MEMORIAS DE ULTRATUMBA
TRADUCIDA AL CASTELLANO.
MADRID, 1850
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Los 12.000 francos de la señora duquesa de Berry.
«París, calle del Infierno, mayo de 1831.
La señora duquesa de Berry tiene su camarilla en París, como Carlos X la suya: en su nombre se recogían cortas sumas para socorrer a los realistas más pobres. Yo propuse distribuir a los coléricos la cantidad de 12,000 francos de parte de la madre de Enrique V. Se escribió a Massa, y la princesa no solo aprobó la distribución de los fondos, sino que hubiera deseado se repartiese una suma más considerable: su aprobación llegó el mismo día en que envié el dinero a las alcaldías. Así, pues, todo es rigurosamente cierto en mis explicaciones sobre el donativo de la desterrada. EL 11 de abril envié al prefecto del Sena la cantidad integra, para que la distribuyese a la clase indigente de París atacada del contagio. Mr. de Bondy no se hallaba en la casa de ayuntamiento cuando llegó mi carta. El secretario general la abrió y no se conceptuó autorizado para recibir el dinero. Trascurrieron tres días, y por último me contestó Mr. de Bondy, que no podía aceptar los 12,000 francos, porque bajo la apariencia de un acto benéfico, se vería una combinación política, contra la que toda la población parisiense protestaría con su negativa. Entonces mi secretario pasó a las doce alcaldías. De los cinco alcaldes presentes, cuatro aceptaron el donativo de 4,000 francos y uno no quiso admitirle. De los siete alcaldes ausentes, cinco callaron y dos le rehusaron. Al momento me vi asediado por una turba de indigentes: comisionados de las juntas de beneficencia y de caridad, obreros de todas clases, mujeres y niños. Polacos e italianos, proscriptos, literatos, artistas, militares, todos me escribieron, todos reclamaron una parte del beneficio. Si hubiese podido disponer de un millón, le habría distribuido en algunas horas. Mr. de Bondy había hecho muy mal en decir que todo, la población de París protestaría con su negativa: la población de París tomará siempre el dinero de todo el mundo. El temor del gobierno era digno de lástima y de desprecio: se hubiera dicho que aquel pérfido dinero legitimista iba a sublevar los coléricos, y a promover en los hospitales una insurrección de agonizantes para marchar al asalto de las Tullerías, con el féretro levantado, batiendo el fúnebre doble, y desplegado el sudario bajo el mando de la muerte. Mi correspondencia con los alcaldes se prolongó por la negativa del prefecto de París. Algunos me escribieron para devolverme mi dinero, o para pedirme sus recibos del donativo de la señora duquesa de Berry. Yo se los remití lealmente, y entregué este resguardo a la alcaldía del duodécimo distrito: «He recibido de la alcaldía del duodécimo distrito, la suma de mil francos, que había aceptado, y que me ha devuelto por orden del señor prefecto del Sena.»
París 22 de abril de 1832.
El alcalde del noveno distrito, Mr. Cronier, fue más intrépido; guardó los mil francos y fue destituido. Le escribí esta esquela:
«29 de abril de 1832.
«Caballero:
«He sabido con sumo disgusto la desgracia que os ha ocurrido, y de la cual ha sido causa, o por lo menos pretexto, el acto benéfico de la señora duquesa de Berry. Empero debe consolaros el haberos granjeado la estimación pública, el sentimiento de vuestra independencia y la felicidad de haberos sacrificado por la causa de los desgraciados. «Tengo el honor etc., etc.»
El alcalde del cuarto distrito es un hombre enteramente distinto, Mr. Cadet de Gassicourt, poeta farmacéutico, que hacía algunos versos y escribía en su tiempo el de la libertad y del imperio una agradable declaración clásica, contra mi prosa romántica, y contra la de Mad. de Staël, Mr. Cadet de Gassicourt, fue el heraldo que tomó por asalto la cruz de la portada San German, l'Auxerroij, y que en una alocución, con motivo del cólera, ha dado a entender que los picaros carlistas podrían muy bien ser los envenenadores del vino, a quienes el pueblo había hecho ya rigorosa justicia.
El ilustre campeón me escribió la carta siguiente:
«París, 18 de marzo de 1832.
«No me encontraba en el despacho de la alcaldía, cuando se presentó la persona que me enviasteis, y esto os explicará el retraso que ha sufrido mi respuesta.
«No habiendo aceptado el señor prefecto del Sena el dinero que teníais el encargo de ofrecerle, me parece que ha trazado la línea de conducta que deben seguir los individuos de la corporación municipal. Imitaré por mi parte el ejemplo del señor prefecto con tanto más gasto, cuanto que me parece participo enteramente de los sentimientos que han dado lugar i su negativa.
«Solo me ocuparé de paso del titulo de Alteza Real que dais con alguna afectación a la persona de quien sois representante: la nuera de Carlos X no es ya en Francia Alteza Real, como su suegro no es tampoco rey. No hay nadie, caballero, que no esté moralmente convencido de que esa señora obra con mucha actividad, y distribuye sumas mucho más considerables que la que os ha confiado, para promover turbulencias en nuestro país y hacer estallar la guerra civil. La limosna que pretende dar no es más que un medio para llamar la atención hacia sí y su partido, y conciliarse una benevolencia que sus intenciones están muy lejos de justificar. No debéis, pues, extrañar que un magistrado, firmemente adicto a la monarquía constitucional de Luis Felipe, rehúse unos socorros de semejante procedencia, y busque entre los verdaderos ciudadanos beneficios puros, dirigidos sinceramente a la humanidad y a la patria.
«Soy con la más distinguida consideración, caballero, etc.
«F. Cadet de Gassicourt.»
Esta rebelión de Mr. Cadet de Gassicourt contra una señora y su suegro es demasiado altiva: ¡cuánto han progresado las luces y la filosofía!... ¡Qué indomable independencia!... Mres. Fleurant y Purgon no se atrevían a mirar a las gentes cara a cara sino de rodillas: Mr. Cadet dice como el Cid:
...Entonces nos levantamos.
Su libertad es tanto más intrépida, cuanto ese suegro (por otro nombre hijo de San Luis) se halla proscripto. Mr. de Gassicourt se hace superior a todo eso: desprecia igualmente la nobleza y la desgracia. Con el mismo desdén trata mis preocupaciones aristocráticas, y cree haber hecho una conquista contra la hidalguía. ¿Pero no habría algunas rivalidades antiguas, algunas desavenencias históricas entre la casa de los Cadet y la de los Capetos? Enrique IV, abuelo de ese suegro, que ya no es rey, como esa señora M es Alteza Real, atravesaba un día la selva de San German: ocho señores se habían emboscado en ella para matar al Bearnais, pero fueron presos. Uno de ellos, dice l'Etoile, era un boticario que pidió hablar al rey: preguntole S. M. por su estado y profesión, y contestó que la de boticario. —¿Cómo, dijo el rey, se acostumbra a tener aquí por profesión el oficio de boticario? ¿Acecháis a los pasajeros para? Enrique IV era un soldado, el pudor no le embarazaba, y no retrocedía ante una palabra, como no volvía la espalda al enemigo.
Al ver esa ojeriza de Mr. de Gassicourt con el nieto de Enrique IV, sospecho si será nieto del farmacéutico conjurado. El alcalde del cuarto distrito me escribió sin duda con la esperanza de que yo esgrimiese mi acero con él, pero yo no quiero ninguna polémica con Mr. Cadet: que me perdone si le dejo aquí una pequeña muestra de recuerdo.
Después de aquellos días en que había visto pasar grandes revoluciones y grandes revolucionarios, todo se había endurecido. Los hombres que derribaron una encina, plantada demasiado vieja para que echase profundas raíces, se dirigieron a mí: me han pedido algún dinero de la viuda para comprar pan: la carta del comité de los condecorados de julio es un documento muy notable y útil para la instrucción del porvenir.
