INCIDENCIAS.

Venecia, fonda de la Europa.

10 de septiembre de 1833.

Venecia.

Salve italum regina....

Nec tu semper eris. (Sannazaro).

O d'Italia dolente .,

Eterno lume.

Venezia! (Chiabreda).

En Venecia cualquiera puede creer que se encuentra en el combés o cubierta de una magnifica galera al ancla, en el Bucentauro, en donde se celebra un festín, y desde cuyo bordo veis en derredor cosas admirables. Mi posada, la fonda de Europa, está situada a la entrada del gran canal, en frente de la aduana marítima, de la Giudeca, y de San Jorge el Mayor. Cuando se sube por el gran canal, entre las dos filas de sus palacios, tan marcados por sus siglos, de tan variada arquitectura, cuando se traslada uno a la plaza grande y pequeña, cuando se examina la basílica y sus cúpulas, el palacio de los duxes, la procurazie nuove, la Zecca, las torres del Reloj y de San Marcos, y la columna del León, todo eso mezclado con las velas y los mástiles de los buques, el movimiento de las, gentes y de las góndolas, el azul del cielo y del mar, no puede imaginarse nada más fantástico, aun en los caprichos de un sueño o de un cuento oriental. Si alguna vez Ciceri pinta y reúne en un lienzo para la decoración de un teatro monumentos de todas las formas, de todos los tiempos, de todos los países y de todos los climas, pinta a Venecia.

Aquellos edificios sobredorados, embellecidos con profusión por Giorgione, Tiziano, Pablo Veronés, Tintoreto, Juan Bellini y los dos Palma están llenos de bronces, mármoles, granitos, pórfidos, antigüedades preciosas y manuscritos raros: su magia interior iguala a la exterior; y cuando a la suave claridad que los ilumina, se descubren los nombres ilustres y los nobles recuerdos inherentes a sus bóvedas, no puede uno menos de exclamar con Felipe de Comines. «Es la ciudad más triunfante que jamás he visto.»

Y sin embargo, no es la Venecia del ministro de Luis XI, la Venecia esposa del Adriático y dominadora de los mares: la Venecia que daba emperadores a Constantinopla, reyes a Chipre, príncipes a la Dalmacia, al Peloponeso y a Creta: la Venecia que humillaba a los Césares de la Germania, y recibía en sus inviolables hogares a los papas suplicantes: la Venecia de que los monarcas tenían a mucha honra ser ciudadanos, a quien Petrarca Plethon, Bessarion, legaban los restos de las letras griegas y latinas que habían podido salvar del naufragio de la barbarie: la Venecia, que república en medio de la Europa feudal, servía de escudo a la cristiandad: la Venecia plantel de los leones, que ponía a sus pies las murallas de Tolemaida, Ascalón y Tiro, y que abatía la media luna en Lepanto: la Venecia cuyos duxes eran sabios, y los comerciantes caballeros: la Venecia que humillaba al Oriente, o le compraba sus perfumes, y que traía de la Grecia obras maestras: la Venecia que salía victoriosa de la ingrata liga de Cambray: la Venecia que triunfaba con sus fiestas, sus cortesanas y sus artes, como con sus armas y grandes hombres: la Venecia simultáneamente Corinto, Atenas y Cartago, y que adornaba su cabeza con coronas navales, y diademas de flores.

Ya no es la misma ciudad que atravesé cuando iba a visitar las riberas testigos de su gloria: pero merced a sus brisas voluptuosas y sus graciosas olas, conserva su encanto: los países que van en decadencia, son los que necesitan un clima más hermoso. En Venecia hay bastante civilización, para que la existencia encuentre en ella sus delicias. La seducción del cielo, hace innecesaria más dignidad humana: de aquellos vestigios de grandeza, de aquellas huellas de las artes de que uno se ve rodeado, se exhala una virtud atractiva. Los restos de una antigua sociedad que produjo tales cosas, al mismo tiempo que os disgustan de la sociedad moderna, no os dejan ningún deseo para el porvenir. Parece que sentís cierta complacencia en morir con todo lo que muere en derredor vuestro, y no procuráis más que adornar los restos de vuestra vida a medida que se va despojando. La naturaleza, dispuesta a colocar nuevas generaciones sobre ruinas Y a tapizarlas de flores, conserva en las razas más debilitadas el uso de las pasiones, y el encanto de los placeres.

Venecia no conoció la idolatría: creció cristiana en la isla en donde fue criada, lejos de la brutalidad de Atila. Los descendientes de les Escipiones, de las Paulas y Eustoquias, escaparon en la gruta de Belem a la violencia de Alarico. Separada de las demás ciudades, hija primogénita de la civilización antigua sin haber sido deshonrada por la conquista, Venecia no encierra ni escombros romanos, ni monumentos de los bárbaros. No se ve en ella lo que en el Norte y en el Occidente de Europa, en medio de los adelantos de la industria; es decir, esas construcciones nuevas, esas calles formadas a la ligera, y cuyas casas o no están concluidas o se hallan vacías ¿Qué podría edificarse allí? Mezquinas chozas que manifestarían la pobreza de ingenio de los hijos, con respecto a la magnificencia de sus padres: cabañas blanqueadas que no llegarían a los cimientos de las gigantescas mansiones de los Foscari y los Pesaro. Cuando se ve la argamasa y yeso que una reparación urgente ha hecho aplicar a un capitel de mármol, causa grande sorpresa. Más valen las apolilladas tablas que cierran las ventanas griegas o moriscas, los andrajos puestos a secar en elegantes balcones, que la marca o el sello de la miserable mano de nuestro siglo.

¡Qué no pueda yo encerrarme en esta ciudad tan en armonía con mi destino, en esta ciudad de los poetas en donde vivieron Dante, Petrarca y Byron.! ¡Qué no pueda acabar de escribir mis memorias al resplandor del sol que ilumina estas páginas! todavía quema el astro en este momento mis sábanas de la Florida, y se pone aquí en la extremidad del gran canal. Ya no le veo, pero a través de una claraboya de este solitario palacio, sus rayos refractan en la aduana, las entenas de las barcas, las vergas de los navíos, y la portada del convento de San Jorge el Mayor. La torre del monasterio, convertida en columna de rosa, refleja en las olas: la blanca fachada de la iglesia está tan iluminada, que distingo hasta las más pequeñas rayas del cincel. Los almacenes de la Giudeca tienen una luz, tiziana, y las góndolas del canal y del puerto nadan en la misma luz. Venecia está allí sentada a la orilla del mar, como una mujer hermosa que va a extinguirse con el día: el viento de la noche levanta sus cabellos embalsamados, y muere saludada por todas las gracias y todas las sonrisas de la naturaleza.

Arquitectura veneciana.— Antonio.— El abate Betio y monsieur Gamba.—Salones del palacio de los duxes.— Cárceles.

Venecia, septiembre de 1833.

En 1806 había en Venecia un joven señor Armani, traductor italiano, o amigo de traducciones del Genio del Cristianismo. Su hermana, como él decía, era monja monaca. Había también un judío que iba a la comedia del gran Sanedrín de Napoleón, y que miraba con avidez a mi bolsa: además un Mr. Lagarde, jefe de los espías franceses, que me convidó a comer: mi traductor, su hermana y el judío del Sanedrín, o han muerto, o ya no habitan en Venecia. En aquella época vivía yo en la fonda del León Blanco, cerca de Rialto: aquel establecimiento ha mudado de sitio. Casi en frente de mi antigua posada so halla el palacio Foscari que se está hundiendo. Con todas estas chocheces de mi vida, me volveré loco a fuerza de ruinas: hablemos de lo presente.

