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Cuando se fijó el idioma, se redujo la libertad de sentir y de pensar. Nadie recuerda en e! reinado de Luis XIV, sino a Mad. Deshoulieres, alternativamente demasiado ensalzada y demasiado despreciada. La elegía se prolongó por la melancolía de las mujeres bajo el reinado de Luis XV hasta el de Luis XVI en que empiezan las grandes elegías del pueblo; la antigua escuela muere con Mad. de Bourdier, poco conocida actualmente, y que no obstante, ha dejado una preciosa oda al silencio.

La nueva escuela ha llevado sus pensamientos a otro mundo; Mad. Tastu camina en medio del coro moderno de las poetisas, en prosa o verso, las Allart, las Waldor, las Valmore, las Ségalas, las Revoil, las Mercoeur, etc., etc., etc. Castalidum turba. Deberemos lamentar que a ejemplo de las Aonidas no haya celebrado esa pasión, que según la antigüedad, desarruga la frente del Cocyto y le hace sonreír a los suspiros de Orfeo. En los cantos de Mad. Tastu, el amor solo repite himnos copiados de voces extranjeras. Esto recuerda lo que se refiere de Mad. Malibran, que cuando quería dar a conocer un ave cuyo nombre había olvidado, remedaba su canto.

Mad. Sand.

Jorge Sand, por otro nombre Mad. de Dudevant, habló de René en la Revista de los Dos Mundos, por lo que le di gracias, pero no me respondió. Algún tiempo después me envió su Lelia, y no le respondí, lo cual dio margen entre nosotros a una breve explicación.

«Me atrevo a esperar me perdonaréis que no haya respondido a la afectuosa carta que habéis tenido la bondad de escribirme cuando he hablado de René con motivo de Oberman. No sabía como daros gracias por todas las frases benévolas de que os habíais valido al hablar de mis libros.

«Os he enviado a Lelia, y deseo vivamente obtenga de vos la misma protección. El más hermoso privilegio de una gloria universalmente aceptada como la vuestra, es el acoger y estimar en sus primeros pasos a los escritores inexpertos para quienes no hay triunfo duradero sin vuestra protección,

«Admitid la seguridad de mi admiración, y creedme, caballero, uno de vuestros más fieles creyentes.

«Jorge Sand.»

A fines de octubre, Mad. Sand me envió su nueva novela intitulada: Santiago, y acepté gustoso este obsequio.

30 de octubre de 1831.

«Me apresuro, señora, a daros mis sinceras gracias. Voy a leer a Santiago en el bosque de Fontainebleau o en las orillas del mar. Más joven, sería menos valiente; pero los años me defenderán de la soledad sin disminuir en nada la apasionada admiración que profeso a vuestro talento y que a nadie oculto. Habéis añadido, señora, un nuevo prestigio a esa ciudad de ensueños poéticos, de donde partí en otro tiempo para la Grecia con un mundo de ilusiones; vuelto al punto de partida, René ha vagado recientemente en Lido sus pesares y sus recuerdos entre Childe Harold que se había retirado, y Lelia próxima a perecer,

«Chateaubriand.»

Mad. Sand posee un talento de primer orden; sus descripciones tienen la verdad de las de Rousseau y de Bernardino de Saint-Pierre en sus Estudios. Su estilo natural no está deslucido con ninguno de los defectos del día. Lelia, de penosa lectura, y que no presenta algunas de las escenas deliciosas de Indiana y de Valentina es no obstante una obra maestra en su género; participando de la índole de la orgía, carece de pasión, y turba como una pasión, el alma está ausente de ella, y sin embargo, pesa sobre el corazón; la depravación de las máximas, el insulto a la rectitud de la vida no pueden ir más lejos; pero el autor hace bajar su talento hasta este abismo. En el valle de Gomorra, el rocío cae durante la noche en el mar Muerto.

Las obras de Mad. Sand, estas novelas, poesías de la materia, son producto de la época. A pesar de su superioridad, es de temer que el autor haya limitado el círculo de sus lectores por la naturaleza de sus escritos.

