21.
¿No dormiría mejor aquí el hijo de Praga sin corona, que en la habitación del Louvre donde fue expuesto su padre?
Mi solitario almuerzo, en compañía de los viajeros acostados bajo mi ventana, hubiera sido muy agradable para mí si una muerte muy reciente no me hubiese afligido, había oído cacarear el polluelo que me fue servido. ¡Pobre pollo! ¡era tan dichoso cinco minutos antes! paseábase entre las yerbas, las legumbres y las flores; corría entre los rebaños de cabras que bajaban de las montañas; y esta noche hubiérase acostado con el sol, pues era todavía bastante pequeño para dormir bajo las alas de su madre.
Enganchado el coche, subí rodeado de las mujeres y muchachos de la posada, que parecían alegrarse de haberme visto, aunque no me conocían, y jamás volverían a verme; ¡me dirigían tantas bendiciones! No me cansa esta cordialidad alemana; no se encuentra en este país quien no salude al transeúnte, y no le desee cien cosas favorables; en Francia solo se saluda a la muerte; la insolencia es considerada como libertad e igualdad; no se manifiesta ninguna simpatía de un hombre a otro; envidiar al que viaja con un poco de deshago; ponerse en jarras, pronto a chocar con todo el que lleva gabán nuevo o camisa blanca: he aquí las señales características de la independencia nacional, sin que por esto dejemos de pasar los días en las antesalas, sufriendo las groserías de un rústico favorito de la fortuna. Esto no nos quita nuestra alta inteligencia, ni nos impide vencer con las armas en la mano, pero no se forman costumbres a priori hemos sido durante ocho siglos una gran nación militar, y el espacio de cincuenta años no ha podido cambiarnos; no hemos podido adquirir el amor verdadero de la libertad. No bien disfrutamos un momento de tranquilidad bajo un gobierno transitorio, la vieja monarquía brota con vigor, reaparece el antiguo carácter francés: somos cortesanos y soldados nada más.
Garganta de Tavern.— Cementerio.— Atala: ¡cuán cambiada! — La aurora.— Salzburgo.—Revista militar.— Felicidad de los aldeanos.— Woknabruck.— Plancouet y mi abuela.— Noche.— Ciudades de Alemania y ciudades de Italia.— Linz.
23 y 24 de septiembre de 1833.
La última serie de montañas que limita la provincia de Salzburgo tiene una inmensa altura. El Tavern tiene ventisqueros: sus mesas se parecen a todas las de los Alpes; pero especialmente a las del San Gotardo. En estos parajes, cubiertos de un musgo verdoso y helado, elévase un calvario, con suelo siempre pronto: refugio eterno de los desgraciados. Alrededor de este calvario yacen las victimas de las nieves.
¿Cuáles eran las esperanzas de los viajeros que como yo pasaban, por este lugar, cuando les sorprendió la tormenta? ¿quiénes son? ¿quién les ha llorado? ¿Cómo descansan allí tan lejas de su familia, de su patria, escuchando todos los inviernos el mugido de las tempestades, cuyos huracanes les arrebataron de la tierra? Pero duermen al pie de la cruz; Jesucristo, su compañero solitario, su único amigo, pendiente del madero sagrado, se inclina hacia ellos, se cubre de las mismas escarchas que blanquean sus sepulcros, y en la mansión celestial los presentará a su padre y los calentará en su seno.
La bajada del Tavern es larga, áspera y peligrosa, lo que me complacía mucho, porque recuerda unas veces por sus cascadas y puentes de madera, otras por sus deliciosas angosturas el valle del puente de España en Ganterets o la vertiente del Simplón en Domo d'Ossola; pero no conduce a Granada ni a Nápoles. No se encuentra en la parte inferior ni lagos magníficos ni naranjos; es harto inútil tomarse tanta molestia para llegar a campos sembrados de patatas. En el descanso, a la mitad de la pendiente, me encontré en familia en el cuarto de la posada, cuyas paredes adornaban las aventuras de Atala en seis láminas. Mi hija no sospechaba que yo pasaría por allí, ni yo esperaba hallar un objeto tan querido al borde de un torrente, llamado según creo, el Dragón. ¡Cuán vieja, cuán fea y mudada estaba la pobre Atala! Descollaban sobre su cabeza grandes plumas y cubría su talle un jubón mezquino y ridículo, a semejanza de las señoras salvajes del teatro de la Gaité. La vanidad todo lo convierte en moneda; yo me enorgullecía detente de mis obras en la Carintia como el cardenal Mazarín delante de los cuadros de su galería. Tentado me sentía de decir a mi huésped: «¡Yo he hecho todo esto!» Me fue preciso separarme de mi primogénita, aunque con menos trabajo que en la isla del Ohio.
Hasta Wesfen nada atrajo mi atención, a no ser el método usado para secar el heno; clávanse en el suelo unas estacas de quince a veinte pies de altura; rodean estas de heno sin apretarlo demasiado, y de esta manera se seca ennegreciéndose. Estas columnas parecen a cierta distancia cipreses o trofeos plantados en memoria de las flores segadas en estos valles.
La Alemania ha querido vengarse de mi mal humor contra ella. En la llanura del Salzburgo, el 24 el sol salió al Este de las montañas que dejaba a mi espalda: las cimas de algunos peñascos se doraban en sus primeros resplandores en extremo suaves, y las sombras se mecían aun en las llanuras, medio verdes, medio labradas, de las que se levantaba un humo parecido al vapor del sudor humano. El castillo de Salzburgo, aumentando la cúspide del montecillo que domina la ciudad, dibujaba en el cielo azul sus blancos relieves. Con la ascensión del sol, salían del seno de la fresca exhalación del rocío las alamedas, los bosques, las casas fabricadas de ladrillo, las cabañas blancas, las torres de la edad media, derruidas y maltratadas, viejos campeones de los pasados tiempos, heridos en la cabeza y en el pecho, que permanecen aislados en el campo de batalla de los siglos. La luz de otoño de este cuadro tenía el color violeta de las antigüedades que esparcía en esta estación, y de que estaban cubiertos los prados a lo largo del Saltz. Las bandadas de cuervos que dejaban las yedras y los agujeros de las ruinas, bajaban a los barbechos, y sus alas reflejaban los albores de la mañana.
Celebrábase la fiesta de San Ruperto, tutelar de Salzburgo. Las aldeanas iban al mercado vestidas a la usanza de su aldea; su rubia cabellera y su nevada frente se ocultaban bajo una especie de cascos de oro, adorno que agraciaba a las germanas. Cuando atravesé la ciudad, limpia y hermosa, vi en un campo dos o tres mil hombres de infantería, a quienes pasaba revista un general con su estado mayor. Aquellas filas blancas que surcaban un musgo verde, y el resplandor de las armas del sol naciente, formaban una pompa digna de estos pueblos pintados, o por mejor decir, cantados por Tácito. Marte el Teutón ofrecía un sacrificio a la Aurora. ¿Qué hacían en este tiempo mis gondoleros de Venecia? Regocijábanse como las golondrinas después de la noche a la naciente aurora, y se preparaban a hender la superficie del agua: y en la noche se entregarán a la alegría, a las barcarolas y a los amores. Cada pueblo tiene su peculiar patrimonio, los unos brillan por la fuerza, los otros por los placeres; los Alpes hacen el repartimiento.
Desde Salzburgo hasta Linz, el campo es abundante, y el horizonte se muestra a la derecha erizado de montañas. Las cercas de pinos y de hayas, oasis agrestes y parecidos, ostentan un cultivo bien entendido y variado. Rebaños de diferentes especies, aldeas, iglesias, oratorios y cruces pueblan y animan el paisaje.
Después de haber pasado el radio en que se celebraba la fiesta de San Ruperto, (las fiestas entre los hombres duran poco, y no abarcan mucho terreno) encontramos a las gentes en los campos ocupadas en las sementeras de otoño y en la cosecha de las patatas. Estas poblaciones rústicas mejor vestidas, eran más cultas y parecían más felices que las nuestras. No alteremos el orden, la paz y las virtudes sencillas de que gozan bajo el pretexto de sustituir los bienes políticos, que ni son concebidos ni experimentados del mismo modo por todos. La humanidad entera comprende la alegría del hogar, las afecciones de familia, la abundancia de la vida y la sencillez del corazón y la religión.
El francés, tan amante de las mujeres, prescinde de ellas en multitud de cuidados y trabajos; pero el alemán no puede vivir sin su compañera, la emplea y lleva consigo a todas parles; a la guerra como a las faenas del campo, al festín como al duelo.
En Alemania, hasta los brutos participan del carácter templado de sus razonables dueños. Cuando se viaja, es curioso observar el aspecto de los animales. Puede juzgarse de antemano de las costumbres y pasiones de los habitantes de un país, por la blandura o la malicia, por el aspecto manso o feroz, por el aire de alegría o de tristeza de esta parte animada de la creación que Dios ha sometido a nuestro imperio.
