MR. DE TALLEYRAND.

PARÍS, 1838.

En la primavera de este año 1838, me ocupé del Congreso de Verona, que por mis compromisos literarios me veía precisado a publicar; he hablado de él en oportuno lugar de estas Memorias. Un hombre se ha ausentado; este guarda de la aristocracia escolta a los poderosos plebeyos que han partido.

Cuando Mr. de Talleyrand apareció por primera vez en mi carrera política, dije algunas palabras acerca de él. Hoy me es conocida toda su existencia por su última hora, según la hermosa frase de un antiguo.

He mantenido relaciones con Mr. de Talleyrand, le he sido fiel a fuer de hombre de honor, como ha podido verse especialmente en el enojo de Mons, cuando tan gratuitamente me perdí por él. Demasiado cándido, tomé parte en lo que le acontecía desagradablemente, y le compadecí cuando Maubrueil le dio un bofetón.

Hubo un tiempo en que me buscaba con la mayor afabilidad, me escribió a Gante como se ha visto, que yo era un hombre fuerte; cuando me hallaba en la fonda de la calle de Capuchinos, me envió muy obsequioso un sello del ministerio de Negocios extranjeros, talismán grabado sin duda en su constelación. Quizá porque no abusé de su confianza, se declaró mi enemigo sin provocación alguna por parte mía, a no ser algunos triunfos que alcancé y que no eran obra suya. Sus dichos circulaban de boca en boca y no me ofendían, porque Mr. de Talleyrand a nadie podía ofender; no obstante, la destemplanza de su lenguaje ha roto nuestros vínculos, y puesto que no ha dudado juzgarme, me ha devuelto la libertad de usar del mismo derecho respecto de su persona.

La vanidad de Mr. de Talleyrand, le engañó miserablemente, tomó su papel por su talento, se creyó profeta equivocándose en todo; su autoridad no tenía valor alguno en lo tocante al porvenir; nada veía adelante, y solo veía lo pasado. Sin la fuerza del golpe de vista y sin la luz de la conciencia, nada descubría como la inteligencia superior, nada apreciaba como la conciencia. Sacaba buen partido de los accidentes de la fortuna, cuando estos accidentes, que jamás alcanzó a prever, llegaban a realizarse, pero únicamente en su propio provecho. Desconocía esa magnitud de ambición que abrazaba los intereses de la gloria pública como el tesoro más beneficioso y de más provecho a los intereses privados.

Mr. de Talleyrand no pertenece, por lo tanto, a la clase de los seres propios para llegar a ser una de esas creaciones fantásticas, miradas siempre con simpática ilusión por las opiniones falseadas o abatidas,. Sin embargo, es cierto que muchos sentimientos, de acuerdo entre sí por diferentes razones, han concurrido a formar un Talleyrand imaginado.

Primero los reyes, los gabinetes, los antiguos ministros extranjeros y los embajadores, engañados en otro tiempo por este hombre, e incapaces de penetrarle, pretenden probar que solo obedecieron a una superioridad real; esta gente hubiérase quitado el sombrero ante el cocinero de Bonaparte.

Más tarde, los miembros de la antigua aristocracia francesa, unidos a Mr. de Talleyrand, se enorgullecen al contar en sus filas a un hombre que tenía la bondad de asegurarles su grandeza.

Por último, los revolucionarios y las generaciones inmorales, al desatarse contra ciertos nombres, abrigan una oculta inclinación a la aristocracia: estos singulares neófitos buscan involuntariamente el bautismo, e imaginan que con él adquirirán los escogidos modales.

La doble apostasía del príncipe halaga al mismo tiempo otro lado del amor propio de los jóvenes demócratas, porque de ella infieren que su causa es buena y que un noble y un sacerdote son harto despreciables.

Sea como quiera de estos obstáculos a la luz, Mr. de Talleyrand no tiene el talento necesario para crear una ilusión duradera; no tiene en sí mismo bastantes facultades de incremento para convertir las mentiras en aumentos de estatura. Ha sido visto demasiado cerca, y no pasará a la posteridad, porque su vida no se enlaza ni a una idea nacional que le haya sobrevivido, ni a una acción memorable, ni a un talento simpar, ni a un descubrimiento útil, ni a una concepción que forme época. La existencia por la virtud le está prohibida; los peligros no se han dignado siquiera honrar sus días; pasó el reinado del terror lejos de su patria, y solo regresó a ella cuando el foro se había transformado en antesala.

