6.
Ratisbona.— Fábrica de emperadores.— Disminución de la vida social a medida que se aleja uno de Francia.— Sentimientos religiosos de los alemanes.
Después de Donawerth se encuentra a Burtkheim y a Neubourg. En Ingolstadt me sirvieron corzo para almorzar, y ciertamente que da lástima comer un animal tan hermoso. Siempre he leído con horror el relato de la fiesta de la instalación de Jorge Neville, arzobispo de York en 1466: asáronse en ella cuatrocientos cisnes que cantaban en coro su himno fúnebre. También se habla en este banquete de doscientos cuatro gansos y lo creo muy bien.
Regensburg, que nosotros llamamos Ratisbona, presenta al llegar desde Donawerlh un aspecto agradable. Eran las dos del día 21, cuando me detuve delante de la casa de postas. Mientras que enganchaban, operación siempre larga en Alemania, entré en una iglesia inmediata llamada la Capilla Vieja, blanqueada y dorada de nuevo. Ocho ancianos sacerdotes negros, de cabellos blancos, cantaban las vísperas; en otro tiempo había yo orado en una capilla de Tívoli por un nombre que oraba asimismo a mi lado: en una de las cisternas de Cartago había yo ofrecido también oraciones a San Luis, muerto no lejos de Utica, más filósofo que Catón, más sincero que Aníbal, más piadoso que Eneas: en la capilla de Ratisbona tuve la idea de encomendar al cielo al joven rey a quien iba a buscar; empero temía demasiado la cólera de Dios para solicitar una corona, y supliqué al que dispensa todas las gracias, que concediese al huérfano la dicha, y le Inspirase el desprecio del poder.
Pasé desde la Capilla Vieja a la catedral, la que, aun cuando más pequeña que la de Ulma, es más religiosa y de mejor estilo. Sus vidrieras de colores la cubren de esa oscuridad que tanto se presta al recogimiento. La capilla blanca convenía mejor a mis votos por el inocente Enrique; la sombría basílica me conmovió sobremanera por mi antiguo rey Carlos.
Poco me importaba el edificio donde se elegían en otro tiempo los emperadores, lo cual prueba a lo menos que había soberanos electivos, y hasta soberanos a quienes se juzgaba. El articulo 18 del testamento de Carlo-Magno dice: «Si alguno de nuestros nietos nacidos o por nacer son acusados, mandamos que no se les rape la cabeza, que no se les saque los ojos, que no se les corte miembro alguno de su cuerpo, ni se les condene a muerte sin buena discusión ni examen.» No recuerdo qué emperador de Alemania depuesto reclamó solo la soberanía de un viñedo que merecía su predilección.
En Ratisbona, fábrica en otro tiempo de soberanos, se acuñaban emperadores a veces de baja ley; se ha perdido este comercio: una batalla de Bonaparte y el príncipe primado, servil cortesano de nuestro gendarme universal, no han resucitado la moribunda ciudad. Los regensburgeses, vestidos y rollizos como el pueblo de París, carecen de fisonomía particular. La ciudad, por falta de un número bastante crecido de habitantes, es melancólica; la yerba y el cardo ocupan sus barrios, y no tardarán en levantar sus plumas y sus lanzas sobre sus torreones. Kepler, que hizo girar a la tierra lo mismo que Copérnico, descansa para siempre en Ratisbona.
Salimos por el puente del camino de Praga, puente muy celebrado, y por cierto bastante feo. Al dejar el lecho del Danubio se principia a subir sitios escarpados. Kirn, primera parada, está situada sobre una escabrosa cuesta, desde cuya cima y al través de acuosas nubes, descubrí melancólicas colinas y pálidos valles. Cambia la fisonomía de los aldeanos; los muchachos amarillos y abotagados tienen el aire enfermizo.
Desde Krin a Waldmünchen aumenta la miseria de la naturaleza; apenas se ven ya aldeas, y solo se encuentran chozas hechas de troncos de árboles unidos con una argamasa de tierra como en las gargantas más estériles de los Alpes.
La Francia es el corazón de la Europa; a medida que uno se aleja de ella disminuye la vida social, y puede juzgarse de la distancia a que se halla uno de París por la mayor o menor languidez del país a donde se retira. En España e Italia, la disminución del movimiento y la progresión de muerte son menos sensibles; en el primer país llaman la atención otro pueblo, otro mundo, los árabes cristianos; en el segundo el encanto del clima y de las artes, la seducción de los amores y de las ruinas no dejan tiempo para aburrirse. Pero en Inglaterra, a pesar de la perfección de la sociedad física, y en Alemania a pesar de la moralidad de los habitantes, se siente uno desfallecer. En Austria y en Prusia pesa el yugo militar sobre vuestras ideas como un cielo oscuro sobre vuestra cabeza; hay cierta cosa que advierte que no se puede escribir, hablar ni pensar con independencia; que es preciso segregar de la existencia toda la parte noble y dejar viciosa la primera facultad del hombre como un don inútil de la divinidad. Como las artes y la hermosura de la naturaleza no vienen a engañar vuestras horas, solo queda el recurso de sumergirse en una torpe disipación o entregarse a esas verdades especulativas con que se contentan los alemanes. Para un francés, o a lo menos para mí, tal modo de existir es imposible; sin dignidad no comprendo la vida, que hasta es difícil comprender con todas la seducciones de la libertad, de la gloria y de la juventud.
Una cosa, sin embargo, me encanta entre los alemanes; el sentimiento religioso. Si no estuviese tan fatigado, dejaría la posada de Nittenau, donde tomo los apuntes de este diario, e iría a la oración vespertina con esos hombres, esas mujeres y esos niños a quienes llama a la iglesia el patético tañer de una campana. Aquella multitud, viéndome de rodillas entre ella, me acogería en virtud de la unión de una fe común. Cuándo llegará el día en que unos filósofos en su templo bendigan a un filósofo que llegue en posta, y ofrezcan con ese extranjero una oración semejante a un Dios acerca del cual están discordes todos los filósofos! Lo más seguro es el rosario del cura y a él me atengo.
Llegada a Waldmünchen.— Aduana austríaca.— Prohibición de entrar en Bohemia.— Permanencia en Waldmünchen.— Cartas del conde de Choteck.— Inquietudes.— El Viático.
21 de mayo.
Waldmünchen adonde llegué el martes 21 de mayo por la mañana, es el último pueblo de Baviera por este lado de Bohemia. Me felicitaba de hallarme en disposición de cumplir prontamente mi misión; estaba solo a cincuenta leguas de Praga. Me sumergí en el agua helada, e hice mi tocado mirándome en una fuente, como un embajador que se prepara a una entrada triunfal, partí y a una media legua de Waldmünchen me acerqué con la mayor seguridad a la aduana austriaca. Una barrera en cuesta terminaba el camino y por allí bajé con Jacinto cuyo pecho se veía adornado con la cinta encarnada. Un joven aduanero armado con un fusil nos condujo al piso bajo de una casa y a un salón abovedado. Hallábase allí sentado en su bufete como en un tribunal, un grueso y anciano jefe de aduaneros alemanes: sus cabellos eran rojos lo mismo que sus bigotes, sus cejas espesas formaban sesgo sobre dos ojos verduzcos medio abiertos, en fin el conjunto maligno de este hombre tenía una mezcla del espía polizonte de Viena y del contrabandista de Bohemia.
Sin hablar una palabra tomó nuestros pasaportes y el joven aduanero me acercó tímidamente una silla, mientras que el jefe ante el cual parecía temblar, los examinaba. No quise sentarme, me acerqué a ver unas pistolas colgadas en la pared y una carabina que había en un rincón de la sala, la cual me recordó la escopeta con que el agá del istmo de Corinto disparó contra el aldeano griego. Después de un corto silencio el austriaco ladró dos o tres palabras que mi basileo tradujo así:
—No pasaréis.
—¿Cómo, no pasaré, y por qué?
Comienza la explicación.
—Vuestras señas no están en el pasaporte.
—Mi pasaporte está expedido por el ministerio de Estado.
—Vuestro pasaporte está ya vencido.
—Mi pasaporte es válido, pues aun no tiene un año.
—No está refrendado por la embajada austríaca en París.
—Os equivocáis, si lo está.
—No tiene el timbre seco.
—Será un olvido de la embajada; además ahí está el visto bueno de las demás legaciones extranjeras.
Acabo de atravesar el cantón de Basilea, el gran ducado de Baden, el reino de Wurtemberg, toda la Batiera y nadie me ha puesto el menor obstáculo. con solo decir mi nombre ni siquiera han desdoblado mi pasaporte.
—¿Tenéis algún carácter público?
—He sido ministro en Francia, embajador de su majestad cristianísima en Berlín, en Londres y en Roma. Soy amigo personal de vuestro rey y del príncipe de Metternich.
—A pesar de todo no pasaréis.
—¿Queréis que dé una fianza? ¿Queréis que me acompañe una persona que responderá de mí?
—Os digo que no pasareis.
—¿Y si envío un propio al gobierno de Bohemia.
—Haced lo que gustéis.
Se me acabó la paciencia y empecé a dar a todos los diablos aquel pesado aduanero. Embajador de un rey sobre un trono, poco me habría importado perder algún tiempo, pero embajador de una princesa aprisionada, me creía infiel con la desgracia, traidor con mi soberana cautiva.
El hombre escribía y el basileo no traducía mi monólogo, pero hay palabras francesas que nuestros soldados han enseñado a! Austria y que esta no ha olvidado. «Explícale, dije al intérprete, que me dirijo a Praga para ofrecer mis homenajes al rey de Francia.» El aduanero sin interrumpir su escritura, contestó: «Carlos X no es para el Austria el rey de Francia.» Entonces contesté yo. «Pues para mí si lo es.» Estas palabras que lancé a aquel cancerbero parecieron causarle algún efecto y me miró oblicuamente y por lo bajo. Creí que su larga apuntación seria a! fin un favorable refrendo; él por su parte después de hacer algunos signos en el pasaporte de Jacinto lo pasó todo al intérprete. Sucedió, pues, que el visto bueno era una explicación de los motivos que le impedían dejarme continuar mi camino, por manera que no solo me era imposible ir a Praga, sino que mi pasaporte estaba tachado de falso para los demás puntos en donde pudiera presentarme con él. En su consecuencia me volví al carruaje y dije al postillón: «A Waldmünchen.»
Mi regreso no sorprendió al dueño de la posada, el cual hablaba algo el francés, y me refirió que lo mismo había sucedido a otros extranjeros, los cuales se habían visto obligados a detenerse en Waldmünchen y enviar sus pasaportes, para ser refrendados en Múnich por la legación austríaca. Mi posadero que era un excelente sujeto y administrador de correos, se encargó de enviar al Gran Burgrave de Bohemia la carta, cuya copia dice así:
«Waldmünchen, 21 de mayo de 1833.
«Señor gobernador:
«Teniendo el honor de ser conocido personalmente de S. M. el emperador de Austria y del príncipe de Metternich, había creído poder viajar en los estados austríacos con un pasaporte que no contando aun un año de fecha era todavía válido legamente, y se hallaba además visado por el embajador de Austria en París, para Suiza e Italia. En efecto, señor conde, he atravesado la Alemania, y solo mi nombre bastaba para que me dejasen pasar. Esta mañana únicamente, el jefe de la aduana austríaca de Haselbach no se ha creído autorizado para concederme el pase, por los motivos expuestos en su anotación en mi pasaporte que va adjunto, y en el de Mr. Pilorge, mi secretario, lo cual me ha obligado con gran pesar mío a retroceder a Waldmünchen, en donde aguardo vuestras órdenes. Me atrevo a esperar, señor conde, que tendréis a bien remover la pequeña dificultad que me detiene, enviándome con el mismo propio que tengo el honor de expediros, el permiso necesario para ir a Praga, y desde allí a Viena.
«Soy con la mayor consideración, señor gobernador, vuestro muy humilde y obediente servidor.»
«Chateaubriand.»
«Dispensadme señor conde, la libertad que me tomo de incluir adjunto una esquela abierta para el duque de Blacas.»
Traslúcese en esta carta algo de orgullo; sentiame herido, y me creía tan humillado como Cicerón, que cuando al volver en triunfo de su gobierno de Asia, le preguntaron sus amigos si llegaba de Baias o de su casa de Tusculano. ¡Era posible! mi nombre que volaba de uno a otro polo, ¿no había llegado a oídos de un aduanero en las montañas de Haselbach? cosa tanto más cruel, cuanto que se conocían en Basilea mis triunfos. En Baviera me saludaron siempre con el titulo de monseñor, o de excelencia; un oficial bávaro en Waldmünchen decía en alta voz en la posada que mi nombre no necesitaba del visto bueno de un embajador de Austria. Confieso que estos consuelos eran grandes, pero al fin quedaba siempre una triste verdad, la de que existía en la tierra un hombre que jamás había oído hablar de mí.
