ortega, que San Martín reivindica con todo derecho).

En efecto, el profesor San Martín parte de la Idea de la cultura como idea que, según él, sólo desde dentro, podría ser comprendida; lo que le lleva a considerar a las ciencias de la cultura como instrumentos incapaces de delimitar verdaderos conceptos en torno a la cultura misma. Por ello, según el crítico, sólo una «filosofía de la cultura» podrá llegar a comprender la verdadera esencia de la cultura. Y, desde ese punto de vista, la gran objeción de principio que San Martín hace a El mito de la cultura, es que este libro toma, como punto de partida, a las «ciencias de la cultura», que sólo podrían ofrecer conceptos oscuros y externos.

Ahora bien, desde una perspectiva materialista, las Ideas sólo pueden entenderse desde conceptos previos, tecnológicos o científicos; la idea de cultura, por tanto, sólo podrá entenderse desde conceptos previos de carácter técnico o científico. La idea de cultura deriva, precisamente de un concepto técnico, a saber, el de agricultura; un concepto positivo que, en época ya avanzada del desarrollo humano -a partir de la época neolítica según se admite convencionalmente- define la diferencia entre los campos salvajes (selváticos, naturales) y los campos cultivados (las «culturas» de las que antes hemos hablado).

Pero no sólo hay múltiples conceptos, técnicos o científicos, que nos permiten definir otros tantos términos, relaciones u operaciones culturales; también hay diferentes Ideas de cultura. Suponemos que, mientras que las diversas disciplinas tecnológicas o científicas trabajan con conceptos, a la filosofía le corresponde ocuparse de las Ideas. Ideas que las filosofías idealistas tratan como si fueran «especies originarias e irreducibles», ya procedan de Dios («nosotros vemos a todas las cosas en Dios») -en la tradición de Descartes, de Malebranche de Berkeley-, ya procedan de la conciencia pura humana -en la tradición de Kant, de Fichte o de Husserl. Por ello,

San Martín repudia cualquier intento de apoyar la filosofía de la cultura en las ciencias de la cultura, puesto que ello equivaldría, a su juicio, a situarse en el «exterior» o «fuera» de la esencia misma de la cultura. Por ello postula, como punto de partida, la necesidad de ver a la cultura «desde dentro». Sólo así será posible una filosofía de la cultura (como si una filosofía de la cultura pudiera llevarse a cabo sin confrontar la Idea de cultura con otras ideas de su «exterior», como puedan serlo la idea de Naturaleza, o la idea de Hombre o la Idea de Dios). En realidad, la distinción entre un fuera y un dentro de la cultura de la que parte San Martín es puramente metafísica, pues él no utiliza esta distinción en el terreno en el que las propias ciencias de la cultura, desde Pike (con su distinción emic/etic) la han tratado (el profesor Suárez Ardura ha subrayado, con gran detalle y sagacidad, este incomprensible «olvido» de San Martín en su artículo «Teoría de la cultura frente a Mito de la cultura», El Basilisco, núm. 27, enero-junio 2000).

En el capítulo dos de El mito de la cultura ya se ofrecía la clasificación principal de las ideas de cultura (al relacionarla con la Idea de Naturaleza) con las que tenemos que enfrentarnos, en dos grandes grupos: A, el espiritualismo de la cultura y B, el materialismo de la cultura; así como la clasificación en tres grupos de la idea de cultura (al relacionarla con la Idea de Hombre):

a, el grupo de las ideas que identifican hombre y cultura (el humanismo cultural, que define al hombre como «animal cultural»), b, el grupo de las ideas que tienden a separar el hombre y la cultura (sobrehumanismo o infrahumanismo) y c, el grupo de las ideas que en parte identifican, en parte separan, la cultura y el hombre (praeterhumanismo). Cruzando estos criterios obtenemos una tabla taxonómica de Ideas de cultura, tabla que no figura en El mito de la cultura, pero sí en el «Antílogo» que antepusimos a la traducción española del libro de John Zerzán, Malestar en el tiempo (Ikusager ediciones, Vitoria 2001, pág. 31) y que reproducimos en la página siguiente.

En su libro Teoría de la cultura, San Martín se propone reconstruir las líneas maestras de una «filosofía autónoma de la cultura» situándose desde el principio «dentro» (como él dice) de la cultura. Este proyecto, sin embargo, cuya posibilidad no negamos, aunque sea a título de ensayo, sólo tiene sentido desde el idealismo. Desde la perspectiva materialista tal proyecto es absurdo, porque un tal proyecto supone la posibilidad de reducir todas las cosas (la omnitudo realitatis) a la condición de «cultura creada por el hombre» (ya sea a título de «intermediario de Dios», que es lo que sostuvo el obispo Berkeley, ya sea a título de un principio creador autónomo y absoluto, que es lo que sostuvo Juan Teófilo Fichte). Pero la concepción panculturalista de la realidad es la expresión más genuina del idealismo y del espiritualismo.

