CONTINUACIÓN DE LOS EPISODIOS.

De la Bohemia.— Literatura eslava y neo-latina.

PRAGA, 28 y 29 de mayo de 1833.

Confusión, sangre, catástrofes, tal es la historia de Bohemia, sus duques y sus reyes en medio de guerras civiles y extranjeras, luchan con sus súbditos o lidian a brazo partido con los duques o los reyes de Silesia, Sajonia, Polonia, Moravia, Hungría, Austria y Baviera.

Durante el reinado de Wenceslao VI, que ponía en el asador a su cocinero cuando no había asado bien una liebre, se levantó Juan de Huss, el cual habiendo estudiado en Oxford, trajo de allí la doctrina de Wiclef. Los protestantes, que buscaban por todas partes antepasados sin poder hallarlos, refieren que desde lo alto de su pira profetizó Juan la venida de Lutero.

«El mundo lleno de acritud, dijo Bossuet, engendró a Lutero y a Calvino, que acantonan a la. cristiandad.»

De las luchas cristianas y paganas, de las herejías precoces de la Bohemia, de las importaciones de intereses extranjeros y costumbres extranjeras, resultó una confusión favorable al engaño. Bohemia pasó por el país de los hechiceros.

Son célebres unas poesías antiguas descubiertas en 1819 por Mr. Hanka, bibliotecario del museo de Praga, en los archivos de la iglesia de Koniginhof. Un joven a quien me complazco en citar, hijo de un sabio ilustre, Mr. Ampere, ha dado a conocer el espíritu de aquellos cantos. Celakowsky ha difundido canciones populares en idioma eslavo.

Los polacos encuentran el dialecto bohemio afeminado: es la cuestión del dórico y del jónico. El bajo-breton de Vannes trata de bárbaro al bajo-bretón de Treguier. El eslavo, lo mismo que el magiar, se presta a todas las traducciones; a mi pobre Atala le han endosado un vestido de punto de Hungría: también lleva un dulimán armenio y un velo árabe.

Otra literatura ha florecido en Bohemia, la literatura moderna latina. El príncipe de esta literatura, Bobuslas Hassenstein, barón de Lobkowitz, nacido en 1462, se embarcó en 1490 en Venecia, y visitó la Grecia, la Siria, la Arabia y el Egipto. Lobkowitz se anticipó a mí trescientos veinte y seis años en aquellos sitios celebres, y como lord Byron, cantó su peregrinación. ¡Con qué diferencia de ánimo, de corazón, de pensamientos, de costumbres, hemos meditado con más de tres siglos de intervalo sobre las mismas ruinas y bajo el mismo sol, Lobkowitz bohemio, lord Byron inglés, y yo, hijo de Francia.

En la época del viaje de Lobkowitz se hallaban en, pie admirables monumentos destruidos después. Debía ser un espectáculo asombroso el de la barbarie en toda su energía, teniendo a sus pies la civilización derribada, los jenízaros de Mahomet II, embriagados de opio, victorias y mujeres, con la cimitarra en la mano y la frente rodeada con el turbante sangriento, escalonados para el asalto sobre los escombros de Egipto y de Grecia; y yo he visto a la misma barbarie entre las mismas ruinas agitarse a los pies de la civilización.

Recorriendo la ciudad y los barrios de Praga, presentábanseme a la memoria las cosas que acabo de decir, como los cuadros de una óptica sobre un lienzo. Poro desde cualquier rincón en que me hallase veía a Hradschin y al rey de Francia apoyado sobre las ventanas de palacio como un fantasma que dominaba todas aquellas sombras.

Me despido del rey.— Adioses.— Carta de los infantes a su madre.— Un judío.— La criada sajona.

Praga, 29 de mayo de 1833.

Pasada ya mi revista de Praga, fui el 29 de mayo a comer a palacio a las seis. Carlos X estaba muy contento. Después de levantarse de la mesa me dijo sentándose en el canapé del salón:

—Chateaubriand, ¿sabéis que el Nacional que se ha recibido esta mañana declara que tenía yo derecho para dar mis ordenanzas?

—Señor, le contesté, V. M. arroja piedras a mi jardín.

El rey vacilaba indeciso, más tomando luego su partido, añadió:

—Tengo algo sobre el corazón: me habéis maltratado terriblemente en la primera parte de vuestro discurso en la cámara de los pares.

Y acto continuo, exclamó el rey sin dejarme tiempo para contestar:

—¡Oh! ¡El fin, el fin! ¡El sepulcro vacío en San Dionisio! ¡Es admirable! ¡Muy bien, muy bien! ¡No hablemos más de ello; no he querido guardar eso! basta ya... está acabado...

Y se disculpaba de haberse atrevido a aventurar estas pocas palabras.

Yo besé con un piadoso respeto la mano real.

—¿Qué queréis que os diga? continuó Carlos X: quizá hice mal en no defenderme en Rambouillet: todavía tenía grandes recursos; pero no quise que corriese sangre por mí, y me retiré.

No traté de combatir aquella noble escusa, y contesté:

—Señor, Bonaparte se retiró dos veces como V. M., a fin de no prolongar los males de la Francia.

Así ponía la debilidad de mi anciano rey al abrigo de la gloria de Napoleón.

Luego que llegaron los infantes nos acercamos a ellos. El rey habló de la edad de la princesa.

—¡Hola niñita! ¿Con qué tenéis ya catorce años?

—¡Oh! ¡cuándo tendré quince! dijo la princesa.

—¿Qué haréis? dijo el rey.

La princesa no replicó.

Carlos X refirió un suceso.

—No me acuerdo de eso, dijo el duque de Burdeos.

—Yo lo creo, repuso el rey; eso ocurría el día mismo de vuestro nacimiento.

—¡Oh! replicó Enrique: ¡según eso hace tanto tiempo!

La princesa, inclinando un tanto su cabeza sobre su hombro, y levantando su rostro hacia su hermano, mientras que sus miradas caían oblicuamente sobre mí, dijo con cierto airecillo irónico:

—¿Conque hace tanto tiempo que habéis nacido?