¿Quién sabe, sin embargo, si el aduanero de Haselbach me conocía? ¡La policía de todos los países se halla tan íntimamente enlazada! Un político que no aprueba ni admira los tratados de Viena, un francés que ama el honor y la libertad de la Francia, que permanece fiel al poder caído, pudiera muy bien hallarse inscrito en el registro de Viena. ¡Qué noble venganza la de tratar a Mr. de Chateaubriand como a uno de esos comisionistas tan sospechosos para los espías! ¡Qué dulce satisfacción la de tratar como a un vagabundo cuyos papeles no están en regla a un encargado de llevar subrepticiamente a un hijo proscripto los adioses de una madre cautiva!
El propio partió de Waldmünchen el 21 a las once de la mañana; calculaba yo que podría estar de vuelta el 23 por la tarde, y durante este tiempo no descansó mi imaginación un solo instante. ¿Qué resultado tendría mi mensaje? Si el gobernador es un hombre de carácter y sabe vivir, me enviará el permiso, pero si al contrario es un hombre pusilánime, me contestará que mi petición no se halla al alcance de sus atribuciones y que se ha apresurado a consultar al gobierno de Viena lo que debe hacer. Este leve incidente puede agradar y desagradar al mismo tiempo al príncipe de Metternich. Conozco cuanto teme a los periódicos; yo le he visto en Verona abandonar los asuntos más importantes y encerrarse todo azorado con Mr. de Gentz para redactar un artículo contestando al Constitucional y al diario de los Debates. ¡Cuántos días trascurrirán hasta que expida sus órdenes el ministro imperial!
¿Por otra parte, se alegrará Mr. de Blacas de verme en Praga? ¿No creerá Mr. de Damas que voy a destronarle? ¿No causará mi viaje algún recelo al cardenal de Latir? ¿No se aprovechará el Triunvirato del descontento para cerrarme las puertas en vez de hacérmelas abrir? Nada más fácil, pues bastará para ello una sola palabra dicha en secreto al gobernador, la cual ignoraré toda mi vida. ¿Cuán inquietos no estarán mis amigos de París? ¿Cuánto no hablarán los periódicos, cuando se sepa esta aventura? ¿Cuántas noticias no circularán a consecuencia de ella? ¿Y si el Gran Burgrave no tiene por conveniente contestarme? ¿Y si se halla ausente y nadie se atreve a hacer sus veces? ¿Qué haré yo sin pasaporte? ¿Dónde podré darme a conocer? ¿En Múnich? ¿En Viena? ¿Qué maestro de postas querrá facilitarme caballos? Estaré preso de hecho en Waldmünchen.
Figurábame que los dragones me iban a fusilar, y pensaba en mi alejamiento de todo cuanto me era querido: me queda muy poco tiempo de vida para que me resigne a perderla. Horacio dijo: Carpe diem, «aprovechado el día.» Consejo del placer a los veinte años, de la razón a mi edad.
Cansado de revolver en mi imaginación todas las contingencias, oí el ruido de una multitud en lo exterior de mi posada que se hallaba en la plaza del pueblo. Me asomé al balcón y vi a un sacerdote que llevaba el Viático a un moribundo. ¿Qué le importaban a ese moribundo los negocios de los reyes, de sus servidores y del mundo entero? Todos abandonando su trabajo seguían al sacerdote: mozas y viejas, niños y madres con las crías en sus brazos repetían las oraciones de los agonizantes. Al llegar a la puerta del enfermo el cura dio la bendición con el Santo Viático y los asistentes se arrodillaron haciendo la señal de la cruz e inclinando la cabeza. El pasaporte para la eternidad no será desconocido por el que distribuye el pan y da albergue al viajero.
Capilla.— Mi cuarto en la posada.— Descripción de Waldmünchen.
Aunque había estado siete días sin acostarme, y a pesar de no ser más que la una, no pude quedarme en casa: salí del pueblo por el lado de Ratisbona, vi a la derecha en medio de un campo de trigo una capilla blanca, y dirigí hacia ella mis pasos. Estaba cerrada la puerta, y a través de una ventana sesgada divisé un altar con una cruz. La fecha de la creación de este santuario (1830) se hallaba escrita sobre el arquitrabe: en esta época se derribaba una monarquía en París, y se construía una capilla en Waldmünchen. Las tres generaciones proscriptas debían ir a habitar un destierro a cincuenta leguas del nuevo asilo consagrado al rey crucificado. Consúmanse a un mismo tiempo millones de acontecimientos: ¿qué le importa al negro dormido bajo una palmera en las orillas del Níger, el blanco que en aquel mismo instante sucumbe herido del puñal en las orillas del Tíber? ¿Qué le importa al que llora en Asia el que ríe en Europa? ¿Qué le importaba al albañil que edificaba aquella capilla y al sacerdote bávaro que exaltaba aquel crucifijo en 1830, el demoledor de Saint-Germain-l'Auxerrois, y al destructor de cruces en 1834? Los sucesos solo interesan a los que sufren con ellos o a los que de ellos se aprovechan; nada absolutamente interesan para los que los ignoran, o para aquellos a quienes no alcanzan. Pastores de los Abruzos ha habido que han visto pasar sin bajar de la montaña a los cartagineses, a los romanos, a los godos, a las generaciones de la edad media y a los hombres de la época actual. Y esa raza de pastores no se ha mezclado a los habitantes sucesivos del valle, habiendo solo subido hasta ella la religión.
De vuelta en la posada me arrojé sobre dos sillas con la esperanza de quedarme dormido, pero en vano; el movimiento de mi imaginación era mayor que mi cansancio. Me acordaba sin cesar del propio que había enviado, y ni la comida consiguió distraerme. Me acosté en medio del rumor de los rebaños que volvían del campo. A las diez sentí un nuevo ruido; el sereno acababa de cantar la hora; ladraron mas de cincuenta perros, después de lo cual se fueron a la perrera como si el sereno los hubiera mandado callar: reconoci entonces la disciplina alemana.
La civilización ha progresado en la Alemania desde mi viaje a Berlín; las camas son ya casi bastante largas para un hombre de una estatura regular; pero la sábana de encima está siempre cosida a la colcha, y la de debajo sumamente estrecha, acaba por arrollarse produciendo grane incomodidad: y ya que me encuentro en el país de Augusto Lafontaine, imitaré su genio, instruyendo a la última posteridad de lo que existía en mi tiempo en el cuarto de mi posada en Waldmünchen. Sabed, pues, descendientes míos, que este cuarto era una habitación a la italiana, con sus paredes desnudas encaladas de blanco, sin molduras ni tapicerías de ningún género, con un ancho friso de color por bajo, tres fajas alrededor del techo; la cornisa pintada de rosetones azules con una guirnalda de hojas de laurel, color de chocolate, y debajo de la cornisa, en la pared, dibujos encarnados sobre un fondo verde americano; de trecho en trecho algunos cuadritos con grabados franceses e ingleses. Dos ventanas con cortinas de algodón blanco: entre las dos ventanas un espejo. En medio del cuarto una mesa para doce cubiertos cuando menos, cubierta de hule pintado de rosas y otras flores. Seis sillas con sus almohadones cubiertos de tela encarnada con cuadros escoceses. Una cómoda, tres confidentes alrededor del cuarto, en un rincón cerca de la puerta una estufa de loza barnizada de negro, cuyos lados ofrecían en relieve las armas de Baviera, terminando por arriba en un recipiente en forma de corona gótica. La puerta estaba provista de una complicada máquina de hierro, capaz de cerrar las puertas de un calabozo y de burlar las ganzúas de amantes y ladrones. Indico a los viajeros el excelente cuarto en que escribo este inventario, y el cual puede competir con el del Avaro; se le recomiendo a los legitimistas futuros que pudieran ser detenidos por los herederos del tigre de Haselbach. Esta página de mis Memorias agradará sobremanera a la escuela literaria moderna.
Después de haber contado a la luz de mi lamparilla los astrágalos del techo, y examinado las estampas de la joven milanesa, la joven helveciana, la joven francesa, la joven rusa, el difunto rey de Baviera, la difunta reina de Baviera, muy parecida a una señora a quien yo conozco, pero cuyo nombre no puedo recordar, logré conciliar el sueño por algunos minutos.
Levanteme el 22 a las siete, y habiéndome quitado un baño lo que me quedaba de cansancio, me ocupé solo de mi aldea, como el capitán Cook de un islote descubierto por él en el Océano Pacifico.
Waldmünchen está situado sobre la pendiente de una colina, y se asemeja bastante a una aldea derruida de los Estados romanos; algunas fachadas pintadas al fresco, un arco a la entrada y a la salida de la calle principal, punto de tiendas ostensibles, una fuente seca en la plaza, un empedrado detestable mezclado de losas grandes y de pequeños guijarros, como el que se ve solo en las cercanías de Quimper-Corentin.
El pueblo, cuya apariencia es rústica, no viste traje particular. Las mujeres van con la cabeza al aire o envuelta en un pañuelo, a la manera de las lecheras de París; sus vestidos son cortos, y andan con las piernas y pies desnudos como los niños. Los hombres van vestidos, parte como los habitantes del pueblo de nuestras ciudades, y parte como nuestros antiguos aldeanos. A Dios gracias, solo llevan sombreros, y les son desconocidos los infames gorros de algodón de nuestros compatriotas.
Todos los días hay (ut mos) espectáculos en Waldmünchen, y yo asistí a presenciarlos. A las seis de la mañana, un pastor anciano, alto y delgado, recorre la aldea en diferentes paradas, y toma una trompa recta, de seis pies de largo, que de lejos podría tomarse por una bocina o un cayado de pastor. Primero despide tres sonidos metálicos bastante armoniosos, y luego hace oír el aire precipitado de una especie de galop o canto de los boyeros de Suiza, imitando los gruñidos de los cerdos. La tocata concluye con una nota sostenida y que sube hasta el falsete.
Súbitamente salen por todas las puertas vacas, becerras, terneras, toros, e invaden mugiendo la plaza de la aldea; suben o bajan de todas las calles circunvecinas, y formados en columna toman el camino acostumbrado para ir a pacer. Sigue después caracoleando el escuadrón de puercos, que se asemejan a jabalíes y van gruñendo. Los carneros y corderos, colocados a la cola, forman balando la tercera parte del concierto; los gansos componen la reserva, y en un cuarto de hora todo desaparece.
Por la tarde a las siete se oye de nuevo la trompa, y es señal de que vuelve el ganado. El orden de la tropa es distinto: los puercos forman la vanguardia, siempre con la misma música, los unos a manera de exploradores, corren a la aventura o se detienen en todas las esquinas: los carneros desfilan, las vacas con sus hijos, hijas y maridos, cierran la marcha: los gansos van ondeando por los costados. Todos esos animales vuelven a su techado y ninguno equivoca la puerta de su albergue; pero hay cosacos que van al merodeo, aturdidos que juegan y no quieren entrar, jóvenes toros que se obstinan en quedarse con una compañera que no es de su establo. Entonces vienen las mujeres y los niños con sus varas y obligan a los descarriados a reunirse a los suyos y a los refractarios a someterse a la regla. Gozábame yo en aquel espectáculo, como en otro tiempo Enrique IV en Chauny se divertía con el vaquero llamado Toul-le-Monde, que reunía sus ganados al son de la trompeta.
Hace bastantes años que estando en el palacio de Fervaques, en Normadla, en casa de Mad. de Custines, ocupaba yo la habitación de ese Enrique IV: mi cama era enorme, lo cual probaba que el Bearnés no habría dormido solo en ella: allí gané el realismo; pues naturalmente no lo tenía. El palacio se halla rodeado de fosos llenos de agua. Las vistas de mi ventana se extendían sobre praderas que cruza el pequeño río de Fervaques. En aquellas praderas vi una mañana una elegante marrana de extraordinaria blancura, que parecía ser la madre del príncipe cochinillo. Hallábase echada al pie de un sauce sobre la fresca yerba, en el rocío; un joven verraco cogió un poco de musgo fino, y masticándolo con sus colmillos de marfil, fue a esparcirlo sobre la que dormía: por tantas veces renovó esta operación, que la blanca marrana concluyó por quedar enteramente oculta, no se veían más que unas patas negras que salían entre la capa de verde que la cubría.
Sea dicho esto en honor de un animal de mala fama, del que me avergonzaría de haber hablado tanto, si Homero no lo hubiese cantado. Echo de ver, en efecto, que esta parte de mis Memorias no es sino una Odisea. Waldmünchen es Ítaca, el pastor es el fiel Eumeo con sus puercos, y yo soy el hijo de Laertes, de vuelta de recorrer la tierra y los mares. Quizá hubiera hecho mejor en embriagarme con el néctar de Evantheo, en comer la flor de la planta moli, en afeminarme en el país de los lotófagos, en permanecer en casa de Circe, o en obedecer al cántico de las sirenas, que me decían: «Acércate, ven con nosotras.»
