CONCLUSIÓN. (CONTINUACIÓN).
La idea cristiana es el porvenir del mundo.
POR último, mis investigaciones me han dado por resultado, que la antigua sociedad se hunde bajo sí misma, que es imposible a todo aquel que no sea cristiano comprender la sociedad futura prosiguiendo su curso, y satisfaciendo a la vez o a la idea simplemente republicana o a la idea monárquica modificada. En todas las hipótesis, las mejoras que se desean no pueden hallarse sino en el Evangelio.
En el fondo de las combinaciones de los actuales sectarios, no se encuentra jamás otra cosa que el plagio, la parodia del Evangelio, el principio apostólico: este principio está tan radicado entre nosotros, que usamos de él como de cosa propia; nos le figuramos natural, aun cuando no nos lo sea, nos ha provenido de nuestra antigua fe, tomando esta de dos o tres generaciones anteriores a la nuestra. Este espíritu independiente que se ocupa de la perfección de sus semejantes, jamás habría pensado en ello, si el derecho de los pueblos no se hubiese establecido por el Hijo del hombre. Todo acto de filantropía a que nos entregamos, todo sistema que imaginamos en interés de la humanidad, no es otra cosa que la idea cristiana cambiada de nombre y desfigurada con frecuencia: es siempre el Verbo que se hace carne.
¿Queréis que la idea cristiana no sea sino la idea humana en progresión? Consiento en ello; pero abrid las diferentes cosmogonías, y sabréis que un cristianismo tradicional ha precedido en la tierra al cristianismo revelado. Si el Mesías no hubiera venido y no hubiera hablado, como lo dice él mismo, la idea no se hubiera desprendido, las verdades permanecerían oscuras, tal como se las descubre en los escritos de los antiguos. De cualquier modo que se interprete, del Revelador o de Jesucristo es de quien todo se obtiene; es preciso partir siempre del Salvador, Salvato del Consolador, Paracletus, de él es de quien se han recibido los gérmenes de la civilización y de la filosofía.
Se ve, pues, que no hallo al porvenir otra solución que en el cristianismo, y en el cristianismo católico; la religión del Verbo es la manifestación de la verdad, como la creación es la visibilidad de Dios. No pretendo que se verifique absolutamente una renovación general, porque admito que pueblos enteros se hallan condenados a la destrucción; admito también que la fe se apaga en ciertos países; pero si queda un solo grano de ella, si cae sobre un poco de tierra, aun cuando no sea más que en los pedazos de una vasija, este grano germinará, y una segunda encarnación del espíritu católico reanimará la sociedad.
El cristianismo es la apreciación más filosófica y más racional de Dios y de la creación; él encierra las tres grandes leyes del universo: la ley divina, la ley moral, y la ley política: la ley divina, unidad de Dios entres personas; la ley moral, caridad; la ley política, es decir, libertad, igualdad, fraternidad.
Los dos primeros principios se hallan desarrollados; el tercero, la ley política, no ha recibido su complemento, porque no podía florecer mientras que la creencia intelectual del ser infinito y la moral universal no estuvieran sólidamente establecidas. Ahora bien, el cristianismo tuvo desde luego que depurar los absurdos y las abominaciones de que la idolatría y la esclavitud habían infestado el género humano.
Personas ilustradas no comprenden que un católico como yo se obstine en sentarse a la sombra de lo que ellos llaman ruinas; según esas personas, esto es una resolución tomada definitivamente. Pero que se me diga por piedad, ¿cómo encontraré yo una familia y un Dios en la sociedad individual y filosófica que se me propone? Dígaseme y lo adoptaré, si no, no toméis a mal que me acueste en la tumba de Jesucristo, único amparo que me han dejado al abandonarme.
No, no es que haya tomado por mí una resolución definitiva, hablo sinceramente, he aquí lo que me ha pasado: de mis proyectos, de mis estudios, de mis experimentos, solo me queda un desengaño completo de todas las cosas de este mundo. Al engrandecerse mi convicción religiosa, ha ahogado mis demás convicciones: no hay en la tierra cristiano más creyente, ni hombre más incrédulo que yo. Lejos de tocar a su término, la religión del Salvador, apenas acaba de entrar en su tercer período, en el periodo político, libertad, igualdad, fraternidad.
El Evangelio, sentencia de absolución, aun no ha sido leído a todos; todavía estamos en las maldiciones pronunciadas por Jesucristo: «¡desgraciados de vosotros que cargáis a los hombres con peso que no pueden soportar, y que no quisierais haberlos tocado con la punta del dedo!»