Retiráronse los infantes, y yo saludé al huérfano, debiendo marchar aquella noche. Díjele adiós en francés, en inglés y en alemán. ¡Cuántas lenguas aprenderá Enrique para referir sus míseras aventuras, para pedir pan y un asilo en el extranjero!

Cuando principió la partida de whist tomé las órdenes de S. M.

—Vais a ver a la delfina en Carlsbad, dijo Carlos X. Buen viaje, mi querido Chateaubriand. Ya oiremos hablar de vos en los diarios.

Fui de puerta en puerta ofreciendo mis últimos respetos a los habitantes de palacio. Volví a ver a la joven princesa en el cuarto de Mad. de Gontaut, y me entregó para su madre una carta, al pie de la cual había algunas palabras de Enrique.

Debía yo marchar el 30 a las cinco de la mañana, y el conde de Choteck había tenido la atención de mandar caballos al camino. Un incidente me detuvo hasta el medio día.

Llevaba yo una carta de crédito de dos mil francos, pagadera en Praga, y me presenté en casa de un judío rechoncho y pequeño, que al verme empezó a dar gritos de admiración. Llamó a su mujer en su auxilio, y acudió esta o más bien rodó hasta mis pies.

Sentose con toda su gordura y su negro color en frente de mí, con dos brazos como aletas, y se puso a mirarme con sus redondos ojos: aun cuando el Mesías hubiese entrado por la ventana no habría mostrado mayor gozo aquella Raquel: creíame yo amenazado de un aleluya. El agente de cambio me ofreció su fortuna, cartas de crédito para toda la extensión en que anda errante la comunión israelita, y añadió que me enviaría a mi casa los 2,000 francos.

La suma no estaba aun entregada el 29 por la noche: en la mañana del 30, cuando los caballos estaban ya enganchados, llegó un dependiente con un paquete de asignados, papel de diferente origen, que pierde más o menos en la plaza, y no tiene curso fuera de los estados austríacos. Mi carta contenía una nota, que decía: en buena moneda. Quedeme desconcertado.

«¿Qué queréis que haga con eso? dije al dependiente. ¿Cómo he de pagar con ese papel la posta y los gastos de la posada?

El dependiente corrió a buscar explicaciones: vino otro dependiente, y me estuvo haciendo cuentas interminables. Despedí al segundo dependiente, y otro tercero me trajo escudos de Brabante. Marché prevenido para lo sucesivo contra la ternura que pudiese inspirar a las hijas de Jerusalén.

Mi birlocho se hallaba rodeado a la puerta de los criados de la casa, entre quienes se mostraba más solicita una linda criada sajona, que corría a un piano cada vez que podía pillar algún momento libre entre dos campanillazos: ¡pedid a Leonarda del Limosín o a Jauchon de Picardía que os toque o cante al piano tanti palpiti o la plegaria de Moisés!

Lo que dejo en Praga.—El duque de Burdeos.

Praga y camino, 29 y 30 de mayo de 1833.

Había yo entrado en Praga con grandes recelos. Decía entre mí: para perdernos, basta a Dios muchas veces ponernos en las manos nuestros destinos: Dios hace milagros en favor de los hombres, pero les abandona la conducta, sin lo cual sería él quien gobernaría en persona: ahora bien, los hombres son los que hacen abortar los frutos de esos milagros. El crimen, no se halla castigado siempre en este mundo: las faltas lo son siempre. El crimen es de la naturaleza infinita y general del hombre, y solo el cielo conoce el fondo de él y se reserva a veces su castigo. Las faltas de una naturaleza limitada y accidental, son de la competencia de la justicia estrecha de la tierra; por eso es muy posible que las últimas faltas de la monarquía sean severamente castigadas por los hombres.

Decía también entre mí: se ha visto a familias reales incurrir en irreparables errores, infatuándose con una falsa idea de su naturaleza: unas veces se consideran como familias divinas y excepcionales; otras como familias mortales y privadas, y según las circunstancias, se colocan encima de la ley común o en los límites de esa ley. Si infringen las constituciones políticas, gritan que tienen derecho para hacerlo, que son la fuente de la ley, que no pueden ser juzgadas por las reglas ordinarias. Si quieren cometer una falta doméstica, dar, por ejemplo, una educación peligrosa al heredero del trono, responden a las reclamaciones; «¿Con que un particular puede proceder con sus hijos como le parece y nosotros no podríamos hacerlo?»

No, no podéis; no sois una familia divina, ni una familia privada, sois una familia pública, y pertenecéis a la sociedad. Los errores del trono, no atacan solo al trono, sino que son perjudiciales para la nación entera. Un rey da un tropiezo, y se va; ¿pero se va acaso la nación? ¿No sufre ningún mal? Los que permanecen leales al rey ausente, víctimas de su honor, ¿no se hallan cortados en su carrera, perseguidos en sus parientes, embarazados en su vida, en su libertad, amenazados? Lo repito: el trono no es una propiedad privada; es un bien común, indiviso y hay terceras personas comprometidas en la suerte del trono. Yo temía que en los trastornos insuperables de la desgracia no hubiese conocido el trono estas verdades, y no hubiese hecho nada para volver a ellas, cuando aún era tiempo.

Por otra parte, reconociendo las ventajas inmensas de la ley sálica, no se me ocultaba que la duración de raza tiene algunos graves inconvenientes para los pueblos y para los reyes: para los pueblos porque mezcla demasiado sus destinos con los de los reyes; para los reyes, porque el poder permanente los embriaga, pierden las ideas de la tierra, y todo lo que no está en sus altares, súplicas respetuosas, votos humildes, acatamientos profundos, es impiedad. La desgracia no les enseña nada: la adversidad no es más que una plebeya grosera que les falla al respeto, y las catástrofes no son para ellos más que insolencias

Afortunadamente me había engañado, y no encontré a Carlos X imbuido en esos altos errores que nacen en la cima de la sociedad: le hallé simplemente con las ilusiones comunes de un suceso inesperado y que son más explicables. Todo contribuye a consolar el amor propio del hermano de Luis XVIII: ve al mundo político destruirse, y lo atribuye, no sin alguna razón, a su época, no a su persona. ¿No pereció Luis XVI? ¿No cayó la república? ¿No se vio obligado Bonaparte a abandonar por dos veces el teatro de su gloria, y a ir a morir cautivo sobre un escollo? ¿No se hallan amenazados los tronos de Europa? ¿Y qué más podía Carlos X que aquellos poderosos derribados? Quiso defenderse contra enemigos: estaba avisado del peligro por su política y por síntomas públicos; tomó la iniciativa, y atacó por no ser atacado. ¿Los héroes de los tres motines no han confesado que conspiraban y que habían estado representando una comedia por espacio de quince años? Pues bien; Carlos creyó que era deber suyo hacer un esfuerzo; trató de salvar la legitimidad europea; dio la batalla y la perdió, inmolose por la salvación de las monarquías, y eso es todo: Napoleón tuvo su Waterloo, Carlos X sus jornadas de julio.