Si tuviese veinte años, buscaría algunas aventuras en Waldmünchen como medio de abreviar las horas; pero a mi edad no tiene uno más escala de seda que recuerdos, ni escala paredes más que con sombras. En otro tiempo estaba yo unido con mi cuerpo, y le aconsejaba que viviese cuerdamente, a fin de que apareciese esbelto y robusto por unos cuarenta años. Él se burlaba de los juramentos de mi alma; se obstinaba en divertirse, y no habría dado dos blancas por ser un solo día lo que se llama un hombre bien conservado.—¡Vaya al diablo! decía: ¿qué he de ganar con escatimar de mi primavera las dulzuras de la vida, cuando nadie querrá compartirlas conmigo! Y se entregaba a los placeres hasta saciarse.
Me hallo, pues, obligado a tomarlo tal como se halla en la actualidad. El 22 le llevé a pasear al Sudeste de la aldea, y seguimos entre las canteras un arroyo que ponía en movimiento unas fábricas. En Waldmünchen hay fábricas de telas, cuyas piezas estaban extendidas sobre los prados; las muchachas encargadas de mojarlas, corrían con los pies desnudos sobre las zonas blancas precedidas de los chorros de agua que brotaban de sus regaderas, como los jardineros riegan un cuadro de flores. A lo largo del arroyo iba yo pensando en mis amigos; me enternecía a su recuerdo, y me preguntaba luego qué dirían de mí en París:—¿Habrá llegado? ¿Habrá visto a la familia real? ¿Volverá pronto? Y reflexionaba si enviaría a Jacinto a buscar manteca fresca y pan moreno para comer berros a orillas de una fuente, bajo un grupo de chopos. Mi vida no tenía más ambición que esa. ¿Por qué la fortuna ha unido los faldones de mi ropilla con el paño del manto de los reyes?
Al volver a la aldea pasé junto a la iglesia: a la muralla hay unidos dos santuarios: el uno presenta a San Pedro Advincula con un cepillo para los presos, y eché en él unos cuantos kreutzer en memoria de la prisión de Pellico y de mi celda en la prefectura de policía. El otro santuario representa la escena del monte de los Olivos, escena tan tierna y sublime, que ni aun allí aparecía destruida por lo grotesco de los personajes.
Apresuré mi comida, y corrí a la oración de la tarde, a que oía tocar. Al volver la esquina de la angosta calle de la iglesia, se me ofreció a la vista una perspectiva de colinas lejanas: un resto de claridad respiraba aun en el horizonte, y esa claridad moribunda venía del lado de Francia. Me traspasó el corazón un sentimiento profundo. ¡Cuándo acabará mi peregrinación! Yo atravesé las tierras germánicas, bien miserable cuando volvía del ejército de los príncipes, y en gran triunfo cuando me dirigía a Berlín, siendo embajador de Luis XVIII: después de tantos y tan diversos años, penetraba de oculto en el interior de esa misma Alemania para buscar al rey de Francia, desterrado de nuevo.
Entré en la iglesia, la cual estaba enteramente oscura, no había siquiera en ella una lámpara encendida. A través de las tinieblas no podía reconocer el santuario bajo una bóveda gótica sino por su oscuridad más densa. Las paredes, los altares, los pilares, me parecían cargados de adornos y de cuadros llenos de molduras: la nave estaba ocupada por bancos juntos y paralelos.
Una mujer anciana rezaba en alta voz los Padre nuestros del rosario, y otras mujeres jóvenes y ancianas a quienes no veía, contestaban las Ave marías. La anciana articulaba bien; su voz era clara; su acento grave y patético, y se hallaba dos bancos más allá que yo: su cabeza se inclinaba lentamente en la sombra cada vez que pronunciaba la palabra Cristo, añadiendo alguna oración al Padre nuestro. Al rosario siguió la letanía de la Virgen, y los ora pro nobis salmodiados en alemán por las invisibles devotas, resonaban en mi oído como la palabra repetida: ¡Esperanza, esperanza, esperanza! Salimos de allí en tropel, y me fui a acostar con la esperanza. Mucho tiempo hacia que la había estrechado en mis brazos, pero nunca envejece, y se la quiere siempre; a pesar de sus infidelidades.
Según Tácito, los germanos creen la noche más antigua que el día. Nox ducere diem videtur. Yo no obstante, he contado noches jóvenes y días sempiternos. Los poetas nos dicen también que el sueño es hermano de la muerte, no lo sé, pero seguramente la vejez es su pariente más cercano.
El 23 por la mañana mezcló el cielo algunas dulzuras a mis males: Bautista me notició que el hombre de más consideración en el pueblo, el cervecero, tenía tres hijas, y poseía mis obras, colocadas entre sus toneles. Cuando salí, el señor y dos hijas suyas me miraban pasar: ¿qué hacía la tercera hija? En otro tiempo vino a mis manos una carta del Perú, escrita de mano de una dama prima del sol, la cual admiraba a Atala; pero ser conocido en Waldmünchen, en las barbas mismas del tigre de Haselbach, era cosa mil veces más gloriosa: verdad es que esto pasaba en Baviera, a una legua de Austria, ludibrio de mi fama. ¿Quiere saberse lo que habría sucedido si mi excursión a Bohemia hubiese sido emprendida por mí solo? (Pero ¿qué hubiera ido a hacer por mí solo en Bohemia?) Detenido en la frontera hubiera vuelto a París. Un hombre había pensado hacer un viaje a Pekín: viole un amigo suyo en el Puente real en París, y le dice:— ¿Cómo es eso? Yo os creía en la China.—He vuelto: esos chinos me han puesto dificultades en Cantón, y los dejé plantados allí.
Conforme estaba Bautista refiriéndome mis triunfos, el clamoreo de un entierro me hizo asomar a la ventana. Pasa el cura precedido de la cruz, y afluyen hombres y mujeres, aquellos con capas y estas con vestidos y tocas negras. El cuerpo sacado a tres puertas de la mía, fue conducido al cementerio; media hora después volvieron los acompañantes sin el acompañado. Dos muchachas tenían sus pañuelos sobre los ojos, y una de ellas lanzaba gritos: ambas lloraban a su padre: el difunto era el que recibió el Viático el día de mi llegada.
Si mis Memorias llegan a Waldmünchen; cuando yo mismo haya dejado de existir, la familia hoy de luto hallará en ellas la fecha de su dolor pasado. Quizá el agonizante haya oído desde el fondo de su lecho el ruido de mi carruaje: este es el único rumor que habrá llegado de mí a sus oídos en la tierra.
Dispersada la multitud, tomé el camino que había visto seguir al convoy en la dirección de Levante de invierno. Hallé primero una laguna de agua estancada, a cuya orilla corría rápidamente un arroyo como la vida a orillas de la tumba. Las cruces a la vuelta de un montecillo me indicaron el cementerio. Subí un camino practicado en una hondonada, y la brecha de una pared me introdujo en el santo recinto.
Surcos de arcilla representaban los cuerpos sobre la tierra, en diferentes puntos se elevaban cruces que marcaban los boquetes por donde los viajeros habían entrado en el nuevo mundo, como las boyas indican en la embocadura de un río los pasos abiertos a los barcos. Un pobre anciano cavaba la sepultura de un niño: todo sudoroso y con la cabeza descubierta, no cantaba ni bromeaba, a semejanza de los clowns de Hamlet. más lejos había otra fosa, junto a la cual se veía un banquillo, una palanca y una cuerda para descender a la eternidad.
Fui directamente a aquella fosa, que parecía decirme: «¡He aquí una buena ocasión!» En el fondo del hoyo yacía el reciente ataúd cubierto de una poca tierra, aguardando la demás. Una pieza de lienzo blanqueaba sobre el césped: los muertos tenían cuidado de su sudario.
El cristiano alejado de su país, tiene siempre el medio de trasportarse a él súbitamente, visitando alrededor de las iglesias el último asilo del hombre: el cementerio es el campo de familia y la religión la patria universal.
Eran las doce del día cuando volví: según todo cálculo, el propio no podía estar de vuelta antes de las tres; pero con todo, cada pisada de caballo me hacía asomarme a la ventana: conforme se iba acercando la hora me convencía de que no llegaría el permiso.
Para devorar el tiempo pedí la cuenta de mi gasto, y me puse a contar las gallinas que había comido: otros más ilustres que yo no han desdeñado ese cuidado. Enrique Tudor, séptimo de este nombre, en quien terminaron las discordias de la Rosa blanca y de la Rosa encarnada, como voy yo a unir la escarapela blanca a la escarapela tricolor, Enrique VII, fue anotando página por página un cuaderno de cuentas que yo he visto: «A una mujer por tres manzanas, doce sueldos; por haber descubierto tres liebres, seis chelines y ocho sueldos; a Bernardo, el poeta ciego, cien chelines (era mejor que Homero); a un hombre pequeño little man, en Shafstesbury, veinte chelines.» Muchos hombres pequeños tenemos hoy, pero cuestan más de veinte chelines.
A las tres, hora en que el propio podía ya estar de vuelta, fui con Jacinto al camino de Haselbach. Hacía viento, y el cielo estaba sembrado de nubes que pasaban por delante del sol, arrojando su sombra a los campos y a las arboledas. Íbamos precedidos de un rebaño de la aldea, que levantaba en su marcha el noble polvo del ejército del gran duque de Quirocia, tan valerosamente combatido por el hidalgo de la Mancha. En lo alto de una de las cuestas del camino se elevaba un calvario desde el cual se descuban una larga faja de la calzada. Sentado en un barranco preguntaba a Jacinto: «Hermana Ana ¿no ves venir nada?» Algunos carruajillos de aldea, vistos a lo lejos, nos hacían latir el corazón; al acercarse aparecían vacios, como todo cuanto lleva ensueños. Tuve que volverme a casa y comí bien tristemente. todavía quedaba una tabla después del naufragio; a las seis debía pasar una diligencia: ¿Y no podía esta traer la respuesta del gobernador? Dan las seis y la diligencia no llega. A las seis y cuarto entra Bautista en mi habitación: «Acaba de llegar de Praga el correo ordinario, y nada trae para vos.» Extinguiose el último rayo de esperanza.»
Cartas del conde de Chotek.— La aldeana.— Salida de Waldmünchen.— Aduana austriaca.— Entrada en Bohemia.— Pinar.— Conversación con la luna.— Pilsen.— Caminos reales del Norte.— Vista de Praga.
Apenas Bautista había salido de mi cuarto, cuando apareció Schwartz agitando en el aire una abultada carta con un sello nada pequeño, y gritando: «Aquí está la respuesta.» Me arrojo sobre el despacho, rompo el sobre y me encuentro, junto con una carta del gobernador, el permiso y una esquela de Mr.de Blacas. He aquí la carta del conde de Chotek:
«Praga, 23 de mayo de 1833.
«Señor vizconde: Siento mucho que a vuestra entrada en Bohemia hayáis experimentado dificultades y retrasos en vuestro viaje. Pero atendiendo a las órdenes severas que hay en nuestras fronteras para todos los viajeros que vienen de Francia, órdenes que hallaréis vos mismo muy naturales en las circunstancias presentes, no puedo menos de aprobar la conducta del jefe de la aduana de Haselbach. A pesar de la celebridad europea de vuestro nombre, tendréis a bien disculpar a ese empleado, que no tiene el honor de conoceros personalmente, si ha concebido dudas sobre la identidad de la persona, con tanto más motivo, cuanto que vuestro pasaporte no estaba visado más que para Lombardía y no para todos los estados austriacos. En cuanto a vuestro proyecto de viaje a Viena, escribo hoy sobre el particular al príncipe de Metternich, y me apresuraré a comunicaros su respuesta cuando lleguéis a Praga.
«Tengo el honor de enviaros adjunta la respuesta del duque de Blacas, y os ruego tengáis a bien recibir las seguridades de la alta consideración con que tengo el honor de ser
«el Conde he Chotek.»
Esta respuesta era cortés y digna: el gobernador no podía abandonarme la autoridad inferior, que en último resultado no había hecho más que su deber. Yo mismo había previsto en París las objeciones de que podía ser objeto mi antiguo pasaporte. En cuanto a Viena, había hablado de ella con un objeto político, a fin de tranquilizar al conde de Chotek y demostrarle que no huía del príncipe de Metternich.
El jueves 24 a las ocho de la noche subí al carruaje. ¿Quién lo había de creer? Dejé a Waldmünchen con cierta especie de pesar. Habíame acostumbrado ya a mis patrones y estos a mí: conocía todos los semblantes en las ventanas y en las puertas; cuando me paseaba me recibían con aire de benevolencia. La vecindad acudió a ver rodar mi carruaje, desquiciado como la monarquía de Hugo Capeto. Los hombres se quitaban sus sombreros; las mujeres me hacían una pequeña señal de congratulación. Mi aventura era objeto de las conversaciones de la aldea, y todos tomaban mi partido: los bávaros y los austriacos se detestan: los primeros estaban orgullosos de haberme dejado pasar.