Un contratiempo ocurrido a mi coche me obligó a detenerme en Wottnabrück. Recorriendo la posada, una puerta trasera me descubrió la entrada de un canal, más allá del cual se extendían praderas cubiertas de largas piezas de tela cruda. Un río, que regaba el pie de vastas colinas, servía de ceñidor a estos prados. No sé que oculta sensación me recordó la aldea de Plancouet, donde en mi niñez me había sonreído la felicidad. ¡Sombras de mis ancianos padres, no os esperaba en estas orillas! os acercáis a mí porque me acerco al sepulcro vuestro asilo; pronto nos encontraremos. Mi buena tía, ¿cantáis todavía en las márgenes del Leteo vuestra canción del Gavilán y la Golondrina. Habéis hallado en la mansión de los muertos al versátil Tremigón, como Dido vio a Eneas en la región de los Manes?
Cuando salí de Woknabrück espiraba el día; el sol me entregó a su hermana, y matizaba los cielos una luz de un colorido y suavidad indefinibles. Pronto la luna reinó sola; deseaba tal vez reanudar nuestra conversación de los bosques de Haselbach., pero me era indiferente en aquellos momentos. Prefería a Venus que se dejó ver a las dos de la madrugada del 25, tan hermosa como entre las auroras en que la con templaba implorándola en los mares de la Grecia.
Dejando a derecha e izquierda muchos misteriosos bosquecillos, riachuelos y valles, atravesé a Lambac, Wells y Neubau, pequeñas ciudades nuevas con casas sin techo a la italiana. En una de estas casas se oía una música Agradable, y las jóvenes se asomaban a las ventanas; en tiempo de los marabeduos no sucedía así.
En Las ciudades alemanas las calles son anchas y alineadas como las tiendas de un campamento o las filas de un batallón; los mercados son espaciosos y las plazas de armas dilatadas; necesítase de sol y todo se practica en público.
En las ciudades italianas las calles son estrechas y tortuosas, los mercados pequeños y las plazas de armas reducidas; necesítase de sombra y todo se practica en secreto.
En Linz, mi pasaporte fue refrendado sin dificultad.
El Danubio.— Waldmunchen.— Bosques.— Combourg.— Lucila.— Viajeros.— Praga.
24 y 25 de septiembre de 1833.
Atravesé el Danubio a las tres de la mañana; en verano le dije lo que no podía decirle ya en otoño, porque ni él estaba en sus mismas aguas, ni yo en mis mismas horas. Dejé lejos a mi izquierda mi buena aldea de Waldmunchen, con sus piaras de cerdos, el pastor Eumeo y la joven paisana que me miraba detrás de su padre; la sepultura del cementerio estará ocupada ya, y el difunto habrá sido devorado por algunos millares de gusanos, por haber tenido el honor de ser hombre.
Mr. y Mad. de Bauffremont llegaron a Linz anticipándose a mí algunas horas, y a su vez habían sido precedidos de muchos realistas; mensajeros de paz, creían que la princesa caminaba tranquilamente a su espalda, mientras yo seguía a todos como la discordia, con nuevas de guerra.
La princesa de Bauffremont, nacida en Montmorency, iba a Butschirad a cumplimentar a los reyes de Francia, Borbones: nada más natural.
El 25 al cerrar la noche, entré en los bosques. Las cornejas chillaban en el aire, arremolinándose sobre los árboles cuyas copas se preparaban a coronar. Heme aquí rejuvenecido: vuelvo a ver las cornejas del mayo de Combourg, y creo volver a mi vida de familia en el antiguo castillo: ¡oh recuerdos! atravesáis el corazón con un cuchillo; ¡oh mi Lucila! ¡cuántos años nos han separado! La muchedumbre de mis días ha pasado ya, y al disiparse me permite ver mejor su imagen.
Hallábame de noche en Thabor, cuya plaza rodeada de arcadas, me pareció inmensa, pero la luz de la luna es falaz.
El 26 por la mañana, una niebla nos envolvió en su soledad sin límites; a las diez me pareció que pasaba entre dos lagos: hallábame a pocas leguas de. Praga.
La niebla desapareció. Las cercanías de esta capital son más animadas por el camino de Linz que por el de Ratisbona, y se descubren aldeas y castillos con cercados y estanques. Encontré una mujer de semblante piadoso y resignado, abrumada bajo el peso de un enorme cestón; dos viejas vendían algunas manzanas al borde de un foso: una joven y un joven sentados sobre la yerba, este fumando, aquella alegre, pasando el día al lado de su amigo, y la noche en sus brazos; unos niños a la puerta de una cabaña que jugaban con sus gatos, o conducían ánades; unos pavos enjaulados que iban a Praga, como yo, para la mayoría de Enrique V, y finalmente, un pastor que tocaba su trompeta, mientras Jacinto, Bautista, el cicerone de Venecia y mi excelencia nos mecíamos en nuestro coche recompuesto; he aquí los destinos de la vida; no daría un bledo por lo mejor.
La Bohemia no me ofrecía ya nada nuevo; mis ideas estaban fijas en Praga.
Praga, 29 de septiembre de 1833.
El día subsiguiente de mi llegada a Praga, envié a Jacinto a llevar una carta a la señora duquesa de Berry, a quien, según mis cálculos, debía encontrar en Trieste. Esta carta decía a la princesa «que yo había encontrado la familia real en camino para Leoben; que muchos jóvenes franceses habían llegado para la época de la mayoría de Enrique, y que el rey les evitaba; que había visto a la señora delfina, que me había invitado a dirigirme inmediatamente a Butschirad, donde todavía se hallaba Carlos X; que no había visto a la señorita, porque estaba un poco indispuesta, pero que me habían hecho entrar en su cuarto, cuyas vidrieras estaban cerradas; que me había alargado en la oscuridad su mano ardiente rogándome salvase a todos.
«Que me había encaminado a Butschirad; que había visto a Mr. de Blacas y hablado con él acerca de la declaración de la mayoría de Enrique V: que introducido en la regia cámara había hallado dormido al rey, y que habiéndole en seguida presentado la carta de la señora duquesa de Berry, me había parecido muy contrario a mi augusta cliente, y que por lo demás, la pequeña acta redactada por mí acerca de la mayoría parecía haberle agradado.»
La carta terminaba con el siguiente párrafo:
«Ahora señora, no debo ocultaros que hay mucho mal en todo esto. Nuestros enemigos se reirán con razón si nos viesen disputarnos un trono sin reina, un cetro que no es sino el báculo en que apoyábamos nuestros pasos en nuestra peregrinación, larga tal vez, de nuestro destierro. Todos los inconvenientes están en la educación de vuestro hijo, y no veo probabilidad alguna de que mejore. Regreso, pues, al seno pobre que Mad. de Chateaubriand mantiene: allí estaré siempre a vuestras órdenes. Si algún día sois dueña absoluta de Enrique, si persistís en la creencia de que este precioso depósito puede serme entregado, me consideraré tan feliz como honrado, consagrándole mis últimos días: pero no puedo encargarme de tan abrumadora responsabilidad sino a condición de ser, bajo vuestros consejos, enteramente libre en mis elecciones e ideas, colocándome en un país independiente, fuera del círculo de las monarquías absolutas.»
En la carta incluía esta copia de mi proyecto de declaración de la mayoría:
«Nos, Enrique V, habiendo llegado a la edad en que las leyes del reino fijan la mayoría del heredero del trono, queremos que el primer acto de esta mayoría sea una protesta solemne contra la usurpación de Luis Felipe, duque de Orleans. En su consecuencia, y por acuerdo de nuestro consejo, publicamos la presente acta para el sostén de nuestros derechos y los de los franceses. Dado a los treinta días de septiembre del año de gracia de mil ochocientos treinta y tres.»
Mad. de Gontaut.— Jóvenes franceses.— Mad. la delfina.— Excursión a Butscbirad.
Praga, 30 de septiembre de 1833.
Mi carta a Mad. la duquesa de Berry indicaba los hechos generales, sin entrar en sus detalles.
Al ver a Mad. de Gontaut entre las maletas medio hechas y las vacas abiertas, se arrojó a mi cuello sollozando: «¡Salvadme! ¡Salvadnos!, decía. «¿Y de qué he de salvaros, señora? Llego ahora y no sé absolutamente nada.» Hradschin estaba desierta; parecía se habían producido las jornadas de julio y el abandono de las Tullerías, como si las revoluciones saliesen al encuentro de la raza proscripta.
Algunos jóvenes vinieron a felicitar a Enrique en el día de su mayoría; muchos de ellos estaban sentenciados a muerte, otros heridos en la Vendée, y casi todos pobres se vieron precisados a escotar entre sí a fin de traer a Praga la expresión de su fidelidad. Al momento una orden les cierra las fronteras de la Bohemia. Aquellos que consiguieron llegar a Butschirad, no fueron recibidos sino después de grandes esfuerzos, pues la etiqueta les cerró el paso, como los señores gentiles hombres de cámara defendían en Saint-Cloud la puerta del gabinete de Carlos X, mientras que la revolución entraba por las ventanas. Declaran a estos jóvenes que el rey va a marcharse y que no estará en Praga el 29. Los caballos están encargados, y la familia real emprende su marcha. Si los viajeros obtienen al fin el permiso de pronunciar con celeridad un cumplimiento, se les escucha con temor. No se ofrece ni un vaso de agua a la escasa tropa fiel, no se la convida a la mesa del huérfano a quien ha venido a buscar desde tan lejos, y se ve reducida a beber en una taberna a la salud de Enrique. Húyese delante de un puñado de vendeanos como se dispersaron delante de un centenar de héroes de julio.