He tratado de pintar el efecto general de la arquitectura de Venecia; para dar a conocer todos los pormenores, he subido, bajado y vuelto a subir por el gran canal, y visitado varias veces la plaza de San Marcos.

Serían necesarios gruesos volúmenes para apurar este asunto. Le fabbriche piu cospicue di Venezia del conde Cicognara suministran el tipo de los monumentos, pero las exposiciones no son claras. Me contentaré con señalar dos o tres de los adornos más repetidos.

Desde el capitel de una columna corintia se describe un semicírculo bajo sobre el capitel de otra columna corintia: justamente en medio de esos estilos se eleva otra tercera de las mismas dimensiones y orden; desde el capitel de esta columna central parte a derecha e izquierda dos epiciclos, cuyas extremidades van a apoyarse en los capiteles de otras columnas. De aquí resulta, que cortándose los arcos, producen ojivas en el punto de su intersección 8, por manera que se forma una mezcla muy agradable de las dos arquitecturas, el arco romano, y la ojiva árabe o gótica oriental. Sigo aquí la opinión del día, suponiendo a la ojiva árabe gótica, u originaria de la edad media: pero es cierto que existe en los monumentos llamados ciclópeos: yo la he visto muy pura en los sepulcros de Argos 9.

El palacio del dux, presenta entrelazados que se ven reproducidos en otros palacios, particularmente en el de Foscari: las columnas sostienen arcos ojivos, y estos arcos dejan entre sí huecos, y entre estos huecos el arquitecto ha colocado rosetones. El rosetón deprime la extremidad de las dos elipses. Estos llorones, que se tocan por un punto de su circunferencia, en la fachada del edificio, llegan a ser una especie de conos alineados sobre los cuales resalta el resto del edificio.

En toda su construcción, la base es por lo regular fuerte, y el monumento va disminuyendo en grueso a medida que adquiere elevación. El palacio ducal es justamente un edificio en que se observa lo contrario de esta arquitectura natural: la base perforada con unos ligeros pórticos sobre los que corre una galería de arabescos, sostiene una masa cuadrada casi desnuda: diríase que era una fortaleza construida .sobre columnas, o más bien un edificio vuelto del revés colocado sobre su ligera comisa, y con los cimientos en su parte superior.

Los mascarones y las cabezas arquitectónicas son muy notables en los monumentos de Venecia. En el palacio Posaro, el cornisamento del primer piso, está adornado con cabezas de gigantes: el orden jónico del segundo, tiene cabezas de caballeros que salen horizontalmente de la pared, con la cara vuelta hacia el agua: unas están cubiertas con un baberol o tapaboca, y las otras tienen medio calada la visera: todas tienen cascos, cuyos penachos encorvados forman adornos en la cornisa. En fin, en e! tercer piso, de orden corintio, hay cabezas de estatuas femeninas, con el cabello atado de diversos modos.

En San Marcos, lleno de cúpulas, incrustado de mosaicos, cargado de incoherentes despojos del Oriente, me creí simultáneamente en San Vidal de Rávena, Santa Sofía de Constantinopla, San Salvador de Jerusalén, y en esas iglesias más pequeñas de la Morea, Chío y Malla: San Marcos, monumento de arquitectura bizantina, orden compuesto de victoria y de conquista elevado a la cruz, es un trofeo como Venecia entera. El efecto más notable de su arquitectura, es su oscuridad bajo un cielo brillante: pero hoy, 10 de septiembre, la luz exterior, debilitada, armonizaba con la sombría basílica. Acababan de celebrarse las cuarenta horas para conseguir buen tiempo. El fervor de los fieles orando para que cesase la lluvia, era muy grande: un cielo pardo y nebuloso parecía anunciar más agua aun a los venecianos.

Nuestros votos, sin embargo, fueron escuchados; presentose la tarde deliciosa y me paseé por el muelle durante la noche. El mar estaba tranquilo, el débil resplandor de las estrellas se mezclaba con los fuegos de las barcas y de los buques anclados acá y acullá. Los cafés estaban llenos, pero no se veían en ellos titiriteros ni griegos ni berberiscos: todo estaba terminado. Una virgen muy iluminada en el paso de un puente atraía la multitud; varias jóvenes arrodilladas rezaban con devoción; mientras que con la mano derecha hacían la señal de la cruz, con la izquierda detenían a los transeúntes. De vuelta en mi posada me acosté y quedé dormido oyendo el canto de los gondoleros estacionados debajo de mis ventanas.

Tengo por guía a Antonio que es el más viejo y el más instruido de los ciceroni del pais, el cual conoce perfectamente todos los palacios, todas las estáluas y hasta el cuadro más insignificante.

El 11 de septiembre visité a los bibliotecarios el abate Betio y a Mr. Gamba, quienes me recibieron con suma finura, a pesar de que no llevaba ninguna carta de recomendación para ellos.

Recorriendo las habitaciónes del palacio ducal se camina de maravilla en maravilla. Allí se halla descrita la historia entera de Venecia pintada por los maestros más afamados.

Entre las antigüedades he notado, como todos los viajeros, el grupo del Cisne y de Leda y el Ganimedes llamado de Praxíteles. Es prodigiosa la precisión y voluptuosidad del Cisne, Así como la complacencia de Leda. El águila del Ganimedes no es un águila verdadera, pues su aire, es el de la mejor ave de la tierra. Contento Ganimedes de verse arrebatado, habla el águila que le contesta.

Estas antigüedades están colocadas en los dos extremos de las magnificas salas de la biblioteca. He contemplado con el santo respeto del poeta un manuscrito de Dante, y mirado con la avidez del viajero el mapamundi de Fra-Mauro (1460). El África, sin embargo, no me parece que está tan correctamente trazada como se dice. Sobre todo seria necesario explorar en Venecia los archivos, pues en ellos se hallarían documentos muy preciosos.

Desde los pintados y dorados salones pasé a las prisiones y los calabozos; el mismo edificio ofrece el microcosmos de la sociedad, alegría y dolor. Las prisiones bajo las techumbres, las mazmorras al nivel del agua del canal y en doble piso. Reitérense mil historias de estrangulamientos y decapitaciones secretas; pero en cambio se cuenta que un preso salió gordo y de buen, color de aquellos calabozos al cabo de diez y ocho años de prisión, habiendo vivido como un sapo en la concavidad de una piedra. ¡Honor a la especie humanal

Muchas sentencias filantrópicas embadurnan las bóvedas y las paredes de los subterráneos, desde que nuestra revolución, tan enemiga de sangre, ha hecho penetrar el día en aquel espantoso albergue a fuerza de hachazos. En Francia se poblaban las cárceles de victimas destinadas a la guillotina, pero en las prisiones de Venecia se ha dado libertad a las sombras de aquellos que nunca estuvieran en ellas: los verdugos que degollaban a los niños y a los viejos, los benignos espectadores que asistían a la ejecución de las mujeres, se enternecían considerando los progresos de la humanidad, tan demostrados en la apertura de los calabozos venecianos. Yo tengo seco el corazón y no me parezco a estos héroes de sensibilidad. No se han presentado a mi vista en los palacios de los dux, caducas larvas sin cabeza; solo me ha parecido ver en las mazmorras de la aristocracia lo que vieron los cristianos cuando se destruyeron los ídolos, esto es, crías de ratones saliendo de la cabeza de los dioses. Lo propio sucede a todo poder disecado y expuesto a la luz; de él brotan los gusanos que habían conseguido adoración.