«París 20 de abril de 1832.
Respuesta s-v-p. a Mr. Gibert
Arnaud, secretario gerente del
comité, calle de San
Nicasio, n. 3.
«Señor vizconde:
«Los individuos de nuestro comité acuden a vos con confianza, suplicándoos os sirváis honrarlos con un donativo en favor de los condecorados de julio. Desgraciados padres de familia; en estos momentos de azote y de miseria, la beneficencia inspira la más sincera gratitud. Nos atrevemos a esperar que consentiréis figure vuestro ilustre nombre al lado del de el general Bertrand, el general Excelmans, el general Lamarque, el general La Fayette, y muchos embajadores, pares de Francia y diputados.
«Os rogamos os dignéis honrarnos con una contestación, y si contra nuestras esperanzas, nuestra súplica no obtuviese más resultado que una negativa, tened la bondad de devolvernos la presente.
«Con los más dulces sentimientos os rogamos, señor vizconde, recibáis el homenaje de nuestros respetuosos saludos.
«Los miembros activos del comité constitutivo de los condecorados de julio:
«El visitador, Faure.
«El comisario especial, Cipriano Desmarest.
«El secretario gerente, Gibert-Arnaud.
«Vocal adjunto Touret.»
Me importaba bien poco perder la ventaja que me daba sobre ella la revolución de julio. Si se hacia distracción de personas, llegaría a crearse una especie de, ilotas entre los desgraciados, que por ciertas opiniones políticas, no podrían ser nunca socorridos. Me apresuré, pues, a enviar cien francos a aquellos señores con esta carta:
«París, 22 de abril de 1832.
«Muy señores míos:
«Os doy infinitas gracias por haberos dirigido a mí para que socorra a algunos padres de familia desgraciados. Me apresuro a enviaros la suma de cien francos, y me es muy sensible el no poderos ofrecer un donativo más considerable.
«Tengo el honor de ser, etc.
«Chateaubriand.»
Al momento me remitieron el recibo siguiente:
«Señor vizconde:
«Tengo el honor de daros las gracias, y de acusaros el recibo de la suma de cien francos, que os habéis dignado destinar para socorro de los desgraciados de julio.
«Salud y respeto.
«El secretario gerente del comité,
«Gibert-Arnaud.»
23 de abril.
Así es que la señora duquesa de Berry dio limosna a los que la habían expulsado. Las transacciones manifiestan las cosas en toda su desnudez. Creed, pues, en ninguna realidad en un país en donde nadie cuida de los inválidos de su partido, en donde los héroes de la víspera yacen abandonados al día siguiente, y en donde un poco de oro hace acudir a la multitud, como las palomas de una casa decampo revolotean alrededor de la mano que las arroja el grano.
Todavía me quedaban 4.000 francos de los 12.000 que se me habían entregado. Me dirigí a la religión, y el señor arzobispo de París me escribió esta noble carta:
«París, 26 de abril de 1832.
«Señor vizconde:
«La caridad es católica como la fe, extraña a las pasiones de los hombres, e independiente de sus movimientos: según San Pablo, uno de los principales caracteres que la distinguen es el no pensar mal; non cogitat malum. Bendice a la mano que da y a la que recibe, sin atribuir al generoso bienhechor más intención que la de hacer bien, y no exige al pobre necesitado más condición que la de su necesidad. Ella, pues, acepta con profundo y sensible reconocimiento el donativo que la augusta viuda os ha encargado la confiéis, para emplearlo en alivio de nuestros infelices hermanos, victimas del azote que aflige a la capital.,
«Hará con la más exacta fidelidad el repartimiento de los 4,000 francos que me habéis enviado, y de que mi carta os servirá de resguardo; pero además tendré el honor de remitiros un estado de la distribución, cuando se hayan cumplido las intenciones de la bienhechora.
«Tened la bondad, caballero vizconde, de dar a la señora duquesa de Berry las gracias de un pastor y de un padre, que cada día ofrece a Dios su vida por sus ovejas y por sus hijos, y que implora por todas partes socorros capaces de igualar a sus miserias. Su regio corazón ha encontrado ya sin duda en si mismo la recompensa del sacrificio que consagra a nuestros infortunios: la religión la asegura además el efecto de las divinas promesas consignadas en el libro de las bienaventuranzas para los que tienen misericordia.
«Inmediatamente se ha hecho la repartición entre los señores curaste las dore parroquias principales de París, a los cuales he dirigido la carta cuya copia acompaño.
«Recibid, señor vizconde, la seguridad, etc.
«Jacinto, arzobispo de París.»
Causa maravilla el ver hasta qué punto la religión realza el estilo, y da hasta a los lugares comunes una gravedad y conveniencia, que se conoce desde luego. Esto contrasta con el cúmulo de cartas anónimas que se han mezclado con las que acabo de citar. La ortografía de estas cartas anónimas es bastante correcta y la letra muy buena; son propiamente hablando, literarias como la revolución de julio. Son las envidias, los rencores, las vanidades de escritorzuelos, fomentadas por la inviolabilidad de una cobardía, que no mostrando la cara, no puede hacerse visible para recibir un bofetón.
Muestras.
«¿Nos querrás decir, viejo republiquinquista, el día que piensas dar unto a tus mocasinos? Nos será fácil proporcionarte sebo de chuanes, y si quieres sangre de tus amigos para escribir su historia, no falta en el todo de París su elemento.
«Viejo bandido, pregunta a tu malvado y digno amigo Fitt James, si le ha agradado la piedra que le ha tocado en la partida feudal. Atajo de canallas, os arrancaremos las tripas, etc.»
En otra carta se ve un patíbulo bastante bien dibujado, con estas palabras:
«Ponte de rodillas delante de un sacerdote, haz el acto de contrición, porque queremos tu cabeza para que concluyan tus traiciones.»
El cólera dura todavía: la respuesta que yo diese a un adversario conocido o desconocido, le llegada tal vez cuando estuviese tendido en el umbral de su puerta. Si por el contrario estaba destinado a vivir, ¿en dónde recibiría yo su contestación? Quizá en ese lugar de descanso, de que en el día nadie puede asustarse, especialmente los hombres que, como nosotros, hemos ido pasando nuestros años entre el terror y la peste, primero y último horizonte de nuestra vida. Tregua: dejemos desfilar los féretros.
Entierro del general Lamarque.
«París, calle del Infierno, 10 de junio, 1832.
«El entierro del general Lamarque ha producido dos jornadas sangrientas, y la victoria de la cuasi legitimidad sobre el partido republicano. Este partido dividido e incompleto, ha hecho una resistencia heroica.
«Se ha declarado a París en estado de sitio: esta es la censura en la mayor escala posible; la censura a la manera de la convención, con la diferencia de que una comisión militar reemplaza al tribunal revolucionario. En 1832 se manda fusilar a los hombres que consiguieron la victoria en julio de 1830: sacrifican a esa misma escuela politécnica, y a esa artillería de la guardia nacional: conquistaron el poder para los que ahora los ametrallan, los acriminan y los licencian. Los republicanos tienen seguramente en contra suya el haber preconizado medidas de anarquía y de desorden: más ¿por qué no empleasteis tan nobles brazos en nuestras fronteras? Ellos nos hubieran librado del ignominioso yugo extranjero. Cabezas generosas y exaltadas no hubieran permanecido en París para fermentar e inflamarse contra la humillación de nuestra política exterior, y contra la fementida dignidad del nuevo monarca. Habéis sido implacables, vosotros que, sin participar de los peligros de las tres jornadas, recogisteis su fruto. Id ahora con las madres a reconocer los cuerpos de esos condecorados de julio, de quienes habéis recibido los empleos, las riquezas y los honores. Jóvenes, ¿no tenéis todos igual suerte en la misma ribera? Tenéis un sepulcro bajo la columnata del Louvre, y un sitio en la morgue (sitio donde se exponen los cadáveres que se recogen en las calles): los unos por haber usurpado, y los otros por haber dado una corona. ¿Quién sabe vuestros nombres ignorados para siempre, sacrificadores y victimas de una revolución memorable? ¿Es acaso conocida la sangre con que se hallan cimentados los monumentos que admiran los hombres? Los obreros que construyeron la gran pirámide para el cadáver de un rey sin gloria yacen olvidados en la arena junto a las miserables raíces que les sirvieron de alimento durante su trabajo.»