Jorge Sand nunca pertenecerá a todas las edades. De dos hombres dotados de igual talento, de los cuales el uno predique el orden y el otro el desorden, él primero atraerá mayor número de oyentes: el género humano rehúsa aplausos unánimes a lo que lastima la moral, almohada sobre que descansan la debilidad y la justicia; no asociamos a todos los recuerdos de nuestra vida los libros que han despertado nuestro primer rubor, y cuyas páginas hemos aprendido de memoria al bajar de la cuna; libros que solo hemos leído a hurtadillas que no han sido nuestros compañeros confesados y queridos, que no se han mezclado al candor de nuestros sentimientos ni a la integridad de nuestra inocencia. La Providencia divina ha encerrado en estrechos límites los triunfos que no tienen su origen en el bien y ha concedido la gloria universal para estímulo de la virtud.

Discurro así, no lo ignoro, como hombre cuya vista limitada no abraza el dilatado horizonte humanitario; como un hombre retrógrado, partidario de una moral que excita la risa; moral caduca de tiempos que fueron, y oportuna a lo más para espíritus sin luz, en la infancia de la sociedad. Va a nacer incesantemente un nuevo evangelio, muy superior a los lugares comunes de esta sabiduría convencional que detiene los progresos de la especie humana y la rehabilitación de este pobre cuerpo tan calumniado por el alma. Cuando las mujeres recorran sin freno las calles, cuando baste para casarse abrir una ventana y llamar a Dios a las bodas como testigo, sacerdote y convidado, entonces quedará destruido todo sentimiento de decoro, pulularán los casamientos, y la especie humana se levantará como las palomas, a la altura de la naturaleza; Mi critica del género de las obras de madama Sand, no tiene algún valor sino en el árdea vulgar de las cosas pasadas, por lo que espero no se juzgará ofendida; la admiración que le tributo debe hacerla excusar unas reflexiones que tienen su origen en la infelicidad de mis años. En otro tiempo me hubiese dejado arrastrar más por las musas; estas hijas del cielo eran antiguamente mis bellas queridas, empero hoy solo son mis antiguas amigas; me acompañan por la noche en el rincón de mi chimenea, pero me dejan pronto, porque me acuesto temprano, y marchan a velar en el hogar de Mad. Sand.

Esta probará así sin duda su omnipotencia intelectual, y no obstante agradará, menos porque será menos original; creerá aumentar su poder penetrando en la profundidad de esos delirios bajo el que sepulta al despreciable vulgo, y se equivocará, porque se halla, a mucha altura de ese vacío, de ese vago y orgulloso galimatías. Al mismo tiempo que es preciso poner una facultad no común, pero demasiado flexible en guardia contra necedades superiores, es preciso prevenirla también que los escritos de fantasía, las pinturas intimas (como ahora se dice) son limitadas, que su manantial está en la juventud, que cada instante seca algunas gotas, y que al cabo de cierto número de producciones se concluye por incurrir en pálidas repeticiones.

¿Puede asegurarse que Mad. Sand hallará siempre el mismo encanto a lo que hoy compone? ¿El mérito y la vehemencia de las pasiones de veinte años no se rebajarán en su concepto, como las obras de mis primeros años se han rebajado en el mío? Tan solo los trabajos de la musa antigua son imperecederos, porque están sostenidos por la nobleza de las costumbres, por la hermosura de la lengua y por la majestad de esos sentimientos, patrimonio de la especie humana. El cuarto libro de la Eneida permanecerá eternamente, expuesto a la admiración de los hombres, porque está suspendido del cielo. La flota que conduce al fundador del imperio romano, Dido, fundadora de Cartago, dándose la muerte después de haber anunciado a Aníbal:

Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor,

el amor haciendo nacer de su antorcha la rivalidad de Roma y Cartago, y encendiendo la pira fúnebre cuyas llamas descubre sobre las olas al fugitivo Eneas: esto es muy superior al paseo de un solitario en un bosque, o a la desaparición de un libertino que se ahoga en una balsa. Mad. Sand asociará un día, así lo espero, su talento a asuntos tan duraderos como su genio.