Así se le representaban las cosas al infortunado monarca que permanece inmutable, asediado por los sucesos que abruman y sujetan su espíritu. A fuerza de inmovilidad adquiere cierta grandeza; como hombre de imaginación, escucha, no se enfada de las ideas de otro, parece que entra en ellas, y es de lo que está más lejos. Hay axiomas generales que uno coloca delante de sí y parapetado detrás de ellos hace fuego sobre las inteligencias que marchan.

El error de muchos es persuadirse, en vista de los sucesos repetidos en la historia, de que el género humano está siempre en su lugar primitivo. Esos confunden las pasiones y las ideas; las primeras son las mismas en todos los siglos: las segundas cambian con la sucesión de los tiempos. Si los efectos materiales de algunos actos son semejantes en épocas diversas, las causas que los producen son diferentes.

Carlos X se considera como un principio, y en efecto, hay hombres que a fuerza de haber vivido en ideas fijas, de generaciones en generaciones semejantes, no son más que monumentos. Ciertos individuos, por el trascurso del tiempo y por su preponderancia, llegan a ser cosas transformadas en persona: estos individuos perecen cuando perece esa cosa. Bruto y Catón eran la encarnación de la república romana, y no podían sobrevivir a ella como el corazón no puede vivir cuando se retira la sangre.

En otro tiempo tracé el siguiente retrato de Carlos X.

«¡Ya habéis visto durante diez años a ese súbdito fiel, a ese hermano respetuoso, a ese tierno padre, tan afligido por uno de sus hijos, tan consolado por el otro! ¡Ya conocéis a ese Borbón que vino el primero después de nuestra desgracia a arrojarse, como digno heraldo de la antigua Francia, entre vosotros y la Europa con un ramo de lirio en la mano! ¡Vuestros ojos se fijan con amor y complacencia en ese príncipe, que en la edad madura ha conservado el encanto y la noble elegancia de la juventud, y que adornado ahora con la diadema, es solo un francés más en medio de nosotros! Con emoción repetís tantas frases hermosas de la boca de este nuevo monarca que aspira en la lealtad de su corazón la gracia del decir!

«¡Quién habría entre nosotros que no le confiara su vida, su fortuna, su honor! Ese hombre, a quien todos quisiéramos tener por amigo, lo tenemos hoy por rey. ¡Ah! tratemos de hacerle olvidar los sacrificios de su vida. ¡Qué levemente pesa la corona sobre la cabeza encanecida de ese caballero cristiano! Piadoso como San Luis, afable, compasivo y justiciero como Luis XI, cortés como Francisco I, franco como Enrique IV, ¡sea feliz con toda la dicha que le ha fallado por tantos años! Que el trono en que tantos monarcas han encontrado borrascas, sea para él un lugar de descanso.»

En otra parte he celebrado también al mismo príncipe: el modelo ha envejecido; pero se le conoce en los toques jóvenes del retrato; la edad nos marchita robándonos una cierta verdad de poesía que forma el cutis y el color de nuestro rostro, y sin embargo, uno ama a pesar suyo el rostro que se ha ajado al mismo tiempo que el nuestro. He cantado himnos a la raza de Enrique IV, y volvería a cantarlos otra vez con gusto combatiendo de nuevo los errores de la legitimidad y atrayéndome de nuevo su desgracia si esto viese destinada a renacer. La razón es, que la monarquía legitima constitucional me ha parecido siempre el camino más suave y seguro para la libertad completa. He creído y creería todavía cumplir como buen ciudadano, exagerando las ventajas de esa monarquía a fin de darle, si de mí dependiese, la duración necesaria para la conservación de la trasformación gradual de la sociedad y de las costumbres.

Hago un servicio a la memoria de Carlos X, oponiendo la verdad pura y sencilla a lo que se dirá de él en el futuro. La enemistad de los partidos, le representará como un hombre infiel a sus juramentos, y que ha violado las libertades públicas; nada de eso es cierto. Al atacar la Carta, procedió de buena fe; no se creyó ni se debía creer perjuro: tenía la firme intención de restablecer esa Carta después de haberla salvado a su manera, y como él lo comprendía. Carlos X es tal como le he descrito: dulce aunque propenso a la cólera; bueno y tierno con sus familiares, amable, ligero, sin hiel; con todas las dotes de un caballero, la devoción, la nobleza, la cortesanía elegante, pero mezclado todo de debilidad, lo cual no excluye el valor pasivo y la gloria de morir bien; incapaz de seguir hasta el fin una resolución, sea buena o mala, amurallado con las preocupaciones de un siglo y de su condición; en una época ordinaria, conveniente; en otra extraordinaria, hombre de perdición, no de desgracia.

El duque de Burdeos.

Por lo que toca al duque de Burdeos, querían hacer de él en Hradschin un rey siempre a caballo, que estuviese dando siempre grandes estocadas. Necesario es, sin duda, que sea valiente: pero es un error figurarse que en estos tiempos sería reconocido el derecho de conquista, y que bastará solo ser Enrique IV para subir al trono. Sin valor no se puede reinar; con el valor solo, no se reina ya. Bonaparte mató la autoridad de la victoria.