El puente de los Suspiros une el palacio ducal a las prisiones de la ciudad, y está dividido a lo largo de dos partes: por una entraban los presos comunes, por la otra los presos de estado pasaban al tribunal de los inquisidores o al de los Diez. Este puente es elegante en su exterior; y se admira en lo general la fachada de la cárcel; en Venecia no puede prescindirse de la belleza aun para la tiranía y la desgracia. Los pichones anidan en las ventanas de la cárcel; las tiernas palomas cubiertas de plumón agitan sus alas y gimen en los hierros esperando a sus madres. En otro tiempo se encerraban criaturas inocentes casi al salir de la cuna, y sus padres solo podían verlas a través de las barras del locutorio, o del ventanillo de la puerta.

Prisión de Silvio-Pellica.

Venecia, septiembre de 1833.

Puede conocerse fácilmente que en Venecia por necesidad me habría de ocupar de Silvio Pellico. Habíame dicho Mr. Gamba que al abad Betio era el dueño del palacio y que dirigiéndome a él podría emprender mis investigaciones. El digno bibliotecario a quien acudí una mañana tomó un gran manojo de llaves, y me condujo atravesando varios corredores y subiendo diferentes escaleras a las bohardillas del autor de Mie Prigioni.

Mr. Silvio Pellico se equivocó solo en una cosa, pues ha hablado de su cárcel como de esas famosas prisiones, calabozos suspendidos en el aire, designados por sus tejados solto i piombi. Estas prisiones son, o mejor dicho, eran cinco en la parte del palacio ducal inmediato al puente Della Pallice, y al canal del puente de los Suspiros. Pellico no habitaba allí, estaba preso en el otro estreno del palacio del lado del puente de los Canónigos en una parte de edificio adherente al palacio; parte de edificio convertida en prisión en 1820 para los detenidos políticos. Por lo demás estaba también bajo del tejado porque una plancha plomo formaba el techo de su encierro.

La descripción que hace el preso de su primero y segundo aposento es completamente exacta. Desde la ventana del primer cuarto se dominan las cúspides de San Marcos; se ve el pozo del patio interior del palacio, un extremo de la plaza mayor, los diferentes campanarios de la ciudad, y al otro lado de las lagunas en la extensión del horizonte, las montañas que hay en la dirección de Padua; reconócese el segundo aposento en su gran ventana y en otra pequeña más alta: por la grande veía Pellico a sus compañeros de infortunio en una habitación situada en frente, y a la izquierda más arriba a sus amables niños que le hablaban desde la ventana de su madre.

Hoy todas estas habitaciónes están abandonadas porque los hombres no se fijan en parte alguna, ni aun en las prisiones; las rejas de las ventanas han desaparecido, y paredes y techos han sido revocados. El afable y sabio abate Betio que habita en esta parte desierta del palacio, es su pacífico y solitario guarda.

Las habitaciones que inmortaliza el cautiverio de Pellico, no carecen de altura, están bien ventiladas y tienen vistas magníficas, son prisiones de poeta, y nada desfavorable puede decirse de ellas, admitidlas la tiranía y el absurdo; ¡pero imponer la pena capital por una opinión especulativa! ¡los calabozos berberiscos! ¡diez años de vida, de juventud y de talento! ¡los mosquitos, en fin, que también me devoran en la fonda de Europa, a pesar de lo endurecido que estoy por el tiempo y los insectos de las Floridas! Por lo demás, muchas veces he estado peor alojado que Pellico en su azotea del palacio ducal, especialmente en la prefectura de los dux de la policía francesa; en ella me veía también precisado a subir a una mesa para disfrutar de la luz.

El autor de Francisca de Rímini pensaba en Zanze en su calabozo, yo cantaba en el mío una joven a quien acababa de ver morir. Mucho deseaba saber el paradero de la interesante carcelera de Pellico, y para averiguarlo comisioné a varias personas; si alguna noticia adquiero sobre el particular, se la participaré a mis lectores.

Los Frari.— Academia de bellas artes.— La Asunción del Tiziano.— Metopas del Partenón.— Dibujos originales de Leonardo de Vinci, de Miguel Ángel y de Rafael.— Iglesia de San Juan y San Pablo.

Venecia, septiembre 1833.

Una góndola me desembarcó en los Frari, donde los franceses, acostumbrados al exterior griego o gótico de nuestras iglesias, miran con indiferencia las fachadas de ladrillo de las basílicas, desagradables y vulgares a la vista; pero en el interior, la armonía de las líneas, y la disposición de las masas producen una sencillez y un aplomo de composición que embelesan.

Los sepulcros de los Frari colocados en las paredes laterales, adornan el edificio sin sobrecargarle. Resalta por de quiera la magnificencia de los mármoles, y encantadores follajes atestiguan el perfecto concluido de la antigua escultura veneciana. Sobre una de las losas del pavimento de la nave se leen estas palabras: «Aquí descansa el Tiziano, émulo de Zeuxis y de Apeles.» Esta piedra hace frente a una de las obras maestras del pintor.

Canova tiene su lujoso sepulcro no lejos de la losa del Tiziano: este sepulcro es la repetición del monumento que el escultor había imaginado para el mismo Tiziano, y que ejecutó después para la archiduquesa María Cristina. Los restos del autor de la Hebé y de la magdalena, no se hallan todos reunidos en esta obra; así Canova habita la representación de un sepulcro construido por él, mas no para él, por lo que dicho Sepulcro no es sino su medio cenotafio.

Desde los Frari me dirigí a la galería Manfrini. El retrato del Ariosto está vivo; el Tiziano ha pintado a su madre, anciana matrona del pueblo, obesa y fea; el orgullo del artista se deja conocer en la exageración de los años y de las miserias de esta mujer.

En la Academia de Bellas Artes, me apresuré a ver el cuadro de la Asunción, descubrimiento del conde de Cicognara; al pie del cuadro aparecen diez grandes figuras de hombres, y llama la atención a la izquierda el hombre que estático contempla a María. La Virgen, descollando sobre este grupo, elévase en el centro de un semicírculo de querubines; hay multitud de rostros admirables en esta gloria; una cabeza de mujer a la derecha, a la extremidad del semicírculo, de indecible hermosura; dos o tres espíritus divinos reclinados horizontalmente en el cielo, según el estilo pintoresco y atrevido del Tintoreto. Sospecho que un ángel que está de pie experimenta cierto sentimiento de amor sobrado mundano. Están bien pronunciadas las proporción es de la Virgen, la cual se halla envuelta en un manto encarnado, su banda azul flota a merced del viento, y su mirada se dirige al Padre Eterno que aparece en el punto más culminante. Cuatro colores fuertes, el oscuro, el verde, el encarnado y el azul, forman el conjunto, cuyo aspecto es sombrío, y el carácter poco ideal, pero encierra una verdad y una fuerza de naturalidad incomparables; sin embargo de todo, prefiero aun a este cuadro el de la Presentación de la Virgen en el templo, obra del mismo pintor que se ve en la misma sala.

En frente de la Asunción, iluminada con mucho artificio, está el Milagro de San Marcos, del Tintoreto, composición vigorosa que parece haber sido estampada en el lienzo más bien con el cincel y el mazo que con los pinceles.

Pasé a examinar las metopas de yeso del Partenón, que ofrecían a mis ojos un triple interés, porque había visto en Atenas los vacíos que dejaron las depredaciones de lord Elgien, y en Londres los mármoles robados, cuyos moldes hallaba en Venecia El destino, errante de estas obras maestras se enlazaba con el mío y no obstante Fidias no ha modelado mi barro.