¿Y cuál es el precepto de este sálvese el que pueda? Se sale al encuentro de la duquesa de Berry, se cita a la princesa en un camino real para mostrarla a escondidas a su hija y a su hijo. ¿No es harto culpable? Ella se obstina en reclamar para Enrique un título vano. Para salir de la posición más sencilla, se ostenta a los ojos del Austria y de la Francia (si es que la Francia conoce estas miserias) un espectáculo que convertiría a la legitimidad ya demasiado abatida, en la desolación de sus amigos, y en blanco de las calumnias de sus enemigos.
Mad. la delfina conoce los inconvenientes de la educación de Enrique V, y sus virtudes se desahogan en lágrimas como el cielo envía por la noche el rocío. El corto momento de audiencia que me concedió no le permitió hablarme de mi carta de París del 30 de junio: al verme pareció conmoverse.
En los rigores de la Providencia, parecía ocultarse en medio de la salvación; la expatriación separa al huérfano de lo que amenazaba perderle en las Tullerías; en la escuela de la adversidad hubiera podido ser educado por algunos hombres del orden social, aptos para instruirle en la nueva soberanía. En lugar de tomar estos maestros del momento lejos de mejorar la educación de Enrique V, se empeora más por la intimidad que produce la vida reducida de familia: en las noches de invierno, los viejos revolviendo los siglos en el rincón del fuego, enseñan al niño aquellos días cuyo sol no volverá a amanecer y le transforman la crónica de San Dionisio en cuentos de nodriza: los dos primeros barones de la edad moderna, la libertad y la igualdad podrían muy bien obligar a Enrique sin tierra a otorgar una gran carta.
La delfina me había encargado hiciese el viaje a Butschirad: los señores Dufougerais y Nugeaut me llevaron en comisión cerca de Carlos X, la misma tarde de mi llegada a Praga. A la cabeza de la diputación de los jóvenes, marchaba a ajustar las negociaciones entabladas con motivo de la presentación. El primero complicado un mi proceso ante el tribunal d'Assises, había defendido su causa ron mucho talento; el segundo acababa de sufrir un arresto de ocho meses por delito de prensa realista. El autor del Genio del Cristianismo tuvo, pues el honor de volver al lado del rey cristianísimo en un coche espacioso entre el autor de la Mode y el autor del Revenant.
Butschirad.—Sueño de Carlos X.—Enrique V.—Recibimiento de los jóvenes.
Praga, 30 de septiembre de 1833.
Butschirad es una gran ciudad del ducado de Toscana, a seis leguas de Praga en el camino de Carlsbad. Los príncipes austriacos tienen sus bienes patrimoniales en su país, y no son al otro lado de los Alpes sino poseedores vitalicios que tienen la Italia en arriendo: se llega a Butschirad por un triple paseo de manzanos. La ciudad no anuncia cosa notable. Se asemeja con sus campos a una hermosa quinta, y domina en medio de una llanura desnuda, un lugarejo rodeado de árboles verdes y una torre. El interior de la habitación es al contrario de Italia bajo el 50º de latitud, grandes salones sin chimeneas y sin estufas. Las habitación es están pobremente adornadas con los despojos de Holy Rood. El palacio de Jacobo II, que amuebló de nuevo Carlos X, proporcionó en Butschirad los sillones y tapices.
El rey tenía calentura y estaba acostado cuando llegué a Butschirad, el 27 a las ocho de la noche, monsieur de Blacas me hizo entrar en la cámara de Carlos X, según dije a la duquesa de Berry. Una lamparilla alumbraba sobre la chimenea, y no oía en el silencio de las tinieblas más que la respiración fuerte del trigésimo quinto sucesor de Hugo Capeto. ¡Oh mi anciano rey! vuestro sueño es penoso; el tiempo y las desgracias, graves pesadillas se han apoderado de vuestro pecho. Un joven se acercaría a la cama de su esposa con menos amor que yo siento respeto, al acercarme a vuestro lecho solitario con leve paso. ¡Al menos yo no era un mal sueño como aquel que os despertó para ir a ver espirar a vuestro hijo! Os dirigía interiormente estas palabras que no hubiera podido pronunciar tan alto sin derramar lágrimas. «¡El cielo os guarde de todo mal venidero! ¡Dormid en paz estas noches inmediatas a vuestro último sueño! Bastante tiempo vuestras vigilias han sido las del dolor. Que este lecho del destierro pierda su dureza aguardando la visita de Dios, pues él únicamente puede hacer ligera a vuestros huesos la tierra extranjera.
Sí, hubiera dado con placer toda mi sangre para hacer posible la legitimidad en Francia. Me había figurado que sucedería con la antigua soberanía lo que con la vara seca de Aarón, arrebatada del templo de Jerusalén, que reverdeció y dio las flores del almendro, símbolo de la renovación de la alianza. No me detengo en ahogar mis pesares, en contener las lágrimas con las que quisiera borrar la última huella de los reales dolores. Las conmociones que experimento en diverso sentido y por las mismas personas, manifiestan la sinceridad con que están escritas estas Memorias. Carlos X como hombre me enternece, como monarca me ofende; me dejo Nevar de estas dos impresiones a medida que se suceden, sin, cuidarme de conciliarias.
El 28 de septiembre después que Carlos X me recibió por la mañana en su lecho, Enrique V, me mandó llamar aunque no había pedido audiencia para verle. Le dije algunas palabras respetuosas sobre su mayoría y sobre aquellos leales franceses cuyo entusiasmo le había ofrecido unas espuelas de oro.
Además de esto es imposible ser mejor tratado que lo fui en esta ocasión. Mi llegada no había esparcido la alarma, y se temía la vuelta de mi viaje a París. Para mí fueron todas las atenciones, lo, demás, se olvidé. Mis compañeros dispersos murieron de hambre y de sed, vagaban en los corredores, las escaleras, los pasillos del palacio en medio del espanto de los amos de la casa y de los preparativos para su evasión. Se oían juramentos y risotadas.
La guardia austriaca admirándose de estos individuos con bigotes y traje de aldeanos, sospechaba fuesen soldados franceses disfrazados, dispuestos a hacerse dueños de la Bohemia por sorpresa.
Durante esta tempestad exterior, Carlos X me decía dentro: «Me he ocupado de corregir el acta de mi gobierno en París. Tendréis por colega a Mr. de Villele, como lo habéis pedido, al marqués de Latour-Maubourg y al canciller.»
Di gracias al rey por sus bondades admirando las ilusiones de este mundo. Cuando la sociedad se desploma, cuando las monarquías se hunden, cuando la faz de la tierra se renueva, Carlos establece en Praga un gobierno para Francia, oído el parecer de su consejo. No nos burlemos demasiado; ¿quién de nosotros no abriga sus ilusiones? ¿quién de nosotros no da cebo a nacientes esperanzas? ¿quién de nosotros no tiene su gobierno in petto oído el parecer de sus pasiones? La ironía no me sienta bien, a mi hombre de ensueños. Estas Memorias que emborrono aceleradamente ¿no son también mi gobierno oído el parecer de mi vanidad? ¿No creo hablar muy formalmente al porvenir, tan poco a mi disposición como la Francia lo está a las órdenes de Carlos X?
El cardenal LatiI, no queriendo encontrarse en la zarracina, había ido a pasar algunos días a casa del duque de Rohan. Mr. de Foresta pasaba misteriosamente con una cartera debajo del brazo; Mad. de Bouillé me hacia profundas cortesías como una persona de partido con los ojos bajos que creían ver al través de sus párpados. Mad. la Villate esperaba recibir su licencia, se trataba ya de Mr. de Baraude, quien se lisonjeaba en vano de volver a entrar en el favor y vivir arrinconado en Praga.
Fui a presentar mis respetos al delfín. Nuestra conversación fue breve.
—¿Cómo se encuentra monseñor en Butschirad?
—Envejeciendo.
—Como todo el mundo, monseñor.
—¿Y vuestra esposa?
—Monseñor, tiene dolor de muelas.
—¿Es ilusión?
—No, monseñor; el tiempo.
—¿Coméis con el rey? Nos volveremos a ver.»
Y nos separamos.
La escalera y la paisana.— Comida en Butschirad.— Madama de Narbona.— Enrique V.— Partida de whist.— Carlos X. — Mi incredulidad sobre la declaración de mayoría.— Lectura de periódicos.—Escena de jóvenes en Praga.— Salgo para Francia.— Paso en Butschirad la noche.
Praga, 28 y 29 de septiembre de 1833.
A las tres de la tarde estaba ya libre, y se comía a las seis. No sabiendo que hacer hasta esa hora, me paseé por las calles de manzanos dignos de la Normandía. La cosecha del fruto de estas falsas naranjas, asciende en los buenos años a la suma de diez y ocho mil francos. Las camuesas se exportan para Inglaterra. No hacen de ellas cidra, pues el monopolio de la cerveza en Bohemia se opone a ello. Según Tácito, los germanos usaban palabras para significar la primavera, el verano y el invierno y no tenían para explicar el otoño, cuyo nombre y existencia ignoraban: nomen ac bona ignorantur. Desde los tiempos de Tácito les ha sobrevenido una Pomona.