Quizá podría Enrique V concebir un papel extraordinario. Supóngase que a los veinte años conozca su posición, y diga entre si: «No puedo permanecer inmóvil; tengo deberes de nacimiento que cumplir con lo pasado; pero ¿he de verme obligado a turbar la Francia solo por mi causa? ¿Deberé pesar sobre los siglos futuros con todo el peso de los siglos pasados? Cortemos la cuestión: inspiremos remordimientos a los que proscribieron injustamente mi infancia, y mostrémosles lo que yo podía ser. Solo de mí depende ofrecerme a mi país, consagrando de nuevo, cualquiera que sea el éxito del combate, el principio de las monarquías hereditarias.»

Entonces el hijo de San Luis abordará la Francia en la doble idea de gloria y de sacrificio, y entraría en ella con la misma resolución de quedar allí con la corona en sus sienes o una bala en el corazón: en el último caso su herencia iría a Felipe. La vida triunfante o la muerte sublime de Enrique restablecería la legitimidad, despojada únicamente de lo que no comprende ya el siglo, y de lo que no conviene ya a la época. Por lo demás, aun suponiendo el sacrificio de mi joven príncipe, no lo haría para mí: después de muerto. Enrique V sin hijos, no reconocería jamás monarca en Francia.

Me he dejado llevar de quimeras: lo que supongo, relativo al partido que podría tomar Enrique, no es posible: razón ando de esta manera, me he colocado, con el pensamiento en un orden de cosas superior a nosotros: orden que, siendo natural en una época de elevación y magnanimidad, no aparecería hoy más que una exaltación de novela: es como si al presente opinase yo por volver a las cruzadas, cuando nos hallamos en la triste realidad de una naturaleza humana degenerada. Tal es la disposición de los ánimos que Enrique V encontraría en la apatía de la Francia interiormente, y en las monarquías de fuera obstáculos invencibles. Preciso será, pues, que se someta y consienta en aguardar los sucesos, a menos que se decida por un papel que no se dejaría de criticar con el epíteto de aventurero. Será necesario que vuelva a la serie de los hechos medianos, y vea sin dejarse abatir las dificultades que le rodean.

Los Borbones se sostuvieron después del imperio, porque sucedían a la arbitrariedad. ¿Se concibe a Enrique trasladado desde Praga al Louvre; después del uso de la más completa libertad? La nación francesa no quiere en el fondo esa libertad; pero adora la igualdad; no admite lo absoluto sino para ella y por ella, y su vanidad le ordena no obedecer sino a lo que se impone ella misma. En vano trató la Carta de hacer vivir bajo una misma ley a dos naciones que se hicieron extranjeras una a otra; la Francia antigua y la Francia moderna. ¿Cómo es posible hacer que se comprenda una Francia a otra, cuando se han acrecentado las prevenciones? No se atraerían los ánimos con presentar a su vista verdades incontestables.

Si oímos a la pasión y a la ignorancia, los Borbones son los autores de todos nuestros males: la restauración de la rama primogénita sería el restablecimiento de la dominación del palacio: los Borbones son los fautores y cómplices de esos tratados opresores de que con razón nunca he cesado de lamentarme; y sin embargo, nada hay más absurdo que esas acusaciones en que las fechas quedan olvidadas y los hechos son groseramente alterados. La restauración no ejerció influencia alguna en los actos diplomáticos sino en la época de la primera invasión. Es notorio que no se quería esa restauración, cuando se negociaba con Bonaparte en Chatillon, que si éste hubiese querido, habría permanecido emperador de los franceses. En vista de la obstinación de su carácter, y a falta de otra cosa mejor, se echó mano de los Borbones que estaban allí. Monsieur, lugarteniente del reino, tuvo entonces alguna parte en las transacciones del día; ya se ha visto en la vida de Alejandro lo que nos había dejado el tratado de París de 1814.

En 1815 no se trató ya de los Borbones, y para nada entraron en los contratos expoliadores de la segunda invasión: esos contratos fueron resultado del rompimiento del destierro de la isla de Elba. En Viena declararon los aliados que no se reunían más que contra un solo hombre; que no pretendían imponer ninguna especie de amo, ni especie ninguna de gobierno a la Francia. Hasta Alejandro había pedido al congreso otro rey que no fuese Luis XVIII. Si éste al venir a sentarse a las Tullerías no se hubiese apresurado a robar su trono, no habría reinado nunca. Los tratados de 1815 fueron abominables, precisamente porque no se quiso oír la voz paternal de la legitimidad, y para hacer quemar esos tratados, fue por lo que quise reconstituir nuestro poder en España.

El único momento en que se halla el espirita de la restauración, es en el congreso de Aquisgrán: los aliados se habían convenido en arrebatarnos nuestras provincias del Norte y del Este; Mr. de Richelieu intervino. Sensible el zar a nuestra desgracia, y llevado de sus inclinaciones equitativas, entregó al duque de Richelieu el mapa de Francia, sobre el que estaba trazada la fatal línea. Yo mismo he visto ese mapa de la Estigia en manos de Mad. de Montcalm, hermana del noble negociador.

Ocupada como estaba la Francia, y con guarniciones extranjeras en nuestras plazas fuertes, ¿podíamos hacer resistencia? Privados que fuésemos de nuestros departamentos militares, ¡cuánto tiempo habríamos gemido bajo la conquista! Si hubiéramos tenido un soberano de una familia nueva, un príncipe al acaso, nadie le habría respetado. Entre los aliados, unos cedieron a la ilusión de una gran estirpe; otros creyeron que bajo un poder gastado perdería el reino su energía y dejaría de ser objeto de alarma; el mismo Cobbet conviene en esto en su carta. Es por lo tanto una monstruosa ingratitud no ver que si somos todavía la antigua Galia, lo debemos a la sangre que más hemos maldecido. Esa sangre que desde hace ocho siglos circulaba en las venas mismas de la Francia; esa sangre, que la había hecho lo que es, la salvó de nuevo. ¿Por qué obstinarse en negar eternamente los hechos? Se abusó contra nosotros de la victoria como habíamos abusado nosotros de ella contra la Europa. Nuestros soldados habían ido a Rusia, y trajeron en pos de sus pasos a los soldados que huían ante ellos. Después de la acción, la reacción: tal es la ley. Esto en nada toca a la gloria de Bonaparte, gloria aislada y que permanece entera; ni a nuestra gloria nacional, cubierta con el polvo de la Europa, cuyas torres han barrido nuestras banderas. Era, pues, inútil, por un despecho si se quiere sobrado justo, ir a buscar a nuestros males otra causa que la verdadera. Lejos de ser los Borbones esa causa, compartían por lo menos nuestros reveses.