No podía separarme de los dibujos originales de Leonardo de Vinci, de Miguel Ángel y de Rafael. Nada es más seductor que estos desahogos del genio entregado solo a sus estudios y a sus caprichos; nos admite entonces a su trato íntimo, nos inicia en sus secretos, nos enseña por qué grados y por qué esfuerzos ha llegado a la perfección: nos complace ver cómo se había equivocado, cómo advirtió su error y cómo lo enmendó. Esos rasgos de lápiz trazados en la esquina de una mesa sobre un mal pedazo de papel, encierran una naturalidad y una sencillez maravillosas. Cuando se reflexiona que la mano de Rafael se ha paseado sobre aquellos trapos inmortales, se aborrece el cristal que impide acercar los labios a aquellas santas reliquias.

Descansé de mi admiración en la Academia de Bellas Artes, por una admiración de otra especie en San Juan y San Pablo, del mismo modo que se refresca la imaginación cambiando de lectura.

Esta iglesia, cuyo arquitecto desconocido ha seguido las huellas de Nicolo Pesano, es rica y espaciosa. El testero donde se encierra el altar mayor forma una especie de concha sostenida en pie; otros dos altares acompañan lateralmente a esta concha: son altos, estrechos, de bóvedas de muchos centros y separadas del testero por tabiques intermedios.

Allí reposan las cenizas de los dux Mocénigo, Morosini, Vendramin y de otros varios jefes de la república. Allí está también la piel de Antonio Bragadin defensor de Famagusta, y a la cual puede aplicarse la expresión de Tertuliano: una piel viva. Estos despojos ilustres inspiran un elevado y angustioso sentimiento: Venecia misma, magnifico catafalco de sus magistrados belicosos, doble sepulcro de sus cenizas, no es ya otra cosa que una piel viva.

Los vidrios de colores y las encarnadas tapicerías de San Juan y San Pablo debilitan la luz, al paso que aumentan el efecto religioso. Las innumerables columnas traídas de Oriente y de la Grecia, han sido plantadas en la basílica como alamedas de árboles exóticos.

Mientras yo recorría la iglesia estalló una tempestad: ¿cuándo sonará la trompeta que debe despertará todos estos muertos? Las mismas palabras pronunciaba debajo de Jerusalén en el valle de Josafat.

Verificadas estas excursiones, volví a la fonda de Europa y di gracias a Dios por haberme trasladado desde los cerdos de Waldmünchen a los cuadros de Venecia.

El arsenal.— Enrique IV.— Fragata que se hacia a la vela para América

Venecia, septiembre de 1833.

Después de haber conocido las prisiones en donde la material Austria intenta sofocar las inteligencias italianas, me dirigí al arsenal. Ninguna monarquía, por grande que sea o haya sido su poder, ofrece igual resumen náutico.

Un espacio inmenso cercado de murallas almenadas, contiene cuatro dársenas para los buques de alto bordo; gradas para construir estos buques, establecimientos para cuanto concierne a la marina de guerra y mercante, desde las fabricas de cordaje hasta las fundiciones de artillería, desde el obrador donde se talla el remo de la góndola hasta el taller donde se trabaja la quilla de un navío de setenta y cuatro cañones, desde las salas destinadas a conservar las armas antiguas conquistadas en Constantinopla, en Chipre, en la Morea y en Lepanto, hasta los salones en que están expuestas las armas modernas; todo mezclado con galerías de columnas y bellezas arquitectónicas dibujadas por los maestros de primer orden.

En los arsenales de marina de España, Inglaterra, Francia y Holanda, se ve únicamente todo aquello que tiene relación con los objetos de estos arsenales; pero en Venecia las artes se unen a la industria. El monumento del almirante Emo, erigido por Canova, os sorprende al lado del casco de un buque; largas filas de cañones se extienden en pórticos dilatados; los dos colosales leones del Pireo guardan la puerta de la dársena de donde va a salir una fragata para dirigirse a un mundo que no conoció Atenas, y que fue descubierto por el genio de la Italia moderna. A pesar de estos soberbios despojos de Neptuno, el arsenal no recuerda ya aquellos versos del Dante:

Qual nell'arzaná de'veneziani

Bolle l'inverno la sonace pece,

A rimpalmar li legni lor non sani.

Che navicar non ponno; e'n quella vece;

Chi fa suo legno nuovo, e chi ristoppa

Lo coste á quel che piu viaggi fece.

Chi ribatte da prodo, e chi da poppa;

Altri fa remi, ed altri volge sarte,

Chi terzerolo ed artimou rintoppa.

Concluyó todo este movimiento; el vacío de las tres cuartas partes y media del arsenal, los hornos apagados, las calderas corroídas por el orín, las cordelerías sin ruedas, y los astilleros sin constructores, patentiza que allí reina la misma muerte que ha herido a los palacios. En vez de aquella multitud de carpinteros, de veleros, de marineros, de calafates y de grumetes, solo se ven algunos galeotes que arrastran sus grilletes: dos de estos estaban comiendo sobre la recámara de un cañón; en esta mesa de hierro podían a lo menos soñar en la libertad.

Cuando en otro tiempo remaban estos galeotes a bordo del Bucentauro, se les echaba sobre los hombros una túnica de púrpura para asemejarles a los reyes que hendían las olas con dorados canaletes; celebraban su trabajo al compás del ruido de sus cadenas, a la manera que en Bengala, en la fiesta de Dourga, las bayaderas, vestidas de gasa de oro, acompañaban sus danzas al son de los anillos que adornan sus cuellos, sus brazos y sus piernas, los forzados venecianos casaban al dux con la mar, y renovaban su unión indisoluble con su propia esclavitud.

De aquellas numerosas flotas que transportaban los cruzados a las playas de la Palestina, y prohibían a todo buque extranjero desplegar sus velas en el Adriático, queda un Bucentauro en miniatura, la canoa de Napoleón, una piragua de salvajes, y algunos dibujos de bajeles, trazados con el lápiz en la pizarra de los colegiales guardias marinas.

Un francés que al llegar de Praga espera en Venecia a la madre de Enrique V, debía alegrarse al ver en el arsenal de esta ciudad la armadura de Enrique IV. La espada que ceñía el Bearnés en la batalla de Ivry formaba parte de esta armadura, pero ha sido sustraída.

Por un decreto del gran consejo de Venecia del 3 de abril de 1600: Enrico di Borbone IV, ré di Francia é di Navarra, con li figliuoli é discendenti suoi, sio annumerato tra i nobili di questo nostro maggior consiglio.

Carlos X, Luis XIX y Enrique V descendientes di Enrico di Borbone, son por lo tanto nobles de la república de Venecia, que no existe, como son reyes de Francia en Bohemia, y canónigos de San Juan de Letrán en Roma, siempre en virtud de Enrique IV; yo les he representado en esta última cualidad: ellos han perdido su epítoga y su muceta, y yo he perdido mi embajada. ¡Me hallaba yo, sin embargo, tan perfectamente en mi silla de coro en San Juan de Letrán! ¡qué magnifica iglesia! ¡qué cielo tan hermoso! ¡qué música tan admirable! Aquellos cánticos han durado más que mis grandezas y las de mi rey-canónigo.

Mi gloria, me incomodó mucho en el arsenal sin saberlo yo mismo: el feld mariscal Palluci, almirante y comandante general de la marina, me reconoció y se apresuró al momento a enseñarme él mismo diferentes curiosidades; en seguida, excusándose por no poder seguir acompañándome por tener que presidir un consejo, me recomendó de un modo eficaz a un oficial superior.