Varias veces había yo visto en el umbral de su cabaña a una joven waldmunchana, de rostro a manera de las primeras vírgenes de Rafael: su padre, aldeano, de honrado continente, me saludaba hasta el suelo con el sombrero de alas anchas, y me hacía en alemán un saludo, que yo le devolvía cordialmente en francés: su hija, colocada detrás de él, se ruborizaba mirándome por encima del hombro del anciano. Volví a hallar a mi virgen; pero estaba sola. Hícele un ademan de despedida, y ella permaneció inmóvil como admirada. Yo quería creer que pensaba en no sé qué vago pesar, y la dejé como una flor silvestre encontrada en un foso a orillas de un camino, y que ha embalsamado el paso. Atravesé los rebaños de Eumeo, y éste se descubrió la cabeza, encanecida en el servicio de los carneros. Había terminado su día, y regresaba para dormir con sus ovejas, mientras que Ulises iba a continuar sus destino».
Habíame yo dicho antes de recibir el permiso: «Si le obtengo, confundiré a mi perseguidor.» Cuando llegué a Haselbach me sucedió, como a Jorge Dandin, que mi maldita bondad volvió a levantar su cabeza; no tengo corazón para el triunfo. Como un verdadero cobarde me hundí en el rincón de mi carruaje, y Schwartz presentó la orden del gobernador: habría yo sufrido mucho con la confusión del aduanero. Él, por su parte, no se presentó, ni aun hizo siquiera registrar mi equipaje. ¡Quédese en paz! ¡Perdóneme las injurias que le he dicho y que por un resto de rencor no borraré de mis Memorias!
Al salir de Baviera por este lado, sirve de pórtico a Bohemia un oscuro y vasto monte de abetos. Vagaban vapores en las arboledas, declinaba el día, y el cielo al Oeste presentaba un color de flor de melocotonero: los horizontes bajaban hasta tocar casi la tierra. Falta la luz en aquella latitud, y con la luz la vida: todo está apagado, frio, pálido, parece que el invierno encarga al verano que le guarde la escarcha hasta su próxima vuelta. Un pequeño trozo de luna que se veía brillar me causó placer; no estaba perdido todo, puesto que hallaba un rostro conocido. Este parecía decirme: ¿Tú aquí? ¿Recuerdas que te he visto en otros montes? ¿Recuerdas las ternezas que me decías cuando eras joven? Ciertamente que no hablabas mal de mi. ¿De qué proviene ahora tu silencio? ¿A dónde vas solo y tan tarde? ¿Con que nunca cesas de emprender de nuevo tu carrera?
¡Oh luna! tienes razón; pero si hablaba bien de tus encantos, tú sabes los servicios que me prestabas: tú iluminabas mis pasos cuando me paseaba con mi fantasma de amor. ¡Hoy mi cabeza está plateada, a semejanza de tu rostro, v tú extrañas de hallarme solitario, y me desdeñas! Y sin embargo, he pasado noches enteras envuelto en tus velos. ¿Te atreverás a negar nuestras citas en los céspedes y a lo largo de los mares? ¡Cuántas veces miraste mis ojos fijos en los tuyos! Astro ingrato y burlón. ¿Me preguntas adónde, voy tan tarde? Es una dureza echarme en cara la continuación de mis viajes. ¡Ay! Si camino tanto como tú, no me rejuvenezco a semejanza tuya, que vuelves a entrar a cada mes bajo el círculo brillante de tu cuna. Yo no cuento lunas nuevas; mi descuento no tiene otro término que mi completa desaparición, y cuando quede extinguido, no volveré a encender mi antorcha como enciendes tú la tuya.
Caminé toda la noche, atravesando a Teinitz Stankau y Staab. El 25 por la mañana pasé por Plisen, el hermoso cuartel, en estilo homérico. La ciudad presenta el aire de tristeza que reina en este país. En Pilsen esperó Wallenstein coger un cetro; también estaba yo allí en busca de una corona, pero no para mí.
El campo está cortado y sembrado de eminencias llamadas montañas de Bohemia, pechos cuyo extremo se halla marcado por pinos, y cuyo contorno se halla delineado por el verdor de los sembrados.
Las aldeas son escasas. Algunas fortalezas hambrientas de prisioneros se encaraman sobre las rocas como los viejos buitres. De Zditz a Beraun, los montes a la derecha aparecen calvos; se cruza una aldea, los caminos son espaciosos, y las postas están bien montadas: todo anuncia una monarquía que imita a la antigua Francia.
Juan el Ciego, en tiempo de Felipe de Valois, y los embajadores de Jorge, en el de Luis XI, ¿por qué veredas pasaron? ¿A qué vienen los caminos de Alemania? Permanecerán desiertos, porque ni la historia, ni las artes, ni el clima llaman a los extranjeros a su calzada solitaria. Para el comercio es inútil que los caminos públicos sean tan anchos y costosos de sostener, el tráfico más rico de la tierra, el de la India y la Persia se verifica a lomo de mulas, asnos y caballos por estrechos senderos apenas trazados a través de las cordilleras de montañas, o de las zonas de arena. Los caminos reales de hoy en países poco frecuentados solo servirán para la guerra; voluntarios al servicio de nuevos bárbaros, que saliendo del Norte con el inmenso tren de armas de fuego, vendrán a inundar regiones favorecidas por la inteligencia y el sol.
Por Beraun pasé el pequeño río del mismo nombre, bastante maligno como todos los gozquecillos. En 1784 llegó al nivel trazado sobre las paredes de la casa de correos. Pasado Beraun se encuentran algunas colinas, rodeadas de gargantas que se ensanchan a la entrada de una llanura. Desde esa llanura entra el camino en un valle de líneas vagas, cuyo regazo ocupa una aldea. Allí toma origen una larga cuesta que conduce a Duschnick, última parada de postas. Muy luego, bajando hacia un promontorio opuesto, en cuya cima se eleva una cruz, se descubre a Praga en las dos orillas del Moldau. En esta ciudad es donde los dos hijos primogénitos de San Luis concluyen una vida de destierro; donde el heredero de una raza principia una vida de proscripción, mientras que su madre languidece en una fortaleza sobre el suelo de donde fue expulsada. ¡Franceses! la hija de Luis XVI y de María Antonieta, aquella a quien vuestros padres abrieron las puertas del Temple, la habéis enviado a Praga, no habiendo querido conservar entra vosotros este monumento único de grandeza y de virtud! ¡Vos, a quien me complazco, porque estais caído, en llamar mi señor! ¡Oh, joven infante, a quien yo el primero he proclamado rey! ¿Qué voy a deciros? ¡Cómo me atreveré a presentarme ante vosotros; yo, que no estoy desterrado y me hallo en libertad de volver a Francia, de exhalar mi último suspiro en la atmósfera que inflamó mi pecho cuando respiré por la vez primera; yo, cuyos huesos pueden descansar sobre la tierra natal! ¡Cautiva de Blaye, voy a ver a vuestros hijos!
Palacio de los reyes de Bohemia.— Primera entrevista con Carlos X.
Praga, 24 de mayo de 1833.
Entré en Praga el 24 de mayo a las siete de la tarde, y me apeé en la fonda de los Baños, en la ciudad antigua construida sobre la orilla izquierda del Moldava. Escribí una esquela al duque de Blacas para avisarle mi llegada, y recibí la respuesta siguiente:
«Si no estáis muy cansado, señor vizconde, tendrá el rey sumo placer en recibiros esta misma noche a las diez menos cuarto; pero si deseáis descansar, S.M. os vería con gran satisfacción mañana por la mañana a las once y media.
«Recibid, os ruego, mis más solícitos afectos.
«Viernes, 24 de mayo a las siete.
«Blacas De Aulps.»
No creí deberme aprovechar de la alternativa que se me presentaba: a las nueve y media de la noche me puse en camino, acompañado por un hombre de la fonda, que sabía algunas palabras de francés. Subí calles silenciosas, sombrías y sin faroles, hasta el pie de la elevada colina que corona el inmenso palacio de los reyes de Bohemia. El edificio destacaba su negra mole sobre el cielo: ninguna luz salía de sus ventanas, y advertíase allí algo de la soledad, del aspecto y de la grandeza del Vaticano o del templo de Jerusalén, visto desde el valle de Josafat. No se oía más que el ruido de mis pasos y el de los de mi guía, viéndome obligado a detenerme por intervalos en las plataformas del empedrado escalonado, pues tan pendiente era la cuesta.
A medida que subía iba descubriendo la ciudad por bajo. Los encadenamientos de la historia, la suerte de los hombres, la destrucción de los imperios, los designios de la Providencia, se presentaban a mi memoria, identificándose con los recuerdos de mi propio destino: después de haber explorado ruinas muertas, me veía llamado a presenciar ruinas vivas.
Luego que llegamos a la explanada sobre que está construido Hradschin, atravesamos un puesto de infantería, cuyo cuerpo de guardia estaba vecino al postigo exterior. Penetramos por este en un patio cuadrado, rodeado de edificios uniformes y desiertos. Enfilamos por la derecha en el piso bajo, un largo corredor, iluminado de trecho en trecho por faroles de vidrio colgados en la pared como en un cuartel o en un convento. Al fin de aquel corredor arrancaba una escalera, al pie de la cual se paseaban dos centinelas. Al subir el segundo piso encontré a Mr. de Blacas que bajaba. Entré con él en las habitaciones de Carlos X, en donde había también dos granaderos de centinela. Aquella guardia extranjera, aquellos uniformes blancos a la puerta del rey de Francia, me causaban una impresión penosa. Ocurriome la idea de una prisión antes que la de un palacio.
Pasamos tres salones oscuros y casi desamueblados, y parecíame vagar todavía por el imponente monasterio del Escorial. Mr. de Blacas me dejó en el tercer salón para ir a avisar al rey con la misma etiqueta que en las Tullerías. Volvió a buscarme, me introdujo en el despacho de S. M. y se retiró.
Carlos X se acercó a mi, y me tendió la mano cordialmente, diciéndome: «Buenas noches, buenas noches, Mr. de Chateaubriand; mucho me alegro de veros; os aguardaba. No hubierais debido venir esta noche, porque estaréis muy cansado. No estéis de pie: sentémonos. ¿Cómo está vuestra esposa?»
Nada quebranta tanto el corazón como la sencillez de las palabras en las posiciones elevadas de la sociedad y en las grandes catástrofes de la vida. Echeme a llorar como un niño, y apenas podía sofocar con mi pañuelo el ruido de mis lágrimas. Todas las cosas osadas que había hecho propósito de decir; toda la vana e inflexible filosofía de que pensaba armar mis discursos, todo me faltó. ¡Yo convertirme en pedagogo de la desgracia! ¡Yo atreverme a hacer observaciones a mi rey, a mi rey de cabellos blancos, a mi rey proscripto, desterrado, próximo a dejar en tierra extranjera sus restos mortales! Mi anciano príncipe me tomó de nuevo de la mano al ver la turbación de ese implacable enemigo, de ese duro combatiente de las ornanzas de julio. Sus ojos estaban humedecidos; hízome sentar al lado de una mesita de madera, sobre la que había dos velas: sentose al lado de la misma mesa, inclinando hacia mí su oído bueno para oír mejor, advirtiéndome así de sus años, que venían a mezclar sus achaques comunes a las calamidades extraordinarias de su vida.
Érame imposible volver a hallar la voz al ver en la morada de los emperadores de Austria al sexagésimo octavo rey de Francia, encorvado bajo el peso de aquellos reinados y de setenta y seis años: de estos años, veinte y cuatro habían trascurrido en el destierro y cinco sobre un trono vacilante: el monarca acababa sus últimos días en un último destierro con el nieto cuyo padre había sido asesinado y cuya madre se hallaba prisionera. Carlos X con el fin de interrumpir este silencio, me dirigió algunas preguntas. Entonces le expliqué brevemente el objeto de mi viaje; me anuncié como portador de una carta de la duquesa de Berry, dirigida a la delfina, en la que la prisionera de Blaye confiaba el cuidado de sus hijos a la prisionera del Temple, como práctica en la desgracia. Añadí que traía también una carta para los hijos. El rey me respondió:«No se la entreguéis: ellos ignoran en parte lo que ha sucedido a su madre: dadme esa carta. Además hablaremos de todo esto mañana a las dos: idos a acostar. Veréis a mi hijo y a los niños a las once, y comeréis con nosotros.» El rey se levantó, me dio las buenas noches, y se retiró.
Salí y me reuní con Mr. de Blacas en el salón de entrada: el guía me esperaba en la escalera. Volví a mi habitación, bajando las calles sobre un empedrado escurridizo con tanta rapidez como lentitud había empleado en subirlas.
El Delfín.— Los infantes de Francia.— Los duques de Guiche.— Triunvirato; la infanta.
El día siguiente 25 de mayo recibí la visita del conde de Cosse, alojado en mi posada, y me refirió las disidencias del palacio relativamente a la educación del duque de Burdeos. A las diez y media subí a Hradschin: el duque de Guiche me introdujo en la habitación del delfín, y le encontró delgado y envejecido. Iba vestido con un frac muy raído abrochado hasta la barba, y que por lo largo que le venía parecía comprado en prendería: el pobre príncipe me causó extremada compasión.