Examinemos ahora las calumnias de que ha sido objeto la restauración; consúltense los archivos de las relaciones estertores, y resultará el convencimiento de la independencia del lenguaje usado con las potencias bajo el reinado de Luis XVIII y Carlos X. Nuestro soberano tenía la conciencia de la dignidad nacional; fueron sobre todo reyes en el extranjero, el cual no quiso nunca con franqueza el restablecimiento, y no vio sino con pesar la resurrección de la monarquía primogénita. El lenguaje diplomático de la Francia en la época a que me refiero, preciso es decirlo, es particular a la aristocracia: la democracia, llena de grandes y fecundas virtudes, es arrogante cuando llega a dominar; pródiga en extremo cuando hay que hacer sacrificios inmensos, no acierta en los detalles, y rara vez es elevada, especialmente en las desgracias largas. Una parte del odio de las cortes de Inglaterra y Austria contra la legitimidad procede de la firmeza del gabinete de los Borbones.

Lejos de precipitar esa legitimidad, con mejor acuerdo se hubieran apuntalado sus ruinas; al abrigo, en el interior, se habría levantado el nuevo edificio, como se construye un buque que debe arrostrar el Océano en una dársena cubierta tallada en la roca: Así se ha formado la libertad inglesa, en el seno de la legislación normanda. No había que repudiar la sombra monárquica: este fantasma centenario de la edad media, tenía, como Dandolo, hermosos ojos en la cabeza y no veía gota: anciano que podía guiar a los jóvenes cruzados, y que adornado con sus cabellos blancos imprimía aun sobre la nieve sus pisadas indelebles.

Se concibe que en nuestros temores prolongados, nos cieguen preocupaciones y vergüenzas vanidosas; pero la remota posteridad reconocerá que la restauración ha sido, hablando históricamente, una de las fases más felices de nuestro ciclo revolucionario. Los partidos, cuyo calor no se ha extinguido aun, pueden exclamar ahora. «Fuimos libres bajo el imperio; esclavos bajo la monarquía de la Carta.» Las generaciones futuras, sin pararse en esa contraverdad, risible sí no fuese un sofisma, dirán que los Borbones llamados evitaron la desmembración de la Francia, fundaron, entre nosotros el gobierno representativo, hicieron prosperar la hacienda, pagaron deudas que no habían contraído, y satisficieron religiosamente hasta la pensión de la hermana de Robespierre. En fin, para reemplazar nuestras colonias perdidas nos dejaron en África una de las provincias más ricas del imperio romano.

Tres cosas señalan la monarquía restaurada: haber entrado en Cádiz; haber dado en Navarino independencia a la Grecia; haber emancipado a la cristiandad apoderándose de Argel: empresas contra las que se estrellaron Bonaparte, la Rusia, Carlos V y la Europa. Desígnenme un poder de algunos días (y un poder tan disputado) que haya hecho cosas semejantes.

Creo con la mano sobre mi conciencia, no haber exagerado nada, ni haber expuesto más que hechos en lo que acabo de decir acerca de la legitimidad. Es seguro que los Borbones no querrían ni podrían restablecer una monarquía de palacio, y acantonarse en una tribu de nobles y de curas; es cierto que no han sido traídos por los aliados, y han sido el accidente, no la causa, de nuestros desastres, causa que evidentemente procede de Napoleón. Pero es seguro también que la vuelta de la tercera raza ha coincidido desgraciadamente con los triunfos de las armas extranjeras. Los cosacos se presentaron en París en el momento en que se volvía a ver allí a Luis XVIII: desde entonces para la Francia humillada, para los intereses particulares, para todas las pasiones conmovidas, la restauración y la invasión son dos cosas idénticas: los Borbones han venido a ser la victima de una confusión de hechos, de una calumnia cambiada como tantas otras en una verdad-mentira. ¡Ay! es difícil escapar de esas calamidades que la naturaleza y el tiempo producen por más que se las combate, el buen derecho no lleva siempre la victoria. Los psyllos, nación de la antigua África, habían tomado las armas contra el viento del Mediodía; levantose un torbellino, y sumergió a aquellos valientes. «Los nosamonios, dice Heródoto, se apoderaron de su país abandonado.»

Hablando de la última calamidad de los Borbones, se me viene a la memoria su principio: yo no sé qué agüero de su tumba se hizo oír en su cuna. Apenas se vio Enrique IV dueño de París, se apoderó de él un funesto presentimiento. Las tentativas de asesinato que se renovaban, sin alarmar su valor, influían sobre su alegría natural. En la procesión del Espíritu Santo, 5 de enero de 1593, se presentó vestido de negro, con un emplasto en el labio superior sobre la herida que le había hecho Juan Chatel en la boca, queriéndote atravesar el corazón. Tenía el semblante triste, y preguntándole el motivo Mad. de Balagni: —¿Cómo, le respondió, puedo estar contento al ver un pueblo tan ingrato, que haciendo todos los días lo que puedo por él, y por cuyo bienestar querría sacrificar mil vidas si Dios me las hubiese dado, comete todos los días nuevos atentados, porque desde que estoy aquí no oigo hablar de otra cosa?

Sin embargo, ese pueblo gritaba ¡viva el rey!— Señor, dijo un individuo de la corte: ved como todo vuestro pueblo se alegra de veros. Enrique dijo meneando la cabeza. «Es un pueblo. Si mi mayor enemigo estuviese donde yo estoy y le viese pasar, le haría lo mismo que a mí, y gritaría, si cabe más.»

Un partidario de la liga, viendo al rey abismado en el fondo del carruaje, dijo: «Vedle ahí como si fuese en la carreta.» ¿No parece que aquel partidario de la liga hablaba de Luis XVI caminando del Temple al cadalso?