Rendido de fatiga me senté en el peldaño de una escalera apoyado en el tronco de un manzano. Pensaba entonces en la claraboya del palacio de Butschirad o en la balaustrada de la cámara del consejo. Mirando el techo que cubría la triple generación de mis reyes, me acordaba de aquellas lamentaciones del árabe Macual: «Aquí hemos visto desaparecer bajo el horizonte, las estrellas que nos era grato ver levantarse en el cielo de nuestra patria.»
Abrumado con estas tristes ideas me dormí. Una voz dulce me despertó. Una lugareña bohemia venía a recoger manzanas; la cual adelantando el pecho y levantando la cabeza me hacía un saludo eslavo con una sonrisa de reina; vuelto de mi sueño, la dije en francés: «¡Sois muy hermosa, os doy gracias!» Noté en su rostro que me había comprendido; las manzanas; sirven siempre para algo en mis encuentros con las bohemias. Bajé de mi escalera como uno de esos condenados de los tiempos feudales libertado por la presencia de una joven. Pensando en la Normandía, en Dieppe, en Fervaques y en la mar, volví a tomar el camino del Trianón de la vejez de Carlos X.
Nos sentamos a la mesa: el príncipe y la princesa de Bauffremont, el duque y la duquesa de Narbona, Mr. de Blacas, Mr. de Damas, Mr. O'Hegerty, yo, el delfín y Enrique V, hubiera deseado más ver en ella a las jóvenes que a mí. Carlos X, no comió, preparábase para marchar al día siguiente. El banquete fue animado, gracias a la conversación del joven príncipe que no cesó de hablar de su paseo a caballo, de las calaveradas de su caballo sobre el césped, de los relinchos de su caballo en las tierras labradas. Esta conversación era muy natural, y sin embargo me afligia, preferia nuestra antigua conversación acerca de viajes e historia.
El rey se acercó y habló conmigo dándome repetidas gracias por la nota de la mayoría; le agradaba porque dejando a un lado las abdicaciónes como cosa consumada, no exigia otra firma que la de Enrique, la cual no reavivaba ninguna herida. según Carlos X, la declaración se mandaria a Viena a Mr. Pastoret antes de mi vuelta a Francia, a esto me incliné con una sonrisa de incredulidad. S. M. después de haberme tocado a la espalda como tenía de costumbre: «¿Chateaubriand, adónde vais ahora?
—A. París, neciamente, señor. No, neciamente replicó el rey buscando con una especie de inquietud el objeto de mi pensamiento.
Trajeron los periódicos, y el delfín apoderose de las gacetas inglesas: de repente, en medio de un profundo silenció tradujo en alta voz este fragmento del Times: «aquí está el barón de *** cuatro pies de estatura, de setenta y cinco años de edad y tan fuerte como hace cincuenta años.» Y en seguida calló.
El rey se retiró, y Mr. de Blacas me dijo: «Deberíais venir con nosotros a Leoben.» La proposición no era importante. Por otra parte, yo no tenía el menor deseo de asistir a escenas de familia; no quería ni ver a los parientes ni mezclarme en reconciliaciones peligrosas. Cuando divisé la probabilidad de llegar a ser el favorito de uno de los dos poderes, me estremecí; la posta no me parecía bastante veloz para alejarme de mis honores posibles. La sombra de la fortuna me hace temblar, como la sombra del caballo de Richard hacia temblar a los filisteos.
El siguiente día .28 me encerré en la fonda de los Baños y escribí mi despacho a Madama, y en la misma tarde Jacinto había marchado a llevarlo.
El 29 fui a ver al conde y la condesa de Chotek, a quienes encontré confundidos con el laberinto de la corte de Carlos X. El gran burgrave enviaba muchos correos para que se levantasen las consignas que retenían los jóvenes en las fronteras. Además a aquellos que se les veía en las calles de Praga, no habían perdido nada de su carácter francés; un legitimista y un republicano, prescindiendo de la política son los mismos hombres: aquello era un barullo; una burla, una común alegría. Los viajeros venían a mi casa a contarme sus aventuras. Mr.*** recorrió a Fráncfort con un cicerone alemán muy contento de los franceses. Mr.*** le preguntó la causa, el cicerone le respondió en mal francés. «Los franceses huyeron a Frankfort, bebían el vino y hacían el amor a las mujeres hermosas persiguiéndolas.» El general Archercau impuso cuarenta y un millones de contribución a Frankfort.
He aquí las razón es porque aman tanto a los franceses en Frankfort.
Un gran almuerzo se sirvió en mi posada; los ricos pagaron el escote de los pobres. A orillas del Moldan se bebió vino de Champagne a la salud de Enrique V, que a la sazón viajaba con su abuelo, temeroso de oír los brindis dirigidos a su corona. A las ocho, concluidos mis negocios, subí a mi coche protestando no volver en mi vida a Bohemia.
Se ha dicho que Carlos X, había tenido intención de retirarse a un convento, había casos de esta determinación en su familia. Richer, fraile de Senones, y Geoffroy de Beaulieu, confesor de San Luis, cuentan, que este hombre grande había pensado encerrarse en un claustro, cuando su hijo tuviese la edad para reemplazarle en el trono. Cristino de Pisau, dice que Carlos V: «El sabio rey interiormente había deliberado que si vivía para cuando su hijo el delfín tuviese edad de ceñir la corona le cedería el reino y se haría cura.» Si semejantes príncipes hubiesen abandonado el cetro, hubieran faltado como tutores a sus hijos, y sin embargo, permaneciendo reyes, ¿han sido sus sucesores dignos de ellos? ¿Qué fue Felipe el Atrevido al lado de San Luis? Toda la sabiduria de Carlos V, se convirtió en necedad en su heredero.
A las diez de la noche pasé delante de Bustchirad, en el silencioso campo alumbrado por la luna. Diviso la mole confusa de la ciudad, de la aldea, y del ruinoso edificio que habita el delfín, el resto de la familia real viaja. Tan profundo aislamiento me pasma; este hombre (lo he dicho ya) posee virtudes: moderado en política, alimenta pocas preocupaciones; no tiene en las venas sino una gota de sangre de San Luis, pero la tiene; su probidad es sin igual, y su palabra inviolable como la de Dios. Naturalmente animoso su propiedad filial le perdió en Rambouillet. Valiente y generoso en España, tuvo la gloria de devolver un trono a su pariente y no pudo conservar el suyo. Luis Antonio, después de las jornadas de julio, pensó pedir un asilo en Andalucía, pero Fernando sin duda se le hubiera rehusado. El marido de la hija de Luis XVI murió en un pueblo de Bohemia; un perro cuyo ladrido oigo, es el único guarda del príncipe: el cerbero también ladra en las sombras, en las regiones de la muerte, del silencio y de la noche.
Nunca he podido volver a ver en mi larga vida mis hogares paternos; no he podido fijarme en Roma donde deseaba tanto morir; las ochocientas leguas que acabo de andar, comprendiendo en ellas mi primer viaje a Bohemia me hubieran conducido a las más bellas ciudades de la Grecia, de Italia y de España. He devorado ese camino y he disipado mis últimos días para volver a esta tierra fría y oscura: ¿en qué he ofendido al cielo?
Entré en Praga el 26 a las cuatro de la tarde y me apeé en la fonda de los Baños. No vi a la joven criada sajona, pues había vuelto a Dresde a consolar con sus cantos italianos los cuadros desterrados de Rafael.
Encuentro en Schlau.— Carlsbad abandonada.— Hollfeld. — Bamberg: el bibliotecario y la joven.— Mis diferentes San Franciscos.— Prueba de religión.— La Francia.
Desde el 29 de septiembre hasta 6 de octubre de 1833.
En Schlau, a media noche, delante de la fonda de Posta, un coche cambiaba de caballos. Habiendo oído hablar francés, me asomé ala ventanilla de mi carruaje y dije: «Señores, ¿vais a Praga? Ya no encontrareis allí a Carlos X, pues ha marchado con Enrique V:» y dije mi nombre.—¡Cómo! ¿ha marchado? exclamaron muchas voces a la vez. ¡Adelante, postillón! adelante.»
Mis ocho compatriotas detenidos al pronto en Egra, obtuvieron el permiso de continuar su camino, pero acompañados de un oficial de policía. Fue curioso mi encuentro en 1833 con el convoy de servidores del trono y del altar expedido por la legitimidad francesa escoltados por un municipal. En 1822 había visto pasar en Verona cuerdas de carbonarios acompañados de gendarmes. ¿Qué quieren pues los soberanos? ¿A, quién reconocen por amigos? ¿Temen acaso la excesiva muchedumbre de sus partidarios? En lugar de estar reconocidos a la fidelidad, tratan a hombres adictos a su trono como a propagandistas y revolucionarios.,
El maestro de posta de Schlau acababa de inventar el acordeón, y me vendió uno. Toda la noche hice trabajar al fuelle cuyo sonido me recordaba el mundo 22.