Encontramos al capitán de la fragata que iba a darse a la vela, el cual se acercó a mí sin cumplimiento, y me dijo con esa franqueza propia de los marinos, y que me agrada sobremanera: «Señor vizconde (como si me hubiese conocido toda su vida), ¿se os ofrece algo para América? —No capitán: hacedle presente mis recuerdos; mucho tiempo ha que no la he visto!

No puedo mirar un barco sin experimentar deseos vehementes de partir; si estuviese libre, sería muy probable que me embarcase con el primer buque que saliese para las Indias. ¡Cuánto sentí no haber podido acompañar al capitán Parry en su viaje a las regiones polares! Mi vida no se espacia sino en medio de las nubes y de los mares: abrigo siempre la esperanza de que desaparecerá bajo la flotante lona. Los pesados años que arrojamos en las olas del tiempo no son anclas que bastan a detener nuestra veloz carrera.

Cementerio de San Cristóbal.

Venecia, septiembre de 1833.

En el arsenal no me hallaba muy distante de la isla de San Cristóbal, que sirve hoy de cementerio. Esta isla encerraba un convento de capuchinos, que ha sido destruido, y el sitio que ocupaba no es actualmente otra cosa que un recinto de forma cuadrada. Las sepulturas no son muy numerosas, o a lo menos no se elevan del suelo nivelado y cubierto de césped. Junto a la tapia que mira al Oeste hay cinco o seis monumentos de piedra, muchas crucecitas de madera negra con la inscripción blanca se ven esparcidas por todas partes: de este modo se entierra hoy a los venecianos, cuyos antepasados descansan en los mausoleos de los Frari y de San Juan y San Pablo. La sociedad al extenderse se ha rebajado; la democracia ha ganado la muerte.

Inmediatas al cementerio, hacia la parte del Este, se ven las sepulturas de los griegos cismáticos y las de los protestantes, las que están separadas entre si por una tapia, y de los enterramientos católicos por otra; tristes disidencias, cuya memoria se perpetua en el asilo donde terminan todas las querellas. Contigua al cementerio griego hay otra separación que contiene un agujero por donde se arrojan al limbo los niños que nacen muertos. ¡Dichosas criaturas! Habéis pasado desde la noche de las entrañas maternas a la noche eterna, sin haber atravesado la luz..

Cerca de este agujero yacen los huesos revueltos en el suelo y extendidos por la pala a medida que se van abriendo nuevas sepulturas; unos, los más antiguos, están blancos y secos; otros, los recientemente exhumados, están amarillos y húmedos. Los lagartos corren entre estos despojos, se deslizan entre los dientes, a través de las concavidades de los ojos y los agujeros de la nariz, y salen por la boca y las orejas, convirtiendo las cabezas en sus albergues o nidos. Tres o cuatro mariposas revoloteaban sobre las flores de las malvas entrelazadas con los huesos, imagen del alma bajo este cielo que participa de aquel en que se inventó la historia de Psyché. Un cráneo tenía aun algunos cabellos del color de los míos. ¡Pobre viejo gondolero! ¡Has conducido a lo menos tu barca con más acierto que yo he conducido la mía!

Una huesa común está abierta constantemente y en ella acababa de ser enterrado un médico al lado de sus antiguos parroquianos. Su ataúd negro solo estaba cubierto de tierra por encima, y sus costados al aire, esperaban el lado de otro difunto que les diese calor. Antonio había sepultado allí a su mujer quince días antes y el médico difunto la había despachado, por lo que Antonio daba gracias a su Dios, remunerador y justiciero, y soportaba con paciencia su desgracia. Los féretros de los particulares son conducidos a este lúgubre bazar en góndolas especiales, seguidas de un sacerdote en otra góndola; como la forma de estas tiene alguna semejanza con un ataúd, se adaptan bien a tales usos. Una barca mayor, verdadero ómnibus del Cocyto hace el servicio de los hospitales. De este modo se renuevan los entierros del Egipto, y las fábulas de Caronte y su barca.

En la parte del cementerio que da a Venecia, se eleva una capilla octógona consagrada a San Cristóbal. Este santo, al conducir sobre sus hombros un niño, al vadear un río, creyó pesada su carga; pero el niño era el hijo de María, que sostiene en su mano el mundo. El cuadro del altar representa esta interesante aventura.

También yo he querido conducir un niño rey, sin advertir que dormía en su cuna con diez siglos; carga harto pesada para mis brazos.

En la capilla vi un candelero de madera (la vela estaba apagada), una pila de agua bendita, destinada a bendecir las sepulturas, y un librito titulado: Pars rituais romani pro usu ad exequianda corpora defundorum; cuando ya el mundo nos olvida, la religión, pariente inmortal e infatigable, nos llora y nos sigue, exequar fugam. Una caja contenía un eslabón; Dios solo dispone de la chispa que da la vida. Dos cuartetas escritas en papel ordinario estaban fijas interiormente sobre las hojas de dos de las tres puertas del edificio:

Quivi dell'nom le frali spoglie ascose

Pallida morto, o passeggier, t'addita, etc.

El único sepulcro algo notable del cementerio fue erigido de antemano por una mujer que tardó diez y ocho años en morir; el epitafio menciona esta circunstancia; esta mujer esperó en vano bajar a su sepulcro por espacio de diez y ocho años. ¿Qué pena alimentó en ella tan larga esperanza?

Sobre una cruz pequeña, de madera negra, se lee este otro epitafio: Virginia Acerbi, d'anni 72, 1824. Morta nel bacio del Signore. Los años son duros para una bella veneciana.

Antonio me decía: «Cuando se llene este cementerio se le dejará descansar y los muertos serán enterrados en la isla de San Miguel de Murano.» La frase de podía ser más exacta; hecha la siega se deja a la tierra en barbecho y se abren en otra parte nuevos surcos.

San Miguel de Murano.— Murano.— La mujer y el niño.— Gondoleros.

Venecia, septiembre de 1833.

Fuimos a ver este otro campo que espera al gran labrador. San Miguel de Murano es un risueño monasterio con una iglesia elegante, bellos pórticos y un claustro blanco. Desde las ventanas del convento descúbrense las lagunas y Venecia. Un jardín tapizado de flores se une a la yerba cuyo abono se prepara en la fresca tez de una joven hermosa. Este delicioso retiro pertenece a los franciscanos, pero convendría más a monjas que cantasen como las tiernas alumnas de las Scuole de Rousseau: «¡Dichosas aquellas, dice Manzoni, que han tomado el velo santo antes de haber detenido sus miradas en la frente de un hombre.

Os suplico que me deis una de esas celdas para terminar mis Memorias.

Fra Pablo está enterrado a la entrada de la iglesia; este amante del bullicio debe estar en extremo furioso del silencio que nos rodea.

Pellico, condenado a muerte, fue depositado en San Miguel, antes de que le trasladaran a la fortaleza de Spielberg. El presidente del tribunal ante quien compareció Pellico, reemplaza al poeta de San Miguel, pues está enterrado en el claustro; jamás saldrá él tampoco de esta prisión.

No lejos de la tumba del magistrado está la de una extranjera, casada a los 22 años de edad, en el mes de enero; esta infeliz murió en febrero siguiente; no quiso pasar de la luna de miel, he aquí su epitafio: Ci revedremo. ¡Si esto fuese cierto!