La señora duquesa de Berry desembarca en Provenza, y llega a la Vendee.
París, calle del Infierno, fin de julio de 1832.
La señora duquesa de Berry apenas aprobó el donativo de los 12,000 francos, se embarcó para su famosa expedición. La sublevación de Marsella se frustró y ya no quedaba más que hacer una tentativa en el Oeste; pero la gloria vandeana es una gloria aparte: vivirá en nuestros fastos, pero sin embargo, las tres cuartas partes y media de la Francia han elegido otra gloria, objeto de celos o de antipatía: la Vendée es un oriflama venerado y admirado en el tesoro de San Dionisio, bajo el cual ya no se colocarán ni la juventud ni el porvenir.
Al desembarcar la duquesa como Bonaparte en la costa de Provenza, no vio enarbolar en las torres la bandera blanca: defraudadas sus esperanzas, se encontró casi sola en tierra con Mr. de Bourmont. El mariscal quería que inmediatamente volviese a pasar la frontera: pidió se la permitiese pasar la noche para deliberar, y durmió muy bien entre los peñascos y con el ruido del mar: al despertar por la mañana su pensamiento la sugirió un noble sueño: «Pues que estoy, dijo, en el territorio de la Francia, no le abandonaré: partamos para la Vendée.» Mr. de***, avisado por un hombre fiel, la hizo subir en su carruaje como si fuese su esposa, atravesó con ella toda la Francia y la dejó en ***; permaneció algún tiempo en una casa de campo sin ser conocida de nadie, excepto del cura párroco de aquella feligresía: el mariscal Bourmont debía reunirse con ella en la Vendée por otro camino.
Sabedores de todo esto en París, nos era fácil prever el resaltado. La empresa tiene otro inconveniente para la causa realista, y es el de que va a poner en evidencia su debilidad, y a disipar las ilusiones. Si la señora duquesa no hubiese marchado a la Vendée, la Francia habría creído siempre que había en el Oeste un campamento realista en reposo, como yo le llamaba.,
Pero al fin, todavía quedaba un medio de salvará la señora y de cubrir con up velo la verdad: era indispensable que la princesa marchase sin la menor dilación; llegando rodeada de riesgos y peligros como un valiente general que va a pasar revista a su ejército, era conveniente templar su impaciencia y su ardimiento: debía declarar que había acudido a decir a sus soldados que todavía no se había presentado el momento favorable para obrar, y que volvería para ponerse a su cabeza cuando la ocasión lo exigiese. La duquesa habría al menos mostrado una vez un Borbón a los vandeanos, y las sombras de los Cathelineau, Elbée, Bouchamps, Larochejaquelein y Charelte se hubieran regocijado.
Reuniose nuestro comité, y mientras nos hallábamos discurriendo llegó de Nantes un capitán que nos descubrió el sitio en que habitaba la heroína. Este capitán es un hermoso joven, intrépido como un marino y original como un bretón. Desaprobaba la empresa, parecíale insensata, pero decía: «Sé Madama, no se marcha, solo se trata de morir; y luego, señores del consejo, hacer que ahorquen a Walter-Scott que es el verdadero culpable.» Fui de parecer que debíamos escribir nuestro sentimiento y opinión a la princesa. Mr. Berryer, que iba a defender un pleito a Quimper, se ofreció generosamente a llevar la carta y ver a la duquesa si le era posible. Cuando llegó el caso .de redactarla nadie se ocupó de eso, y yo lo tornea mi cargo.
Partió nuestro mensajero, y quedamos esperando el resultado. Bien pronto recibí la siguiente carta por el correo, que no venia cerrada y que probablemente habría visto la autoridad.
«Angulema, 7 de junio.
«Señor vizconde.
«Ya había recibido y enviado a su destino vuestra carta del viernes último, cuando le domingo, el prefecto del Loira Inferior, me ha intimado que salga de Nantes. Me hallaba en camino y cerca de las puertas de Angulema, y fui conducido a presencia del prefecto, quien me notificó una orden de Mr. de Montalivet, en la que le prevenía dispusiese mi traslación a Nantes con la escolta correspondiente de gendarmería. Desde mi salida de Nantes, el departamento del Loira Inferior ha sido declarado en estado de sitio: con esta medida arbitraria me someten a una legislación excepcional. He escrito al ministro pidiéndole expida nueva orden para que me conduzcan a París. Parece que mi viaje a Nantes ha sido mal interpretado. Si no lo juzgáis inconveniente, os suplico habléis al ministro. Disimuladme esta molestia, pues no puedo dirigirme a nadie más que a vos.
«Recibid, señor vizconde, el testimonio de mi sincero afecto y profundo respeto.
«Vuestro seguro servidor
«Berryer, hijo.»
«P. S. Si os decidís a ver al ministro, es necesario no perder ni un momento. Salgo para Tours, y allí puedo todavía recibir órdenes et domingo: puede comunicármeles o por el telégrafo o por el correo...»
Participé a Mr. Berryer por medio de esta contestación, el partido que había adoptado:
«París, 10 de junio de 1832.
«He recibido vuestra carta fechada en Angulema el 7 de este mes. Era ya demasiado tarde para ver al ministro del Interior según deseáis; pero le he escrito inmediatamente incluyéndole vuestra carta en la mía. Espero que la equivocación que ha ocasionado vuestro arresto se reconozca pronto, y os restituyan la libertad para que volváis al seno de vuestros amigos, en cuyo número os suplico me contéis.
«Recibid mil recuerdos y la seguridad de mi completo y sincero afecto.
«Chateaubriand.»
He aquí mi carta al ministro del Interior:
«París, 9 de junio de 1832.
«Señor ministro del Interior:
«Acabo de recibir en este momento la adjunta carta. Como no era verosímil que pudiera veros tan pronto como lo desea Mr. Berryer, lie adoptado el partido de remitiros su carta. Su reclamación me parece justa: tan inocente aparecerá en París como en Nantes, y en Nantes como en París. La autoridad no podrá menos de reconocerlo así, y accediendo a la solicitud de Mr. Berryer, evitará el dar a la ley un efecto retroactivo. Así lo espero, señor conde, de vuestra imparcialidad.
«Tengo el honor de ser, etc., etc.
«Chateaubriand.»
Mi prisión.
«París, calle del Infierno, fin de julio de 1832.
«Uno de mis antiguos amigos, Mr. Frisell, inglés, acaba de perder en Passy a su hija única, de diez y siete años de edad. El 19 de junio fui al entierro de la pobre Elisa, cuyo retrato concluía la graciosa madama Delesser, cuando la muerte dio en él la última pincelada. Restituido a mi soledad, calle del Infierno, me acosté, llena mi imaginación de esos melancólicos pensamientos que excita la reunión de la juventud, la hermosura y el sepulcro. El 20 de junio a las cuatro de la mañana, Bautista, que me servía ya hacia largo tiempo, entró en mi alcoba, se acercó a mi cama y me dijo: «Señor, el patio esta lleno de hombres que han tomado todas las puertas, después de haber obligado a Desbrosses a que abriese la cochera, y ahí hay tres caballeros que quieren hablaros.» Al concluir estas palabras, entraron aquellos señores, y el jefe de ellos, acercándose políticamente a mi cama, me manifestó que tenía orden de prenderme y conducirme a la prefectura de policía. Le pregunté si había ya salido el sol como exigía la ley, y si era portador de una orden legal: no me contestó nada acerca del sol; pero me enseñó la orden siguiente:
«Copia:
«Prefectura de policía.