Carlsbad (lo atravesé el 30 de septiembre) estaba desierto como un teatro concluida la función. En Egra volví a encontrar el recaudador que me hizo caer de la locura en que estaba en el mes de junio con una dama de la compañía romana.
En Hollfeld no había ni picapedreros ni jóvenes esportilleros, por lo que me entristecí. Tal es mi naturaleza: idealizo los personajes reales y personifico los pensamientos separando la materia y la inteligencia, una joven y un pájaro componen hoy el conjunto de seres de mi creación; de que mi imaginación está poblada como esos insectillos que se gozan en un rayo de sol. Perdonad, hablo de mí y lo noto demasiado tarde.
He aquí a Bamberg. Padua me hizo recordar a Tito Livio; en Bamberg, el padre Horrion volvió a encontrar la primera parte de la tercera, y de la trigésima entrega de la historia romana. Mientras cenaba en la patria de Joaquín Camerario y de Gavio, el bibliotecario de la ciudad vino a saludarme a causa de mi fama, la primera del mundo, según él, lo que me regocijó mucho, y poco después se presentó un general bávaro. En la puerta de la fonda, la muchedumbre me rodeó al tiempo de montar en mi coche. Una joven se había colocado sobre un guarda cantón como la Santa Viuda para ver pasar al duque de Guisa. Estaba riéndose: «¿Os burláis de mi?» le dije.—«No, me respondió en francés con acento alemán, ¡me río porque estoy tan contenta!»
Desde 1º hasta el 4 de octubre vi de nuevo los lugares que había visto tres meses antes. El 4 pasé la frontera de Francia. El día de San Francisco es todos los años para mí un día de examen de conciencia, me pregunto dónde estaba, qué hacia cada aniversario anterior. Este año de 1833 sometido a mis vagabundos destinos, el día de San Francisco me encuentro errante. Diviso a orillas del camino una cruz; elévase en un montecito de árboles que dejan caer en silencio sobre el hombre Dios crucificado algunas hojas secas. Veinte y siete años antes había pasado el día de San Francisco al pie del verdadero Gólgota.
Mi patrón también visitó el Santo Sepulcro. Francisco de Asís, fundador de las órdenes mendicantes, consiguió adelantar un paso considerable hacia el Evangelio, en virtud de esta institución que no se ha notado bastante: acabó de introducir el pueblo en la religión, y vistiendo al pobre con hábito de monje, obligó al mundo a ejercer la caridad. Realzó al pobre a los ojos del rico, y en una milicia cristiana proletaria, estableció el modelo de aquella de fraternidad de hombres que Jesús había predicho, fraternidad que será el cumplimiento de esa parte política del cristianismo todavía sin desarrollar, y sin la cual no habrá nunca libertad y justicia completas sobre la tierra.
Mi patrón hacia extensiva esta ternura paternal hasta los mismos animales, sobre los cuales parecía haber reconquistado por su inocencia, el poder que el hombre ejercía sobre ellos antes de su caída, hablándoles como si le comprendiesen, y dándoles el nombre de hermanos y de hermanas. Pasando por cerca de Baveno, una multitud de pájaros se reunió a su alrededor; él los saludó diciéndoles: «Hermanos míos alados, amad y alabad a Dios, porque os ha vestido de plumas y os ha dado el poder de volar al cielo». Los pájaros del lago de Rieti le seguían. Grande era su alegría cuando encontraba algunos rebaños de carneros, y tenía de ellos gran compasión: «Hermanos míos, les decía, acercaos a mí». Rescataba algunas veces con sus hábitos una oveja que conducían al matadero; pues se acordaba del dulcísimo cordero, illius memor agni mitissimi, inmolado para la redención de los hombres. Una cigarra habitaba una rama de higuera cerca de su puerta en la Porciuncula; la llamaba, el insecto venía a colocarse en su mano y la decía: «Hermana cigarra, canta al Dios tu criador». Lo mismo decía a un ruiseñor, y fue vencido en los conciertos por el pájaro que bendijo, y que voló después de su victoria. Veíase precisado a llevar a lo lejos en los bosques los pequeños animales silvestres que acudían a él y buscaban un abrigo en su seno. Cuando por la mañana quería orar, imponía silencio a las golondrinas y callaban. Un joven iba a vender a Sienne tórtolas: el servidor de Dios le suplicó se las diese a fin de que no se matasen estas palomas, que en la Escritura son el símbolo de la inocencia y del candor. El santo las llevó a su convento de Ravacciario, hincó su bastón en la puerta del monasterio, y el bastón se convirtió en una gran encina verde, el santo dejó volar las tórtolas y les mandó fabricar allí su nido, lo que efectuaron por espacio de muchos años.
Francisco al morir quiso salir del mundo desnudo como había entrado en él; pidió que su cuerpo desnudo fuese enterrado en el sitio donde se ejecutaba a los criminales, a imitación del Cristo a quien tomaba por modelo. Dictó un testamento enteramente espiritual, porque no tenía que legar a sus hermanos sino la pobreza y la paz: una santa mujer le colocó en la sepultura.
Recibí de mi patrón la pobreza, el amor de los pequeños y de los humildes, y la compasión a los animales; pero mi bastón estéril no se cambiará en encina verde para protegerles.
Debía considerarme feliz por haber pisado el suelo de Francia el día de mi santo, pero ¿tengo yo patria? En esta patria, ¿he gozado alguna vez un momento de reposo? El 6 de octubre por la mañana volví a entrar en mi enfermería. El viento recio del día de San Francisco soplaba todavía. Mis árboles, refugios nacientes de las miserias recogidas por mi esposa, se encorvaban bajo la cólera de mi patrón. Por la noche, al través de los olmos frondosos de mi jardín, distinguía agitarse los reverberos, cuyas luces medio apagadas, vacilaban como la pequeña lámpara de mi vida.
Política general del momento.— Luis Felipe.
Revisado en junio de 1847.
París, calle del Infierno, 1837
Si pasando de la política de la legitimidad a la política general, vuelvo a ver lo que he publicado sobre esta política en los años de 1831, 1832:, y 1833 mis previsiones han sido bastante exactas.
Luis Felipe es un hombre de talento, cuya lengua se mueve a impulsos de un torrente de lugares comunes. Complace a Europa que nos acusa de que no conocemos su valor; la Inglaterra se lisonjea de que a su imitación, hayamos destronado un rey; los demás soberanos abandonan la legitimidad que no hallaron sumisa. Felipe ha dominado los hombres que se han acercado a él; se ha burlado de sus ministros, a quienes ha aceptado, despedido, vuelto a aceptar y despedir de nuevo, después de haberles comprometido, si es que algo compromete en la actualidad.
La superioridad de Felipe es real, pero solo es relativa; colocadle en una sociedad que tenga todavía alguna vida, y quedará descubierta su medianía. Dos pasiones dominantes desvirtúan sus cualidades; e! amor exclusivo de sus hijos, y la insaciable codicia con que procura el acrecentamiento de su fortuna: sobre uno u otro de estos dos puntos se entregará sin cesar a locas ilusiones.
Felipe, no tiene la conciencia del honor de la Francia, como la tenían los primogénitos de los Borbones; para nada necesita el honor, pues solo teme las conmociones populares, como las temían los parientes más cercanos de Luis XVI. Se halla al abrigo bajo el crimen de su padre, y el odio al bien no pesa sobre él; es un cómplice y no una victima.
Habiendo conocido el cansancio de los tiempos y la vileza de las almas, Felipe ha advertido sus ventajas. Las leyes de intimidación han suprimido las libertades, como lo anuncié en mi discurso de despedida en la cámara de los pares, y nadie se ha movido, se ha apelado a la arbitrariedad, se ha degollado en la calle de Trasnonain, metrallado en Lyon y entablado numerosos juicios contra la imprenta; han sido presos muchos ciudadanos y se les ha retenido meses y años enteros en la cárcel por medida preventiva y todo este ha merecido aplausos.
El país abatido que nada oye, lo sufre todo. Apenas hay un hombre que no pueda ser opuesto a sí mismo. De años en años, de meses en meses, hemos escrito, dicho y hecho todo lo contrario de lo que hemos escrito, dicho y hecho. En virtud de lo mucho de que debemos avergonzarnos, ya nada nos avergüenza: nuestras contradicciones se esconden a nuestra memoria. ¡Tan excesivo es su número! Para decirlo de una vez, tomamos el partido de asegurar que nunca hemos variado, o que solo hemos variado por la transformación progresiva de nuestras ideas, y por nuestra comprensión iluminada por el trascurso del tiempo. Los acontecimientos tan rápidos nos han envejecido con tanta rapidez, que cuando se nos recuerda nuestra anterior conducta nos parece que se nos habla de otro hombre y además de esto, el haber variado de opiniones es haber obrado como todos los demás, y estos nos parece una poderosa disculpa.
Felipe no ha creído, como la rama restaurada, que le era preciso para reinar dominar en todas las poblaciones, ha juzgado le bastaba ser dueño de París, y si pudiese algún día convertir la capital en la plaza de guerra con un alistamiento anual de sesenta mil pretorianos, se creería en seguridad. La Europa le dejaría hacer, porque persuadiría a los soberanos de que obraba con la mira de ahogar la revolución en su antigua cuna, depositando por prenda en manos de los extranjeros las libertades, la independencia y el honor de la Francia.