Cultura/HombreabcHumanismoAntihumanismo oPraeterhumanismoCultura/NaturalezaculturalistaanticulturalismoA(1) Aa(2) Ab(3) AcEsplritualismoEspiritualismoSobrehumanismoEspiritualismode la culturahumanistacultural ypraeterhumanistaHerder, Fichte,espiritualismoHegelCassirer, OrtegaantihumanistaFrobenius, Spengler, KerlerB(4) Ba(5) Bb(6) BeMaterialismo deMaterialismoMaterialismoMaterialismola culturaculturalanticulturalistapraeterhumanista(I) Naturalismo(I) Humanismo(I) De signohumanista, decontracultural:optimista: Marx,signo optimistaDiógenes, Epicuro,materialismoo positivo:Ascetismo cristiano,histórico, Freud,Tylor, Malinowski,Antonio de Guevara,psicoanálisis.Harris.Rousseau, Lévi-Strauss… Zerzan.(II) De signo(II) Naturalismopesimista:antihumanista,(II) Infirahumanismo:posmodernismode signo negativoDesmond Morris,(Foucault)o pesimista:Proyecto Gran Simio.Klages, Daqué.

Mi respuesta a la Teoría de la cultura de San Martín fue ya expuesta en lo esencial en la conferencia inaugural del IV Congreso Internacional de Antropología Filosófica, que tuvo lugar en la Universidad de Valencia en septiembre del año 2000 -a la que asistió el propio San Martín- y a ella nos remitimos (está publicada en las actas del citado congreso). En cualquier caso nos ha parecido que podría ser útil al lector de esta nueva edición de El mito de la cultura que no disponga de tiempo para consultar «escritos académicos», poner a su disposición los párrafos más pertinentes en relación con la distinción central entre el espiritualismo y el materialismo de la cultura.

Tratando de simplificar al máximo diremos que las concepciones espiritualistas de la cultura (o, si se prefiere, las Ideas espiritualistas de la cultura) pueden caracterizarse por su proclividad a definir la cultura, y eminentemente la cultura humana, en función de las ideas ontológicas (muchas veces con intención ontológico-general) de «Creación», «Universo», «Mundo», «Dios», «Espíritu», «Hombre»; y esto a fin de subrayar, emic, (desde su propio «dentro»), la naturaleza poética o creadora, libre, de la cultura auténtica (no determinada, por tanto) por instancias exteriores a ella misma. Estas concepciones de la cultura han venido siendo expuestas en la tradición de la filosofía idealista. En esta tradición, sin embargo, la idea de cultura suele mantenerse aprisionada por la subjetividad de unos hombres que, aun emancipados de toda dogmática teológica revelada, siguen poniendo en la formación o cultura espiritual o moral del hombre (Bildung) la clave de la diferenciación del hombre respecto de la Naturaleza. Para esta tradición, la Idea moderna de Cultura debería considerarse constituida por su oposición a la Idea de Naturaleza, puesto que ella se reduce a la transformación (secularización) de la oposición tradicional cristiana entre el estado de Naturaleza / estado de Gracia (tradición cristiana que pone al hombre como obra del séptimo día y fin supremo de la creación del Universo) en la oposición «estado de inserción del hombre en la cadena de las causas naturales» / «estado de liberación del hombre respecto de este orden natural», mediante la formación o cultura de su voluntad espiritual.

Y esto se constata muy bien en la exposición que Kant ofreció (en su Crítica del juicio teleológico, §83) de la doctrina del hombre como «último fin de la Naturaleza», distinguiendo los casos en los cuales ese «fin de la Naturaleza» pueda ser impulsado por ella misma (y entonces hablaríamos, dice Kant, de la felicidad, como fin del hombre), o bien por la misma capacidad de los hombres para desplegar toda clase de fines, utilizando a la Naturaleza a su servicio.

Y a esta producción de la capacidad de un ser natural para cualquier fin (es decir, capacidad de ponerse fines él mismo), denomina Kant formación (Bildung) o cultura. No puede negarse el papel que esta Idea de cultura pudo tener en la transformación de la oposición, expuesta en El mito de la cultura, «Reino de la Naturaleza» i «Reino de la Gracia», en la oposición «Reino de la Naturaleza» / «Reino de la Cultura»; pero nos parece muy cierto que todavía la idea «moderna» de cultura no aparece constituida en Kant, aunque se encuentre prefigurada en la Crítica del juicio.