El viernes 14 de mayo de 1510, volviendo el rey de los fuldenses con Bassompierre y el duque de Guisa, les dijo: «Vosotros no me conocéis aun, y cuando me hayáis perdido conoceréis entonces la diferencia que va de mí a los demás hombres. —¡Dios mío, señor! replicó Basompierre: ¿no acabareis de afligirnos con vuestros agüeros de morir pronto?» Y entonces el mariscal pinta a Enrique su gloria, su prosperidad, su buena salud, que prolongaba su juventud. Amigo mío, le dijo el rey, es preciso abandonar todo eso.» Ravaillac estaba a la puerta del Louvre.

Bassompierre se retiró, y no vio ya al rey más que en su despacho.

«Estaba tendido, dice, en su lecho, y Mr. de Vic sentado en el mismo lecho que él, había puesto la cruz de su orden en su boca, y le hacia acordarse de Dios. Mr. Legrand que llegó, se puso de rodillas entre la cama y la pared, y tenía asida una mano que besaba. Yo me hallaba arrojado a sus pies, y los estrechaba llorando amargamente.»

Tal es el relato de Bassompierre.

Perseguido por estos tristes recuerdos, me parecía que había visto en los largos salones de Hradschin a los últimos Borbones que pasaban tristes y melancólicos como el primer Borbón en la galería del Louvre: yo había ido a besar los pies del trono junto a su muerte. Que muera para siempre o resucite, tendrá mis últimos juramentos: al día siguiente de la desaparición final principiará para mí la república. En caso de que las Parcas, que deben dar a luz mis Memorias, no las publiquen inmediatamente, se sabrá, cuando aquellas aparezcan, luego que se haya leído y meditado todo, hasta qué punto me he engañado en mis presagios y en mis conjeturas. Respetando la desgracia, respetando a lo que he servido y continuaré sirviendo a costa de la tranquilidad de mis últimos días, trazo mis palabras, verdaderas o infundadas, al descenso de mis horas hojas secas y ligeras que el soplo de la eternidad habrá dispersado bien pronto.

Si las altas estirpes estuviesen próximas a su término (hecho abstracción de las posibilidades de lo futuro, y de las vivas esperanzas que retoñan sin cesar en lo íntimo del corazón humano), ¿no sería mejor que, poniendo un término digno de su grandeza, se retirasen a la noche de lo pasado con los siglos? Prolongar sus días más allá de una brillante carrera, nada vale: el mundo se cansa de ellas y de su ruido, y les echa la culpa de estar siempre así. Alejandro, César, Napoleón, han desaparecido según las reglas de la fama. Para que uno muera bello, es preciso que muera joven: no hagáis decir a los hijos de la primavera: «¡Cómo! ¿Es ese genio, esa persona, esa raza a quien el mundo prodigaba aplausos, y de la que se habría pagado un cabello, una sonrisa, una mirada con el sacrificio de la vida? ¡Qué triste es ver al anciano Luis XIV no hallar al lado suyo para hablar de su siglo, más que al anciano duque de Villeroi! Una última victoria fue para el gran Condé la de haber encontrado a Bossuet al borde de una fosa: el orador animó las mudas aguas de Chantilly; con la infancia del anciano, reasumió la adolescencia del joven, y volvió a ennegrecer los cabellos sobre la frente del vencedor, de Rocroi, diciendo un adiós inmortal a sus cabellos blancos, los que amáis la gloria, cuidad de vuestra tumba, recostaos bien en ella; procurad hacer buena figura, porque en esa quedaréis.

La señora delfina.

El camino desde Praga a Carlsbad se prolonga por las llanuras que ensangrentó la guerra de los treinta años. Al atravesar por la noche aquellos campos de batalla, me humillo ante el Dios de los ejércitos, que tiene el cielo en su brazo como si fuese un escudo. Desde bastante lejos se descubren los montecillos cubiertos de arbustos, a cuyo pie se encuentran las aguas. Los médicos de Carlsbad, comparan el camino a la serpiente de Esculapio, que bajando por la colina, va a beber en la copa de Hygia.

Desde lo alto de la torre de la ciudad, Stadtthurm, torre coronada con un campanario, los centinelas tocan una trompeta en cuanto divisan algún viajero. Saludáronme graciosamente como a un moribundo, y cada uno decía para sí con júbilo: «He ahí un artrítico, un hipocondriaco, un miope.» ¡Ay! yo era algo mas que todo eso, era un incurable.

El 31 a las siete de la mañana estaba ya establecido en el Escudo de Oro, posada perteneciente al conde de Bolzona, noble que había quedado arruinado. En aquella fonda habitaban también el conde y la condesa de Cossé, (que habían llegado antes que yo), y mi compatriota el general Trogroff, en otro tiempo gobernador del castillo de Saint-Cloud, natural de Laudivisian, y aunque rechoncho, capitan de granaderos austriacos en Praga, durante la revolución. Venia de visitar a su señor desterrado, sucesor de San Clodoaldo, monje de su tiempo en Saint-Cloud. Trogroff, concluida su peregrinación se volvía a la Baja Bretaña. Llevaba dos ruiseñores, uno de Hungría y otro de Bohemia, que tanto se quejaban de la crueldad de Tereo, que no dejaban dormir a nadie en la casa. Trogoff los hartaba de corazón de buey picado, sin que por eso consiguiese mitigar su dolor:

Et maestis late loca questibus implet.

Trogroff y yo nos abrazamos como dos bretones. El general, pequeño y cuadrado como un celta de la Cornouaille, tiene cierto artificio con apariencia de franqueza, y sus ademanes cuando habla son algo cómicos. Agradaba bastante a la señora delfina, y como sabe el alemán, se paseaba con él. Sabedora de mi llegada por Mad. de Cossé, me mandó un recado para que fuese a verla a las nueve y media o al medio día, en cuya hora ya estaba en su casa.

Ocupaba un edificio aislado en un extremo del pueblo en la orilla derecha del Téple, riachuelo que se desprende de la montaña, y atraviesa a Carlsbad en toda su longitud. Al subir la escalera de la habitación de la princesa estaba turbado: ¡ha a ver casi por primera vez, a aquel modelo perfecto de padecimientos humanos, a aquella Antígona de la cristiandad. En mi vida había conversado diez minutos con la señora delfina: en el rápido curso de sus prosperidades, apenas me había dirigido dos o tres palabras: siempre se había manifestado reservada conmigo. Aunque jamás había escrito ni hablado de ella sino con una admiración profunda, la señora delfina tenía necesariamente que participar con respecto a mí, de las preocupaciones de aquel enjambre de cortesanos de antesala, en medio del cual vivía: la familia real vegetaba aislada en aquella ciudadela de la necedad y de la envidia, que sitiaban, sin poder penetrar en ella, las generaciones nuevas.