Felipe es un guardia municipal: la Europa le escupe el rostro, mas él se limpia, le da gracias y exhibe ufano su patente de rey. Por otra parte, es el único príncipe que los franceses son capaces de sufrir en la actualidad. La degradación del jefe elegido constituye su fuerza; encontramos momentáneamente en su persona lo que basta a nuestras costumbres monárquicas y a nuestras tendencias democráticas; obedecemos un poder que nos creemos autorizados a insultar; esta es toda la libertad que necesitamos: la Francia arrodillada abofetea a su dueño, restableciendo de esta suerte el privilegio a sus pies y la igualdad en sus mejillas. Sagaz y astuto, Luis XI conduce hábilmente su barca sobre un cieno líquido. La rama primogénita de los Borbones está seca, exceptuando un retoño, pero la rama segunda está del todo podrida. El jefe proclamando en el ayuntamiento, nunca ha pensado sino en sí mismo, y sacrifica a los franceses a lo que conceptúa su seguridad. Cuando se discurre acerca de lo que convendría a la grandeza de la patria, se olvida la índole del actual monarca, que se halla persuadido de que perecería por los medios que salvarían la Francia: en su concepto lo que daría vida a la monarquía, mataría al rey. Por lo demás, nadie tiene el derecho de despreciarle, porque todos están al nivel del mismo desprecio. Pero sean cuales fueren las prosperidades que en último resultado sonrían a su ambición, o él o sus hijos no prosperarán, porque abandona los pueblos de quienes ha recibido todo. Además los reyes legítimos que abandonan a los reyes legítimos, caerán abismados, porque nadie reniega impunemente del principio en que se apoya. Si las revoluciones han sido por un instante desviadas de su curso, no por ello dejarán de engrosar en su día el torrente que socaba el antiguo edificio; nadie ha representado su verdadero papel; nadie, pues se salvará del cataclismo!
Toda vez que entre nosotros ningún poder es inviolable; toda vez que el cetro hereditario ha venido a tierra cuatro veces en el espacio de treinta y ocho años; toda vez que la diadema real que le ciñera la victoria, se rompió dos veces en la frente de Napoleón; toda vez, en fin que la monarquía de julio ha sido asaltada sin cesar, debemos inferir que no es la república lo imposible, sino la monarquía.
La Francia se agita bajo la dominación de una idea hostil al trono; una corona cuya autoridad no se reconoce primero, que poco después se pisotea, y que luego vuelve a tomarse para ser de nuevo pisoteada, es únicamente una vana tentación y un símbolo de desorden. Impónese un dueño a unos hombres que al parecer le llaman por sus recuerdos, y que no le sufren ya por sus costumbres; impónesele a unas generaciones que habiendo perdido la medida y el decoro social, solo saben insultar la persona real o reemplazar el respeto con el servilismo/„,
Felipe tiene en sí recursos y recursos para retardar el destino, pero no los tiene para detenerle. Solo el partido democrático está en progreso, porque marcha con el mundo futuro. Los que no quieren admitir las causas generales de destrucción para los principios monárquicos, esperan en vano la emancipación del yugo actual de un movimiento de las cámaras; estas no accederán a la reforma porque la reforma seria su muerte.
Por su parte, la oposición, que se ha hecho industrial, no destronará jamás al rey de su fábrica como destronó a Carlos X; agítase deseosa de empleos, se queja y se muestra descontenta; pero cuando se encuentra frente a frente con Luis Felipe, retrocede, porque si aspira a obtener la dirección de los negocios, no quiere derribar lo que ha creado y aquello en cuya virtud vive. Graves temores la detienen; y el temor del regreso de la legitimidad, y el temor del reinado popular; por esto adhiere a Felipe a quien no ama, pero a quien considera un preservativo. Abrumada de empleos y riquezas y abdicando su voluntad, la oposición obedece a lo que reputa funesto y se duerme en el lodo; este es el almohadón inventado por la industria del siglo, y que si no es tan agradable como el antiguo, es más barato.
A pesar de todo esto, una dinastía de algunos meses, y aun si se quiere de algunos años, no cambiará el irrevocable porvenir. Casi no hay ya una sola persona que no confiese en el día que la legitimidad es preferible a la usurpación, así para la seguridad, la libertad y la propiedad, como para las relaciones internacionales, porque el principio de nuestra actual monarquía es hostil al principio de las monarquías europeas. Supuesto que le complacía recibir la investidura del trono con el beneplácito y asentimiento de la democracia, Felipe ha equivocado su punto de partida: debió haber montado a caballo y galopar hasta el Rin, o más bien debió resistir al movimiento que le impelía sin condición alguna hacia una corona, pues de esta resistencia hubieran nacido instituciones más duraderas y provechosas.
Se ha dicho: «El duque de Orleáns no hubiera podido rechazar la corona sin sumirnos en terribles disturbios: ¡Tal es el raciocinio de los cobardes, de los ilusos y de los malvados! Ciertamente hubieran sobrevenido conflictos, pero a estos hubiera seguido el pronto restablecimiento del orden. ¿Qué ha hecho Luis Felipe en beneficio del país? ¿Hubiérase acaso derramado mas sangre a consecuencia de su negativa a admitir el cetro, de la que se derramó por haberlo aceptado en París, Lyon, Amberes y en la Vendée, sin contar los ríos de sangre que inundaron, merced a nuestra monarquía electiva, la Polonia, la Italia, la España y el Portugal? Y en compensación de tan inmensas catástrofes, ¿nos ha dado Luis Felipe la libertad? ¿nos traído la gloria? Muy lejos de esto, ha invertido su tiempo en mendigar su reconocimiento entre los potentados; en degradar la Francia conviertiéndola en satélite de la Inglaterra, y entregándola en rehenes; se ha esforzado en asimilar el siglo a su persona y en hacerlo envejecer con su raza, no queriendo rejuvenecerse con el siglo.
¿Por qué no casó su hijo mayor con cualquiera hermosa plebeya de su patria? Esto hubiera sido casar la Francia; pero este matrimonio del pueblo con la monarquía hubiera hecho arrepentir a los reyes, porque estos reyes que tanto han abusado ya de la baja sumisión de Felipe, no se contentarán con lo que han obtenido; el poder popular que se trasparenta a través de nuestra monarquía municipal les aterra. El potentado de las barricadas, para hacerse enteramente acepto a los potentados absolutos, debería sobre todo destruir la libertad de imprenta y abolir nuestras instituciones constitucionales, que en el fondo de su alma aborrece tanto como ellos, pero se ve precisado a salvar ciertas exterioridades. Esta lentitud disgusta a los soberanos, y solo se consigue infundirles paciencia sacrificándolo todo en el exterior, para acostumbrarnos a hacerlos en el interior los humildes feudatarios de Felipe, empezamos por ser los abyectos vasallos de la Europa.
He dicho cien veces y lo repetiré de nuevo, que la antigua sociedad expira. No soy bastante candoroso, ni bastante charlatán, ni bastante pobre de esperanzas para tomas el más leve interés en lo existente. La Francia, la más madura de las naciones moderas, desaparecerá probablemente la primera. Es verosímil que la rama primogénita de los Borbones, a quienes moriré fiel, no hallarían ni aun hoy un abrigo duradero en la antigua monarquía. Nunca los sucesores de un monarca sacrificado han llevado mucho tiempo después de él su manto desgarrado, porque reina una recíproca desconfianza: el príncipe no se atreve a descansar en la nación, y esta no cree que la familia instalada en el trono pueda perdonarla. El cadalso que se levanta entre un pueblo y un monarca les impide verse: ¡hay sepulcros que nunca se cierran! La cabeza de Capeto estaba tan alta, que los pigmeos verdugos se vieron precisados a derribarla para coger su corona, así como los caribes cortaban la palmera para coger el fruto. El tallo de los Borbones se había propagado en los diferentes troncos que al encorvarse se arraigaban y volvían a elevarse manera de soberbios sarmientos: esta familia, después de haber sido el orgullo de las demás razas reales, parece ha llegado a ser su fatalidad.
Empero, ¿sería por esto más razonable creer que los descendientes de Felipe tienen más probabilidades de reinar que el joven heredero de Enrique IV? En vano se combinan de diferente modo las ideas políticas, porque las verdades morales subsisten inmutables. Hay reacciones inevitables, instructivas, vengadoras. El monarca que nos unció en la libertad, Luis XVI, se vio precisado a espiar en su persona el despotismo de Luis XIV y la corrupción de Luis XV; ¿y puede admitirse que Luis Felipe, él o su descendencia, no pagarán al fin la deuda de la depravación de la regencia? ¿Esta deuda no ha sido contraída de nuevo por Igualdad en el cadalso de Luis XVI, y Felipe, su hijo, no ha aumentado el contrato paterno cuando, tutor infiel, ha destronado a su pupilo? Igualdad nada rescató al perder la vida, pues las lágrimas que acompañan el último suspiro a nadie rescatan; mojan tan solo el pecho en su carrera y no caen sobre la conciencia. Si la rama de Orleans pudiese reinar por derecho de los vicios y de los crímenes de sus antepasados, ¿dónde estaría la Providencia divina? ¡Nunca hubiera hecho vacilar al hombre de bien tentación más espantosa! Lo que constituye nuestra ilusión es que medimos los destinos eternos sobre la mezquina escala de nuestra breve vida. Pasamos con harta rapidez para que el castigo de Dios pueda colocarse siempre en el fugaz momento de nuestra existencia: el castigo baja a la hora prefijada; no encuentra ya al primer culpable, pero en su lugar encuentra a su propia raza que deja espacio suficiente para que aquel obre.