«Por el rey
«Nos el consejero de Estado, prefecto de policía:
«En vista de las instrucciones que se nos han comunicado:
«Con arreglo a lo dispuesto en el articulo 10 del código de procedimiento criminal:
«Requerimos al comisario de policía, o en caso de impedimento, a cualquiera otro, para que se constituya en casa del vizconde de Chateaubriand y donde fuere necesario, que se halla acusado de conspiración contra el Estado, y reconozca y ocupe todos los papeles, correspondencia y escritos, que contengan provocaciones a crímenes y delitos contra la paz pública, o que sean susceptibles de examen, como también las armas y demás objetos que puedan reputarse como sediciosos.»
Mientras yo leía la declaración de la gran conspiración contra la seguridad del Estado, de que se hallaba acusada mi insignificante persona, el capitán de los esbirros dijo a sus subordinados: «Señores, cumplan Vds. con su deber.» El deber de aquellos caballeros era abrir todos los armarios, baúles y cajones, registrar los bolsillos, apoderarse de todos los papeles, cartas y documentos, leerlos desde el principio hasta el fin, si era posible, y ver si encontraban armas, como se prevenía en el referido mandamiento.
Después de enterarme detenidamente de la orden, dirigiéndome al respetable jefe de aquellos raptores de hombres y de libertades: «Sabed, caballero, le dije, que no reconozco vuestro gobierno, y que protesto contra la violencia que me hacéis; pero como ni soy el más fuerte, ni tengo deseos de reñir con vos, voy a levantarme y a seguiros: hacedme el favor de tomar asiento.» Me vestí, y sin tomar nada, dije al venerable comisario: «Caballero, estoy a vuestras órdenes: ¿vamos a pie? —No señor, os he prevenido un coche. —Sois muy bondadoso, caballero: partamos; pero permitidme que me despida de Mad. de Chateaubriand. ¿Podré entrar solo en el aposento de mi esposa?— Os acompañaré hasta la puerta y aguardaré en ella.— Muy bien, caballero; y salimos.
Por todas partes encontré colocadas centinelas: habían puesto un vigilante montado en el baluarte junto a una puertecita situada en la extremidad de mi jardín. Entonces dije al jefe: «Esas precauciones eran inútiles, no tengo la más remota intención de huir.» Aquellos señores revolvieron todos mis papeles, pero no se llevaron ninguno. Mi gran sable de mameluco les llamó la atención, se hablaron al oído, y concluyeron por dejar el arma sobre un montón de libros en folio llenos de polvo, entre los cuales se encontraba con un crucifijo de madera amarilla que había traído de la Tierra Santa.
Aquella pantomima me hubiera excitado la risa, pero sufría mucho por Mad. de Chateaubriand. El que la conozca comprenderá también la ternura que me profesa, sus temores, la viveza de su imaginación y el mal estado de su salud: aquella invasión de la policía y mi detención podían hacerla mucho daño. Ya había oído algún ruido, y la encontré sentada en su cama escuchando con la mayor ansiedad: al verme entrar en su habitación a una hora tan intempestiva:
«¡Dios mío!... exclamó, ¿estáis malo?... Dios mío, ¿qué hay? ¿qué ocurre?...» y la dio una convulsión. La abracé, tuve que violentarme para contener las lágrimas, y la dije: «No es nada; vienen a buscarme para que preste una declaración como testigo en un negocio de imprenta: dentro de algunas horas habré concluido y vendré a almorzar con vos.»
El espión se había quedado a la puerta, que estaba abierta, y por consiguiente presenció aquella escena; al incorporarme con él le dije: «Ya veis, caballero, el efecto de vuestra visita un poco temprano.» Atravesé el patio con mis corchetes; tres de ellos subieron conmigo al coche y los demás nos seguían a pie: Así llegamos sin tropiezo alguno a la prefectura de policía.
El carcelero que debía de meterme en la ratonera no se había levantado, y le despertaron llamando a su puerta. Mientras estaba preparando mi nueva habitación, me paseaba por el patio acompañado del señor Leotaud que me custodiaba. Conversaba conmigo y me decía amistosamente, porque era honrado: «Señor vizconde, tengo el honor de acompañaros: os he presentado las armas muchas veces cuando erais ministro e ibais a la real cámara: servía en los guardias de Corps; pero ¡qué queréis!... tiene uno mujer e hijos, y es preciso vivir. —Tenéis razón Mr. Leotaud: ¿cuánto os produce este empleo?...— ¡Ah! señor vizconde, eso es según las capturas... Hay gratificaciones buenas unas veces, y malas otras como en la guerra.»
Durante mi paseo veía entrar a los espiones con diferentes disfraces, como máscaras en Carnaval: iban a dar cuenta de sus proezas y descubrimientos durante la noche. Unos iban vestidos de escaroleros, carboneros, mozos de cuerda, ropavejeros, traperos, y como los que tocan los organillos: otros llevaban pelucas por debajo de las cuales se veían cabellos de otro color, barbas, bigotes y patillas postizas: algunos iban arrastrando las piernas como inválidos respetables, y llevaban en el ojal una cinta encarnada. Métanse en un patio pequeño, y bien pronto volvían a salir con otros trajes, sin bigotes, sin barbas, sin patillas, sin pelucas, sin banastas sin piernas de madera, ni brazos con cabestrillo. Todos aquellos pájaros levantaban el vuelo al salir la aurora, e iban desapareciendo a medida que entraba el día. Preparada ya mi habitación, el carcelero nos avisó, y Mr. Leotaud, con el sombrero en la mano, me condujo hasta la puerta de mi nueva mansión, y me dijo al dejarme en poder del alcaide y de sus ayudantes: «Señor vizconde, tengo el honor de saludaros: hasta que pueda lograr el placer de volver a veros.» La puerta de entrada se volvió a cerrar detrás de mí. Precedido por el carcelero que llevaba las llaves, y acompañado de sus dos mozos que me seguían un poco detrás, sin duda para que no retrocediese, llegué por una escalera muy estrecha al piso segundo. Un corredorcillo muy negro me condujo hasta una puerta: la abrió el portero, y entré después de él. Me preguntó si necesitaba algo, y le contesté que me desayunaría dentro de una hora. Me advirtió que allí había un café y una especie de fonda que suministraban a los presos cuanto pedían, más por supuesto, por su dinero. Rogué a mi carcelero me hiciese subir té, agua caliente y fría y servilletas, y le di adelantados veinte francos. Retirose respetuosamente, y me prometió volver pronto.
En cuanto quedé solo principié a reconocer mi chiribitil: era un poco más largo que ancho, y su altura seria de siete a ocho pies. Las paredes estaban llenas de letreros en prosa y verso, y particularmente de los garabatos de una mujer que Decía muchas injurias al justo medio. Una mala cama con ropas muy sucias ocupaba la mitad de aquel cuartucho: una tabla sostenida por dos listoncillos de madera, colocados en la pared a dos pies más arriba de la cama, servía para armario de la ropa, botas y zapatos de los presos: una silla y un orinal componían el resto del mueblaje.
Mi fiel custodio me trajo las servilletas y el agua que le había pedido: le supliqué quitase la ropa sucia de la cama, y la manta amarillenta que la cubría, aquel mueble inmundo que me sofocaba, y que barriese y regase el calabozo. Quitadas todas las cosas del justo medio me puse a afeitar; me lavé bien y me mudé: Mad. de Chateaubriand me había enviado un pequeño repuesto, que coloqué en la tabla que estaba encima de la cama; cuando concluí esta operación, me sirvieron el desayuno, y tomé el té en una mesa limpia y con una servilleta muy blanca. Bien pronto vinieron a recoger los utensilios de mi banquete matutino, y me dejaron encerrado.