El delfín tiene valor, su obediencia a Carlos X era lo único que le había impedido mostrarse en Saint-Cloud y en Rambouillet como se había mostrado en Chiclana: su carácter se ha hecho más agreste, y le causa repugnancia la vista de un semblante nuevo. Muchas veces suele, decir al duque de Guiche: «¿Por qué estáis aquí? No necesito de nadie: no hay ratonera bastante pequeña para ocultarme.»
Con frecuencia se le oía decir: «Que no hablen de mi; que no se ocupen de mi; nada soy, ni quiero ser nada. Tengo 20,000 francos de renta, y es más de Jo que necesito. No debo pensar más que en mi salvación, y en tener un buen fin» también ha dicho. «Si mi sobrino necesitase de mí, le serviría con mi espada; pero he firmado contra mi gusto mi abdicación por obedecer a mi padre: no la renovaré ni firmaré ya nada: que me dejen en paz. Mi palabra basta, pues yo nunca miento.»
Y así es la verdad: su boca no ha dicho jamás mentira alguna; lee mucho y es bastante instruido, aun en idiomas: su correspondencia con Mr. de Villele durante la guerra de España tiene su mérito, y su correspondencia con la delfina, interceptada e inserta en el Monitor, hace que se le ame. Su probidad es incorruptible; Su religión profunda; su piedad filial se eleva hasta la virtud; pero una timidez invencible quita al delfín el uso de sus facultades.
A fin de que estuviese más a su placer, evité hablarle de política, y me limité a informarme de la salud de su padre, asunto sobre el cual nunca sabe acabar de hablar. La diferencia de clima de Edimburgo y Praga, la gota continua del rey, los baños de Toeplitz que éste iba a tomar, lo bien que le sentarían: tal fue el asunto de nuestra conversación. El delfín vela sobre Carlos X como pudiera hacerlo sobre un niño: le besa la mano cuando se acerca a él; se informa de cómo ha pasado la noche; alza su pañuelo; habla alto para que le oiga; le impide comer lo que puede hacerle daño; le hace poner o quitar una levita, según el grado de calor o de frio; le acompaña a paseo, y le trae a su casa. No hablé de otra cosa: ni una palabra de las jornadas de julio, ni de la caída de un imperio, ni del porvenir de la monarquía. «Son ya las once, me dijo, y vais a ver a los infantes: a la hora de comer, nos veremos de nuevo.»
Condujéronme al cuarto del gobernador; abriéronse las puertas, y vi al barón de Damas con su alumno, a Mad. de Gontaut con la infanta, a Mr. de Barande, a Mr. de Lavilatte, y algunos otros leales servidores de pie todos. El joven príncipe, asustado, me miraba de lado y miraba a su gobernador como para preguntarle qué debía hacer; de qué modo había de proceder en tal peligro, o como para obtener el permiso de hablarme. La infanta medio se sonreía, de una manera tímida e independiente, y parecía prestar atención a los actos y ademanes de su hermano. Madama de Gontaut se mostraba orgullosa de la educación que le había dado. después de saludar a los dos príncipes, me dirigí al huérfano y le dije: «¿Me permite Enrique V que ponga a sus pies el homenaje de mis respetos? Cuando vuelva a ocupar el trono, quizá se acuerde de que tuve el honor de decir a su madre: Señora, vuestro hijo es mi rey. De consiguiente yo he sido el primero en proclamar Enrique V rey de Francia, y un jurado francés absolviéndome, ha dejado subsistente mi proclamación. ¡Viva el rey!»
Aturdido el príncipe de oírse llamar rey, y de oír hablar de su madre, de quien nunca le hablaban, retrocedió hasta donde estaba el barón de Damas, pronunciando algunas palabras, acentuadas, pero casi en voz baja, dije a Mr. de Damas:
«Señor barón, parece que mis palabras admiran al rey; veo que nada sabe de su animosa madre, y que ignora lo que sus servidores tienen a veces la dicha de hacer por la causado la monarquía legitima.»
El gobernador me contestó: «Se hace saber a monseñor lo que fieles súbditos como vos, señor vizconde»
«....Mr. de Damas no acabó su frase, y se apresuró a declarar que había llegado la hora del estudio. Invitome para la lección de equitación a las cuatro.
Fui a hacer una visita a la duquesa de Guiche, alojada bastante lejos de allí, en otra parte del palacio: necesitábanse cerca de diez minutos para cruzar hasta allí de corredor en corredor. Estando de embajador en Londres, di una pequeña fiesta en honor de Mad. de Guiche, en todo el brillo a la sazón de su juventud, y seguida de una turba de adoradores; en Praga la encontré cambiada; pero me agradaba más la expresión de su rostro; su peinado le sentaba muy bien: sus cabellos, cogidos en pequeñas trenzas, como los de una odalisca o los de una medalla de Sabina, caían ondulantes por los lados de su frente. La duquesa y el duque de Guiche representaban en Praga la belleza encadenada a la adversidad.
Mad. de Guiche había sido informada de lo que yo había dicho al duque de Burdeos, y me notició que se quería alejar a Mr. de Baraude; que se trataba de llamar jesuitas, y que Mr. de Damas había suspendido, pero no abandonado sus designios.
Existía un triunvirato compuesto del duque de Blacas, del barón de Damas y del cardenal Latil, que aspiraba a apoderarse del reinado futuro, aislando al joven rey, y educándole en principios y por hombres antipáticos a la Francia. El resto de los habitantes del palacio intrigaba contra el triunvirato; los mismos infantes estaban al frente de la oposición. Esta, sin embargo, tenía diferentes matices; el partido Gotaut no era enteramente el partido Guiche; la marquesa de Bouille, trásfuga del partido Berry, se ponía del lado del triunvirato con el abate Moligni. La delfina, colocada a la cabeza de los imparciales, no era precisamente favorable al partido de la joven Francia representado por Mr. de Baraude; pero como mimaba al duque de Burdeos, se inclinaba con frecuencia hacia su lado, y le sostenía contra su gobernador.
Mad. de Agoult, adicta en cuerpo y alma al triunvirato, no tenía otro crédito con la delfina que el de la presencia y el de la inoportunidad.
Después de haber cumplido con Mad. de Guiche, me fui a ver con Mad. de Gontaut, la cual me esperaba con la princesa Luisa.
La infanta hace recordar un tanto a su padre, sus cabellos son rubios, sus ojos azules tienen una expresión de finura; pequeña para su edad, no está tan formada como la representan sus retratos. Toda su persona es una mezcla de niña, joven y princesa: mira con los ojos bajos, y sonríe con una sencilla coquetería que no carece de arte: no sabe uno si debe referirle cuentos de hadas, hacerle una declaración, o hablarle con respeto como a una reina. La princesa Luisa une a las habilidades de adorno mucha instrucción; habla inglés, y principia a saber bien el alemán: hasta tiene un poco de acento extranjero, y empieza ya a marcarse el destierro en su lenguaje.
Mad. de Gontaut me presentó a la hermana de mi pequeño rey: inocentes fugitivos, parecían dos gacelas ocultas entre ruinas. Presentose la señorita de Vachon, aya segunda, joven excelente y distinguida. Sentámonos, y Mad. de Gontaut me dijo:
—Podemos hablar; la infanta lo sabe todo, y deplora con nosotros lo que vemos.
La infanta me contestó al punto:
—¡Qué necio ha estado Enrique esta mañana! El abuelo nos había dicho: —A ver si adivináis a quien vais a ver mañana. —Es una potencia de la tierra. —Nosotros le dijimos: —Será el emperador. —No, nos dijo el abuelo. Entonces nos pusimos a pensar, pero no acertamos.—Es al vizconde de Chateaubriand, nos dijo el abuelo; y me di con el puño en la frente por no haberlo adivinado. Y la princesa se golpeaba la frente, ruborizándose como una rosa, y sonriendo graciosamente con sus bellos ojos, dulces y húmedos! Yo ardía en respetuosos deseos de besar su pequeña y blanca mano. Enseguida continuó:
—¿No oísteis lo que os dijo Enrique cuando le recomendasteis que se acordara de vos? Pues dijo: —¡Oh, si, siempre! ¡Pero en voz tan baja! tenía miedo a vos y a su gobernador. Yo le hacía señas, ¿lo visteis? Esta noche quedaréis más contento, pues hablará: ya lo veréis.
Esta solicitud de la joven princesa hacia su hermano era encantadora, y yo me hacía reo casi de lesa majestad. La infanta lo conocía, y esto le daba cierto aire de conquista que le sentaba admirablemente bien. Apresurome a tranquilizarla sobre la impresión que me había dejado Enrique.
—Tenía gran placer, me dijo, en oíros hablar de mamá delante de Mr. de Damas. ¿Saldrá pronto de la prisión?
Sabido es que yo traía una carta de la duquesa de Berry para los infantes; pero no les hablé de ella, porque ignoraban las circunstancias posteriores del cautiverio. El rey me había pedido esa carta; pero creí que no debía dársela, y sí llevarla a la delfina, a quien, venía yo enviado, y que estaba tomando a la sazón los baños de Carlsbad.
Mad. de Gontaut me repitió lo que me había dicho Mr. de Cossé y Mad. de Guiche. La infanta se lamentaba con una formalidad de niña. Habiendo hablado su aya de la separación de Mr. de Baraude y de la llegada probable de un jesuita, la princesa Luisa se cruzó de manos, y dijo suspirando:
—¡Eso sería muy impopular!
Yo no pude menos de reírme; y la princesa hizo lo mismo, ruborizándose siempre.
Quedábanme algunos instantes antes de la audiencia del rey. Subí al carruaje, y fui a ver al gran burgrave, el conde de Choteck. Habitaba este una casa de campo, a media legua de la ciudad, por el lado del palacio. Le encontré en casa, y le di las gracias por su carta. El conde me invitó a comer para el lunes 27 de mayo.
Conversación con el rey.
Habiendo vuelto a palacio a las dos, fui introducido como el día antes a presencia del rey por Mr. de Blacas. Carlos X me recibió con su bondad acostumbrada y ese elegante desembarazo que los años hacen en él cada vez más sensible. Hízome sentar de nuevo junto a su pequeña mesa. Véase cual fue nuestra conversación: —Señor, la señora duquesa de Berry me ha mandado que venga a veros y a presentar una carta a la delfina. Ignoro lo que contiene esa carta, no obstante hallarse abierta: está escrita con limón, igualmente que la carta para los infantes. Pero en mis dos credenciales, la una ostensible, y la otra confidencial, me explica María Carolina su pensamiento. Como dije ayer a V. M., pone durante su cautiverio a sus hijos bajo la protección particular de la señora delfina. .
«La duquesa de Berry me encarga además que la dé cuenta de la educación de Enrique V, llamado aquí el duque de Burdeos. Finalmente, la duquesa de Berry declara que ha contraído matrimonio secreto con el conde Héctor Luchessi-Palli, de familia ilustre. Estos matrimonios secretos de princesas, de que hay muchos ejemplos, no las privan de sus derechos. La duquesa de Berry pide que se la conserve en su condición de princesa francesa, la regencia y la tutela. Cuando recobre su libertad se propone ir a Praga a abrazar a sus hijos y a poner sus respetos a los pies de V. M.
El rey me contestó severamente, y yo saqué mi réplica lo mejor que pude de una recriminación.
—Perdóneme V. M., pero se me figura que le han inspirado prevenciones: Mr. de Blacas debe ser enemigo de mi augusta cliente.
Carlos X me interrumpió: —No; pero ella le ha tratado mal, porque la impedía hacer necedades y meterse en empresas locas. No le es dado a todo el mundo hacer necedades de esta especie: Enrique IV se había como la duquesa de Berry, y lo mismo que ésta, no siempre tenía bastante fuerza.
—Señor, continué: aun cuando no queráis que madama de Berry sea princesa de Francia, lo será a pesar vuestro: el mundo entero la llamará siempre la duquesa de Berry, la heroica madre de Enrique V: su intrepidez y sus padecimientos lo dominan todo: vos no podéis colocaros en el bando de sus enemigos; vos no podéis a imitación del duque de Orleans, mancillar con un mismo golpe a los hijos y a la madre: ¿tan difícil os es perdonar a la gloria de una madre?
—Pues bien, señor embajador, dijo el rey con un énfasis lleno de benevolencia: que la duquesa de Berry vaya a Palermo y viva allí maritalmente con Mr. Luchessi, a la vista de todo el mundo, y entonces se dirá a los infantes que su madre está casada, y que vendrá a abrazarlos.
Conocí que había llevado ya el asunto demasiado lejos: los puntos principales estaban obtenidos en sus tres cuartas partes: la conservación del titulo y la admisión en Praga para una época más o menos remota. Seguro de conseguir el fin de mi empresa con la delfina, mudé de conversación. Los ánimos obstinados se rebelan contra la insistencia, y con ellos so «stropea todo, queriendo ganarlo todo a viva fuerza.