Elevándonos al orden universal, el reinado de Luis Felipe, sea cual fuere su duración, no será otra cosa que una anomalía, una infracción momentánea de las leyes permanentes de la justicia: estas leyes están violadas en un sentido limitado y relativo, y lo están también consideradas en sentido ilimitado y general. De una enormidad en apariencia consentida por el cielo, es preciso inferir una más elevada consecuencia: es preciso deducir la prueba cristiana en la abolición de la monarquía. Esta abolición no es un castigo individual, convertido en expiación de la muerte de Luis XVI; nadie será admitido después de este justo a ceñir la diadema, y de esta verdad son testigos Napoleón el Grande y Carlos X el Piadoso. Para acabar de hacer odiosa la corona, hubiera permitido el cielo al hijo del regicida reclinarse un momento, como rey de farsa, en el ensangrentado lecho del mártir.
Por lo demás, por exactos que sean estos raciocinios, no alterarán en tiempo alguno mi fidelidad a mi joven rey; aunque solo yo debiese quedarle en Francia, siempre cifraría mi orgullo en haber sido el último súbdito de aquel que debía ser el último rey.
Mr. Thiers.
La revolución de julio ha encontrado su rey, ¿pero ha encontrado su representante? He pintado en diferentes épocas los hombres que desde 1789 hasta el día han figurado en la escena política. Estos hombres se ligaban más o menos a la antigua especie humana: poseíamos una escala de proporción para medirles. Pero hemos llegado a generaciones que no pertenecen a lo pasado; examinadas al microscopio, parecen incapaces de vida, por lo que se combinan con los elementos en que se mueven, y encuentran respirable un aire que no se puede respirar. El porvenir inventará tal vez fórmulas para calcar las leyes de la existencia de estos seres, pero el presente carece de medios para apreciarlos.
Sin poder, por lo tanto, explicar la nueva especie, adviertense aquí y acullá diseminados algunos individuos que es posible conocer, porque sus defectos peculiares y sus cualidades particulares les hacen descollar entre la muchedumbre. Mr. Thiers, por ejemplo, es el único hombre producido por la revolución de julio; él ha fundado la escuela admiradora del Terror, escuela a la que pertenece. Si los hombres del terror, esos regeneradores y renegados de Dios, fueron grandes hombres, la autoridad de su juicio debería tener mucha fuerza; pero estos hombres al despedazarse mutuamente, declaran que el partido que degüellan es un partido de malvados. Leed lo que madama de Roland dice de Condorcet; lo que Barbarous, protagonista del 10 de agosto, opina de Marat, y lo que Camilo Desmoulins escribe contra Saint-Just ¿Deberemos juzgar a Danton por la opinión de Robespierre, o a este por la opinión de Danton? Cuando los convencionales forman tan miserable concepto unos de otros, ¿cómo, sin faltar al respeto que se les debe, se atreverá un hombre a profesar una opinión diferente de la suya?
En su espíritu material, el jacobinismo no admite que el terror ha fracasado por no ser poderoso a llenar las condiciones de su existencia. No ha podido conseguir su objeto porque no ha podido derribar bastantes cabezas; hubiérale sido preciso cortar cuatrocientas o quinientas mil más, pero el tiempo faltó a la ejecución de esta larga carnicería, y no ha dejado sino crímenes incompletos cuyo fruto no ha podido recoger, porque no pudo madurarlo el último sol de la tempestad.
El secreto de las contradicciones de los hombres del día está en la privación del sentido moral, en la ausencia de un principio fijo, y en el astro que rinden a la fuerza; todo el que sucumbe es culpable y no tiene mérito, al menos ese mérito que se asimila a los acontecimientos. Detrás de la fraseología liberal de los adictos al terror, solo debe verse lo que se oculta: esto es, el éxito divinizado. No adoréis la Convención sino como se adora un tirano; derrocada la Convención, pasaos con vuestro bagaje de libertades al Directorio y después a Bonaparte, y todo esto sin advertir vuestra metamorfosis, sin sospechar que os habéis cambiado. Dramaturgos jurados, al paso que miréis a los girondinos como unos mentecatos porque fueron vencidos, no por ello dejéis de componer un cuadro fantástico de muerte: pintadlos como unos jóvenes que caminan al sacrificio coronados de flores. Los girondinos, facción cobarde que peroró en favor de Luis XVI y votó su muerte, han hecho, es verdad, prodigios en el cadalso, pero ¿quién no arrostraba entonces la muerte con los ojos cerrados? Las mujeres se distinguieron por su heroísmo; las jóvenes de Verdún subieron al altar como Ifigenia; los artesanos acerca de los cuales se calla por prudencia, esos plebeyos en quienes la Convención hizo una mortandad tan horrorosa, desaliaban la cuchilla del verdugo con tanta resolución como nuestros granaderos la espada del enemigo. Para cada sacerdote y cada noble, la Convención inmoló millares de obreros en las clases ínfimas del pueblo: he aquí lo que a todo trance se procura olvidar.
¿Mr. Thiers es consecuente con sus principios? Nadie es más voluble que él: ha predicado la matanza, y predicaría la humanidad de una manera igualmente edificante; vendiose un tiempo por fanático de la libertad, y ha oprimido a Lyon, fusilado en la calle de Trasnonain, y abogado en favor y en contra de todas las leyes de septiembre; si algún día lee estas líneas las tomará por un elogio.
Presidente del consejo y ministro de Negocios Extranjeros, Mr. Thiers se entusiasma con las intrigas diplomáticas de la escuela de Talleyrand, y se expone a que todos le juzguen un vil payaso, merced a su falta de aplomo, de gravedad y de reserva. Puede despreciarse la formalidad y la grandeza de alma, pero esto debe callarse antes de haber obligado al mundo sometido a sentarse en las orgias de Grand-Vaux.
Por lo demás, Mr. Thiers une a costumbres inferiores un instinto elevado; mientras los sobrevivientes feudales se han vuelto avaros y convertido en administradores de sus tierras, Mr. Thiers, gran señor advenedizo, viaja como un nuevo Ático, compra en los caminos objetos artísticos, y resucita la prodigalidad de la antigua aristocracia; es una notabilidad; pero si siembra con tanta facilidad como recoge, debería precaverse más de la sociedad de su antiguo género de vida, porque la consideración es uno de los ingredientes del hombre público.
Agitado por su naturaleza de azogue, Mr. Thiers ha pretendido matar en Madrid la anarquía que yo vencí en 1823; proyecto tanto más atrevido, cuanto que luchaba con las opiniones de Luis Felipe. Puede suponerse un Bonaparte; puede creer que su cortaplumas es una prolongación de la espada napoleónica; puede imaginarse un consumado general; puede soñar con la conquista de Europa, por la única razón de que se ha constituido su historiador y hace revivir con sobrada imprudencia las cenizas de Napoleón. Accedo a todas estas pretensiones; pero diré solamente por lo que respecta a España, que en el momento en que Mr. Thiers pensaba invadirla, le engañaban sus cálculos; hubiera perdido a su rey en 1836 y yo salvé el mío en 1823. Lo esencial es hacer en tiempo oportuno lo que se desea hacer, porque existen dos fuerzas: la de los hombres y la de las cosas, y cuando la primera está en oposición con la segunda nada puede llevarse a cabo. En la actualidad, Mirabeau no conmovería a nadie aunque tampoco le perjudicaría su corrupción, pues en el día nadie se desacredita por sus vicios, sino por sus virtudes.
Mr. Thiers debe adoptar uno de estos tres partidos: declararse representante del porvenir republicano, encaramarse sobre la contrahecha monarquía de julio como un mono sobre un camello, o reanimar el orden imperial. Este último partido complacería a Mr. Thiers, pero ¿es posible el imperio sin emperador? Es más natural creer que el autor de la Historia de la revolución se dejará absorber por una ambición vulgar; querrá permanecer u ocupar de nuevo el poder, y para conservar o asaltar otra vez su puesto, cantará todas las palinodias posibles en el momento que lo exija su interés; para desnudarse a vista del público se necesita mucha audacia; pero ¿Mr. Thiers es bastante joven para que su hermosura le sirva de velo?