Los monumentos diplomáticos prueban la medianía relativa de Mr. de Talleyrand; no se puede citar un hecho de alguna consideración que le pertenezca. En tiempo de Bonaparte, ninguna negociación importante es obra suya; cuando ha tenido la libertad de obrar por sí mismo, ha dejado huir las más favorables ocasiones y echado a perder lo que tocaba. Es cosa evidenciada que fue causa de la muerte del duque de Enghien; esta mancha de sangre no puede borrarse; lejos de acriminar al ministro al dar cuenta de la muerte del príncipe, he contemporizado demasiado con él.

En sus aseveraciones contrarias a la verdad, monsieur de Talleyrand mostraba una asombrosa desfachatez. No he hablado en el Congreso de Verona, del discurso que leyó en la cámara de los pares, relativo a la guerra de España; este discurso empezaba con estas solemnes palabras.

«Cúmplense hoy diez y seis años que llamado por el que entonces gobernaba el mundo, para que declarase mi parecer sobre la guerra que iba a empeñarse con el pueblo español, tuve la desgracia de disgustarle descubriéndole el porvenir y revelándole todos los peligros que iban a surgir en tropel de una agresión no menos injusta que temeraria. La desgracia fue el fruto de mi sinceridad. ¡Extraño destino, por cierto, es el que me conduce después de tan largo espacio de tiempo, a renovar cerca del soberano legitimo los mismos esfuerzos, los mismos consejos!»

Hay faltas de memoria, o por mejor decir, hay mentiras que asustan; abrimos los oídos y nos frotamos los ojos no sabiendo si nos engaña la vigilia o el sueño. Cuando el sustentador de estas imperturbables aserciones, baja de la tribuna, y va a sentarse con faz impasible en su puesto, se le sigue con la vista, suspensa la mente entre una especie de espanto y de admiración, y llega a concebirse la sospecha de que aquel hombre ha recibido de la naturaleza tan inmensa autoridad que tiene el poder de rehacer o de aniquilar la verdad.

Nada respondí: me parecía que la sombra de Bonaparte iba a pedir la palabra para repetir el terrible mentís que en otro tiempo diera a Mr. de Talleyrand. Muchos testigos de aquella escena estaban sentados todavía entre los pares, entre otros el conde de Montesquieu; el virtuoso duque de Doudeauville me la ha referido, pues tenía conocimiento de ella por el mismo Mr. de Montesquieu su cuñado; Mr. el conde de Cessac, testigo ocular del lance, lo repite al que quiere oírlo; creía que al salir del gabinete el gran elector seria arrestado. Napoleón gritaba en su cólera increpando a su pálido ministro:

«¡Bien os sienta por cierto hablar contra la guerra de España después de habérmelo aconsejado, y cuando tengo en mi poder un legajo de cartas en las que os esforzáis en probarme que esta guerra era tan necesaria como política!»

Estas cartas desaparecieron en la sustracción de los archivos de las Tullerías en 1814.

Mr. de Talleyrand declaraba en su discurso que había tenido la desgracia de desagradar a Bonaparte descubriéndole todos los peligros que iban a surgir de una agresión no menos injusta que temeraria. Consuélese Mr. de Talleyrand en su sepulcro, pues no ha tenido tal desgracia, y no debe añadir esta calamidad a todas las aflicciones de su vida.

La falta principal de este personaje hacia la legitimidad, consiste en haber desviado a Luis XVIII del matrimonio que debía celebrarse entre el duque de Berry y una princesa de Rusia; su falta imperdonable hacia la Francia consiste en haber aceptado los irritantes tratados de Viena.

Resulta de las negociaciones de Mr. de Talleyrand, que nos hemos quedado sin fronteras: una batalla perdida en Mons o en Coblenza, traerían en ocho días la caballería enemiga bajo las murallas de París. En la antigua monarquía, la Francia no solo estaba resguardada por un círculo de fortalezas, sino que estaba defendida sobre el Rin por los estados independientes de la Alemania. Era preciso invadir los Electorados o negociar con ellos para llegar hasta nosotros. En otra frontera, la Suiza era un país neutral y libre; no tenía caminos: nadie violaba su territorio. Los Pirineos eran inaccesibles guardados por los Borbones de España. He aquí lo que Mr. de Talleyrand no ha comprendido, tales son las faltas que le condenarán para siempre como hombre político; faltas que nos han arrebatado en un solo día los trabajos de Luis XIV y las victorias de Napoleón.