Pasé a la educación del príncipe, en interés del porvenir, y sobre este punto fui poco comprendido. La religión ha hecho de Carlos X un solitario, y las ideas de este son del claustro. Deslicé algunas palabras sobre la capacidad de Mr. de Baraude y la incapacidad de Mr. de Damas. El rey me dijo:
—Mr. de Baraude es hombre muy instruido; pero tiene mucho que hacer: Habíasele elegido para enseñar al duque de Burdeos las ciencias exactas, y le enseña todo: historia, geografía y latín. Yo había llamado al abate Maccarthy, a fin de que compartiese el trabajo con Mr. de Baraude; pero ha muerto, y he puesto los ojos en otro maestro que no tardará en legar.
Estas palabras me hicieron estremecer, porque el nuevo maestro no podía ser otro que un jesuita para reemplazar a otro jesuita. El hecho de que en el estado actual de la sociedad en Francia le ocurriese a Carlos X la idea de poner al lado de Enrique V a un discípulo de Loyola, era para hacer desesperar de la raza.
Luego que volví de mi asombro, le dije:
—¿Y no teme el rey el efecto que puede causar en la opinión la elección de un maestro sacado de las filas de una sociedad célebre, pero calumniada?
El rey exclamó:
—¡Bah! ¿Todavía andáis a vueltas con los jesuitas? Hablé al rey de las elecciones y del deseo que tenían los realistas de conocer su voluntad. El rey me respondió:
—Yo no puedo decir a un hombre: «Prestad juramento contra vuestra conciencia.» Los que creen deber prestarlo obran sin duda con buena intención. Yo, querido amigo, no tengo prevención ninguna contra los hombres, y me importa poco su vida para cuando quieren servir sinceramente a la Francia y a la legitimidad. Los republicanos me escribieron a Edimburgo, y acepté, en cuanto a su persona, todo cuanto me pedían; pero quisieron imponerme condiciones de gobierno, y las deseché. Nunca cederé en cuanto a los principios: quiero dejar a mi nieto un trono más sólido que el mío. ¿Son hoy los franceses más felices y libres de lo que eran conmigo? ¿Pagan menos contribuciones? ¡Valiente vaca es esa Francia! ¡Si me hubiese yo permitido la cuarta parte de las cosas que se ha permitido hacer el duque de Orleáns, cuantos gritos. Y cuantas maldiciones! Ellos conspiraban contra mí; lo han confesado, y yo quise defenderme...
El rey se detuvo como embarazado por la multitud de sus pensamientos, y el temor de decir alguna cosa que me lastimase.
Todo eso estaba bien; pero ¿qué entendía Carlos X por los principios? ¿Había reflexionado sobre la causa de las conspiraciones, verdaderas o falsas, urdidas contra su gobierno? El rey continuó, después de un momento de silencio:
—¿Cómo están vuestros amigos los Bertni? Ya sabéis que no tienen por qué quejarse de mí: son harto severos con un hombre desterrado, que no les ha hecho mal alguno, al menos que yo sepa. Pero, querido, yo no echo la culpa a nadie: cada cual se conduce como le parece mejor.
Aquella dulzura de temperamento, aquella mansedumbre cristiana de un rey expulsado y calumniado me hizo asomar lágrimas a los ojos. Quise decir unas cuantas palabras acerca de Luis Felipe.
—¡Ah! respondió el rey: el duque de Orleáns... ha creído... ¡qué queréis! los hombres son así.
Ni una palabra amarga, ni una queja salió de la boca del anciano tres veces desterrado. Y sin embargo, manos francesas habían echado abajo la cabeza de su hermano y atravesado el corazón de su hijo. ¡Tan rencorosas e implacables habían sido para él esas manos!
Elogié al rey con todo mi corazón y con voz conmovida. Preguntele si no entraba en sus intenciones hacer cesar todas sus correspondencias secretas y despedir a todos esos comisionados que hacia cuarenta años estaban engañando a la legitimidad. El rey me aseguró que estaba resuelto a poner un término a sus impotentes intrigas: díjome que había designado ya algunas personas graves, en cuyo número me contaba para componer en Francia una especie de consejo propio para informarle de la verdad, y que Mr. de Blacas me lo explicaría todo. Supliqué a Carlos X que reuniese a sus servidores y me oyese; pero me remitió a Mr. de Blacas.
Llamé la atención del rey hacia la época de la mayoría de Enrique V, y le hablé de hacer una declaración como cosa útil. El rey, que interiormente no quería semejante declaración, me invitó a presentarle el modelo. Respondí con respeto, pero con firmeza, que jamás formularía una acusación al pie de la cual no se hallara mi nombre por bajo del de el rey. La razón era que no quería yo tomar bajo mi responsabilidad los cambios eventuales introducidos en un acta cualquiera por el príncipe de Metternich y por Mr. de Blacas.
Hice presente al rey que estaba demasiado lejos de Francia, y que había tiempo de hacer dos o tres revoluciones en París antes de que él lo supiese en Praga. El rey replicó que el emperador le había dejado en libertad de elegir el punto de su residencia en todos los estados austríacos a excepción del reino de Lombardía.—Pero añadió S. M., las ciudades habitables en Austria están todas, sobre poco más o menos, a igual distancia de Francia: en Praga me hallo alojado por nada, y mi posición me obligad este cálculo.
Noble cálculo por cierto para un príncipe que había gozado por espacio de cinco años de una dotación, de 70.000.000 anuales, sin contar las residencias reales; para un príncipe que había dejado a la Francia la colonia de Argel y el antiguo patrimonio de los Borbones, evaluado en una renta de 25 ó 30.000.000.
—Señor, le dije; vuestros fieles súbditos han pensado muchas veces que vuestra real indigencia podía tener necesidades, y están dispuestos a contribuir cada cual según su fortuna, a fin de libraros de la dependencia del extranjero.
—Creo, mi querido Chateaubriand, me dijo riendo el rey, que no estáis más rico que yo. ¿Cómo habéis pagado vuestro viaje?
—Señor, me habría sido imposible llegar a vuestra presencia, si la duquesa de Berry no hubiera dado orden a su banquero Mr. Jauge, para que me entregase 6,000 francos.
—¡Bien poco es! exclamó el rey, ¿necesitáis algún suplemento?
—No, señor, antes bien debería, dándome buena maña, volver algo a la pobre prisionera; pero no sé hacer lucir el dinero.
—¿En Roma, vivisteis con grande esplendidez?
—Siempre he comido a conciencia lo que el rey me ha dado: no me ha quedado de ello ni dos sueldos.
—Ya sabéis que tengo siempre a vuestra disposición vuestra dotación de par: no la habéis querido.
—No, señor, porque tenéis otros servidores más desgraciados que yo. Ya me habéis sacado de apuro, en cuanto a los 20.000 francos que me quedaban de deudas del tiempo de mi embajada en Roma, después de los otros diez mil que tomé prestados a vuestro grande amigo Mr. Lafitte.
—Yo os los debía, dijo el rey, y no era siquiera la mitad de lo que perdisteis con dar vuestra dimisión de embajador, que entre paréntesis, me hizo bastante mal.
—Como quiera que sea, señor, debido o no, V. M. acudiendo en mi auxilio, me hizo un favor oportunamente, y yo lo devolveré el dinero cuando pueda, pero no ahora, porque estoy pobre como un ratón: mi casa de la calle del Infierno está aun por pagar. Vivo revuelto con los pobres de Mad. de Chateaubriand, aguardando el alojamiento que ya visité con motivo de V. M. en casa de Mr. Gisquet. Cuando paso por una ciudad, me informo primero de si hay hospital; si lo hay, duermo a pierna suelta: habitación y comida, ¿qué necesidad hay de más?
—¡Oh! eso no puede acabar así; vamos, Chateaubriand, ¿cuánto necesitaríais para ser rico?
—Señor, perderíais en ello el tiempo: si me dieseis 4.000,060 hoy por la mañana, no tendría ya una blanca por la noche.
El rey medió un golpecito en el hombro, diciéndome:
—¡Sea enhorabuena! Pero ¿en qué diablos gastáis vuestro dinero?
—A fe mía, señor, que no lo sé, porque ni tengo caprichos, ni hago gasto alguno: ¡esto es incomprensible! Soy tan necio, que al entrar en el ministerio de Negocios extranjeros no quise tomar los 25.000 francos de gastos de instalación, y al salir desdeñé escamotear los fondos secretos. Me habláis de mi fortuna para evitar hablar de la vuestra.
—Es verdad, dijo el rey, ved aquí ahora mi confesión: comiéndome mis capitales por partes iguales de año en año, he calculado que según la edad que tengo, podría vivir hasta mi último día, sin necesitar de nadie. Si me hallase en la miseria, preferiría acudir, como me proponéis, a franceses antes que a extranjeros. Me han ofrecido abrir empréstitos, entre otros, uno de 30.000.000 que habría quedado cubierto en. Holanda; pero he sabido que este empréstito cotizado en las principales bolsas de Europa haría bajar los fondos franceses, y eso me ha impedido adoptar el proyecto: nada que afectase la fortuna pública en Francia, podía convenirme. ¡Sentimiento digno de un rey!
En esta conversación se notará la generosidad de carácter, la dulzura de costumbres y el recto juicio de Carlos X. Para un filósofo, hubiera sido un espectáculo curioso el del súbdito y el rey, interrogándose acerca de su fortuna, y haciéndose mutua confesión de su miseria en el interior de un palacio debido a los soberanos de Bohemia.
Enrique V.
Praga, 25 y 26 de mayo de 1833.
Al salir de la anterior entrevista, asistí a la lección de equitación de Enrique. Montó este dos caballos, el primero sin estribos, al trote largo, y el segundo con ellos, ejecutando vueltas, sin llevar la brida, y con una varita entre sus brazos y cuerpo. El niño era atrevido, y estaba elegante con su pantalón blanco, su vaquero, su cuellecito y su gorra. El instructor, Mr. O'Hegerty, padre, gritaba:
—¿Qué pierna es esa? ¡Parece un palo! ¡Dejadla en libertad! ¡Bien! ¡Muy mal! ¿Qué tenéis hoy? etc., etc.
Terminada la lección, se detuvo el niño rey a caballo, en medio del picadero, y quitándose bruscamente su gorra para saludarme en la tribuna donde estaba yo con el barón de Damas y algunos franceses;, saltó a tierra, ligero y gracioso como el pequeño Jehan de Saintri.
Enrique es delgado, ágil, bien formado, rubio: tiene los ojos azules, con cierto modo de mirar en el izquierdo, que recuerda la mirada de su madre. Sus movimientos son bruscos, y aborda a uno con franqueza, es curioso y amigo de preguntar, no tiene nada de esa pedantería que le atribuyen los periódicos; es un verdadero muchacho, como todos los muchachos de doce años. Cumplimentábale yo acerca de su buena figura a caballo.
—Eso no es nada, me dijo: me habéis de ver sobre mi caballo negro: es malo como un diablo, tira coces, me arroja a tierra, vuelvo a montar y saltamos la barrera. El otro día se pegó contra la pared: tiene una pierna así de gruesa. ¿No es verdad que es bonito el último caballo que he montado? Pero yo no estaba para ello.
Enrique detesta al barón de Damas, cuya presencia, carácter e ideas le son antipáticos, y se enfurece frecuentemente contra él. A consecuencia de esos arrebatos es preciso castigar al príncipe, y se le condena a veces a permanecer en la cama: torpe castigo. Preséntase el abate Moligni, que confiesa al rebelde, y procura infundirle miedo con el diablo. El obstinado no escucha nada, y se niega a comer. Entonces la delfina da la razón a Enrique, el cual come y se burla del barón. La educación recorre este círculo vicioso.
Lo que necesitaba el duque de Burdeos es una mano ligera que le condujese, sin hacerle sentir el freno un gobernador que fuese más bien su amigo que su amo.
Si la familia de San Luis fuese, como la de los Estuardos, una especie de familia particular expulsada por una revolución circunscrita en una isla, los destinos de los Borbones serian en breve extraños a las generaciones nuevas. Nuestro antiguo poder real no es esto: ese poder representa la antigua monarquía: el pasado político, moral y religioso de los pueblos ha nacido de ese poder y se agrupa en rededor suyo. La suerte de una raza tan entrelazada con el orden social que fue, tan emparentado con el orden social que será, no puede ser nunca indiferente a los hombres. Pero no obstante hallarse esa raza destinada a vivir, la condición de los individuos que la forman, y con los que una suerte enemiga no hubiese hecho tregua, seria deplorable. Esos individuos caminarían olvidados en una perpetua desgracia sobre una línea paralela, a la par de la gloriosa memoria de su familia.
