¡Treinta años de destierro; la muerte a los sesenta y nueve años en país extranjero! A fin de que no quedase duda de la desgraciada misión que el cielo había encomendado a este príncipe en la tierra, vino a buscarle una plaga.
Carlos X ha encontrado en su última hora la calma y la igualdad de alma que le faltó algunas veces durante su larga vida. Cuando supo el peligro que le amenazaba se contentó con decir:
«No creía que esta enfermedad fuese tan corta.»
Cuando Luis XVI marchó al cadalso, el oficial de guardia se negó a recibir el testamento del condenado, porque el tiempo le faltaba y debía emplearle en conducir al rey al suplicio: entonces el rey respondió:
«Tenéis razón.»
Si Carlos X, en otros días peligrosos, hubiese tratado su vida con esta indiferencia, ¡de cuantas miserias se hubiera ahorrado! Se concibe que los Borbones posean una religión que tan nobles los hace en los últimos momentos. Luis IX, amante de su descendencia, envía el valor del santo que les aguarda al borde del sepulcro. Esta raza sabe morir admirablemente; verdad es que hace más de ochocientos años que conocen la muerte.
Carlos X ha muerto persuadido de que no se había engañado; si esperó en la misericordia divina, fue en razón del sacrificio que creyó hacer de su corona a lo que pensaba fuese el deber de su conciencia y el bien de su pueblo: las convicciones son muy escasas para no tenerlas en cuenta. Carlos X pudo persuadirse de que el reinado de sus dos hermanos y el suyo no habían pasado sin libertad y sin gloria: bajo el rey mártir, la exención de la América y la emancipación de la Francia: bajo Luis XVIII, el gobierno representativo dado a nuestra patria, el restablecimiento de la dignidad real creada en España, la independencia de la Grecia reconquistada en Navarino; bajo Carlos X el África adquirida para nosotros en compensación del territorio perdido con las conquistas de la república y del imperio: estos resultados, que pertenecen a nuestros fastos a despecho de las necias envidias y de las vanas enemistades, estos resultados resaltaran más a medida que se trate de ocultarlos en las humillaciones del reinado de julio. Pero es de temer que estas preciosas joyas de valor no redunden en provecho de la posteridad, como la corona de flores sobre la cabeza de Homero arrojada con gran respeto de la república de Platón. La legitimidad parece hoy no tener intención de ir más lejos, sino que parece aceptar su caída.
La muerte de Carlos X no podría ser un suceso efectivo si no poniendo término a una deplorable contienda de cetro, y dando una dirección nueva a la educación de Enrique V: ahora bien, es de temer que la corona ausente sea siempre disputada, y que la educación concluya sin haber sido virtualmente cambiada. Quizá no tomándose la pena de sacar partido, descuidáronse en costumbres gratas a la debilidad, dulces a la vida de familias, cómodas para el cansancio que sucede a largos sufrimientos. La desgracia que se perpetua produce en el alma el mismo efecto que la vejez en el cuerpo; no puede yo sostenerse y se cae. La desgracia se parece mucho al ejecutor de las altas justicias del cielo: despoja a los condenados, arranca al rey su corona, al militar su espada, quita la calidad al noble, el corazón al soldado y los degrada ante el vulgo.
Por otra parte se extraen de la juventud extremadas razones de acomodamiento cuando se tiene mucho tiempo de que disponer, persuádese que se puede aguardar y que se presentan años de gozo ante los sucesos: «Llegarán hasta nosotros, exclaman, sin que tomemos parte en ellos, todo madurará, el día del trono llegará por sí mismo. Dentro de veinte años las previsiones habranse borrado.» Este cálculo podría tener exactitud si las generaciones no trascurriesen o no viniesen a ser indiferentes, pero semejante cosa puede parecer una necesidad en cierta época y no ser sentida en otra.
¡Ay! con qué rapidez se desvanecen las cosas. ¿Dónde están los tres hermanos a quienes sucesivamente he visto reinar? Luis XVIII habita en San Dionisio con el cuerpo degollado de Luis XVI, y Carlos X acaba de ser depositado en Goritz en un féretro cerrado con tres llaves.
Los restos de este rey, cayendo desde lo alto han conmovido a sus abuelos, quienes agitándose en su sepulcro dijeron al estrecharse:
«Hagamos lugar: este es el último de los nuestros. Bonaparte no hizo tanto ruido al morir: los antiguos muertos no dejaron el sueño por el emperador de los nuevos muertos; aquellos no le conocían. La monarquía francesa une el mundo antiguo al mundo moderno. Augústulo deja la corona en 476. Cinco años después, en 481, Clodoveo, primera raza de nuestros reyes reina en las Galias.