Desde la perspectiva idealista podríamos reexponer o recuperar principalmente, antes que a Kant, a la filosofía de Berkeley como una primera formulación avant la lettre de una filosofía espiritualista de la cultura. Aunque Berkeley no lo presente de este modo, lo cierto es que él dijo que el Mundo que nos rodea es el resultado de la misma actividad perceptual humana; por tanto, que el Mundo no es un conjunto de formas ofrecidas por una Naturaleza material, sino un conjunto de símbolos, un lenguaje capaz de ser interpretado por la propia actividad cognoscitiva del hombre en el momento en el que está recibiendo los mensajes que otro espíritu, el espíritu divino, le envía. El Mundo será, por tanto, un lenguaje entre Dios y el hombre y entre los hombres entre sí. El idealismo alemán, en la medida en que pueda ser interpretado como una filosofía de la cultura seguirá las pautas de Berkeley. Si algo le reprocha a Berkeley Juan Teófilo Fichte, no es tanto su idealismo, cuanto la timidez de ese idealismo, que sigue reconociendo a Dios como una realidad extrahumana (lo que para Fichte equivale a seguir prisionero del materialismo). El idealismo absoluto de Fichte nos ofrece íntegramente la explicación del Mundo como un No-Yo que, al constituirse como posición del Yo, podrá ser considerado como superponible al Mundo de la cultura, interpretado como «creación del hombre». En esta perspectiva, desde la cual el Dios creador de Berkeley llegará a ser identificado con el Espíritu del Mundo, se mantendrá, a su modo, Hegel a través de su teoría del Espíritu objetivo (que en este contexto ha estudiado Jacinto Chozas en La realización del hombre en la cultura, Rialp, Madrid 1990). Pero también, en el siglo XX, en versiones obviamente muy distintas, Frobenius, Spengler, Cassirer, Heidegger u Ortega (cuyas reservas ante el idealismo no alcanzan a su espiritualismo, entendido en sentido filosófico). «El acto específicamente cultural es el creador», dice Ortega, en la reconstrucción de la teoría de Ortega que el profesor San Martín ofrece en su Teoría de la cultura, así como en la reconstrucción del pensamiento de Heidegger a la luz de la ideas espiritualista de cultura podemos encontrar abundantes testimonios interpretativos de lo que venimos llamando concepción espiritualista de la cultura.

Caracterizaríamos a las filosofías materialistas de la cultura por su tendencia a dejar fuera a las ideas ontológicas de la serie Dios-Universo-Creación, etc, a fin de empezar concatenando la idea de cultura precisamente con los animales de la Zoología y con el determinismo causal, biológico e histórico que nada tienen que ver con la Creación. Una concepción materialista de la cultura no puede aceptar la tesis de la cultura como «creación del hombre», salvo como idea emic, y mítica, de algunas culturas antropocéntricas. El materialismo se situará por tanto, etic, fuera de esas culturas, y aun de toda cultura humana.

¿Pero cómo puede situarse «fuera de la cultura humana» quien tampoco se encuentra en condiciones de situarse, como los espiritualistas y metafíisicos, «en el punto de vista de Dios»? Sólo de un modo: regresando hasta la perspectiva de la animalidad, que el hombre encuentra en él mismo, es decir, hasta la perspectiva etològica que implica también un mundo apotético que encuentra en los animales, en cuanto sujetos operatorios. La perspectiva zoológica es además la única vía abierta (según hemos expuesto en otros lugares) para desbordar el idealismo, mediante lo que en otras ocasiones hemos llamado «argumento zoológico».

5. Las críticas que el profesor Joan B. Llinares, de la Universidad de Valencia, dirige contra El mito de la cultura (en su artículo «El concepto de cultura en el joven Herder») tiene un alcance enteramente distinto al de las críticas de San Martín. Cabría decir que ellas no se dirigen a la totalidad sino a ciertas partes de la obra y, en particular, a algunos puntos del capítulo segundo («Nacimiento y maduración de la idea metafísica de cultura en la filosofía alemana»), a saber, los que se refieren a Herder y, sobre todo, a Hegel. Llinares, gran conocedor de la «filosofía clásica alemana», sin perjuicio de reconocer, en líneas generales, la reconstrucción de la historia de la idea moderna de cultura que ofrece el capítulo segundo citado, cree necesario puntualizar algunas afirmaciones contenidas en El mito de la cultura. Puntualizaciones que algunos han tendido a interpretar como «meramente filológicas», pero que, si no entendemos mal, encierran una cuestión fundamental para la filosofía materialista de la cultura, a saber, la cuestión de la disyunción entre la cultura en sentido subjetual (la que moldea a los sujetos individuales y descansa en ellos como el accidente en la sustancia) y la cultura en sentido objetual (la que «envuelve» a los sujetos individuales y los antecede hasta el punto de poder decirse que son los individuos humanos aquellos que descansan, casi como si fueran accidentes, en la Cultura). La distinción no tiene por qué interpretarse siempre como dicotómica, como la interpretan algunos etólogos, cuando entienden la cultura subjetual como mero resultado del aprendizaje; o incluso como la entienden los psicólogos de la educación, cuando conciben a la educación humana como la «educción» mediante el ejercicio de las capacidades humanas subjetivas que, si no fueran cultivadas, permanecerían en estado de pura potencialidad.

En efecto, la cultura subjetual y humana puede ser entendida -y esta

sería la característica más importante de la idea «moderna» de cultura- como la misma participación de los sujetos individuales en una Cultura objetiva envolvente (a la manera como los individuos participan, mediante su habla, de una lengua nacional que les antecede); de tal manera que esa cultura subjetual humana, a diferencia de las culturas animales, sin dejar de ser subjetual, sólo es comprensible desde la Cultura objetiva envolvente. Otra cuestión es la que tiene que ver con la «naturaleza» de esa cultura objetiva: la «idea alemana de cultura» en cuanto heredera del «Reino de la Gracia» habría tendido a entender la cultura objetiva, al modo idealista, como una «totalidad viviente» dotada de una identidad cuasi-sustancial, característica y propia o bien de cada pueblo, o bien de la Humanidad (y en esto hacemos consistir la génesis de «El mito de la cultura»).