Se ha pretendido probar que su política había sido superior a la de Napoleón; pero es preciso persuadirse desde luego de que solo se es un mero secretario cuando se tiene la cartera de un conquistador, que todas las mañanas deposita en ella el boletín de una victoria y cambia la geografía de los estados. Cuando Napoleón se desvaneció, incurrió en faltas enormes que a nadie se ocultaron; Mr. de Talleyrand las conoció probablemente como todo el mundo; pero esto no revela una vista de lince. Comprometiose terriblemente en la catástrofe del duque de Enghien; equivocose sobre la guerra de España de 1807, aunque más tarde quiso negar sus consejos y retractar sus palabras..,

Sin embargo, un actor no tiene prestigio si carece totalmente de medios que fascinen al público; por esta causa, la vida del príncipe ha sido una perpetua defección. Sabiendo lo que le faltaba, ocultábase a todo el que podía conocerle; su estudio constante era no dejarse medir: se encastillaba oportunamente en el silencio, y se escondía en las tres horas mudas que dedicaba al whist. Maravillábanse muchos de que tal capacidad pudiese descender a pasatiempos propios del vulgo; más ¿quién sabe si esa capacidad repartía imperios al arreglar con su mano las cuatro sotas? En estos momentos de escamoteo, redactaba interiormente una frase de efecto, cuya inspiración había recibido en un folleto de la mañana o en una conversación de la noche. Si tomaba alguno a parte para entretenerle con su conversación, su método principal de seducirle se reducía a llenarlo de elogios, a llamarle la esperanza del porvenir, a predecirle brillantes destinos, a darle una letra de cambio de gran hombre, librada sobre él y pagadera a la vista, pero si encontraba en su interlocutor su fe en él un poco sospechosa o advertía que no admiraba bastante algunas frases breves con pretensiones de profundidad, tras de las cuales nada absolutamente había, alejábase entonces temiendo llegar pronto el término de su ingenio.,

Cuando hablaba con desembarazo consistía en que sus chanzonetas recaían sobre algún subalterno o sobre algún necio de quienes se burlaba sin peligro, o sobre alguna victima adicta a su persona y blanco de sus chocarrerías. No podía seguir una conversación formal, pues al abrir por tercera vez los labios, expiraban sus ideas.

Los antiguos grabados del abate de Perdigar representaban un hombre muy gallardo; Mr. de Talleyrand al envejecer, adquirió el aspecto de un cadáver; sus ojos se apagaron de manera que apenas podía leerse en ellos, lo que le servía admirablemente; como había sido objeto de mucho desprecio; habíase empapado de él y lo colocó por decirlo así, en los ángulos pendientes de su boca.

Una gran consideración que profesaba a su nacimiento, una observancia rigorosa de las exterioridades y un aire frio y desdeñoso contribuían a aumentar la ilusión que rodeaba al príncipe de Benevento. Sus modales ejercían cierta influencia sobre los hombres de la baja condición y los de la nueva sociedad que desconocían la sociedad antigua. En otro tiempo se hallaban a cada paso personas cuyas maneras su parecían a las de Mr. de Talleyrand, y nadie lo advertía; pero habiendo quedado casi solo en medio, de las costumbres democráticas, pasaba por un fenómeno; para sufrir el yugo de sus formas, convenía a su amor propio achacar al talento del ministro el ascendiente que ejercía su educación.

Cuando un nombre que ocupa un elevado destino se encuentra mezclado a revoluciones prodigiosas, estas le dan una importancia de eventualidad que el vulgo toma por su mérito personal; perdido en los rayos de la gloria de Bonaparte, Mr. de Talleyrand ha brillado bajo la restauración con el resplandor robado a una fortuna que no era la suya. La posición accidental del príncipe de Benevento le ha permitido atribuirse el poder de haber derribado a Napoleón y el honor de haber restablecido a Luis XVIII; ¡yo mismo como todos los necios, he sido bastante imbécil para creer esta fábula! pero mejor informado, he conocido que Mr. de Talleyrand, no era un Warwich político; faltaba a su brazo la fuerza que hunde y restaura los tronos.