Un criado me abrió la puerta: vi a la señora delfina sentada en un sofá, bordando un pedazo de tapicería, entre dos ventanas del salón. Entré tan conmovido, que no sabía si podría llegar hasta la princesa.

Levantó la cabeza que tenía inclinada sobre su labor, como para ocultar también su emoción, y dirigiéndome la palabra, me dijo: «Me conceptúo dichosa al veros, caballero Chateaubriand: el rey me había participado vuestra venida. ¿Cómo habéis pasado la noche? debéis estar cansado.»

La presenté respetuosamente las cartas de la señora duquesa de Berry; las tomó, las puso a su lado en el canapé, y me dijo: «Tomad asiento, sentaos.» después volvió a comenzar su labor con un movimiento rápido, maquinal, y convulsivo.

Yo guardaba el más profundo silencio y lo mismo la señora delfina: oíase el ruido que hacia la aguja, y el de la lana que la princesa pasaba bruscamente por el cañamazo, sobre el cual vi caer algunas lágrimas. La ilustre desgraciada se las enjugó con la mano, y sin levantar la cabeza me dijo: «¿Cómo está mi hermana? Es muy infortunada, muy desdichada: ¡me causa mucho sentimiento! ¡mucho sentimiento!» Estas palabras breves y repetidas, procuraban en vano anudar una conversación para que faltaban expresiones a ambos interlocutores. El color encendido de los ojos de la delfina producido por la costumbre de las lágrimas, la daba una hermosura que la hacia asemejarse a la virgen de Spasimo.

«Señora, contesté yo por fin, la señora duquesa de Berry es muy desgraciada sin duda alguna. —Me ha encargado que venga a poner sus hijos bajo vuestra protección, mientras dura su cautiverio. En medio de sus penas, le sirve de gran consuelo el pensar que Enrique V encontrará en V. M. una segunda madre.»

Pascal tuvo mucha razón en mezclar la grandeza y la miseria del hombre: ¿quién podía creer que la señora delfina apreciase en algo esos títulos de reina y de majestad que le eran tan naturales, y cuya vanidad había conocido? Pues bien, la palabra majestad, fue no obstante una palabra mágica: brilló un momento en la frente de la princesa, de la cual disipó las nubes, que volvieron a colocarse en ella como una diadema.

«¡Oh! no, no, caballero Chateaubriand, me dijo la princesa mirándome y suspendiendo su labor, ya no soy reina. —Lo sois señora,!o sois por las leyes del reino: monseñor el delfín no ha podido abdicar sino porque ha sido rey. La Francia os mira como su reina y seréis la madre de Enrique V.»

La delfina ya no disputó; aquella pequeña debilidad volviéndola a la condición de mujer, obscurecía el brillo de tan diversas grandezas, las daba una especie de atractivo, y las ponía más en relación con la condición humana.

Leí en alta voz mi credencial en la que la señora duquesa de Berry me explicaba su matrimonio, me mandaba dirigirme a Praga, pedía la conservasen su titulo de princesa francesa, y ponía a sus hijos bajo la salvaguardia de su hermana.

La princesa, que había vuelto a emprender su bordado, me dijo después de la lectura. «La señora duquesa de Berry hace muy bien en contar conmigo. Está perfectamente, caballero Chateaubriand, muy bien: siento mucho la situación de mi hermana, decídselo así.»

Aquella insistencia de la señora delfina en decir que compadecía a su hermana la duquesa de Berry, sin ir más lejos me hacia ver cuán poca simpatía había entre aquellas desalmas, por lo menos en el fondo. Parecíame también que un movimiento involuntario había agitado a la princesa. ¡Rivalidad de desgracia! La hija de María Antonieta no tenía sin embargo nada que temer en aquella lucha: hubiera obtenido la palma.

—Si quisieseis señora, la contesté, leer la carta que os escribe la señora duquesa de Berry, y la que dirige a sus hijos, tal vez encontraríais en ella nuevas aclaraciones. Espero señora me daréis una carta para Blaye.

Las cartas estaban escritas con limón: «No entiendo nada de esto, dijo la princesa, ¿qué vamos hacer?» Propuse el medio que me pareció conveniente: la señora tiró del cordón de la campanilla que caía sobre el sofá. Acudió un ayuda de cámara, recibió las órdenes convenientes, y preparó lo necesario a la puerta del salón: la señora se levantó y nos dirigimos a donde estaba el braserillo que colocamos sobre una mesita. Tomé una de las dos cartas y la puse paralelamente al fuego. La delfina me miraba y se sonreía, porque yo nada adelantaba y me dijo: «Dádmela, dádmela, voy a probar:» pasó la carta por encima de la llama, y apareció la redonda letra de la señora duquesa de Berry. La misma operación se practicó con la segunda. Felicité a la señora por su buen éxito. ¡Extraña escena! La hija de Luis XVI descifrando conmigo en un descansillo de una escalera en Carlsbad, los misteriosos caracteres que la cautiva de Blaye enviaba a la prisionera del Temple.

Volvimos a sentarnos en el salón. La delfina leyó la carta que iba dirigida a la misma. La señora duquesa de Berry daba gracias a su hermana por la parte que había tomado en su infortunio, le recomendaba sus hijos, y colocaba particularmente a su hijo bajo la tutela de las virtudes de su tía. La carta a los niños contenía algunas palabras de ternura. La duquesa de Berry invitaba a Enrique a que se hiciese digno de la Francia.

La señora delfina me dijo: «Mi hermana me hace justicia: he tomado mucha parte en sus penas: ha debido sufrir mucho, muchísimo: la diréis que cuidaré del señor duque de Burdeos. La amo mucho: ¿cómo la habéis encontrado? ¿Está bueno, no es verdad? Es fuerte aunque un poco nerviosa.»