No hay cosa más triste que la existencia de los reyes caídos: sus días no son más que un tejido de realidades y ficciones: permaneciendo soberanos en su hogar entre sus criados y sus recuerdos, apenas salvan el umbral de su casa, hallan a la puerta la irónica verdad, y Jacobo II, o Eduardo VII, Carlos X o Luis XIX, a puerta cerrada, se convierten a puerta abierta en Jacobo o Eduardo, Carlos o Luis, sin numeración alguna, como los míseros mortales vecinos suyos: ellos tienen el doblo, inconveniente de la vida de corte y de la vida privada, los aduladores, los favoritos, las intrigas, las ambiciones de la cuna, las afrentas, la miseria, los chismes de la otra: es una mascarada continua de criados y ministros que cambian de trajes. El carácter se exaspera con esta situación, las esperanzas se debilitan, los pesares se aumentan; se recuerda lo pasado, se suceden las recriminaciones, y se dirigen conversaciones tanto más amargas, cuanto que la expresión de ellas deja de quedar encerrada en el buen gusto de un distinguido nacimiento, y en las holguras de una fortuna superior: los padecimientos vulgares hacen al hombre vulgar: los cuidados de un trono perdido degeneran en enredos de familia: los papas Clemente XIV y Pio VI jamás lograron restablecer la paz en la casa del pretendiente. Esos extranjeros destronados permanecen vigilados en medio del mundo, rechazados por los príncipes como infestados de infortunio y sospechosos a los pueblos como si temiesen estos que aun les quedara algún poder.
Comida y reunión en Hradschin.
Fui a vestirme: Habíanme avisado que podía conservar en la mesa del rey mi levita y mis botas; pero la desgracia es de condición demasiado elevada para acercarse a ella con familiaridad. Llegué al palacio a las seis menos cuarto, y la mesa estaba puesta en uno de los salones de entrada. Encontré en él al cardenal Latil, a quien no había vuelto a ver desde que comimos juntos en Roma en el palacio de la embajada, cuando la reunión del cónclave, después de la muerte de Leon XII. ¡Qué cambio de destino para mí y para el mundo entre aquellas dos fechas!
Era aquel siempre el cleriguillo barrigudo, de nariz picuda y pálido semblante, tal como le había visto montado en cólera en la cámara de los pares con un cuchillo de marfil en la mano. Asegurábase que no tenía la menor influencia, y que se le mantenía en un rincón sufriendo mil sofiones: podría ser; pero hay valimientos de muchas clases, y el del cardenal no era menos seguro aunque oculto, y lo sacaba de los largos años pasados al lado del rey y del carácter de sacerdote. El abate Latil ha sido un confidente íntimo: el recuerdo de Mad. de Pollaston va unido a la sobrepelliz del confesor: el encanto de las últimas debilidades humanas, y la dulzura de los primeros sentimientos religiosos se prolongan en recuerdos en el corazón del anciano monarca.
Sucesivamente fueron llegando Mr. de Blacas, Mr. A. de Damas, hermano del barón Mr. O'Hegerty, padre, y los señores de Cossé. A las seis en punto se presentó el rey seguido de su hijo, y todos acudimos a la mesa. EL rey me colocó a su izquierda, poniendo al delfín a su derecha; Mr. de Blacas se sentó frente al rey, entre el cardenal y Mad. Cossé: los demás convidados fueron colocados indistintamente. Los infantes no comen con su abuelo más que los domingos, lo cual es privarse de la única felicidad que queda en el destierro: la intimidad y la vida de familia.
La comida era escasa y bastante mala. El rey me eligió un pescado del Moldava que nada valía absolutamente. Cuatro o cinco ayudas de cámara vestidos de negro andaban de un lado a otro como los legos en un refectorio: no había mayordomo alguno. Cada cual tomaba de la fuente y ofrecía al inmediato. El rey comía bien, y pedía y servía él mismo lo que se le pedía. Estaba de buen humor, habiéndosele pasado el miedo que yo le había inspirado. La conversación vagaba en un círculo de lugares comunes acerca del clima de Bohemia, de la salud de la delfina, de mi viaje, de las ceremonias de Pentecostés que debían tener lugar al día siguiente: ni una palabra de política. El delfín, con la nariz metida en su plato, salía a veces de su silencio, y dirigiéndose al cardenal Latil:
—Príncipe de la iglesia, le decía, ¿el Evangelio de hoy era según San Mateo?
—No, monseñor; según San Marcos.
—¿Cómo San Marcos?
Gran disputa entre San Marcos y San Mateo, y el cardenal quedaba derrotado.
La comida duró cerca de una hora: levantose el rey, y le seguimos hasta el salón. Estaban los diarios sobre la mesa, y sentose cada cual a leer como en un café.
Entraron los infantes, el duque de Burdeos conducido por su ayo, y su hermana por el aya, y corrieron a abrazar a su abuelo, precipitándose enseguida hacia mí. Colocámonos en el hueco de una ventana que daba a la ciudad y tenía magnificas vistas, y renové mis elogios sobre la lección de equitación. La infanta se apresuró a repetirme lo que me había dicho su hermano; que nada había yo visto, y que no se podía formar idea de nada estando cojo el caballo negro. Madama de Gontaut, vino a sentarse a nuestro lado, y Mr. de Damas algo más lejos, aguzando el oído en un estado divertido de inquietud, como si fuese yo a comerme su pupilo, a soltar alguna frase en elogio de la libertad de la prensa o en favor de la duquesa de Berry. Hubiérame reído de los temores que le causaba, si desde Mr. de Polignac pudiera todavía reírme de un pobre hombre. De repente me dijo Enrique:
—¿Habéis visto serpientes adivinas?
—Monseñor, querrá hablar de la boa: no las hay ni en Egipto ni en Túnez, únicos puntos de África que he visitado, pero he visto muchas culebras en América.
—¡Oh, si! dijo la princesa Luisa; la culebra de cascabel, en el Genio del Cristianismo.
Yo me incliné para dar gracias a la princesa.
—Pero habréis visto muchas más culebras, continuó Enrique. ¿Son malignas?
—Algunas, monseñor, son muy peligrosas: otras no tienen veneno, y se les hace bailar.
Los dos niños se acercaron a mí con placer, teniendo sus ojos bellos y resplandecientes, fijos sobre los míos.
—Hay además la culebra de vidrio, continué, que es hermosa, no hace daño ninguno; tiene la trasparencia y la fragilidad del vidrio, y en cuanto se la toca se rompe.
—¿Y no pueden volverse a unir los pedazos? dijo el príncipe.
—Hombre, no, respondió por mí la princesa.
—¿Habéis visitado la catarata del Niágara? continuó Enrique. ¡Hace un ruido espantoso! ¿se puede bajar por ella en barco?
—Monseñor, un americano se entretuvo en arrojar por ella un barco grande: dícese que otro americano se arrojó él mismo en la catarata y no pereció la vez primera; pero quiso repetir el experimento y pereció la segunda vez que lo intentó.
Los dos niños levantaron sus manos al cielo escamando: «¡Oh!»
Mad. de Gontaut tomó la palabra.
—Mr. de Chateaubriand ha ido a Egipto y a Jerusalén.
La princesa dio una palmada y se acercó más a mí. —Mr. de Chateaubriand, me dijo, describid a mi hermano las pirámides y el sepulcro de Nuestro Señor.
Yo hice lo mejor que pude una pintura de las pirámides, del Santo Sepulcro, del Jordán y de la Tierra Santa. La atención de los niños era extremada: la princesa apoyaba en sus manos su lindo rostro, descansando casi sus codos sobre mis rodillas, y Enrique, encaramado en un sillón mecía sus piernas, colgantes.
Después de esta bella conversación de culebras, de cataratas y del Santo Sepulcro, dijo la princesa:
—¿Queréis hacerme alguna pregunta sobre historia?
—Si, preguntadme acerca de un año, sobre el año más oscuro de toda la historia de Francia, a excepción de los siglos XVII y XVIII, que no hemos principiado aun.
—¡Oh! Yo, repuso Enrique, quiero mejor un año célebre; preguntadme algo acerca de un año célebre.
Este estaba menos seguro de salir bien que su hermana.
Principié por obedecer a la princesa, y dije: —Pues bien, ¿queréis decirme lo que sucedió y quien reinaba en Francia en 1001?
Ambos hermanos se pusieron a reflexionar, Enrique cogiéndose el pelo, y la princesa haciendo sombra a su rostro con sus dos manos, acción que le es familiar. Luego descubrió súbitamente su semblante joven y alegre, su risueña boca y sus ojos perspicaces, y dijo a princesa:
—Roberto era quien reinaba, Gregorio V era papa, Basilio III emperador de Oriente
—Y Otón III emperador de Occidente, exclamó Enrique, apresurándose para no quedar atrás de su hermana, y añadió en seguida.
—Veremundo II en España
La princesa, atajándole la palabra, dijo:
—Etelredo en Inglaterra.
—No, dijo su hermano: era Eduardo, Costilla de hierro.
La princesa tenía razón: Enrique se engañaba en unos cuantos años en favor de Costilla de hierro, que le había encantado; pero no por eso era aquello menos prodigioso.
—¿Y mi año célebre? preguntó Enrique medio enojado.
—Tenéis razón, monseñor: ¿qué sucedió en el año 1593?
—¡Bah! exclamó el joven príncipe: la abjuración de Enrique IV.
La princesa se puso encarnada por no haber podido contestar la primera.
Dieron las ocho y la voz del barón de Damas corló nuestra conversación como cuando el martillo del reloj, al dar las diez, suspendía los pasos de mi padre en el gran salón de Combourg.
¡Amables niños! El anciano cruzado os ha contado sus aventuras de la Palestina; pero no en el hogar de la reina Blanca. Para hallaros ha tenido que llevar su palo de palmera y sus sandalias empolvadas bajo el sol helado del extranjero. Blondel cantó en vano al pie de la torre de los duques de Austria, y su voz no pudo volver a abriros los caminos de la patria. ¡Jóvenes proscriptos! El viajero en lejanas tierras, os ha ocultado una parte de su historia: no os ha dicho que poeta o profeta ha arrastrado en los bosques de la Florida y en las montañas de la Judea tanta falta de esperanzas, alegría e inocencia; que hubo un día en que, como Juliano, arrojó su sangre hacia el cielo, sangre de la que el Dios de misericordia le reservó algunas gotas para rescatar las que había entregado al dios de maldición.
El príncipe, llevado por su ayo, me invitó a su lección de historia, fijada para el lunes siguiente a las once de la mañana: Mad. de Gontaut se retiró con la princesa.
Entonces principió una escena de otra clase: la monarquía futura en la persona de un niño acababa de hacerme participar de sus juegos: la monarquía pasada, en la persona de un anciano, me hizo asistir a los suyos. Diose principio a una partida de whist, iluminada por dos velas en un rincón de la sala oscura, entre el rey y el delfín, el duque de Blacas y el cardenal Latil. Yo era el único testigo de ella con el picador O'Hegerty. A través de las ventanas, cuyas hojas no estaban cerradas, mezclaba el crepúsculo su palidez a la de las velas: la monarquía se extinguía entre aquellos dos resplandores moribundos. Profundo silencio, a excepción del roce de las cartas y de algunos gritos del rey, que se incomodaba. Las cartas fueron renovadas por los Latinos a fin de aliviar la adversidad de Carlos VI; pero no hay ya Ogier ni Lahire que puedan dar su nombre, bajo Carlos X, a aquellas distracciones de la desgracia.
Terminada la partida de juego, me dio el rey las buenas noches. Atravesé los salones desiertos y sombríos que había cruzado el día antes, las mismas escaleras, los mismos patios, por delante de los mismos centinelas, y después de bajar las cuestas de la colina, volví a mi posada, perdiéndome en las calles y en las tinieblas. Carlos X permanecía encerrado en las masas negras que acababa de dejar: nada puede pintar la tristeza de su abandono y de sus años.
Visitas.
Praga, 27 de mayo de 1833
Tenía mucha necesidad de descansar; pero el barón Capelle, que había llegado de Holanda, habitaba un cuarto vecino al mío y vino a verme al punto.
Cuando el torrente cae de alto, el abismo que socava y en que se sumerge, atrae las miradas y embarga el uso de la palabra; pero no tengo paciencia ni compasión para los ministros, cuya débil mano dejó caer en la sima la corona de San Luis, como si las olas debieran hacerla subir de nuevo. Aquellos ministros que pretenden haberse opuesto a las ordenanzas son los más culpables; los que dicen haber sido más moderados, son los menos inocentes; si tan claro veían, ¿por qué no se retiraban? «No han querido abandonar al rey, el delfín los ha tratado de cobardes.» Mala derrota: no pudieron desprenderse de sus carteras. Digan lo que quieran, no hay otra cosa en el fondo de esa catástrofe. ¡Y qué admirable sangre fría después del suceso! Uno escribe sobre la historia de Inglaterra después de haber arreglado tan bien la historia de Francia: otro lamenta la vida y la muerte del duque de Reischtadt después de haber enviado a Praga al duque de Burdeos.