Al asociar Carlo-Magno al trono a Luis el Piadoso le dijo: «Hijo querido de Dios, mi edad avanza, hasta huye mi vejez, y la hora de mi muerte se acerca. El país de los francos me vio nacer, pues Jesucristo me concedió este honor: yo obtuve el primero entre los francos el nombre de César y trasmitido el imperio de los francos el primero de la raza de Rómulo.»
En tiempo de Hugo, con la tercera raza la monarquía electiva viene a ser hereditaria. La infancia engendra la legitimidad o la permanencia, o la duración.
Entre las fuentes bautismales de Clodoveo y el patíbulo de Luis XVI, es preciso colocar el imperio cristiano de los franceses. La misma religión sostenía las dos barreras: «Dulce sicambro, inclina la cabeza, adora lo que has quemado, y quema lo que has adorado,» dijo el sacerdote que administraba a Clodoveo el agua del bautismo. «Hijo de San Luis, subid al cielo.» dijo el sacerdote que asistió a Luis XVI al bautismo de sangre.
Aun cuando no hubiese en Francia sino esa antigua casa de Francia, derribada por el tiempo y cuya majestad asombra, podríamos en punto a cosas ilustres enseñarlas a todas las naciones. Los Capetos reinaban cuando todos los soberanos de Europa eran aun vasallos. Los súbditos de los reyes llegaron a ser reyes. Estos soberanos nos han trasmitido sus nombres con títulos que la posteridad ha reconocido como exactos; los unos fueron llamados augusto, santo, anciano, grande, cortés, atrevido, prudente, virtuoso, muy amado, los otros, padre del pueblo, padre de las letras. «Como está escrito por vituperio, dice un antiguo historiador, que todos los buenos reyes serbios cabrían con facilidad en una argolla, los malos reyes de Francia podrían caber mucho mejor, atendiendo al número tan corto de ellos.»
En tiempo de la familia real, las tinieblas de la barbarie se disipan, la lengua se forma, las letras y las artes producen sus obras maestras, nuestras ciudades se adornan, nuestros monumentos se levantan, ábrense nuestros caminos, nuestros puertos se construyen, asombran nuestros ejércitos a Europa y Asia, y nuestras escuadras cubren los dos mares.
Nuestro orgullo se encoleriza a la sola consideración de estos magníficos tapices del Louvre. Desconocidos esta mañana y aun más esta tarde no nos precedió. Y sin embargo, al marchar cada minuto nos pregunta: ¿quién eres? y no sabemos que contestar. Carlos X ha contestado, se ha marchado con una era entera del mundo; el polvo de mil generaciones mezclose al suyo; la historia lo saluda, los siglos se arrodillan ante su tumba; todos han conocido su raza, ella no les ha faltado, al contrario, ellos fueron los que faltaron.
Rey desterrado, los hombres han podido proscribiros; pero no seréis expulsado del tiempo; dormís vuestro penoso sueño en un monasterio, sobre la última tabla destinada en otro tiempo a algún franciscano. No asistían a vuestros funerales heraldos de armas, y si solo un puñado de vejeces encanecidas; no hay grandes que arrojen en la bóveda las insignias de su dignidad; pues han hecho homenaje de ella en otros lugares. Las edades mudadas se han colocado en la punta de vuestro féretro, y una larga procesión de días pasados con los ojos cerrados, lleva en silencio el luto alrededor de vuestro ataúd.
A vuestro lado reposan vuestro corazón y vuestras entrañas arrancados de vuestro seno y costados, como se coloca al lado de una madre difunta el fruto abortivo que le costó la vida. En cada aniversario, monarca cristianísimo, cenobita después de la muerte, algún hermano os rezará las oraciones de cabo de año: no atraeréis a vuestro aquí yace eterno más que a vuestros hijos desterrados con vos: porque aun en Trieste el monumento de las princesas está vacío; sus restos sagrados han vuelto a ver su patria, y vos habéis pagado al destierro con vuestro destierro la deuda de aquellas nobles damas.
¡Ay! ¿por qué no se reúnen hoy tantos restos dispersos como se reúnen antigüedades exhumadas de diferentes excavaciones? El arco de Triunfo llevaría por coronamento el sarcófago de Napoleón, o la columna de bronce elevaría sobre restos inmortales victorias inmóviles. Y sin embargo, la piedra labrada por orden de Sesostris sepulta desde hoy el patíbulo de Luis XVI bajo los pies de los siglos. Llegará la hora en que el obelisco del desierto volverá a encontrar sobre la plaza de los asesinados el silencio y la soledad de Luxor.