El calabozo no tenía más luz que la que entraba por una ventanilla con su correspondiente reja que estaba colocada muy alta: puse la mesa debajo de ella, y me subí encima para respirar y gozar de la luz. Por entre las barras de hierro de mi calabozo de bandido no veía más que un patio, o más bien un pasadizo sombrío y estrecho, y paredes ennegrecidas, en derredor de las cuales tiritaban los murciélagos. Oía el ruido de las llaves y de las cadenas, de los alguaciles y de los espías, los pasos de los soldados, el movimiento de las armas, los gritos, las risotadas, las canciones indecentes de los presos vecinos míos, y los aullidos de Benito condenado a muerte por asesino de su madre y de su obsceno amigo. Distinguía estas palabras que aquel criminal profería entre las confusas exclamaciones del miedo y del arrepentimiento: ¡Ay! ¡madre mía!.. ¡madre mía!.. Veía el reverso de la sociedad, las llagas de la humanidad, y las espantosas máquinas que hacen mover este mundo.
Doy gracias a los literatos, grandes partidarios de la libertad de imprenta, que en otro tiempo me habían elegido por su jefe y combatían bajo mis órdenes: sin ellos hubiera dejado la vida sin saber lo que era la prisión, y me habría faltado esta prueba. Reconozco en esta delicada atención el talento, la bondad, la generosidad, el honor, el valor de los escritores que se encuentran en el poder. Pero en resumen, ¿qué es esa corta prueba? El Taso pasó años enteros en un calabozo, ¿y podría yo quejarme? No, no tengo el necio orgullo de medir mis privaciones de algunas horas, con los prolongados sacrificios de las victimas inmortales, cuyos nombres ha conservado la historia.
Además, yo no era completamente desgraciado: el genio de mis pasadas grandezas y de mi gloria de treinta años de fecha no se me apareció; pero mi musa de otro tiempo, aunque pobre 6 ignorada, vino radiante a abrazarme por la ventana: estaba encantada de mi morada, y llena de inspiración: me volvía a encontrar como me había visto en mi miseria en Londres, cuando vagaban por mi mente los primeros sueños de René. ¿Qué íbamos a hacer la solitaria del Pindo y yo? ¿Una canción a imitación de ese pobre poeta Lovelace, que en las prisiones de los comunes ingleses, cantaba el rey Carlos I, su amo? No, la voz de un cautivo me habría parecido de muy mal agüero para mi pequeño rey Enrique V: desde el pie del altar es en donde deben entonarse himnos a la desgracia. No canté, pues, la corona que había caído de una frente inocente, me contenté con hablar de otra corona, blanca También, colocada sobre el féretro de una joven: me acordé de Elisa Frisell, a quien había visto enterrar el día antes en el cementerio de Passy. Comencé algunos versos elegiacos de un epitafio latino; pero me embarazó la cantidad de una palabra: de repente doy un salto desde la mesa en donde estaba encaramado, y soltando los hierros de la ventana que tenía agarrados, corro a dar grandes puñadas a mi puerta: las cavernas inmediatas retemblaron: el carcelero asustado subió acompañado de dos gendarmes, abrió el postigo y le grité como hubiera hecho Sauteuil: «¡Un Gradus!.. Un Gradus!.. «El carcelero abría los ojos cuanto podía; los gendarmes creían que revelaba el nombre de uno de mis cómplices: me hubieran atado con gusto los pulgares: me expliqué; di dinero para comprar el libro y fueron a pedir un Gradus a la policía asombrada.
Mientras hacían mi encargo, volví a trepar sobre la mesa, mudando de idea sobre aquel trípode, me puse a componer estrofas acerca de la muerte de Elisa: mas he aquí que en medio de mi inspiración, a eso de las tres, entran en mi prisión unos alguaciles y me aprehenden en las orillas del Permeso: condujéronme a presencia del juez que actuaba en un oscuro archivo enfrente de mi calabozo, al otro lado del palio. El magistrado, joven presumido, me hizo las preguntas de uso acerca de mi nombre, apellido, edad y domicilio. Me negué a contestar y a firmar nada, porque no reconocía la autoridad política de un gobierno, que no tenía en su favor ni el antiguo derecho hereditario, ni la elección del pueblo, puesto que ni había sido consultada la Francia, ni se había reunido ningún congreso nacional. Me volvieron a llevar a mi encierro.
A las seis me trajeron la comida y continué revolviendo en mi cabeza los versos de mis estancias, improvisando de cuando en cuando un aire o música que me parecía encantador. Mad. de Chateaubriand me envió un colchón, una almohada, sábanas, una colcha de algodón, velas y los libros que leía por la noche. Lo fui arreglando todo sin dejar de tararear:
Baja el féretro y las rosas sin mancha y se encontró concluida mi composición poética de la joven y la flor. Decía en ella peco más o menos lo siguiente:
Baja el féretro y las inmaculadas rosas
Que un padre colocara, cual tributo a su dolor,
Tú las contienes tierra, y ahora ocultas
Niña hermosa y tierna flor.
¡Ah! no las devuelvas jamás a este profano mundo,
A esto mundo de luto, angustia y de dolor;
El viento rompe y marchita, agosta y abrasa el sol
Niña hermosa y tierna flor.
¡Duerme, pobre Elisa, con tan pocos años!...,
No sientes ya del día el peso ni el calor
Han concluido las frescas madrugadas,
Niña hermosa y tierna flor.
Mas tu padre, Elisa, se inclina hacia tu tumba,
Tu pálida frente le ha quitado el valor:
¡Vieja encina!., el tiempo ha secado tus raíces,
Niña hermosa y tierna flor.
Paso desde mi calabozo de bandido al tocador de la señorita Gisquet.— Aquiles de Hurlay.
París, calle del Infierno, fin de julio de 1832.
Principiaba a desnudarme, cuando hirió mis oídos el sonido de una voz: abriose mi puerta, y penetraron en el cuarto el prefecto de policía y Mr. Nay. Diome mil escusas por haberse prolongado mi detención en el depósito: me dijo que mis amigos el duque de Fitz-James y el barón Hyde de Neuville, habían sido presos como yo, y que con los muchos detenidos que había en la prefectura, no sabían en donde colocar a las personas que la justicia creía conveniente examinar. «Pero añadió, vais a venir a mi casa, señor vizconde, y elegiréis en mi habitación la pieza que más os agrade.»
Le di las gracias y le rogué me dejase en mi agujero, pues me había aficionado a él como un monje a su celda. El prefecto no quiso acceder a mis instancias, y me fue forzoso abandonar el nido. Volví a pisar los salones que no había visto desde el día en que el prefecto de policía de Bonaparte me llamó para intimarme saliese de París. Mr. Gisquet y su señora me franquearan todas sus habitaciones, rogándome señalase la que quería ocupar. Mr. Nay me propuso cederme la suya. Estaba confuso con tanta delicadeza y cortesanía. Acepté una piececita algo separada cuyas vistas daban al jardín, y que según creo, servía de tocador a la señorita Gisquet: permitiéronme que me asistiese mi criado, que se acostó en un colchón fuera de mi cuarto, a la entrada de una escalerita que iba a parar a la habitación de Mad. Gisquet. Otra escalera conducía al jardín, pero esta me fue prohibida, y todas las noches colocaban un centinela al pie de ella, junto a la verja que separa al jardín del malecón. Madama Gisquet es una excelente señora y su hija bastante agraciada e inteligente en la música. Debo a esos señores las más finas atenciones: se esmeraban a porfía en hacerme olvidar las doce horas de encierro. Al día siguiente de mi instalación en el gabinete de la señorita Gisquet, me levanté muy contento, acordándome de la canción de Anacreonte sobre el tocador de una joven griega: me asome a la ventana, y vi un jardincito bien cubierto de verde, con una gruesa tapia: a la derecha, y en el centro del jardín, estaban algunas dependencias de las oficinas de policía, cuyos empleados se descubrían entre las lilas cual si fuesen ninfas: a la izquierda, el malecón del Sena, el río y un rincón del París antiguo, parroquia de San Andrés de los Arcos. Los armoniosos sonidos del piano de la señorita Gisquet llegaban a mis oídos, mezclados con las voces de los polizontes que preguntaban por sus jefes para darles cuenta de las comisiones que les habían confiado.