Una versión materialista de la idea objetiva «moderna» de cultura es la que se expone en el capítulo siete de este libro, bajo el epígrafe de «Cultura morfodinámica», en el que se pretende ofrecer una perspectiva explícitamente contrapuesta, no sólo al sustancialismo de la cultura objetiva, sino a la perspectiva que la Etología adopta para construir su concepto de cultura.

Ahora bien. Esta difícil cuestión de las relaciones e interacciones entre la cultura subjetiva y la cultura objetiva es la que, si no me equivoco, está latiendo en el fondo de las puntualizaciones, aparentemente filológicas de Llinares a propósito de las distinciones de los términos alemanes Bildung y Kultur (o Cultur). Porque Herder, reconoce Llinares, utiliza el término Kultur, pero sin que por ello deje de utilizar el término Bildung. Pero acaso se da por supuesto que Bildung (traducido por «formación», en sentido muy próximo a «moldeamiento educativo del individuo») queda del lado de la cultura subjetual, mientras que Cultur tendría que ver, ya desde su origen latino (agri-cultura), con la Cultura objetiva.

Pide Llinares, y con toda razón, una profundización en el proceso de elaboración de la Idea de cultura del propio Herder y él mismo anticipa importantes resultados de su propia investigación distinguiendo hasta cinco acepciones («Cultura de la Humanidad», «Cultura de un pueblo», «Cultura junto al Arte, la Ciencia y la Religión»…). Sin embargo, estas modulaciones de la Idea de cultura no contradicen, sino que corroboran, la reconstrucción general que hemos ofrecido de la Idea de cultura de Herder, si bien su estudio enriquecerá la exposición de la génesis de la idea de cultura «moderna», desde una perspectiva materialista, y de las relaciones entre el idealismo (o espiritualismo) de la cultura y el naturalismo.

Llinares constata en el Herder maduro una «veta de naturalismo» que «quizá obligase a exigir nuevas precisiones al esquema antes expuesto del profesor Bueno» -continúa Llinares- «concretamente en lo que se refiere a la tercera operación de la construcción de la oposición dualista entre el conjunto llamado "cultura" y el conjunto llamado "naturaleza"». Sin duda el profesor Llinares tiene aquí toda la razón; por mi parte sólo puedo decir que la oposición de la Cultura con la Naturaleza de la que se habla en la historia de la idea, va referida a la propia concepción del esplritualismo y no a la del materialismo filosófico, que rechaza de plano la Idea metafísica (o mítica) de la propia idea de Naturaleza. No estará fuera de lugar recordar aquí que El mito de la cultura no se propuso desarrollar explícitamente una filosofía de la cultura y, menos aún, una «filosofía autónoma de la cultura»; una filosofía de la cultura que sólo sería viable, desde coordenadas materialistas, en correlación con la filosofía de la Naturaleza.

Las críticas filológicas de Llinares van referidas, en realidad, más que a mi tratamiento de Herder (que, según él, sería correcto, aunque insuficiente), al tratamiento de Hegel, que Llinares ve como incorrecto, precisamente por el hecho de que Hegel no utiliza el término Kultur sino el término Bildung, y sin perjuicio de que los traductores españoles o franceses de Hegel suelan poner «cultura» en los lugares en los que Hegel pone Bildung. Pero ¿desautoriza esta circunstancia la interpretación de Hegel que ofrece El mito de la cultura:? En modo alguno, nos parece, salvo que, por petición de principio, se parta del supuesto de que el Bildung hegeliano ha de ser traducido sin más por cultura subjetiva o formación, íuera del contexto de la cultura objetiva. Hay argumentos superabundantes para fundamentar la atribución a Hegel de una idea de «Cultura objetiva envolvente» que funciona en su sistema con una claridad mucho mayor incluso de la que cabe reconocerle a Herder. La cuestión estribaría, según esto, en explicar por qué Hegel no utilizó el término Kultur, sino Bildung a! exponer su concepción de la cultura. Caben varias hipótesis: ¿acaso para distanciarse de Fichte, que utilizó masivamente el término Cultur*. ¿acaso para huir del matiz «populista» («antropológico» en su sistema) que cabría otorgar al término Kultur, frente al matiz más «elitista» y espiritual que (según Otto Bauer) correspondería al término Bildungi Lo cierto es que Hegel utiliza ese término; pero lo que no cabe olvidar es que cuando Hegel habla de Bildung no lo hace desde una plataforma psicológica, sino que lo hace «desde la plataforma» del Espíritu objetivo, por ejemplo en los párrafos 176 y 187 de la Filosofía del Derecho, o en los párrafos 387 y 525 de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, o en la Sección VLB («el Espíritu como extraño de sí mismo, la cultura») de la Fenomenología del Espíritu.