El cristianismo, estable en sus dogmas, es movible en sus luces; su transformación envuelve la trasformación universal. Cuando haya llegado a su apogeo las tinieblas acabarán de disiparse; la libertad crucificada en el Calvario con el Mesías, descenderá con él, y entregará a las naciones ese nuevo testamento escrito en su favor, y hasta ahora embarazado en sus cláusulas. Los gobiernos pasarán, el mal moral desaparecerá, la rehabilitación anunciará la consumación de los siglos de muerte y de opresión nacidos de la caída.
¿Cuándo llegará ese anhelado día? ¿Cuándo se reconstituirá la sociedad con arreglo a los medios secretos del principio regenerador? Nadie puede decirlo; no podrían calcularse las resistencias de las pasiones.
Más de una vez la muerte aletargará razas, derramará el silencio sobre los sucesos, como la nieve que cae durante la noche hace cesar el ruido de los carruajes. Las naciones no crecen tan rápidamente como los individuos de que se componen, y no desaparecen, tan pronto. ¡Cuánto tiempo no es necesario para llegar a una sola cosa que se desea! La agonía del Bajo Imperio, pensó no acabar; la era cristiana tan extendida ya, no ha bastado para abolir la esclavitud; no ignoro que estos cálculos no se avienen con el temperamento francés; en nuestras revoluciones jamás hemos admitido el elemento del tiempo; por eso nos desvanecen siempre los resultados contrarios a nuestra impaciencia. Los jóvenes se precipitan llenos de un generoso valor, avanzan con la frente inclinada hacia una elevada región que vislumbran, y se esfuerzan por conseguirla: nada hay más digno de admiración; pero gastarán su vida en esos esfuerzos, y llegados al término, de error en error, consignarán el peso de los años fenecidos a otras generaciones engañadas que lo llevarán hasta las vecinas tumbas, y así sucesivamente. Ha vuelto el tiempo del desierto; el cristianismo empieza en la esterilidad de la Tebaida, en medio de una temible idolatría, la del hombre hacia sí mismo.
Existen dos consecuencias en la historia, la una inmediata, y que se conoce al momento, la otra lejana, que no se apercibe tan pronto. Estas consecuencias se contradicen frecuentemente; las unas provienen de nuestro escaso saber, las otras de la sabiduría perdurable. El acontecimiento providencial aparece después del acontecimiento humano. Dios se levanta detrás de los hombres. Negad cuanto queráis el supremo consejo, no consintáis su acción, disputad sobre las palabras, llamad fuerza de las cosas o razón a lo que el vulgo llama Providencia, mirad al fin de un hecho consumado, y veréis que ha producido siempre lo contrario de lo que se esperaba, cuando no se ha establecido desde el principio sobre la moral y la justicia.
Si el cielo no ha pronunciado su última sentencia: si un porvenir debe ser generoso y libre, este porvenir está lejos aun, muy lejos, más allí del horizonte visible, y no podría llegarse a él sin la ayuda de esa esperanza cristiana, cuyas alas crecen a medida que todo parece hacerla traición; esperanza más larga que el tiempo y más fuerte que la desgracia.
Recapitulación de mi vida.
La obra inspirada por mis cenizas y destinada a mis cenizas, ¿subsistirá después de mí? Posible es que mi trabajo sea malo; posible es que al ver la luz estas Memorias desaparezcan: a lo menos las cosas a que me habré referido, habrán servido para entretener el fastidio de estas últimas horas, de las que nadie quiere ni sabe qué hacer. Al fin de la vida hay una edad amarga; nada agrada porque no se merece cosa alguna; no es buena para nadie, sirve de carga a todos, y cerca de su último lecho, no hay sino un paso que dar para llegar a ella: ¿de qué servirá soñar en una playa desierta? ¿qué amables sombras se divisarían en el porvenir? ¡Fuera esas nubes que vuelan en este momento sobre mi cabeza!
Una idea me ocurre y me trastorna: mi conciencia no está tranquila acerca de la inocencia de mis vigilias; temo mi ceguedad y la complacencia del hombre por sus faltas. ¿Lo que yo escribo, está, conforme a justicia? ¿He observado estrictamente la moral y la caridad? ¿He tenido el derecho de hablar a los demás? ¿De qué me serviría el arrepentimiento, si estas Memorias causasen algún mal? ¡Ignorados y ocultos de la tierra, vosotros, cuya vida grata a los altares hace milagros, salud a vuestras secretas virtudes!