Las gentes imparciales dicen:

«Convenimos en que era un hombre muy inmoral; ¡pero qué habilidad la suya!»

¡Ah! ¡no es así! Es preciso perder también esta esperanza tan consoladora para sus apologistas y tan deseada por la memoria del príncipe; la esperanza de hacer de Mr. de Talleyrand un demonio.

Exceptuando ciertas negociaciones vulgares en cuyo fondo tenía la astucia de colocar en primer término su interés personal, nada debía pedirse a Mr. de Talleyrand.

Este se dirigía por algunas costumbres y máximas del gusto de los sicofantas y de los hombres perversos de su íntima amistad. Su traje público, copiado del de un ministro de Viena, era el triunfo de su diplomacia. Jactábase de no haberse molestado nunca; decía que el tiempo es nuestro enemigo y que es preciso matarlo, y se fundaba en esto para no ocuparse sino algunos instantes.

Pero como en último resultado Mr. de Talleyrand no ha podido trasformar su habitual ociosidad en obras maestras, es probable que se engañase al hablar de la necesidad de deshacerse del tiempo; porque no se triunfa de este sino creando cosas inmortales: por medio de trabajos sin porvenir y de frívolas distracciones no se mata el tiempo; tan solo se malgasta.

Habiendo entrado en el ministerio tan solo por recomendación de Mad. de Staël que alcanzó su nombramiento de Chenier, Mr. de Talleyrand, a la sazón miserable, rehízo cinco o seis veces su fortuna por el millón que recibió de Portugal, pues esperaba este país firmar una paz con el directorio, paz que no llegó a firmarse; por la compra de los bonos de la Bélgica en la paz de Amiens, de que Mr. de Talleyrand tuvo noticia antes que el público; por la fundación del reino pasajero de Etruria; por la secularización de las propiedades eclesiásticas en Alemania, y por la venta de sus opiniones en el congreso de Viena. Ni aun los papeles viejos de nuestros archivos ha dejado de ceder al Austria; juguete esta vez de Mr. de Metternich, este remitió religiosamente los originales después de haber hecho sacar copia de ellos.

Incapaz de escribir una sola frase, Mr. de Talleyrand hacía trabajar mucho a sus subalternos; cuando a fuerza de tachar y variar su secretario llegaba a redactar los despachos a su gusto, él los copiaba de su puño. He oído leer en sus comenzadas Memorias, algunos pormenores agradables sobre su juventud. Como variaba en sus inclinaciones, y detestaba al día siguiente lo que había amado la víspera, si estas Memorias subsisten integras, lo que dudo, y si en ellas ha conservado las versiones opuestas, es probable que sus juicios sobre un mismo hecho, y sobre todo sobre un mismo hombre se contradecirán escandalosamente. No creo en el depósito de sus manuscritos en Inglaterra; la pretendida orden de no publicarlos hasta después de cuarenta años, me parece una truhanería póstuma.

Indolente y sin instrucción, frívolo y disipado, el príncipe de Benevento se glorificaba de lo que debía humillar su orgullo, esto es, de quedar en pie después de la caída de los imperios. Los talentos de primer orden que hacen las revoluciones desaparecen, al paso que los talentos de segundo orden que se aprovechan de ellas permanecen. Estos personajes de día siguiente y de industria, asisten al desfile de las generaciones; están encargados de refrendar los pasaportes y de ratificar la sentencia. Mr. de Talleyrand pertenecía a esta ínfima clase: firmaba los acontecimientos pero no los producía.

Sobrevivir a los gobiernos, fijarse cuando un poder se hunde, declararse en permanencia, blasonar de no pertenecer sino al país, de ser el hombre de las cosas, no el hombre de los individuos, es la fatuidad del egoísmo mal simulado, que se esfuerza en ocultar su propia elevación detrás de la altura de las palabras. Cuéntanse hoy muchos caracteres de esta no envidiable especie, muchos ciudadanos del suelo; no obstante, para que haya grandeza en envejecer como la ermita en las ruinas del Coliseo, es preciso guardarlos con una cruz; Mr. de Talleyrand ha pisado la suya.