Mad. Sand no puede convertirse sino por la predicación de ese misionero de cabeza calva y barba blanca llamado el tiempo. Una voz menos austera encadena en la actualidad el oído cautivo del poeta. Estoy persuadido de que el talento de Mad. Sand tiene alguna raíz en la corrupción; se vulgarizaría si se hiciese timorata. Muy diferente hubiera sido el resultado si hubiese permanecido siempre en el santuario vedado a los hombres; la fuerza de su amor contenida y oculta bajo el velo virginal, hubiera hecho brotar de su seno esas púdicas melodías, propias a la vez de la mujer y del ángel. Como quiera que sea, la osadía de las doctrinas y la voluptuosidad de las costumbres son un terreno que no había sido desmontado todavía por una hija de Adán, y que entregado a un cultivo femenino ha producido una cosecha de flores desconocidas. Dejemos a Mad. Sand crear peligrosas maravillas hasta la proximidad del invierno; cesará de cantar cuando llegue el cierzo. Entretanto, llevemos en paciencia que, menos imprevisora que la cigarra, haga provisión de gloria para el tiempo en que habrá escasez de placeres. La madre de Musarion le repetía: «No tendrás siempre diez y seis años. Chaercas recordará siempre sus juramentos, sus lágrimas y sus besos? 28»

Por lo demás, muchas mujeres han sido seducidas y como arrebatadas por su juventud; pero devueltas al hogar materno por los días del otoño, han añadido a su citara la cuerda grave o lastimera sobre la que se expresan la religión o la desgracia. La vejez es una viajera nocturna, la tierra se oculta a sus ojos y solo descubre el firmamento brillante sobre su cabeza.

No he visto a Mad. Sand vestida de hombre o llevando la blusa o el bastón ferrado del montañés; no la he visto beber en la copa de las bacantes y fumar sentada indolentemente en un sofá a manera de una sultana: singularidades naturales o afectadas que nada añaden en mi concepto a sus atractivos o a su talento.

¿Se siente más inspirada cuando hace salir de su boca una nube de humo alrededor de sus cabellos? ¿Ha nacido Lelia del cerebro de su madre a través de una humarada ardiente como el pecado, según dice Milton, salió de la cabeza de un hermoso arcángel culpable en medio de un torbellino de humo?

Ignoro lo que pasa en las sagradas mansiones; pero acá abajo Nesimedes, Fila, Lais, la espiritual Gnathenes, Fryna, desesperación del pincel de Apeles y de la tijera de Praxíteles, Leena, amada por Harmodio, las dos hermanas llamadas Afias, porque eran delgadas y tenían grandes ojos. Dorica, cuya cabellera y embalsamado vestido fueron consagrados al templo de Venus. Todas estas mujeres encantadoras no conocieron sino los perfumes de la Arabia. Madama Sand, tiene en su favor, es cierto, la autoridad de las odaliscas y de las jóvenes mejicanas que bailan con el cigarro en los labios.

¿Qué efecto ha producido en mi la vista de madama Sand, comparada con algunas mujeres superiores y con tantas mujeres seductoras que he hallado a mi paso; con esas hijas de la tierra que decían con Safo como Mad. Sand:

«Desciende a nuestros deliciosos banquetes, madre del Amor, a llenar nuestras copas del néctar de las rosas

Colocándome alternativamente en la ficción y en la realidad, el autor de Valentina me ha causado dos impresiones muy diversas.

No hablaré de la ficción, porque no debo entender ya su lenguaje. Respecto de la realidad, hombre de edad avanzada, dotado de las nociones de la honestidad, y concediendo como cristiano el más alto precio a las virtudes tímidas de la mujer, no puedo explicar hasta qué punto me era doloroso ver tantas brillantes cualidades abandonadas a esas horas pródigas e infieles que gastan y huyen.

Memorias de ultratumba Tomo V
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