Este pobre, falto de ciencia, y de quien nadie se ocupará más, ha ejercido por única doctrina de sus costumbres, sobre sus compañeros de desgracia, la influencia divina emanada de las virtudes de Jesucristo. El libro más hermoso de la tierra, no vale tanto como un acto desconocido de esos mártires sin nombre, cuya sangre había Heródoto mezclado a sus sacrificios.
Vosotros me habéis visto nacer; habéis visto mi infancia, la idolatría de mi singular creación en el palacio de Combourg, mi presentación en Versalles, mi asistencia en París al primer espectáculo de la revolución. Encuentro a Washington en el Nuevo Mundo; me interno en los bosques; el naufragio me conduce a las costas de mi Bretaña. Llegan mis padecimientos como militar, mis miserias como emigrado. Vuelto a Francia compongo el Genio del Cristianismo. En una sociedad cambiada cuento y pierdo amigos. Bonaparte me detiene, y se arroja con el cuerpo ensangrentado del duque de Enghien ante mis pies; detengo yo a mi vez y conduzco al gran hombre desde su cuna en Córcega, hasta su tumba de Santa Elena. Tomo parte en la restauración y la veo concluir.
Así he conocido la vida pública y privada. Cuatro veces he atravesado los mares; he seguido al sol en Oriente y tocado las ruinas de Menfis, de Cartago, de Esparta y de Atenas; he orado en el sepulcro de San Pedro y adorado en el Gólgota. Pobre y rico, poderoso y débil, feliz y desdichado, hombre de acción, hombre pensador, he colocado mi mano en el siglo, y mi inteligencia en el desierto: la existencia efectiva se ha presentado a mi vista en medio de las ilusiones, del mismo modo que la tierra se presenta a los marineros entre las nubes. Si estos hechos esparcidos en mis sueños como el barniz que preserva las pinturas frágiles, no desaparecen porque señalarán el sitio por donde ha pasado mi vida.
En cada una de mis tres carreras, me propuse un objeto importante: viajero, he aspirado al descubrimiento del mundo polar; literato, he intentado restablecer el culto sobre sus ruinas; hombre de gobierno, me he esforzado por dar a los pueblos el sistema de la monarquía equilibrada, por volver a colocar a la Francia en el lugar que debía tener en Europa, y devolverla la fuerza que los tratados de Viena la hicieron perder: a lo menos he contribuido a conquistar aquella de nuestras libertades que vale por todas, la libertad de la prensa. En el orden divino, religión y libertad; en el orden humano, honor y gloria (que son la generación humana de la religión y de la libertad); he aquí lo que he deseado para mi patria.
De los autores franceses de mi tiempo, yo soy casi el único que se parece a sus obras: viajero, soldado, publicista, ministro, en los bosques he cantado los bosques, sobre los buques he pintado el Océano, en los campamentos he hablado de las armas, en el destierro es donde he conocido el destierro, en las asambleas, en fin, he estudiado los príncipes, la política y las leyes.
Los oradores de la Grecia y de Roma se mezclaron a la cosa y participaron de su suerte: en la Italia y la España del fin de la edad media y del renacimiento, los primeros genios de las letras y de las artes participaron del movimiento social. ¡Qué vidas tan borrascosas y bellas fueron las del Dante, del Tasso, de Camoens, de Ercilla y de Cervantes! Antiguamente en Francia, nuestros cantos y nuestras historias nos provenían de nuestras peregrinaciones y de nuestros combates; pero desde el reinado de Luis XIV, nuestros escritores fueron con mucha frecuencia hombres aislados cuyos talentos podían ser la expresión del espíritu no de los hechos de su época.
Yo, por fortuna o por desgracia, después de haber acampado bajo la choza del iroqués y bajo la tienda del árabe; después de haber vestido la túnica del salvaje y el caftán del mameluco, me he sentado a la mesa de los reyes para venir a parar en la indigencia. Me he mezclado en asuntos de paz y de guerra; he firmado tratados y protocolos; he asistido a sitios, a congresos y a cónclaves; a la reedificación y a la demolición de tronos; yo he formado parte de la historia y podía escribirla: y mi vida solitaria y silenciosa marchaba al través del tumulto y del bullicio con las hijas de mi imaginación, Atala, Amelia, Blanca y Velleda, sin hablar de lo que podría llamar las realidades de mis ideas si no fuesen ellas mismas la seducción de las quimeras. Tiemblo haber tenido un alma de la especie de aquella que un filósofo antiguo llamaba una enfermedad secreta.
Me he encontrado entre dos siglos como en la confluencia de dos ríos; me he sumergido en sus turbias aguas, alejándome con pena de la antigua ribera donde nací nadando con esperanzas hacia una ribera desconocida.