La idea hegeliana del Espíritu objetivo es acaso la idea más próxima en Hegel a lo que venimos llamando «idea metafísica» de cultura objetiva; por tanto, la doctrina del Espíritu objetivo correspondería al núcleo de la filosofía de la cultura de Hegel (tesis que ya fue defendida por W. Moog, en su Hegel y la escuela hegeliana, 1930). Cuando Hegel habla de Bildung lo hace siempre, no tanto desde la perspectiva de la formación del individuo, considerado psicológicamente, sino desde la perspectiva del individuo en cuanto resulta elevado a la universalidad que le será proporcionada precisamente por el Espíritu objetivo. Quien traduce el Bildung hegeliano por cultura puede, con todo, muchas veces, deslizarse también hacia la cultura subjetiva, pero más aún lo haría si tradujese, sin más, Bildung por «formación» o por «educación». Es cierto que los contenidos que Hegel incluye en la doctrina del Espíritu absoluto («Arte», «Religión», «Saber absoluto») también corresponden a contenidos que la Antropología cultural considera dentro del «todo complejo» de Tylor. Pero cabría añadir que la oposición hegeliana entre el Espíritu objetivo y el Espíritu absoluto mantiene una indudable correspondencia, al menos en definición, con el origen de la distinción que en El mito de la cultura hemos establecido entre «cultura objetiva», en general, y «cultura circunscrita», en particular (al menos, cuando esta cultura circunscrita toma como parámetro la llamada «Alta cultura», en cuanto contrapuesta a la «cultura popular», incluso a la cultura kitsch).

La confrontación del uso del término Bildung de Hegel con el uso que Fichte le dio, en conexión con el término Kultur (o Cultur) sería imprescindible para profundizar en el detalle del desarrollo de la «idea alemana» de cultura, a partir de Herder. En cualquier caso, la idea de cultura de Fichte, tanto cuando utiliza el término Kultur (o Cultur) como cuando utiliza el término Bildung (por ejemplo, en los Discursos a la Nación alemana, tomo VII de S.W. en Walter Gruyter, pág. 274) o cuanto habla de la necesidad de educar al Yo, pero no ya individualmente, sino como un Selbst general y nacional, etc) tiene un sentido inequívocamente «envolvente» (de los individuos), que es analizado en El mito de la cultura. La misma expresión «Reino de la Cultura» {Der Reiche der Cultur), que venimos considerando como transformación del «Reino de la Gracia» se encuentra también en Fichte. (Un análisis muy preciso de estos términos y de otros de su constelación nos los ofrece María del Pilar García Alonso en su artículo «La idea fichteana de cultura», El Basilisco, núm. 29, enero-marzo 2001).

6. Algunos críticos han hablado del trasfondo «etnocentrista-europeísta» que pudiera estar alentando en las tesis mantenidas en El mito de la cultura (sobre todo cuando van concordadas con tesis de Etnología y Utopía, de 1987, y de Nosotros y ellos, de 1990). Así, E. Ujaldón en su artículo «La comprensión del otro en la filosofía de Gustavo Bueno» {El Basilisco, núm. 29, enero-marzo 2001): «Si la explicación científica, al menos en el orden de la intención, pretende superar la distinción emic/etic para llegar a las estructuras esenciales ¿no serían estas estructuras esenciales las constituyentes últimas de la realidad, su categorización última, como afirman los univocistas? Además, ¿no es ello no sólo filosóficamente discutible, sino claramente etnocentrista?».

Lo del «univocismo cultural» se refiere a la concepción de las esferas culturales como si fuesen meras alternativas numéricas de una misma especie o como meras especies de un mismo género porfiriano de suerte que, por encima de sus diferencias fuera siempre posible regresar hacia unas estructuras esenciales comunes a todas las culturas, estructuras que se mantendrían por encima de los fenómenos (Ujaldón da por supuesta la raigambre kantiana de la oposición fenómenos/esencias utilizada en El mito de la cultura y en otras obras; en realidad esta distinción -si no se mantiene contaminada con la distinción fenómenos/noúmenos- tiene más que ver con Hegel y con Marx que con Kant, y de ahí el carácter dialéctico de la ontología a la que ella alude, la ontología de la incompatibilidad de culturas, frente al armonismo del «pluralismo cultural», y, por tanto, la posibilidad de una evolución de i as culturas como resultado de su «lucha por la vida»). La ontología univocista se opone también, por tanto, a la ontología equivocista (la de Spengler o la de Whorf) implicada por el relativismo cultural, en tanto proclama la inconmensurabilidad de todas ias culturas y, en consecuencia, la necesidad de acogerse a la metodología emic al considerar cada cultura. Ahora bien, todas estas cuestiones tienen mucho que ver con el ejercicio de una sustantivación de las culturas (o esferas culturales), por un lado, y con la consideración de las ciencias efectivas (matemáticas, físicas, biológicas…) como si fueran ellas mismas instituciones culturales o contenidos propios de cada cultura («Matemática griega», «Fisiología china»…)

Pero El mito de la cultura se dirige principalmente contra toda sustantivación de las esferas culturales, cuya unidad pretende reducir a la que es propia de esos «torbellinos morfodinámicos» en evolución y conflicto permanente. Pero la sustantivación de ias culturas, en ejercicio, antes que representativamente, es la forma actual más frecuente de expresión del «mito de la cultura», como lo demuestra la fortuna que ha tenido la ocurrencia de aquel (de cuyo nombre no es necesario acordarse) que inventó la expresión «señas de identidad». La sardana será interpretada como una seña de identidad de la cultura catalana, y el aurresku como una seña de identidad de la cultura vasca.