Fuera la duda, fuera la idea de que ningún dolor desgarra la nada. ¡Ateo! cuando la muerte hunda sus garras en vuestro corazón, ¿quién sabe si en el último instante de conocimiento, antes de la destrucción del yo, no experimentaréis una intensidad de dolor capaz de llenar la eternidad, una inmensidad de sufrimientos que el ser humano no puede concebir en los reducidos límites del tiempo? ¡Ah! si, ¡Ci revedremol

Hallábame muy cerca de la isla y de la ciudad de Murano, para dejar de visitar las fábricas desde donde fueron a Combourg los espejos de la habitación de mi madre. No he visto esas fábricas cerradas en la actualidad; pero se hiló a mi vista, como el tiempo hila nuestra frágil vida, un delgado cordón de cristal; de este cristal estaba formada la perla que pendía de la nariz de la joven iroquesa de la catarata del Niágara; la mano de una veneciana había perfeccionado el adorno de una salvaje.

Encontré cosas mejores que Mila. Una mujer llevaba un niño en mantillas; la suavidad del cutis y el encanto de las miradas de aquella muranesa se han idealizado en mi memoria. Su aspecto era triste y meditabundo, y si yo hubiera sido lord Byron, la ocasión era favorable para intentar seducir a la miseria, porque aquí basta poco dinero para ir muy lejos. Después hubiera hecho el papel de desesperado y el del solitario a orilla de las olas, lleno de satisfacción por mi triunfo y mi talento. El amor me parece otra cosa muy distinta; he perdido de vista a René hace muchos años, pero ignoro si buscaba en sus placeres el secreto de su tedio.

Cada día después de mis excursiones enviaba al correo y nadie me escribía. El conde de Griffi no me contestaba desde Florencia; los periódicos permitidos en este país independiente no se hubieran atrevido a publicar que un viajero se había hospedado en el León Blanco. Venecia, en donde tuvieron su cuna las gacetas, se ve reducida hoy a leer el anuncio que publica en el mismo cartel el titulo de la ópera del día y las cuarenta horas. Los Aldes no saldrán de sus sepulcros para abrazar en mi persona al defensor de la libertad de imprenta. Érame, pues, forzoso esperar. De vuelta en mi posada comí distrayéndome con la vista de los gondoleros estacionados, como he dicho, bajo de mi ventana a la entrada del gran canal.

La alegría de estos hijos de Nereo es inalterable; curtidos por el sol, la mar los alimenta, y no están siempre tendidos o mano sobre mano como los lazzaroni en Nápoles: constantemente en movimiento son como marineros que no tienen buque ni trabajo, pero que harían todavía el comercio del mundo y coadyuvarían de nuevo a las glorias de Lepanto si el tiempo de la libertad y de la grandeza veneciana no hubiesen pasado.

A. las seis de la mañana entran en sus góndolas amarradas proa a tierra en unos postes. Entonces empiezan a raspar y lavar sus barchette en los tragnetti, lo mismo que los dragones almohazan, bruzan y lavan sus caballos en el potro. La cosquillosa yegua marina se agita, se impacienta con los movimientos de su jinete, que saca agua con un balde y la arroja por los costados y en el interior de su barquilla. Renuevan muchas veces estas aspersiones, teniendo cuidado de alejar el agua de la superficie del mar para tomar de abajo otra más pura. Después friegan los remos, limpian los cobres y los espejos del castillito negro, sacuden los cojines y las alfombras y bruñen el tajamar. Estas operaciones no se practican sin dirigir algunas palabras de enojo o de cariño, en el hermoso dialecto veneciano, a la góndola caprichosa o dócil.

Terminado el atavío de la góndola, el gondolero se ocupa del suyo; se peina, limpia su vestido y su gorro azul, encarnado o pardo; se lava el rostro, los pies y las manos. Su mujer, su hija o su querida, le lleva en una cazuela cierta mezcla de legumbres, pan, y carne. Hecho su almuerzo cada gondolero espera cantando, la fortuna: la tiene delante de si con un pió en el aire, con su ondeante banda y sirviendo de veleta en lo alto del edificio de la aduana de mar. ¿Ha hecho la señal? Entonces el gondolero favorecido levanta el remo y vuela a la popa de su barquilla con la misma ligereza que aquí les daba vueltas en otro tiempo o con la que un picador galopa hoy sobre la grupa de su corcel. La góndola en forma de patin, se desliza sobre el agua como este sobre el hielo. ¡Sia statti! ¡Sta longo! he aquí trabajo para todo el día. Llega después la noche, y la calle verá a mi gondolero cantar y beber con la zitella el medio cequí que le doy al marcharme, sin duda alguna, a sentar en el trono a Enrique V.

Los Borbones y los venecianos.— Almuerzo en el muelle de los Esclavones.— Las señoras en Trieste.

Venecia, septiembre de 1833.

Preguntábame al despertar por qué amaba tanto a Venecia, cuando de repente me acordé que estaba en Bretaña: la voz de la sangre hablaba en mí. ¿No había en la Armórica en tiempo de César un país de los vénetos, civitas venetum, civita venetica? ¿No dice Estrabón que se aseguraba que los vénetos eran descendientes de los vénetos gaulas?

Se ha sostenido contradictoriamente que los pescadores del Morbihan eran una colonia de los pescatiori de Palestrina; en cuyo caso Venecia seria la madre y no lo hija de Vannes. Pueden conciliarse estos pareceres (cosa por otra parte muy probable) suponiendo que Vannes y Venecia han nacido recíprocamente la una de la otra. Considero, pues, a los venecianos como unos bretones; los gondoleros y yo somos primos y oriundos del cuerno de la Galia, cornu Galliae.

Regocijado con esta idea fui a almorzar en un café situado en el muelle de los Esclavones. El pan era tierno, el té perfumado, la crema como en Bretaña, y la manteca como en el Prevalais; porque la manteca, merced al progreso de las luces, se ha mejorado en todas partes; en Granada la he comido excelente. Siempre me encanta el movimiento de un puerto; los patrones de barco bebían alegremente; los vendedores de frutas y flores me ofrecían cidras, uvas y ramilletes; los pescadores preparaban sus tartanas; los guardias marinas se encaminaban en una lancha a las diarias lecciones de maniobra que tenían a bordo del navío almirante, y las góndolas conducían pasajeros al vapor de Trieste. Por cierto que fue Trieste quien pensó hacerme pedazos en los escalones de las Tullerías por Bonaparte, como me amenazó lo haría cuando en 1807 me ocurrió escribir en el Mercurio:

«Nos estaba reservado hallar en el fondo del Adriático el sepulcro de dos hijas de reyes, cuya oración fúnebre Habíamos oído pronunciar en un granero en Londres. ¡Ah! a lo menos la tumba que encierra esas nobles señoras habrá visto una vez interrumpir su silencio; el ruido de los pasos habrá hecho conmoverse en su sepulcro a dos francesas. Los respetos de un pobre noble nada hubieran significado en Versalles para unas princesas, pero la oración de un cristiano en tierra extranjera, habrá tal vez sido grata a unas santas.»

Hace algunos años, me parece, que sirvo a los Borbones; estos han iluminado mi fidelidad; pero no la cansarán. Almuerzo en el muelle de los Esclavones, aguardando a la desterrada.

Rousseau y Byron.

Venecia, y septiembre 1833.

Desde mi humilde mesa vagaba mi vista sobre todas las radas; una leve brisa refresca el aire; la marea sube, entra una fragata. Hacia una parte el Lido, el palacio del dux al otro lado y las lagunas en medio; ¡he aquí el cuadro! De este puerto salieron, tantas flotas gloriosas; de él partió el anciano Dandolo con toda la pompa de la caballería de los mares, de que Villehardouin, que empezó nuestra lengua y nuestras memorias, nos ha dejado la descripción.