Yo conocía a Mr. Capelle; es justo recordar que había quedado pobre; sus pretensiones no sobrepujaban su valor, y de buen grado habría dicho como Luciano: «Si venís a escucharme en la esperanza de respirar el ámbar y oír el canto del cisne, pongo por testigo a los dioses de que jamás he hablado de mí en términos tan magníficos.» En los tiempos actuales la modestia es una cualidad rara, y la única falta de Mr. Capelle es haberse dejado nombrar ministro.
Recibí la visita del barón de Damas: las virtudes de este valiente oficial se le habían subido a la cabeza, y su cerebro se hallaba atacado de una congestión religiosa. Hay asociaciones fatales; el duque de Riviere recomendó al morir a Mr. de Damas para ayo del duque de Burdeos. El príncipe de Polignac era miembro de aquella pandilla. La incapacidad es una francmasonería, cuyas logias están en todos los países, y esta carbonería tiene calabozos, cuyas trampas abre, y en las que hace desaparecer los estados.
El sistema doméstico estaba de tal suerte en la corte, que al elegir Mr. de Damas a Mr. de Lavilatte, nunca quiso concederle otro titulo que el de primer ayuda de cámara de monseñor duque de Burdeos. Aficioneme desde luego a ese militar de bigotes grises retorcidos, alano fiel encargado de ladrar alrededor de su cordero. Pertenecía a aquellos leales porta-granadas, a quienes tanto apreciaba el terrible mariscal Montluce, y de quienes decía: «No hay en ellos trastienda.» Mr. de Lavilatte será despedido por su sinceridad, no por su aspereza: pronto se hace uno a la aspereza de cuartel. A veces la adulación en el campamento suele tomar la máscara de independencia; pero en el valiente veterano de quien hablo todo era franqueza, y habría retirado con honor su bigote si hubiese tomado a préstamo más de 30,000 duros, como Juan de Castro. Su semblante avinagrado no era más que la expresión de la libertad: solamente advertía por su aire que estaba pronto. Los florentinos, antes de preparar su ejército en campaña, avisaban al enemigo por el sonido de la campana Martinella.
Misa.— El general Czernicki.— Comida en casa del gran burgrave.
Praga, 27 de mayo de 1833.
Había yo formado el proyecto de oír misa en la catedral en el barrio de los Palacios; pero detenido por los que vinieron a verme, no tuve tiempo más que para ir a la basílica de los antiguos jesuitas. Estaban cantando a la sazón con acompañamiento de órgano. Una mujer colocada a mi lado, tenía una voz cuyo acento me hizo volver la cabeza. En el momento de la comunión se cubrió el rostro con las dos manos y no fue a la santa mesa.
¡Ay! Muchas iglesias he explorado en las cuatro partes de la tierra, sin haberme podido despojar, ni aun en el sepulcro del Salvador, del áspero cilicio de mis pensamientos. He descrito a Aben-Hamet vagando en la mezquita de Córdoba. «Al pie de una columna vio una figura inmóvil que tomó en un principio por una estatua sobre un sepulcro.»
El original de esa figura que veía Aben-Hamet era un monje a quien yo había encontrado en el Escorial y tuya fe había envidiado. ¡Quién sabe, no obstante, las borrascas que podía haber en el fondo de aquella altura tan recogida, y las súplicas que dirigía, al pontífice santo e inocente! Salía yo de admirar en la sacristía desierta del Escorial una de las vírgenes más hermosas de Murillo; iba con una mujer, y fue quien me hizo reparar en el religioso, sordo al ruido de las pasiones que atravesaban junto a él en el formidable silencio del santuario.
Después de la misa en Praga fui a buscar un birlocho, y tomé el camino trazado en las antiguas fortificaciones, y por el que suben los carruajes al palacio. Estaban trazando jardines en aquellos baluartes: la eufonía del bosque reemplazará allí el estruendo de la Batalla de Praga. El conjunto estará hermoso dentro de unos cuarenta años, ¡Dios quiera que Enrique no permanezca aquí bastante tiempo para gozar de la sombra de una hoja que no ha nacido todavía!
Debiendo ir a comer al día siguiente a casa del gobernador, juzgué conveniente ir a ver a Mad. de Choteck: habríala encontrado amable y hermosa, aun cuando no me hubiese citado de memoria pasajes de mis obras.
Subí por la noche a la reunión de Mad. de Guiche, y encontré en ella al general Czernicki, y a su esposa. Aquel me refirió la insurrección de la Polonia y la batalla de Ostrolenka.
Cuando me levanté para marcharme me pidió permiso el general para estrechar mi venerable mano y abrazar al patriarca de la libertad de la prensa: su mujer quiso abrazar en mí al autor del Genio del Cristianismo: la monarquía recibió con la mayor cordialidad el beso fraternal de la república. Sentía yo una satisfacción de hombre honrado y me tenía por feliz en despertar por diferentes títulos nobles simpatías en corazones extranjeros, en ser estrechado sucesivamente contra el seno del marido y de la mujer por la libertad y la religión.
El lunes 27 por la mañana vino a decirme la oposición que no vería al joven príncipe. Mr. de Damas había cansado a su alumno llevándole de iglesia en iglesia para rezar las estaciones del jubileo. Aquel cansancio servía de protesto para una licencia, y motivaba una excursión al campo, queríanme ocultar al niño.
Empleé la mañana en correr la ciudad. A. las cinco fui a comer a casa del conde de Choteck.
Comida en casa del conde de Choteck.
La casa del conde de Choteck, construida por su padre (que fue también gran burgrave de Bohemia) presenta por fuera la forma de una capilla gótica: nada es hoy original; todo es copia. Desde el salón se ven los jardines, los cuales bajan en cuesta a un valle: siempre la misma luz pálida, el mismo suelo ceniciento, como en las hondonadas angulosas de las montañas del Norte, en donde la naturaleza descarnada lleva el cilicio.
Estaba puesta la mesa en el pleasure ground (sitio de placer) bajo los árboles. Comimos con la cabeza descubierta: mi cabeza, a quien tantas tempestades habían insultado, llevándose los cabellos, era sensible al soplo del viento. Por más que procuraba estar atento a la comida, no podía menos de mirar las aves, y las nubes, que volaban por encima del festín: pasajeros embarcados en las brisas, y que tienen relaciones secretas con mis destinos; viajeros, objeto de mi envidia, y cuya aérea carrera no pueden seguir mis ojos sin una especie de enternecimiento. Hallábame más en sociedad con aquellos parásitos que vagaban por el cielo, que con los comensales sentados a mi lado en la tierra. ¡Felices anacoretas los que teníais por dapifert un cuervo!
No puedo hablar de la sociedad de Praga, porque no la vi más que en aquella comida. Había en ella una mujer muy a la moda en Viena, y según decían, de mucha agudeza: pareciome áspera y necia, aunque conservaba algunos restos de juventud, como aquellos árboles que conservan en el verano los ramos secos de la flor que ostentaron en la primavera.
No sé pues, de las costumbres de este país más que lo que dice Bassompierre de ellas en el siglo XVI; él amó a Ana Esther, de edad de diez y ocho años, y viuda hacia seis meses; pasó cinco días y cinco noches disfrazado y oculto en un cuarto al lado de su querida; jugó a la pelota en Hradschin con Wallenstein. Yo, que no era Wallenstein ni Bassompierre, no aspiraba al imperio ni al amor: las Esther modernas quieren Asueros, que por muy disfrazados que estén puedan quitarse por la noche su dominó: no se desprende uno de la máscara de los años.
Pentecostés.— El duque de Blacas.
Praga, 27 de mayo de 1833.
Al salir, después de la comida, a las siete, me dirigí a casa del rey, y encontré allí a las personas del día anterior, a excepción del duque de Burdeos, el cual decían se hallaba indispuesto de resultas de las estaciones del domingo. El rey estaba medio recostado sobre un canapé, y la infanta sentada en una silla, junto a las rodillas de Carlos X, que acariciaba el brazo de su nieta, mientras le contaba diferentes historias. La joven princesa escuchaba con atención; cuando yo me presenté me miró con la sonrisa de una persona sensata que me hubiera querido decir: —Preciso es que yo divierta a mi abuelo.
—Chateaubriand, exclamó el rey: ¿cómo es que no os he visto ayer?
—Señor, me avisaron demasiado tarde de que V. M. me había hecho el honor de convidarme a su mesa; y luego era domingo de Pentecostés, día en que no es permitido ver a V. M.
—¿Cómo es eso? dijo el rey.
—Señor, el día de Pentecostés hizo nueve años que presentándome para haceros la corte, me negaron la entrada.
Carlos X pareció conmoverse.
—No os arrojarán, dijo, del palacio de Praga.
—No señor, porque no veo aquí aquellos buenos servidores que me condujeron al día de la prosperidad.
Principió el whist, y terminó el día.
Después de la partida pagué al duque de Blacas la visita que me había hecho. —El rey me ha dicho que teníamos que hablar.
Yo le contesté que no habiendo el rey juzgado conveniente convocar su consejo, en el cual hubiera podido yo desenvolver mis ideas acerca del porvenir de Francia y de la mayoría del duque de Burdeos, nada más tenia que decir.
—S. M. no tiene consejo, repuso Mr. de Blacas, riéndose con malicia y con ojos de satisfacción; no tiene más que a mí, a nadie más que a mí.
El guardarropa mayor tiene la más alta idea de sí mismo: achaque francés. A. juzgar por lo que dice, todo lo hace y todo lo puede: él casó a la duquesa de Berry, dispone de los reyes, lleva a Metternich como por la mano, tiene cogido por el cuello a Nesselrode, reina en Italia, ha grabado su nombre en un obelisco en Roma, tiene en su bolsillo las llaves de los cónclaves, los tres últimos papas le deben su exaltación, conoce tan perfectamente la opinión y ajusta de tal suerte su ambición, que acompañando a la duquesa de Berry se había hecho dar un diploma que le nombraba jefe del consejo de regencia, primer ministro, y ministro de Negocios extranjeros. Véase como esas pobres gentes comprenden la Francia y el siglo.
Sin embargo, Mr. de Blacas es el más inteligente y el más moderado de la pandilla. En conversación es sensato, siempre es de la opinión del que le habla. ¿Eso pensáis? Es cabalmente lo que decía yo ayer. Tenemos las mismas ideas. Laméntase de su esclavitud; se halla cansado de los negocios; querría vivir en algún rincón ignorado de la tierra para morir allí en paz lejos del mundo. En cuanto a su influencia sobre Carlos X no hay que hablarle: dicen que domina a Carlos X; es un error, nada puede con el rey; este no le escucha; rehúsa por la mañana una cosa, y por la noche concede esa misma cosa sin que se sepa por qué ha cambiado de parecer, etc. Cuando Mr. de Blacas refiere todos estos embolismos, dice verdad, porque nunca contraría al rey; pero no es sincero, porque solo inspira a Carlos X decisiones conformes a los deseos del príncipe.
Por lo demás, Mr. de Blacas tiene valor y honor; no carece de generosidad, y es adicto y fiel. Con el roce con la alta aristocracia y con las riquezas, ha adquirido su barniz. Es de buena cuna, pues procede cuna casa pobre, pero antigua, conocida en la poesía y en las armas. Lo estirado de sus maneras, su aplomo y su rigorismo de etiqueta conservan a sus años una nobleza que se pierde fácilmente en la adversidad; a lo menos en el museo de Praga, la inflexibilidad de la armadura sostiene en pie un cuerpo que de lo contrario se caería. Mr. de Blacas no carece e cierta actividad; despacha con rapidez los asuntos comunes, y es arreglado y metódico. Bastante inteligente en ciertos ramos de arqueología; amante de las artes sin imaginación, y libertino a sangre fría, ni siquiera se conmueve por sus pasiones; su sangre fría sería una cualidad de hombre de estado si no fuese otra cosa que su confianza en su genio, y su genio hace traición a su confianza; traslúcese en él al gran señor abortado, como en su compatriota La Valette, duque de Epernon.
O habrá o no restauración; si la hay, Mr. de Blacas volverá con sus puestos y honores; si no la hay, la fortuna del guardarropa mayor está casi toda fuera de Francia; Carlos X y Luis XIX habrán muerto. Mr. de Blacas será ya muy anciano, y sus hijos permanecerán compañeros del príncipe desterrado; de ilustres extranjeros en cortes extranjeras: ¡bendito sea Dios!
De este modo la revolución que elevó y hundió a Bonaparte habrá enriquecido a Mr. de Blacas: váyase lo uno por lo otro. Mr. de Blacas, con su figura carilarga y descolorida, es el empresario de las pompas fúnebres de la monarquía: la enterró en Hatwell, la enterró en Gante, la volvió a enterrar en Edimburgo, y la volverá a enterrar en Praga o en cualquiera otra parte, velando siempre por los restos de los altos y poderosos difuntos, como aquellos aldeanos de las costas que recogen los objetos arrojados por el naufragio a las orillas del mar.