Pero la expresión «seña de identidad» sólo tiene sentido pleno en función de una cultura o esfera cultural cuya identidad se da por supuesta, de una cultura cuya identidad se considera como si estuviese manando in illo tempore de los manantiales más profundos de la realidad espiritual humana y manifestándose por rasgos diferenciales o por señas que no se toman solamente como distintivas sino también como constitutivas de la cultura de referencia. Pero ¿acaso esas señas de identidad pueden ser algo más que señas de instituciones culturales, procedentes de fuentes muy diversas, que se integran en un torbellino más o menos duradero? Además, con mucha frecuencia, tales instituciones son incompatibles con instituciones de otras culturas: la institución de la cliteroctomía, la institución del vudú, la institución de la inmolación, como arma de lucha política, etc, son, sin duda, «señas de identidad», pero no tanto en sentido constitutivo, cuanto en sentido distintivo, de situaciones incompatibles con nuestras propias instituciones, desde las cuales aquellas se aparecen necesariamente como salvajes o bárbaras. Ante incompatibilidades semejantes, el relativismo, o el pluralismo cultural, están fuera de lugar, y no hay ninguna razón para respetar tales instituciones y, menos aún, para tolerarlas si es que se tiene el poder suficiente para suprimirlas (si ese poder no existe, no cabrá hablar, siquiera, de tolerancia).

Por lo que se refiere al supuesto etnocentrismo latente en las apelaciones a la ciencia y a la tecnología, como criterios para juzgar las diversas culturas, me limitaré a reiterar la tesis expuesta en El mito de la cultura, según la cual las ciencias auténticas (en su fase de «justificación», no ya en su fase de «descubrimiento») no serían propiamente contenidos culturales (sin que por ello tuvieran que ser clasificadas como contenidos naturales). Por lo que también nos parece fuera de lugar apelar aquí al «principio de caridad» propuesto por Davidson, no sin alguna inspiración relativista, para reconocer la capacidad de los pueblos de «otras culturas» (o de las capas menos ilustradas de nuestra propia cultura), para interpretar «nuestras ciencias» como frutos de una conducta racional. Por mucha caridad que despleguemos, nos veremos obligados a afirmar que, desde los supuestos, tradicionales chinos que envuelven la técnica de la acupuntura (cuya eficacia no discutimos en muchos casos), es imposible dar una explicación racional de la misma: para ello hay que recurrir a la «fisiología científica», «occidental». En suma, no es que nosotros (mejor dicho, la ciencia a la que nos acogemos) dispongamos de «esquemas conceptuales» más potentes que ellos; es que la ciencia no la entendemos a partir de «esquemas conceptuales» (estos sí que tienen raigambre kantiana, por cierto), sino a partir de relaciones objetivas reales en cuyo análisis no es posible entrar aquí ahora.

7. No puede decirse, en resolución, que El mito de la cultura, haya sido un libro ignorado o «no reconocido», incluso por sus críticos. Todo lo contrario. Pero por esto mismo -y salvando un escasísimo número de personas, y aún excluyendo a los críticos- su influencia parece haber sido prácticamente nula, sobre todo en aquel público en el que podía haber ejercido mayores efectos: los políticos, los periodistas, los clérigos de diferentes confesiones, los cocineros de alta cocina, los artistas, los intelectuales, los cineastas, etc

Los políticos siguen prometiendo «elevar la cultura» de su propia Nación, y anuncian invertir aún más de lo que se viene destinando a la defensa y promoción de la propia «identidad cultural» de su pueblo (de la cultura catalana, de la cultura gallega, de la cultura vasca…). Algún consejero de cultura de la autodenominada «izquierda política» llega a decir, en periodo preelectoral, que sólo desde su partido se puede promover la «cultura» (no se precisa cuál) porque «la cultura es de izquierdas, mientras que en la derecha sólo hay pan y circo» (como si el pan y el circo no fueran también contenidos del «todo complejo» de Tylor; y antes aún ¿no había definido Hesiodo al hombre como «animal que come pan»?). Por su parte, los «medios» mantienen sus «espacios de cultura» y desde ellos ejercen la crítica literaria, o musical o artística; y cuando reseñan la recepción habida con ocasión de algún acontecimiento público o privado (una boda, por ejemplo), seguirán clasificando a los asistentes según las categorías consabidas: políticos, banqueros, empresarios, «famosos»…, pero no olvidarán en ningún caso la referencia a las «gentes de la cultura» («también la cultura estuvo ampliamente representada en esta recepción», leemos en la reseña periodística de una boda principesca).