¡Cómo cambia todo en este mundo!... Aquel romántico jardincito inglés de la prefectura era un trozo irregular del jardín francés, con sus setos cortados a tijera, del palacio del primer presidente de París. Aquel antiguo jardín ocupaba en 1580 el sitio de la manzana de casas, que limitan ahora la vista por la parte del Norte y del Occidente, y se extendía hasta las orillas del Sena. Allí fue donde después de la jornada de las barricadas, el duque de Guisa visitó a Aquiles de Harlay. «Encontró paseándose por su jardín al primer presidente, quien se sorprendió tan poco con su llegada, que no se dignó volver la cabeza ni suspender su comenzado paseo, hasta que al concluir una calle se volvió y vio al duque de Guisa que se dirigía hacia él: entonces aquel grave magistrado, alzando la voz, le dijo: Sensible es que el criado eche de su casa al amo: por lo demás, mi alma pertenece a Dios, mi corazón a mi rey, y mi cuerpo se halla a merced de los malvados; hagan, pues, lo que quieran. El Aquiles de Harlay, que se pasea ahora por este jardín, es Mr. Vidocq, y el duque de Guisa, Coco Lacour: hemos cambiado los grandes hombres por los grandes principios. ¿Cómo somos libres en la actualidad? Como yo lo era en mi ventana; testigo aquel buen gendarme que estaba de centinela al pie de mi escalera, pronto a tirarme al vuelo si yo hubiese tenido alas. No había ruiseñores en mí jardín, pero había gorriones vivarachos, atrevidos y pendencieros, que se encuentran por todas partes, en el campo, en la población, en los palacios y en las cárceles, y que tan alegremente se posan en un instrumento de muerte, como en un rosal: para el que puede volar, ¿qué importan los padecimientos de la tierra?...
Juez de instrucción Mr. Desmortiers.
Calle del Infierno, fin de julio de 1832.
Mad. de Chateaubriand obtuvo permiso para verme. En tiempo del terror había pasado trece meses en las cárceles de Rennes, con mis dos hermanas Lucila y Julia: su imaginación quedó desde entonces muy afectada y no podía soportar la idea de la prisión. Mi pobre esposa sufrió un violento ataque de nervios al entraren la prefectura, y esta es una obligación más de que soy deudor al justo medio. Al segundo día de mi detención se presentó el juez instructor, señor Desmortiers, acompañado de su escribano.
Mr. Guisote había hecho nombrar fiscal del tribunal de Rennes a un tal Mr. Hello, escritor, y por consiguiente envidioso e irascible, como todo el que emborrona papel, en un partido triunfante.
El protegido de Mr. Guizot, viendo mi nombre y el del duque de Fitz-James y Mr. Hyde de Neuville mezclados en el proceso que se seguía en Nantes contra Mr. Berryer, escribió al ministro de la Justicia, que si de él dependiese encontraría méritos para complicarnos en el proceso, dictar auto de prisión y presentarnos como piezas de convicción. Mr. de Montalivet creyó conveniente aprovechar las indicaciones de Mr. Hello: hubo un tiempo en que Mr. de Montalivet venía humildemente a mi casa a escuchar mis consejos y mis ideas sobre las elecciones y la libertad de imprenta. La restauración, que hizo par a Mr. de Montalivet, no pudo hacerle un hombre de talento, y he aquí sin duda por qué se ensaña en el día.
Mr. Desmortiers, juez de instrucción, entró, pues, en mi cuarto: cierto aire placentero se veía extendido como una capa de miel sobre su semblante contraído y violento.
Me llamo Leal, natural de Normanda,
Y soy portero de estrados, a despecho de la envidia.
Mr. Desmortiers pertenecía antiguamente a la congregación, era gran legitimista, defensor de los decretos, y después se convirtió en partidario acérrimo del justo medio. Rogué a aquel animal que se sentase, con toda la finura del antiguo régimen; le acerqué un sillón; puse delante de su escribano una mesita y un tintero con sus correspondientes plumas: me senté enfrente de Mr. Desmortiers, y éste con voz meliflua me leyó la acusación, que debidamente probada, me habría hecho saltar la cabeza de los hombros, después de lo cual pasó al interrogatorio.
Declaré nuevamente que no reconociendo el orden político existente, no tenía nada que contestar; que no firmaría nada; que todos aquellos procedimientos judiciales eran superfluos; que podía ahorrarse el trabajo de proseguirlos; pero que por lo demás, me era sumamente grato el tener el honor de recibir a monsieur Desmortiers.
Observé que aquel modo de conducirme enfurecía al santo varón, que habiendo participado de mis opiniones creía que yo satirizaba su conducta: a este resentimiento se agregaba el orgullo de magistrado que se reputaba ofendido en sus funciones. Quiso entrar en polémica conmigo, pero no le pude hacer comprender la diferencia que existe entre el orden social y el orden político. Le dije que me sometía al primero porque era de derecho natural; que obedecía las leyes civiles, militares, de hacienda, y los reglamentos de policía y orden público; pero que no debía obedecer al derecho político sino en cuanto dimanase de la autoridad real consagrada por los siglos, o se derivase de la soberanía del pueblo. Que yo no era tan simple ni tan falso para creer que el pueblo había sido convocado y consultado, y que el orden político establecido era el resultado del voto de la nación. Que si me procesasen por robo, asesinato, incendio u otro cualquier crimen de la clase de los sociales, respondería a la justicia; pero que con respecto a una causa política, no debía contestar nada a una autoridad que no tenía ningún poder legal, y que por consiguiente nada podía preguntarme.
Quince días trascurrieron de este modo. Mr. Desmortiers, cayo furor había yo sabido (y que trataba de comunicar a los jueces), se acercaba a mí con ademan halagüeño, y me decía: «¿No queréis manifestarme vuestro ilustre nombre?» En uno de los interrogatorios me leyó una carta de Carlos X al duque de Fitz-James, en la cual se encontraba una frase honorifica para mí. «Pues bien, caballero, le dije, ¿qué significa esa carta? es público que he permanecido fiel a mi rey y no he prestado juramento a Luis Felipe. Me conmueve mucho esa carta del monarca proscripto. En el curso de sus prosperidades no me ha dicho cosa semejante, y ésa frase recompensa todos mis servicios.»
Mi vida en casa de Mr. Gisquet.—Me ponen en libertad.
París, calle del Infierno, fin de julio de 1832.
Mad. Recamier a quien tantos hombres deben consuelos y su libertad, se hizo conducir a mi nueva morada, Mr. de Beranger vino desde Passy, en tiempo de sus amigos, a decirme en una canción lo que pasaba en las cárceles en el reinado de los míos: no podía, pues, echarme en cara la Restauración. Mi antiguo y grueso amigo Mr. Bertin, se presentó a administrarme los sacramentos ministeriales: una mujer entusiasta acudió desde Beauvais para admirar mi gloria: Mr. Villemain hizo un acto de valor: Mr. Dubois, Mr. Ampere y Mr. Lenormant, mis generosos, sabios y jóvenes amigos no me olvidaron: el abogado de los republicanos, Mr. Ledru no me dejaba: con la esperanza de un proceso, hubiera sacrificado todos sus honorarios por tener la dicha de defenderme.
Como ya he dicho, Mr. Gisquet me había ofrecido todas sus habitaciones, pero no abusé de su permiso. Solo una noche bajé a oír tocar al piano a la señorita Gisquet, y me senté entre él y su esposa. Su padre la regañó porque pretendía había ejecutado su sonata menos bien que lo que tenía de costumbre. Aquel pequeño concierto que mi patrón me daba en familia, era algún tanto singular porque no le oía nadie más que yo. Mientras pasaba esta escena en el interior del hogar doméstico, unos esbirros traían nuevos compañeros míos a culatazos y palos: ¡qué paz y qué armonía reinaba no obstante en el corazón de la policía.,..!