«Y cuando las naves estuvieron cargadas de armas, de víveres, de caballeros y escuderos, y los escudos se tendieron a lo largo de los costados y obenques de las naves, se desplegaron las banderas, entre las que había muchas muy bonitas. Jamás salieron de puerto alguno flotas más hermosas,»

Mi escena de la mañana en Venecia me recuerda la tan bien referida historia del capitán Olivet y de Zulietta.

«Atraca la góndola, dice Rousseau, y veo salir una joven encantadora, vestida con suma coquetería y tan ligera, que en tres saltos se trasladó a la habitación, y la vi a mi lado antes de poder advertir que se había puesto un cubierto. Era tan hermosa como viva, una morenita de veinte años a lo más. No hablaba más que italiano, y su acento solo hubiera bastado para trastornarme la cabeza. Comiendo y hablando, me mira un momento y exclamando de repente: «¡Virgen santa! ¡Ah! mi querido Bremond, cuanto tiempo hace que no te he visto!» Se arroja a mis brazos; me besa y me estrecha entre los suyos. Sus grandes ojos negros orientales abrasaban mi corazón, y aunque al pronto me distrajo la sorpresa, la voluptuosidad se apoderó de mí muy luego.

Nos dijo me parecía mucho a monsieur Bremond, director de las aduanas de Toscana; que había amado a este sujeto y que todavía le amaba, pero que le había abandonado porque era una necia y que llamaba a reemplazarle; que quería amarme porque así la convenía, y que por la misma razón era preciso que yo la amase mientras que así la conviniera, y que cuando me dejara plantado, tendría que conformarme lo mismo que había hecho su querido Bremond. Fue dicho y hecho.

Por la noche la acompañamos a su casa. Estábamos hablando cuando vi un par de pistolas sobre su tocador. ¡Ah! ¡ah! la dije tomando una de ellas, he aquí una cajita de lunares de nueva invención; ¿puede saberse cuál es su uso?

A esto nos contestó con una sencillez altiva que la hacía aun más interesante: Cuando concedo mis favores a personas a quienes no amo, les hago pagar el fastidio que me causan; nada más justo, pero al sufrir sus caricias, no quiero sufrir sus insultos, y no perdonaré al primero que me falte.

«Al separarme recibí su cita para el día siguiente; no la hice esperar. La hallé in vestito di confidenza, en ese desaliño más que galante, que solo es conocido en los países meridionales y que no me entretendré en describir aunque lo recuerdo perfectamente.

Ninguna idea tenía de los placeres que me esperaban. He hablado de Mad. de L...e, en los transportes que sus recuerdos me causan todavía algunas veces; pero ¡cuán vieja, fea y helada era comparada con mi Zulietta! No intentéis adivinar las gracias y los atractivos de esta joven encantadora, porque distaréis mucho de la verdad; las tiernas vírgenes de los claustros son menos frescas, las bellezas del serrallo y las houríes del paraíso menos excitadoras.»

Esta aventura termina con una extravagancia de Rousseau y el dicho de Zulietta: Lascia le donne é studia la matematica.

Lord Byron entregaba también su vida a las venus mercenarias; llenó el palacio de Mocénigo de esas bellezas venecianas refugiadas, según él decía, bajo los fazzioli. Confundido algunas veces por su vergüenza, huía y pasaba la noche sobre las aguas en su góndola. Tenía por sultana privilegiada a Margarita Cogni, apellidada a consecuencia del estado de su marido la Fornarina: «Morena, alta, (habla lord Byron) cabeza veneciana, hermosos ojos negros y veinte y dos años. Yendo al Lido un día de otoño... nos vimos sorprendidos por una borrasca... A la vuelta, después de una lucha terrible encontré a Margarita a la intemperie en los escalones del palacio Mocénigo a orillas del gran canal: sus ojos negros brillaban a través de sus lágrimas, su larga cabellera de azabache, destejida y empapada por la lluvia, cubría sus cejas y su pecho. Expuesta al furor de la tormenta, el viento que azotaba sus vestidos los arrollaba y ceñía a su esbelto talle; el relámpago brillaba en torbellinos sobre su cabeza, y las olas bramaban a sus pies; tenía todo el aspecto de una Medea que había bajado de su carro, o de una sibila conjurando la tempestad que mugía en su derredor: ella era el único objeto vivo al alcance de la voz en aquellos momentos, exceptuando nosotros mismos. Al verme sano y salvo, no me esperó para darme la bienvenida, sino que gritando desde lejos me dijo: ¡Ah, can de la Madonna! ¡dunque sta il tempo per andar del Lido! 10»

En estas dos relaciones de Rousseau y de Byron; se conoce la diferencia de la posición social, de la educación y del carácter de estos dos hombres, a través de las galas de estilo del autor de las Confesiones se trasluce cierta vulgaridad, cierto cinismo, mal tono y no mejor gusto; la obscenidad del lenguaje peculiar a aquella ennegrece el cuadro. Zulietta es superior a su amante en elevación de sentimientos y en elegancia de maneras; es casi una gran señora apasionada del inferior secretario de un embajador mezquino. La misma inferioridad vuelve a hallarse cuando Rousseau se conviene para robar a escote con su amigo Carrio, una niña de once años, cuyos favores, o más bien cuyas lágrimas debían compartir.

Lord Byron es de otra índole: en él se traslucen las costumbres y la fatuidad de la aristocracia; par de la Gran Bretaña, se burla de la mujer que ha seducido y la eleva hasta él por medio de sus caricias y la magia de su talento. Byron llegó rico y afamado a Venecia; Rousseau desembarcó en ella pobre y desconocido; todos señalan el palacio que divulgó los errores del noble heredero del célebre comodoro inglés; ningún cicerone podría indicar el lugar en que ocultó sus placeres el hijo plebeyo del oscuro relojero de Ginebra. Rousseau ni siquiera habla de Venecia; parece haberla habitado sin haberla visto: Byron la ha cantado admirablemente.

Ya habéis visto en estas Memorias lo que he dicho acerca de las analogías de imaginación y de destino que al parecer han existido entre el historiador de René y el poeta de Child-Harold. Quiero indicar ahora otra de esas semejanzas tan halagüeñas a mi amor propio. ¿La morena Fornarina de lord Byron, no tiene un aire de familia con la rubia Velleda de los Mártires, su hermana mayor?

«Oculto entre las rocas, esperé algún tiempo sin ver cosa alguna. De repente hirieron mi oído los sonidos que el viento me trajo de en medio del lago. Escucho y distingo los acentos de una voz humana, y al mismo tiempo descubro un esquife suspendido en la cima de una ola; húndese, y desaparece entre dos y vuelve a mostrarse en la cúspide de otra; acércase al fin a la playa. Una mujer lo conducía; cantando y luchando contra la tormenta parecía solazarse en medio de los vientos, y hubiera podido creerse, al verla desafiarlos de aquel modo, que se hallaban bajo su dominio. Veíala yo arrojar sucesivamente en las aguas del lago piezas de tela, vellones de oveja, panes de cera y pedacitos de oro y plata.

«Pronto llega a la ribera y salta a tierra, ata su esquife al tronco de un sauce y se oculta en el bosque apoyándose en el remo de álamo que llevaba en su mano. Pasó cerca de mí sin verme. Su estatura era alta; una túnica negra, corta y sin mangas servía de escaso velo a su desnudez; llevaba una hoz de oro suspendida de otra de bronce y ornaba su frente una rama de encina. La blancura de sus brazos y de su tez, sus ojos azules, sus labios de rosa, sus largos cabellos rubios que flotaban sueltos, anunciaban la hija de los gaulas, y contrastaban por su dulzura con su aspecto altivo y salvaje. Cantaba con acento melodioso palabras terribles, y su pecho descubierto subía y bajaba como la espuma de las olas.»