La impermeabilidad de los políticos, periodistas, clérigos, cocineros, artistas, intelectuales o cineastas, o cualquier otro grupo social impregnado del mito de la cultura estaba ya prevista en el libro: «la crítica al mito de la cultura resbalará sobre todos aquellos que creen en él», como, en general, ocurre con todos los mitos socialmente bien arraigados, porque poseen un funcionalismo ideológico indiscutible. Para los políticos separatistas, El mito de la cultura (aplicado a la «identidad de su cultura autonómica») es obviamente un aliado imprescindible; para los clérigos de diversas confesiones, El mito de la cultura es uno de los principales instrumentos ideológicos para defender sus pretensiones, sus prerrogativas, o sus instituciones, sin necesidad de «entrar en el fondo de la cuestión», es decir, de las dogmáticas respectivas: la «religión deberá ser enseñada en las escuelas porque es cultura»; el derecho de las mujeres musulmanas a llevar el sador o el burka se justificará, sin necesidad ue acudir a las profundidades de la revelación coránica, invocando el derecho de cada pueblo a las señas de identidad de su propia cultura. Para los cocineros de alta cocina, la apelación a la cultura sirve no sólo para exaltar su propio oficio, sino también para distinguirlo del de los cocineros vulgares.

¿Por qué detenerse entonces a analizar algo que ya se daba por previsto y obvio en El mito de la cultura? Podríamos aducir diversos motivos; pero será suficiente este: la sospecha de una conexión profunda entre todos aquellos -políticos, periodistas, cocineros, intelectuales, cineastas…- que se mantienen «impermeables» ante las críticas similares a la de El mito de la cultura, y la filosofía espiritualista de la cultura (sobre todo en su versión humanista).

Y esto, tanto si el político es de izquierdas, como si es de derechas; tanto si el periodista es conservador, como si es progresista; tanto si el clérigo es musulmán como si es cristiano, tanto si el alto cocinero pertenece a la escuela francesa o a la escuela pakistaní. Pues de lo que aquí se trata es de la relación entre el «Reino de la cultura» y el «Reino de los valores». Y es característico de toda filosofía espiritualista considerar al Espíritu humano como la fuente de todos los valores, así como es característico de la moderna filosofía espiritualista de la cultura, el considerar a la Cultura como el contenido más genuino y positivo (no metafísico) del Espíritu humano. Aquello por lo que el hombre puede considerarse como ser espiritual es su cultura (y no, por ejemplo, su hipotética alma inmortal, como entidad metafísica residente en su interior como el fantasma en la máquina).

El espiritualismo pondrá en la Cultura, en cuanto tal, el manantial de donde manan los valores supremos de la Humanidad; recíprocamente, todo aquel que de hecho -ya sea político, periodista, cocinero, intelectual, cineasta. ..- considera a la cultura en cuanto tal, como el valor supremo, o como fuente de todos los valores, estará muy cerca del espiritualismo, aunque «hable en prosa sin saberlo». Y esto, tanto si está pensando en el hombre en general (es decir, en la «cultura humana» en general) como si está pensando en la cultura determinada de «su pueblo» (en la «cultura catalana», en la «cultura kurda» o en la «cultura azteca»)

Cuando el hombre, por su cultura, es considerado (como lo consideraba Kant, aunque sólo fuera en sus «juicios reflexionantes») como el «fin de la Naturaleza», y como la fuente de todos los valores, es porque se presupone una concepción espiritualista de la cultura humana. Es la perspectiva de la UNESCO al promover todas las culturas existentes, y aún sus obras más diversas, como «patrimonio de la Humanidad». Es la perspectiva de los clérigos-antropólogos (o de los antropólogos-clérigos) cuando hablan de la «espiritualidad» de los rituales vudú o candomblé. Es la perspectiva de quienes sólo encuentran como razón necesaria y suficiente para «poner en valor» una obra musical su condición de habitante del «Reino de la cultura», como si un concierto para piano y orquesta de Mozart recibiera su valor por el hecho de ser «cultura», cuando en realidad lo que ocurre es que la «cultura» sólo adquiere valor cuando entre sus contenidos figuran los conciertos para piano y orquesta de Mozart o algo similar a ellos.

Se constata también un espiritualismo de los políticos (sobre todo si son de izquierdas) que, al menos en periodo electoral, anuncian orientar una importante parte del presupuesto nacional a promover no ya sólo la «Cultura humana» en general, sino precisamente la «Cultura» de su nacionalidad, erigida también en valor práctico supremo («todo aquello que vaya orientado a la consolidación y promoción de la cultura catalana será bueno; todo aquello que la ponga en segundo plano, será malo»).