Tuve la dicha de lograr se concediese un favor igual al que yo disfrutaba a Mr. Ch. Philippon: condenado por su talento a algunos meses de prisión, los pasaba en una casa correccional de Chaillot: llamado a París para deponer como testigo en un proceso, se aprovechó de la ocasión y no volvió a su encierro; pero se arrepintió bien pronto: en el sitio en donde se encontraba oculto no podía ver a una niña a quien amaba: echaba de menos su prisión, y no sabiendo como volver a ella, me escribió la siguiente carta rogándome que arreglase aquel negocio con el prefecto:
«Muy señor mío.
«Os encontráis preso, y me comprenderíais aunque no fueseis Chateaubriand Soy también preso, lo estoy voluntariamente en casa de un amigo, pobre artista como yo, desde la declaración del estado de sitio. He tratado de huir de la persecución de los consejos de guerra por el secuestro de mi periódico del día 9 del corriente. Mas para ocultarme me ha sido preciso privarme de los abrazos de una niña a quien idolatro, de una hija adoptiva de edad de cinco años, mi felicidad y mi alegría. Esta privación es un suplicio que no puedo soportar más largo tiempo; es para mí la muerte. Si me presento me encerrarán en Santa Pelagia, en donde no veré a mi niña sino rara vez y en horas marcadas, si acaso me lo permiten: si no la veo todos los días temblaré por su salud y moriré de sobresalto.
«Me dirijo a vos, caballero, a vos legitimista, ya republicano de todo corazón, a vos, hombre grave y parlamentario, ye caricaturista y partidario de la más amarga personalidad política, a vos, de quien no soy en manera alguna conocido, y que os halláis preso como yo, para obtener del señor prefecto de policía se me permita volver a la casa adonde he sido destinado. Me obligo, bajo palabra de honor, a presentarme a la justicia cuantas veces fuere para ello requerido y renuncio a sustraerme de cualquier tribunal, sea el que fuere, si quieren dejarme con mi pobre niña.
«Podéis creerme, caballero, cuando hablo de honor y juro no fugarme, y estoy persuadido de que seréis mi intercesor, aunque los profundos políticos puedan ver en este paso una nueva prueba de alianza entre los legitimistas y republicanos, hombres cuyas opiniones se concilian tan bien.
«Si a semejante patrono, a tal abogado se rehusase lo que pido, sabré que ya no tengo que esperar nada, y me veré por espacio de nueve meses separado de mi pobre Emma.,
«Cualquiera que sea el resaltado de vuestra mediación, siempre, caballero, será eterno mi reconocimiento, porque nunca dudaré de la solicitud y tiernos cuidados que vuestro generoso y sensible corazón prodigará a mi triste situación.
«Recibid, caballero, la expresión de la más sincera admiración, y reconocedme como vuestro más humilde y afectísimo servidor.
«Ch. Philippon,
Propietario de la Caricatura (periódico)
condenado a trece meses de prisión.
París, 21 de junio de 1832.»,
Obtuve la gracia que Mr. Philippon pedía, y me dio las gracias en una segunda carta, que prueba, no la magnitud del servicio (reducido a que mi cliente fuese custodiado en Chaillot por un gendarme), sino esa alegría secreta de las pasiones, que no puede ser bien comprendida por los que no la han sentido verdaderamente.
«Muy señor mío:
«Parto para Chaillot con mi querida niña.
«Quisiera daros gracias, pero las palabras me parecen muy frías para explicaros mi profundo reconocimiento. No me equivoqué, caballero, al asegurar que vuestro corazón os sugeriría elocuentes instancias. Tampoco creo engañarme ahora creyendo que él os dirá que no soy ingrato, y que os pintará, mejor que yo pudiera hacerlo, la suma felicidad de que vuestra bondad me ha colmado.
«Recibid, caballero, mis más sinceras gracias, y dignaos admitirme como el más afectísimo de vuestros servidores.
«Ch. Philippon.»
A esta prueba singular de mi crédito, añadiré otro extraño testimonio de mi nombradía: un joven empleado en las oficinas de la prefectura me dirigió unos versos excelentes, que me entregó el mismo Mr. Gisquet; porque al fin, es necesario ser justos; si un gobierno literato me atacaba innoblemente, las musas me defendían con hidalguía: Mr. Villemain se pronunció con intrepidez en mi favor, y en el mismo diario de los Debates, mi amigo Bertin protestó contra mi prisión firmando el articulo. He aquí lo que me decía en sus versos el poeta que los suscribía de este modo: J. Chopin empleado en el gabinete.
AL SEÑOR DE CHATEAUBRIAND.
En la prefectura de policía.
«Admirando un día tu talento, me atreví a dedicarte unos versos, y como un hilo de agua se pierde en los mares, pague mi tributo al dios de la armonía. Ahora el infortunio ha pasado por tu frente, siempre serena en la borrasca.
«¿El presente fugaz qué es para el poeta? Tu gloria permanecerá pasarán nuestros odios. Enemigo generoso, tu voz varonil y vigorosa ha prestado su encanto al error; pero tu persuasiva elocuencia hace que el corazón absuelva siempre.
«En otro tiempo un rey ofendió tu noble independencia; fuiste grande delante de su rigor... cayó... fue desterrado de la Francia, y ya no existe más que su desgracia.
«¡Ah! ¡quién pudiera sondear tu adhesión fiel, y variar su curso a las aguas del torrente!... Pero aun cuando un solo partido aplaude tu celo, tu gloria nos pertenece a todos... vuelve, pues, a tomar tus pinceles.
«J. Chopin,
«empleado en el gabinete.»
La señorita Noemi (supongo que este era el nombre de la señorita Gisquet) se paseaba muchas veces sola por el jardincito con un libro en la mano. De cuando en cuando solía dirigir como al descuido alguna mirada a mi ventana. ¡Cuán dulce hubiera sido para mí el que me libertase de mis cadenas como a Cervantes, la hija de mi amo!... Mientras procuraba tomar un ademan romántico, el joven y hermoso Mr. Nay vino a sacarme de mis ilusiones. Le vi hablar con la señorita Gisquet, con un talante que no nos engaña a los que somos creadores de sílfides. Bajé más que de prisa de las nubes, cerré mi ventana, y abandoné la idea de dejar crecer mi bigote encanecido por el viento de la adversidad.
Después de quince días, un auto de sobreseimiento me restituyó la libertad el 30 de junio con gran contento de Mad. de Chateaubriand, que me parece habría perecido si mi prisión se hubiese prolongado por más tiempo. Vino a buscarme en un coche, en el cual coloqué mi corto equipaje con tanto presteza como había en otro tiempo salido del ministerio, y volví a la calle del Infierno, con no sé qué de perfecto que el infortunio da a la virtud.
Si Mr. Gisquet trataba de que la historia trasmitiese su nombre ala posteridad, tal vez llegaría en muy mal estado: deseo que lo que acabo de decir aquí acerca de él, sirva de contrapeso a una reputación enemiga. No tengo más que motivos de agradecimiento por sus atenciones y delicadeza: sin duda alguna, si hubiese sido condenado no me habría dejado escapar; pero en fin, él y su familia me han tratado con un esmero, tan buen gusto, y un sentimiento de mi posición, de lo que era y de lo que había sido, que no hubieran usado conmigo una administración literata, y unos legistas tanto más brutales, cuanto que obraban contra el débil a quien no tenían miedo alguno.
