RESUMEN DE LOS CAMBIOS ACAECIDOS EN EL GLOBO DURANTE MI VIDA.
LA geografía entera ha cambiado, desde que, según la expresión de nuestras antiguas costumbres, he podido mirar el cielo de mi cama. Si comparo dos globos terráqueos, el uno del principio y el otro del fin de mi vida ya no los reconozco. Una quinta parte de tierra, la Australia, ha sido descubierta y se ha poblado: un sexto continente acaba de ser divisado por buques franceses en los hielos del polo Antártico, y los Parry, los Ross, los Franklin han recorrido en nuestro polo las costas que marcan el limite de la América al Septentrión; el África ha abierto sus misteriosas soledades; últimamente, no hay un rincón de nuestra morada que se ignore en la actualidad. Sin la menor duda, pronto se verá a los buques atravesar el istmo de Panamá, y quizá también el de Suez.
La historia ha hecho paralelamente descubrimientos en el fondo del tiempo; las lenguas sagradas han permitido leer su vocabulario perdido; hasta sobre los granitos de Mezraim, Champollión ha descifrado esos jeroglíficos que parecían ser un sello colocado sobre los labios del desierto, y que respondía de su eterna discreción 31. Si las modernas revoluciones han borrado del mapa a la Polonia, la Holanda, Génova y Venecia, otras repúblicas ocupan una parte de las orillas del Gran Océano y del Atlántico. En estos países, la civilización perfeccionada podría prestar auxilios a una naturaleza enérgica: los barcos de vapor subirían esos ríos destinados a servir de fáciles comunicaciones, después de haber sido obstáculos invencibles; las márgenes de estos ríos se cubrirían de ciudades y aldeas, Así como hemos visto salir de los desiertos del Kentucky nuevos estados americanos. En aquellos bosques, tenidos por impenetrables, volarían esos carruajes sin caballos trasportando cargas enormes y millares de viajeros. Por aquellos ríos y por aquellos caminos, bajarían juntamente con las maderas para la construcción de navíos, las riquezas de las minas que servirían para costearlos; y el istmo de Panamá rompería su muralla para dejar pasar a estos navíos en ambos mares.
La marina, que debe al fuego su movimiento, no se limita a la navegación de los ríos, si no que atraviesa el Océano; las distancias se acortan; ya no hay corrientes, ni monzones, ni vientos contrarios, ni bloqueos ni puertos cerrados. Mucha distancia hay de estos sucesos industriales a la aldea de Plancouet: en aquella época las damas se divertían en su hogar con los juegos de otros tiempos; las lugareñas hilaban el cáñamo de sus vestidos; la delgada y resinosa tea alumbraba sus veladas de aldea; la química aun no había obrado sus prodigios; las máquinas tampoco habían puesto en movimiento todas las aguas y todos los hierros que hoy tejen las lanas o bordan las sedas; el gas, en fin, que estaba todavía en los meteoros, no suministraba aun la luz a nuestros teatros y a nuestras calles.
Estas transformaciones no se han limitado al elemento en que habitamos: por el instinto de su inmortalidad, el hombre ha enviado arriba su inteligencia; en cada paso que ha dado en el firmamento ha reconocido milagros del poder indecible. La estrella que parecía sencilla a nuestros padres, es doble y triple a nuestra vista; los soles interpuestos delante de los soles, se hacen sombra y carecen de espacio para su multitud. En el centro de lo infinito, Dios ve desfilar en derredor suyo esas magnificas teorías, pruebas añadidas a las pruebas del Ser Supremo.
Representémonos según lo que adelanta la ciencia, a nuestro miserable planeta nadando sobre un Océano cuyas olas son soles, en esa vía láctea, materia bruta de luz, metal en fusión de mundos que formara la mano del Creador. La distancia de ciertas estrellas es tan prodigiosa, que su resplandor no podrá llegar nunca a la vista del que las mira, sino cuando hayan dejado de brillar; el foco antes que el rayo. ¡Cuán pequeño es el hombre sobre el átomo en que se mueve! ¡Pero qué grande es al mismo tiempo como inteligencia! Él conoce cuando la faz de los astros debe llenarse de sombra, a qué hora vuelven los cometas al cabo de millares de años, ¡el hombre que solo vive un instante! Insecto microscópico oculto en un pliegue del vestido del cielo, los globos no le pueden ocultar uno solo de sus pasos en la profundidad de los espacios. ¿Esos astros nuevos para nosotros, qué destinos alumbrarán? ¿A qué nueva fase de la humanidad está unida la revelación de esos astros? Vosotros lo sabréis, razas venideras; yo lo ignoro y me retiro.
Merced a la exorbitancia de mis años, mi monumento está concluido. Esto me sirve de gran consuelo; sentía que alguien me empujaba: el patrón de la barca en que está tomado mi pasaje, me advertía que solo me restaba un momento para subir a bordo. Si yo hubiera sido el dueño de Roma, diría como Sila, que he terminado mis Memorias la misma víspera de m muerte; más yo no acabaré mi relato con estas palabras, con que él terminó el suyo: «He visto en sueños a uno de mis hijos que me enseñaba a Metella, su madre, y me exhortaba a ir a gozar del reposo en el seno de la felicidad eterna.» Si yo hubiese sido Sila, la gloria jamás me habría podido dar el reposo y la felicidad.
Nuevas borrascas van a formarse; créese presentir calamidades que dejarán atrás las aflicciones de que nos hemos visto abrumados, y ya se piensa en poner nuevas vendas a las antiguas heridas, para volver al campo de batalla. No pienso, sin embargo, que sobrevengan próximas calamidades; pueblos y reyes están igualmente cansados; no caerán ya sobre Francia catástrofes imprevistas: lo que sucederá después de mí no será más que el efecto de la transformación general. Se tocarán sin duda alguna, situaciones penosas; pero el mundo no podrá cambiar de faz sin mucho dolor. Lo repito, no acontecerán revoluciones aisladas, sino en todo caso la gran revolución marchando a su fin. No me atañen a mi las escenas de mañana; llaman a otros pintores: a vosotros os toca, señores.,
Al trazar estas últimas palabras, hoy 16 de noviembre de 1841, está abierto mi balcón que cae al Oeste sobre los jardines de las Misiones Extranjeras; son las seis de la mañana; diviso la luna pálida y dilatada que desciende sobre la veleta de los Inválidos, alumbrada apenas por el primer rayo dorado del Oriente: diríase que acaba el antiguo mundo y empieza el nuevo. Veo los reflejos de una aurora cuyo sol no veré salir. Solo me resta sentarme en el borde de mi tumba, después de lo cual bajaré resueltamente a la eternidad con el crucifijo entre las manos.
FIN DEL TOMO QUINTO Y DE LAS MEMORIAS.