PROSIGUE LA CONCLUSIÓN.

Lo pasado.—El antiguo orden europeo expira.

NACÍ durante la realización de estos hechos. Dos nuevos imperios, la Prusia y la Rusia, apenas se han anticipado a mí sobre la tierra medio siglo. La Córcega se hizo francesa en el instante en que naci, pues vine al mundo veinte días después que Bonaparte, quien me llevaba consigo. Iba a entrar en la marina en 1783, cuando la flota de Luis XVI dio fondo en Brest; esta flota traía las actas del estado civil de una nación formada bajo las alas de la Francia. Mi nacimiento se enlaza con el nacimiento de un hombre y de un pueblo; yo era el pálido reflejo de una luz inmensa.

Si se fija la consideración en el mundo actual, le veremos estremecerse, a consecuencia del movimiento impreso por una gran revolución, desde el Oriente hasta la China, que parecía cerrada para siempre; de esta suerte nuestros trastornos pasados nada son, y el estruendo del nombre de Napoleón apenas se percibe en el sentido más lato de los pueblos, a la manera que Napoleón ha apagado todo el estruendo de nuestro antiguo globo.

El emperador nos ha dejado en una agitación profética. Nosotros que constituimos el estado más maduro y adelantado, presentamos numerosos síntomas de decadencia. A imitación de un enfermo en peligro de muerte, se angustia a la idea de lo que hallará en su sepultura: una nación que se siente desfallecer, se inquieta al entrever su porvenir. De aquí proceden las herejías políticas que se suceden. El antiguo orden europeo expira, y nuestros actuales debates parecerán a la posteridad luchas pueriles. Nada existe ya; la autoridad de la experiencia y de la edad, el nacimiento o el genio, el talento o la virtud se niegan sin distinción; algunos individuos se encaraman personalmente en la cima de las ruinas, se proclaman gigantes, y ruedan despeñados cual miserables pigmeos. Exceptuando una veintena de hombres que sobrevivirán y que estaban destinados a llevar la antorcha a través de los tenebrosos arenales en que se entra: exceptuando, repito, esos pocos hombres, una generación que abrigaba en sí misma un espíritu fecundo, grandes conocimientos adquiridos, gérmenes de victorias de todas clases, los ha ahogado en una inquietud tan improductiva, cuanto estéril es su orgullo. Multitud sin nombre, que se agita sin saber por qué, como las asociaciones populares de la edad media; rebaño famélico que no reconoce pastor, que corre de la llanura a la montaña y de la montaña a la llanura, desdeñando la experiencia de los postores avezados al viento y al sol. En la vida de la ciudad todo es transitorio; la religión y la moral dejan de ser admitidas, o cada cual las interpreta a su capricho. Entre las cosas de naturaleza inferior, aun en poder de convicción y de existencia, una reputación brillante apenas vive una hora; un libro envejece en un día; los escritores se suicidan por llamar la atención; otra vanidad, puesto que ni siquiera se oye su último suspiro.

De esta predisposición de los espíritus resulta que no se excogitan otros medios de conmover que escenas patibularias y costumbres vergonzosas; olvídase que las verdaderas lágrimas son las que hace derramar una hermosa poesía; lágrimas en las que se mezcla tanta admiración como dolor: pero ahora que los talentos se nutren de la regencia y del terror, ¿qué asuntos necesitamos para nuestras lenguas destinadas a morir tan pronto? Ya no brotará del genio humano alguno de esos pensamientos que llegan a ser patrimonio del universo.

He aquí lo que todos dicen y lo que todos deploran, y, sin embargo, las ilusiones superabundan, y cuanto más cercanos nos hallamos a la tumba, más nos lisonjeamos vivir. Vemos monarcas que se figuran ser monarcas; ministros que piensan ser ministros; diputados que juzgan una cosa muy formal sus discursos; propietarios que poseyendo esta mañana, se persuaden de que poseerán esta noche. Los intereses particulares, las ambiciones personales, ocultan al vulgo la gravedad del momento; y no obstante, las oscilaciones de los negocios del día, no son sino una arruga en la superficie del abismo que no disminuye la profundidad de las olas. Al lado de frívolos juegos contingentes, la especie humana aventura la gran partida; los reyes tienen aun los naipes y los tienen por las naciones, ¿valdrán estas más que los monarcas? Esta es una cuestión aislada que no altera el hecho principal. ¿Qué importancia tienen los juguetes infantiles y las sombras que se deslizan sobre la blancura de un lienzo? ¡La invasión de las ideas ha sucedido a la invasión de los bárbaros; la civilización actual, descompuesta, se pierde en sí misma, el vaso que la contiene no ha derramado su licor en otro; el vaso mismo se ha roto!

Memorias de ultratumba Tomo V
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