Exceptuando a Deutz y a Judas, reconozco a Mr. Thiers un carácter astuto, vivo, sagaz, acomodaticio, heredero quizá del porvenir, que comprende todo, menos la grandeza que procede del orden moral; sin envidia y sin preocupaciones, se destaca sobre el fondo empañado y oscuro de las medianías contemporáneas. Mr. Thiers tiene recursos y dotes felices: impórtanle poco las diferencias de opinión, no conserva rencor, no teme comprometerse; hace justicia a un hombre no por su probidad o por lo que piensa, sino por lo que vale, lo que no le impedirá hacernos degollar a todos si así le conviniera. Mr. Thiers no es lo que puede ser; los años le modificarán, a no ser que un desmedido amor propio se oponga a ello. Si su cerebro se conserva sano y no es arrebatado por un acceso de locura, los negocios revelarán en él superioridades desconocidas. Debe en breve crecer o disminuir. Hay probabilidades de que Mr. Thiers sea un gran ministro, o no pase jamás de un despreciable enredador.
Mr. Thiers ha carecido ya de resolución cuando tuvo en sus mano la suerte del mundo: si hubiera mandado atacar la escuadra inglesa, siendo nosotros a la sazón superiores en fuerzas en el Mediterráneo, nuestro triunfo estaba asegurado; las escuadras turca y egipcia, reunidas en el puerto de Alejandría, hubieran reforzado la nuestra, y una victoria sobre la Inglaterra hubiera electrizado a la Francia. Hubiéranse hallado al instante 150.000 hombres para penetrar en la Baviera, o para lanzarse a cualquier punto de Italia, donde ningún ataque se preveía; el mundo entero podía otra vez haber mudado de aspecto. ¿Nuestra agresión hubiera sido justa? Esta es otra cuestión; pero hubiéramos podido preguntar a nuestra vez a la Europa si había obrado lealmente respecto de nosotros, al forzar unos tratados en que abusando de la victoria la Rusia y la Alemania se había extendido desmesuradamente, mientras la Francia quedó reducida a sus antiguas fronteras cercenadas. Como quiera que sea, Mr. Thiers no se atrevió a jugar su última carta; examinando su vida, no se creyó bastante apoyado, y no obstante, atendiendo a que nada aventuraba en el juego, hubiera podido juzgarlo todo. Caímos a las plantas de Europa, y no se presentará acaso en mucho tiempo una ocasión tan oportuna de levantarnos.
En último resultado, Mr. Thiers para salvar su sistema, ha reducido a la Francia a un espacio de quince leguas, que ha hecho erizar de fortalezas; veremos si la Europa se ríe con razón de las puerilidades del famoso pensador. Y ved aquí como arrastrado por mi pluma, he consagrado más páginas a un hombre cuyo porvenir es incierto, que las que he dedicado a personajes cuya memoria está asegurada. Es una desgracia el vivir demasiado: he llegado a una época de esterilidad en que la Francia ve agitarse generaciones raquíticas. Lupa carca nella sua magrezza. Estas Memorias disminuyen de interés con los días que le suceden; disminuyen de la importancia que podía prestarles la magnitud de los acontecimientos, y temo terminen como las hijas de Achelóo. El imperio romano, magníficamente anunciado por Tito Livio, se reduce y apaga oscuro en las narraciones de Casiodoro. ¡Vosotros erais más felices, Tucídides y Plutarco, Salustio y Tácito, cuando describíais los partidos que dividían a Atenas y Roma! ¡Teníais al menos la seguridad de animarlos, no solo por vuestro genio, sino también por la brillantez de la lengua griega y la gravedad de la lengua latina! mas ¿qué pudiéramos contar de nuestra decrépita sociedad, nosotros Weleos, en nuestra jerigonza confinada a limites estrechos y bárbaros? Si estas últimas páginas reprodujesen nuestros plagios de tribuna, esas eternas definiciones de nuestros estrechos pugilatos de cartera, ¿serían acaso dentro de cincuenta años otra cosa que las ininteligibles columnas de una gaceta vieja? ¿Entre mil y una conjeturas, sería verdadera una sola? ¿Quién prevé los singulares arranques y los caprichos de la movilidad del carácter francés? ¿Quién puede comprender cómo caminan sin causa conocida sus execraciones y sus preocupaciones, sus maldiciones y bendiciones? ¿Quién acertará a explicar como adora y aborrece alternativamente; cómo deriva de un sistema político; cómo con la liberad en los labios y la esclavitud en el corazón, cree por la mañana una verdad, y por la tarde está persuadido de la verdad contraria? Arrojadnos un puñado de polvo, y como las abejas de Virgilio, terminaremos nuestra contienda.
Mr. de La Fayette.
Si por casualidad se agita todavía alguna cosa grande en este mundo, nuestra patria permanecerá en la inercia. Infecundo es el seno de una sociedad que se descompone; los mismos crímenes que engendra son crímenes abortados, porque les alcanza la esterilidad de su principio. La época en que entramos es el camino por el que las generaciones fatalmente condenadas arrastran el antiguo mundo hacia el mundo desconocido.
En este año de 1831, acaba de morir Mr. de La Fayette. Yo hubiera sido injusto si en otro tiempo hubiese hablado de él, pues le hubiera presentado como una especie de necio de dos caras y dos reputaciones: héroe en la opuesta costa del Atlántico, y Gille en la de este lado. Han sido necesarios más de cuarenta años para que el mundo reconociese en Mr. de La Fayette las cualidades que tenazmente le habían sido negadas. En la tribuna se explica con facilidad y delicadeza. En su vida no se descubre mancha alguna; era afable, expresivo y generoso. En tiempo del imperio fue noble y vivió aislado; bajo la restauración, no se mostró igualmente digno, pues descendió hasta dejarse apellidar el Venerable de las ventas del carbonarismo y el jefe de las pequeñas conspiraciones, y tuvo la felicidad de sustraerse en Befort a la justicia, como un aventurero vulgar. Al principio de la revolución, no se mezcló con los degolladores, los combatió a mano armada y quiso salvar a Luis XVI; pero al paso que aborrecía las matanzas, y a pesar de que se vio precisado a huir de ellas, elogió las escenas en que se paseaban algunas cabezas en la extremidad de las picas.
Mr. de La Fayette se encumbró porque ha vivido mucho; hay una fama que brota espontáneamente de los talentos, y cuyo brillo aumenta la muerte, y otra, mero producto de la edad, hija tardía del tiempo, y que no siendo grande de por sí misma, lo es por las revoluciones en medio de que la ha colocado la casualidad. El hombre que goza de esta fama, a fuerza de existir mucho, se mezcla en todo, su nombre es la divisa o bandera de todo. Mr. de La Fayette será eternamente la guardia nacional. Por un efecto extraordinario, el resultado de sus acciones aparecía con frecuencia en contradicción con sus ideas: realista, derrocó en 1789 una monarquía de ocho siglos; republicano, creó en 1830 la monarquía de las barricadas, y dio a Luis Felipe la corona que arrebatara a Luis XVI. Amasado con los elementos, cuando los aluviones de nuestras desgracias se hayan consolidado, se encontrará su imagen incrustada en la masa revolucionaria.
Su ovación en los Estados Unidos le ha realzado extraordinariamente: un pueblo que se levanta para saludarle, lo cubre con el brillo de su gratitud. Everetl termina con este apostrofe el discurso que con este motivo pronunció en 1824:
«¡Bien venido seas a nuestras playas, amigo de nuestros padres! goza de un triunfo de que jamás gozó ningún monarca, ningún conquistador de la tierra! ¡Ah! Washington, el amigo de tu juventud, aquel que fue más que el amigo de su país, reposa tranquilo en el seno de la tierra libertada por él. Descansa en la paz y en la gloria en las márgenes del Potomac. Volverás a ver las sombras hospitalarias del Monte-Vernon, pero no hallarás ya en el umbral de su puerta aquel a quien tributaste veneración. En su lugar y en su nombre, los hijos reconocidos de la América te saludan. ¡Sé tres veces bien venido a nuestras playas! En cualquier punto de este continente a que dirijas tus pasos, todo cuanto pueda escuchar el acento de tu voz te bendecirá.»
En el Nuevo Mundo, Mr. de La Fayette contribuyó a la formación de una sociedad nueva; en el antiguo mundo a la destrucción de una sociedad antigua; la libertadlo invoca en Washington, y la anarquía en París.
Mr. de La Fayette solo tenía una idea, y afortunadamente para él ésta era la del siglo; la fijeza de esa idea constituyó su imperio, le sirvió de anteojo y le impidió mirar a derecha e izquierda; marchaba con paso firme sobre una sola línea, y avanzaba sin caer en los precipicios, no porque los viese, sino porque no los veía; la ceguedad suplía en él el talento: todo lo que es fijo es fatal, y todo lo que es fatal es poderoso.
Veo todavía a Mr. de La Fayette a la cabeza de la guardia nacional pasar en 1790 por los bulevares, dirigiéndose al arrabal de San Antonio; el 24 de mayo de 1834, le vi tendido en su ataúd seguir los mismos bulevares. Entre la comitiva fúnebre se veía un grupo de americanos, de los que cada uno llevaba una flor amarilla en el ojal. Mr. La Fayette había hecho venir de los Estados Unidos la porción de tierra que bastaba a cubrir su sepulcro, pero no se realizó su deseo.
Et vous demanderez pour la sainte relique
Quelques urnes de terre au sol de l'Amerique,
Et vous rapporterez ce sublime oreiller,
A fin qu'apres la mort, sa depouille chéri
Puisse du moins avoir six pieds dans sa patrie
De terre libre oú sommeiller