Nuestra especie se divide en dos partes desiguales, los hombres de la muerte y amados de ella, rebaño escogido que renace, y los nombres de la vida y olvidados de ella, multitud de nada que no renace. La existencia efímera de estos, consiste únicamente en el nombre, el crédito, el puesto, la fortuna, su ruido, su autoridad y su poder se desvanecen con su persona; ciérranse sus salones y su ataúd, y cerrado queda su destino. Esto ha sucedido con Mr. de Talleyrand: su momia, antes de bajar a la bóveda sepulcral, estuvo expuesta al público algunos momentos en Londres, como representante de la monarquía cadáver que nos rige.

Mr. de Talleyrand ha hecho traición a todos los gobiernos, y lo repito, no ha derribado ni encumbrado a ninguno. Carecía de superioridad real, en la genuina acepción de estas dos palabras. Una morralla, vil residuo de esas prosperidades estrepitosas, tan frecuentes en la vida aristocrática, no conduce dos pies más allá de la huesa. El mal que no obra con una explotación terrible; el mal lentamente empleado por el esclavo en provecho de su amo, no es otra cosa que una torpe bajeza. El vicio que contemporiza con el crimen, entra en la domesticidad. Suponed a Mr. de Talleyrand plebeyo, pobre y oscuro, no teniendo con su inmoralidad su indisputable talento de salón y ciertamente nadie hubiera oído hablar de él. Suprimid a Mr. de Talleyrand, el gran señor envilecido, el sacerdote casado, el obispo degradado; ¿qué le queda? Su reputación y su celebridad han consistido en estas tres iniquidades.

La comedia, en cuya representación ha invertido el prelado sus ochenta y dos años, es una cosa deplorable; primero para hacer prueba de su esfuerzo, fue a pronunciar al Instituto el elogio común de un pobre diablo alemán de quien se burlaba. A. pesar de las repetidas farsas que hemos presenciado, agrúpanse todos para ver salir al gran hombre; después ha venido a morir a su casa como Diocleciano, mostrándose a todo el mundo. La muchedumbre se quedó atónita al ver la hora suprema de este príncipe, podrido en sus tres cuartas partes, con una abertura gangrenosa en su costado, con la cabeza cayendo sobre su pecho, a pesar de la venda que la sostenía, disputando minuto a minuto su reconciliación con el cielo; representando su sobrina a su lado un papel ensayado de antemano entre un sacerdote equivocado y una joven engañada: firmó, (ó quizá no firmó) cuando su voz iba a extinguirse, la retractación de su primera adhesión a la iglesia constitucional, pero sin dar ninguna señal de arrepentimiento, sin llenar los últimos deberes del cristiano, sin retractar los escándalos y las inmoralidades de su vida. Nunca el orgullo se mostró tan miserable, la admiración tan estúpida, la piedad tan engañosa: Roma, siempre prudente, no ha hecho pública y con harto fundamento, la retractación.

Mr. de Talleyrand, llamado mucho tiempo hacia el tribunal divino, se mostraba contumaz; la muerte le buscaba de parte de Dios y le halló al fin. Para analizar minuciosamente una vida tan disipada, cuanto la de Mr. de La Fayette ha sido sana, sería preciso arrostrar obstáculos que soy incapaz de superar. Los hombres cancerados por el vicio, parécense a los cadáveres de las prostitutas; las úlceras los han carcomido de tal suerte, que no pueden servir a la disección. La revolución francesa es una vasta destrucción política colocada en medio del antiguo mundo: temamos, empero, que se establezca una destrucción mucho más funesta; temamos una destrucción moral por el mal lado de esta revolución. ¿Qué será de la especie humana, si se consigue rehabilitar costumbres justamente condenadas, si se pretende ofrecer a nuestro entusiasmo odiosos ejemplos, y presentarnos los progresos del siglo, el establecimiento de la libertad y la profundidad del talento, en naturalezas abyectas o en acciones atroces? El que no se atreve a ensalzar el mal bajo su propio nombre, le sofistica; guardaos de tomar este monstruo por un espíritu de tinieblas; ¡creedle un ángel de luz! Toda fealdad es hermosura, todo oprobio honorifico, toda enormidad sublime; todo vicio tiene su admiración que le espera. Hemos vuelto a aquella sociedad material del paganismo en que cada depravación tenía sus propios altares. ¡Huyan esos elogios cobardes, falaces y criminales, que falsean la conciencia pública, que corrompen la juventud, que desaniman a los hombres probos, que son un ultraje a la virtud, y la sacrílega saliva del soldado romano en el rostro de Jesucristo!

Memorias de ultratumba Tomo V
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