Pasé dos horas con la señora, honor que rara vez se ha obtenido: al parecer estaba contenta. No habiéndome conocido nunca más que por informes desfavorables, me creía sin duda un hombre violento, y engreído con mi mérito: me hacia el favor de atribuirme figura humana, y de ser un buen hombre. Me dijo con cordialidad: «Voy a pasearme por la región de las aguas, comeremos a las tres, y vendréis, sino estáis muy cansado y necesitáis acostaros: deseo veros siempre que esto no os incomode.»

No sé a qué debía tan buen éxito: pero ciertamente la frialdad había desaparecido, y la prevención se había disipado: aquellas miradas que se habían fijado en el Temple, en los ojos de Luis XVI y de María Antonieta, se dirigían entonces con benevolencia a un insignificante servidor.

Sin embargo, si había logrado que la delfina quedase complacida, yo estaba en extremo disgustado: el temor de pasar ciertos limites, me quitaba la libertad de varias cosas comunes, que tenía al lado de Carlos X. Sea que yo no poseyese el secreto de sacar del alma de aquella señora cuanto sublime encerraba, sea que mi respeto cerrase el camino a la comunicación el pensamiento, sentía una esterilidad desconsoladora que provenía de mí.

A las tres volví a casa de la señora delfina, y encontré allí a la condesa de Esterhazy y su hija, a la señora de Agoult, y a los caballeros O'IIegerly, hijo, y Trogroff, que tenían la honra de comer con la princesa. La condesa de Esterhazy, en otro tiempo hermosa, todavía parecía bien: se casó en Roma con el duque de Blacas. Se asegura que se mezclaba en la política, y que participó a Metternich todo cuanto sabía. Cuando al salir del Temple, la señora fue enviada a Viena, encontró a la condesa de Esterhazy, que llegó a ser su amiga. Yo observaba que escuchaba con mucha atención mis palabras: al día siguiente tuvo la franqueza de decir delante de mí, que había pasado la noche escribiendo. Se disponía a partir para Praga, porque había convenido en una entrevista secreta con el duque de Blacas, y desde allí se dirigiría a Viena. Antigua adhesión rejuvenecida por el espionaje. ¡Qué negocios y qué placeres! La señorita Esterhazy no es bonita, pero tiene el aspecto muy vivo y algo picaresco.

La vizcondesa de Agoult, en el día devota, es una persona importante de esas que suelen encontrarse en los gabinetes de las princesas: ha elevado a su familia cuanto ha podido, dirigiéndose a todo el mundo, y particularmente a mí, que tuve la satisfacción de colocar a sus sobrinos: tenía tantos como el difunto archicanciller Cambaceres.

La comida fue tan mala y tan mezquina, que yo no pude satisfacer el hambre: la sirvieron en el mismo salón de la señora delfina porque no tenía comedor. Levantada la mesa la princesa volvió a sentarse en el sofá, tomó su labor y nosotros hicimos círculo en derredor suyo. Trogroff contó historias que gustan mucho a la señora. Se ocupa con preferencia de las mujeres: tratose de la duquesa de Guiche y la delfina, con gran sorpresa mía, dijo, «Sus trenzas no la caen bien.»

Desde su sofá la señora veía a través del balcón lo que pasaba por el exterior, y nombraba a los paseantes de ambos sexos. Llegaron dos caballitos con dos jockeys vestidos a la escocesa: la señora dejó de trabajar, miró mucho y dijo: «Es madama...¡(he olvidado el nombre) que va a la montaña con sus hijos.» María Teresa curiosa y enterándose de las costumbres de sus vecinos, la princesa de los tronos y de los cadalsos rebajándose al nivel de las demás mujeres, me interesaba extraordinariamente, la miraba con una especie de enternecimiento filosófico.

A las cinco la delfina salió a paseo en carruaje: a las siete volví a la tertulia. Se observaba en ella el mismo orden que anteriormente: la princesa estaba sentada en el sofá, los que habían asistido a la comida ocupaban sus respectivos puestos, y cinco o seis jóvenes y viejas aumentaban el círculo: la delfina hacia esfuerzos visibles para parecer graciosa. Dirigia una palabra a cada uno, me habló muchas veces nombrándome para darme a conocer; pero a cada frase incurria en una distracción. Multiplicaba los movimientos de su aguja, y acercaba su rostro al bordado: yo veía a la princesa de perfil, y me chocó una semejanza siniestra. La señora ha tomado todo el aire de su padre: cuando la miraba con la cabeza baja como si tuviese sobre ella la cuchilla del dolor, creía ver la de Luis XVI, esperando el golpe fatal.

A las ocho y media concluyó la velada, y me acosté abrumado de sueño y de cansancio.

El viernes 1° de junio ya estaba en pie a las cinco de la mañana, y a las seis me dirigí a Muhlembad (baño del molino): los bebedores y bebedoras se apiñaban en derredor de la fuente: se paseaban por la galería de madera con columnas, o por el jardín contiguo a ella. La señora delfina llegó vestida con un mezquino traje de seda de color de ceniza: llevaba en los hombros un chal viejo, y en la cabeza un sombrero muy usado. Parecía que había compuesto su vestido como su madre en la Conserjería. El caballero O'Hegerty, su escudero, la daba el brazo. Se mezcló entre la multitud, y presentó su taza a las mujeres que sacan el agua del manantial. Nadie fijaba la atención en la condesa de Marne. Su abuela María Teresa mandó construir en 1762 la casa llamada de Muhlembad: también entregó a Carlsbad las campanas que debían llamar a su nieto al pie de la cruz.

Cuando la señora entró en el jardín me adelanté hacia ella, y pareció sorprenderla aquella galantería de cortesano. Rara vez me había levantado tan temprano por las personas reales, ni aun quizá el 13 de febrero de 1820, cuando fui a buscar al duque de Berry al teatro de la Opera. La princesa me permitió que diese a su lado cinco o seis vueltas por el jardín, me habló con amabilidad, me dijo que me recibiría a las dos y me daría una carta. Me separé de ella por discreción, me desayuné a la ligera, y empleé el tiempo que me quedaba en recorrer el valle.

Memorias de ultratumba Tomo V
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