8. Ahora bien, la conexión entre el esplritualismo de la cultura y la consideración de la cultura como fuente de los valores más genuinos, nos lleva a redefinir el materialismo de la cultura, en el terreno de los valores prácticos, como algo más que una «teoría especulativa de la cultura». Nos lleva a redefinirlo como una práctica orientada a la crítica de la cultura como fuente de valor y de los valores culturales particulares como tales. La cultura, no es fuente de todos los valores. Por ejemplo, los «valores de verdad» de las ciencias matemáticas o físico-naturales no derivan de la cultura, si mantenemos nuestra tesis sobre la relación entre las ciencias y la cultura.

Desde una perspectiva materialista no puede aceptarse, desde luego, que la cultura constituya al hombre en el «fin de la Naturaleza», para decirlo con palabras kantianas, ni que, por tanto, haya que enjuiciar sistemáticamente los contenidos culturales más sublimes, como aproximaciones a este fin supremo. Por lo demás, negar cualquier tipo de significado a la Idea de Hombre como fin supremo del Mundo -del Universo, de la Naturaleza- no implica la necesidad de afirmar que el hombre tenga que reconocer como algún «fin supremo» por encima de él al que él debiera subordinarse o rendir su soberanía en nombre de un relativismo ecologista, por ejemplo, de las diversas especies animales. El hombre no será el término de la creación, la «obra del séptimo día», pero tampoco tiene por qué aceptar reconocerse (y ello sin necesidad de apelar a un «principio antrópico fuerte», en el sentido de Brandon Cárter) como una especie más entre los millones de especies zoomorfas, fitomorfas o fungimorfas que existen. Y esto, no tanto por motivos especulativos, sino por el motivo práctico de que los hombres (al menos muchos grupos organizados de hombres) no tienen por qué aceptar ser reducidos a ia condición de servidores de alguna especie viviente, linneana o no linneana, que pudiera reivindicar la soberanía universal.

Pero desde el mismo momento en el que el materialismo prescinde de la identificación de la cultura con la fuente de los valores supremos -desde el momento en que reconoce que la cultura humana es una fuente de contravalores repugnantes, tan caudalosa como pueda serlo como fuente de valores- el materialismo habrá de asumir frente a la cultura la perspectiva de «devaluación metódica» (como contenido principal de la llamada «crítica de la cultura» o «contracultura»). «Devaluación» con respecto a la perspectiva de la «revalorización» de todo contenido cultural, por el hecho de serlo, aun cuando se le considere como grado inferior dentro de la escala que conduce al fin supremo del Género humano.

En consecuencia, uno de los procedimientos más obvios a los que habrá que acudir en el momento de practicar esa devaluación metodológica de la cultura que consideramos inherente al materialismo (una devaluación que es, por otra parte, sólo relativa y dialéctica, frente a quienes practican el método de la «revaluación sistemática») es el de su «reducción a la Etología», cuando ella sea posible. Porque ahora, en lugar de interpretar una obra cultural a la luz de un metafísico fin superior de la Humanidad (de interpretar un concierto Gospel como expresión de la «espiritualidad» de los esclavos negros americanos), comenzamos por intentar interpretarlo como una «pulsación» más de ciertos mecanismos actuantes ya en los primates, que poco tienen que ver con la cultura espiritual; un concierto de rock duro no tiene acaso más valor (ni tampoco menos) que la «danza de la lluvia» de los chimpancés que estudió Goodall hace 40 años. Y en la «Alta cultura» -como forma particular de «cultura circunscrita»- el materialismo comenzará viendo, ante todo, no ya la expresión de los valores supremos del Género humano (los valores del espíritu absoluto de Hegel: Arte, Religión, Sabiduría…), sino la ideología de determinadas élites, muchas veces clericales, pero también laicas, interesadas en el monopolio de ese Espíritu absoluto para acreditar con él su superioridad con respecto a las capas de la sociedad que «no pueden alcanzar esas cumbres del Espíritu humano».

La «devaluación metódica» de la cultura, propiciada por la perspectiva materialista, implicará, en muchas ocasiones, la transformación de la admiración, ante determinadas obras culturales, por el desprecio; o, si se quiere, la transformación de la admiración devota, en una admiración puramente intelectual. Es en este sentido en el que citamos a Epicuro en el Final de El mito de la cultura: «Huye, a velas desplegadas, de toda forma de cultura, en cuanto fuente de los valores supremos».

En ningún caso, la devaluación metodológica de las instituciones culturales podrá hacerse equivalente a la negación del reconocimiento del funcionalismo social e ideológico que las instituciones devaluadas puedan eventualmente implicar; ni siquiera del reconocimiento prudencial de los servicios prestados que tales instituciones puedan tener, hasta el punto de merecer nuestro apoyo coyuntural.

¿Y hasta dónde habrá que seguir aplicando esa «devaluación metodológica» de la cultura (devaluación que lleva aparejado también el compromiso de explicación de su funcionalismo)? Hasta que nos encontremos con determinadas instituciones o contenidos culturales que resistan la «operación de devaluación metódica» de la que venimos hablando. Y no me parece oportuno, ni necesario, en este prólogo añadir nada más sobre el particular.

El mito de la cultura
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