Me avergonzaría de mostrarme entre Byron y Juan Jacobo, ignorando lo que seré en la posteridad si estas Memorias debiesen ver la luz viviendo yo; pero cuando se publiquen, yo habré pasado para siempre, como mis ilustres antecesores, sobre la playa extranjera; mi sombra será entregada al soplo de la opinión, vano y ligero como lo poco que quedará de mis cenizas.

Rousseau y Byron han ofrecido en Venecia un rasgo de semejanza: ni uno ni otro han gozado los placeres de las artes. Rousseau dotado maravillosamente para la música, parece ignorar que al lado de Zulietta hay cuadros, estatuas y soberbios monumentos; y no obstante, con encanto se enlazan esas obras maestras al amor cuyo objeto divinizan, y cuya llama aumentan. En cuanto a lord Byron, aborrece el brillo infernal de los colores de Rubens; escupe todos los asuntos de santos que se hacinan en los templos; jamás ha hallado un cuadro o una estatua que se acerque una legua a su pensamiento. Prefiere a estas artes impostoras la belleza de algunas montañas, de algunos mares, de algunos caballos, de cierto león de la Morea y de un tigre que vio cenar en Exeter-Changue. ¿No habrá en todo esto algo de manía?

¡Cuánta afectación y charlatanismo!

Genios inspirados por Venecia.— Antiguas y modernas cortesanas.— Rousseau y Byron nacidos en la desgracia.

Venecia, septiembre de 1833.

¿Pero qué ciudad es esta en que se han juntado los talentos más distinguidos? Los unos la han visitado en persona, los otros han enviado a ella sus musas. Hubiera faltado alguna cosa a la inmortalidad de aquellos talentos sino hubiesen suspendido sus cuadros en este templo de la voluptuosidad y de la gloria. Sin citar aun los grandes poetas de la Italia, los genios de la Europa entera colocaron allí sus creaciones: allí respira aquella Desdémona de Shakespeare, bien distinta de la Zulietta de Rousseau y de la Margarita de Byron, esa púdica veneciana que declara su ternura a Otelo: «Si tenéis un amigo que me ame, enseñadle a contar vuestra historia; esto me inspirará amor hacia él.» También allí aparece aquella Belvidera de Otwai que dice a Jaffier:

¡Oh! smile, as when our lowes were in their spring.

..........

¡Oh! lead me to some deseart wide et wild,

Barren as our mis fortunes, where my soul

May have its vent, where I may tell about

To the high heavens, and ev'ry list'ning planets.

Whith what a houndless stock my bosom's fraught;

Wheres may throw my eager arms about thee,

Give loose lo love, with kisses kindling joy,

And lest off all the fire that's in my heart 11.

Goethe, contemporáneo nuestro, celebró a Venecia, y el gentil Marot, el primero que hizo oír su voz al despertar las musas francesas, se refugió a los hogares del Tiziano. Montesquieu escribía: «Pueden haberse visto todas las ciudades del mundo y quedar sorprendido al entrar en Venecia.»

Cuando en un cuadro demasiado desnudo, el autor de las Cartas Persas representa a una musulmana abandonada en el paraíso a dos hombres divinos, ¿no parece haber pintado la cortesana de las Confesiones de Rousseau y la de las Memorias de Byron? No estaba yo entre mis dos Floridianas como Anaïs entre sus dos ángeles? Pero las hijas pintadas y yo no somos inmortales.

Madama de Staël entrega a Venecia a la inspiración de Corina: esta escucha el estampido del cañón que anuncia el oscuro sacrificio de una joven.

Aviso solemne «que una mujer resignada da a las mujeres que luchan aun contra el destino» Corina sube a la cúspide de la torre de San Marcos, contempla la ciudad y las olas, vuelve la vista hacia las nubes del lado de la Grecia: «Por la noche solo ve el reflejo de los faroles que alumbran las góndolas: diríase que eran sombras deslizándose sobre el agua, guiadas por una pequeña estrella.» Oswald parte: Corina se arroja para detenerle. «Empezaba a caer una lluvia horrible; escuchábase el viento más furioso.» Corina baja a la orilla del canal. «La noche era tan oscura que no había ni una sola barca; Corina llamaba a la ventura a los barqueros, quienes tomaban sus gritos por los de la agonía de los desgraciados que se ahogaban durante la tempestad, y sin embargo, nadie se atrevía a acercarse; tan temibles eran las agitadas olas del gran canal.»

He aquí aun la Margarita de lord Byron.

Experimento un placer indecible al volver a considerar las obras maestras de esos célebres autores en el mismo sitio para que fueron ejecutadas. Respiro a mis anchas en medio de la turba inmortal, como un humilde viajero admitido en los hogares hospitalarios de una rica y escálenle familia.

Llegada de Mad. de Beauffreraont a Venecia.—El Catajo.— El duque de Módena.— Sepulcro de Petrarca en Argua.— País de los poetas.

Desde Venecia a Ferrara, 16 al 17 de septiembre de 1833.

El espacio que mediaba entre estas ilusiones y las verdades en que volvía a entrar al presentarme en casa de la princesa de Beauffremont, era inmenso, necesitaba pasar desde 1806, cuyo recuerdo acababa de ocuparme, hasta 1833 en que me encontraba en realidad. Marco Polo volvió desde la China a Venecia, precisamente después de una ausencia de veinte y siete años.

Madama de Beauffremont ofrece a las mil maravillas en su rostro y en su porte el nombre de Montmorency; hubiera podido muy bien como aquella Carlota, madre del gran Condé y de la duquesa de Longueville, ser amada de Enrique IV. La princesa me dijo que la duquesa de Berry me había escrito una carta desde Pisa que yo no había recibido. S. A. R. llegaba a Ferrara donde iba a esperarme.

Mucho trabajo me costaba abandonar mi retiro; necesitaba aun ocho días para mi revista, y sentía sobre todo no poder terminar la aventura de Zanze; pero mi tiempo pertenecía a la madre de Enrique V, y siempre cuando me propongo seguir un camino, sufro algún vaivén que me arroja a otro camino.

Partí dejando mi equipaje en la fonda de la Europa, contando volver con la señora.

Hallé de nuevo mi coche en Fusina, que le sacaron de una antigua cochera como una joya del guardamuebles de la corona. Dejé el río que toma su nombre del rey de los mares: Fuscina.

Habiendo entrado en Padua, dije al postillón: «camino de Ferrara.» Este camino es delicioso hasta Montelice; le rodean colinas de extremada elegancia, vergeles de higueras, de moreras y de sauces festonados de viñas, praderas alegres y ruinosos castillos. Pasé delante del Catajo, erizado todo de soldados: el abale Lenglet, muy instruido por otra parte, ha tomado este castillo por de la China. El Catajo no pertenece a Angélica, sino al duque de Módena. Encontreme con S. A. en el camino real a donde se dignaba salir de paseo a pie algunas veces. Este duque es un vástago de la raza de los príncipes inventados por Maquiavelo, y tiene el orgullo de no reconocer a Luis Felipe.

El pueblo de Argua ostenta el sepulcro del Petrarca cantado junto con su lugar por lord Byron:

¿Che fai, che pensi? che pur dietro guardi

Nel tempo, che tornar non pote omni,

Anima sconsolata?

Memorias de ultratumba Tomo V
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