De todos los gobiernos que han ido sucediéndose en Francia en el espacio de cuarenta años, el de Luis Felipe ha sido el único que me ha encerrado en un calabozo como si fuese un criminal: ha puesto su mano sobre mi cabeza, sobre mi cabeza respetada hasta por un conquistador irritado: Napoleón levantó el brazo, pero no descargó el golpe. ¿Y por qué era esa cólera? Yo os lo diré: me atreví a protestar contra el hecho en favor del derecho, en un país en donde he pedido la libertad en tiempo del imperio, y la gloria en el de la restauración; en un país, en donde solitario, cuento no por hermanos, hermanas, hijos, alegrías y placeres, sino por sepulcros. Las últimas mudanzas políticas me han separado del resto de mis amigos: estos han seguido a la fortuna, y pasan manchados y gordos con su deshonor al lado de mi pobreza: aquellos han abandonado sus hogares, expuestos a los insultos. Las generaciones tan amigas de la independencia se han vendido: vulgares en su conducta, intolerables en su orgullo, medianas o necias en sus escritos, no espero de ellas más que el desprecio, y se le devuelvo: no pueden comprenderme: no saben lo que es la fe en la cosa jurada, el amor a las instituciones generosas, el respeto a sus propias opiniones, el menosprecio de las ventajas y del oro, la felicidad de los sacrificios, y el culto de la debilidad y de la desgracia.
Carta al señor ministro de la Justicia, y respuesta.
París a fines de julio de 1832.
Después del auto de sobreseimiento me quedaba un deber que cumplir. El delito de que había sido acusado, tenía intima relación con el que había dado lugar a procediese en Nantes contra Mr. Berryer. No había podido explicarme con el juez de instrucción, pues que no reconocía como competente al tribunal. Para reparar el daño que mi silencio pudiera haber cansado a Mr. Berryer, escribí al señor ministro de la Justicia la siguiente carta que publiqué en los periódicos.
«París, 3 de julio de 1832
«Señor ministro de la Justicia:
«Permitidme que cumpla con vos un deber de conciencia y de honor con respecto a un hombre que hace largo tiempo se halla privado de su libertad.
«Interrogado Mr. Berryer hijo, por el juez de instrucción en Nantes, el 18 del mes último, contestó: Que había visto a la señora duquesa de Berry: que con el respeto debido a su clase, a su valor y a su desgracia, la había expuesto su opinión personal y la de sus respetables amigos, sobre la situación actual de la Francia y sobre las consecuencias de la presencia de su alteza real en el Oeste.
«Desenvolviendo Mr. Berryer esta proposición talento acostumbrado, la reasumió de este modo: Toda guerra extranjera o civil, aun suponiendo que fuese coronada con el triunfo, no puede ni someter, ni amalgamar las opiniones.
«Preguntado quienes eran los respetables amigos de quienes acababa de hablar, Mr. Berryer ha contestado noblemente: Que habiéndole manifestado hombres graves una opinión conforme en un todo a la suya sobre las presentes circunstancias, había creído deber apoyar su consejo en su autoridad pero que no los nombraría sin obtener su consentimiento para ello.
«Yo soy, señor ministro, uno de esos hombres consultados por Mr. Berryer. No solo he aprobado su opinión, sino que he redactado una nota en el mismo sentido. Debía ser entregada a la señora duquesa de Berry, en el caso de que se encontrase en el territorio francés, lo cual no creía. No estando firmada esta primera nota, escribí otra, que suscribí, en la que suplicaba encarecidamente a la intrépida madre del nieto de Enrique IV, que abandonase una patria, despedazada por tantas discordias.
«Tal es la declaración que debía a Mr. Berryer. El verdadero culpable, si acaso hay alguno, lo soy yo. Espero que esta declaración servirá para la pronta libertad del preso de Nantes, y no dejará pesar más que sobre mi cabeza la inculpación de un hecho muy inocente, pero de que en último resultado acepto todas las consecuencias.
«Tengo el honor de ser etc.
«Chateaubriand.»
«Habiendo escrito al señor conde de Montalivet el 9 del mes último, para un asunto relativo a Mr. Berryer, el señor ministro del Interior ni aun tuvo por conveniente decirme que había recibido mi carta: como me interesa mucho saber la suerte de la que tengo el honor de escribir ahora al señor ministro de la Justicia, le agradeceré en extremo se sirva mandar acusarme el recibo.
«Ch.»
No se hizo aguardar mucho tiempo la contestación del señor ministro: hela aquí:
«París, 3 de julio.
«Señor vizconde.
«La carta que me habéis dirigido con noticias que pueden servir para la aclaración de los hechos y administración de justicia, la he remitido inmediatamente al fiscal de la audiencia de Nantes, para que se una a la causa que se sigue en aquel tribunal contra Mr. Berryer.
«Soy con el mayor respeto, etc.»
«El guarda sellos, Barthe.»
Con esta respuesta, Mr. Barthe se reservaba una nueva persecución contra mí. Me acuerdo de los magníficos desdenes de los grandes hombres del justo medio, cuando yo dejaba entrever la posibilidad de que cometiesen alguna violencia conmigo o con mis escritos. ¡Gran Dios! ¿por qué pensar en un peligro imaginario? ¿Quién se ocupaba de mis opiniones? ¿Quién trataba de tocarme ni a un solo cabello? Héroes intrépidos de la paz a toda costa, habéis tenido, sin embargo, vuestro terror de escritorio y de policía, vuestro estado de sitio de París, vuestras mil denuncias de imprenta y vuestras comisiones militares para condenar a muerte al autor de los Cancanes, me habéis encerrado en vuestros calabozos, y la pena que tratabais de imponer a mi crimen era nada menos que la capital, ¡con qué gusto os entregaría yo mi cabeza, si arrojada en la balanza de la justicia, la hiciese inclinarse hacia el lado del honor, de la gloria, y de la libertad de mi patria!
Oferta de mi pensión de par por Carlos X y mi respuesta
París, calle del Infierno, fin de julio de 1832
Estaba más decidido que nunca a expatriarme: madama de Chateaubriand, asustada con la última ocurrencia, quisiera ya verme lejos; y solo se trató de elegir el sitio en donde debíamos levantar nuestras tiendas. La gran dificultad estaba en proveerse de algún dinero para vivir en país extranjero, y pagar una deuda, por cuya satisfacción me apremiaban y amenazaban con la ejecución.
El primer año de embajada arruina siempre a un embajador, y esto fue lo que me sucedió en Roma . Me retiré al advenimiento del ministerio Polignac, y emprendí mi marcha, añadiendo a mi penuria habitual una deuda de 60.000 mil francos. Acudí a todos los capitalistas realistas, pero ninguno me franqueó su bolsillo; entonces me aconsejaron me dirigiese a Mr. Lafitte. Este me anticipó 10.000 francos que entregué a los acreedores más impacientes: con el producto de mis folletos adquirí aquella suma, que le devolví, quedándole sumamente reconocido; pero me restaba pagar todavía 30.000 francos, además de otras deudas añejas, porque las tengo con barbas de puro antiguas, desgraciadamente estas barbas son de oro, y cada vez que se trata de afeitarlas, me arrancan las mías.
El señor duque de Levis, al regresar de un viaje a Escocia, me dijo de parle de Carlos X que aquel príncipe quería continuar pagándome la pensión de par, creí que no debía aceptar la oferta. El duque de Levis volvió a la carga cuando me vio salir de la cárcel reducido a los más crueles apuros, sin contar con nada y acosado por una nube de acreedores. El duque de Levis me trajo 20.000 francos, diciéndome noblemente que aquella cantidad no era perteneciente a los dos años de par que el rey reconocía me era en deber, y que mis deudas en Roma lo eran de la coronar Aquella suma me dejaba en libertad de obrar: la acepté como un préstamo momentáneo, y escribí al rey la carta siguiente 1:
«Señor.
«En medio de las calamidades con que plugo a Dios santificar vuestra vida, no habéis olvidado a los que padecen al pie del trono de San Luis. Hace algunos meses os dignasteis participarme vuestro generoso designio de continuar pagándome la pensión de par, que renuncié al negarme a prestar juramento de obediencia a un poder ilegitimo: pensé desde luego que vuestra majestad tiene servidores más pobres que yo, y más dignos de sus bondades. Pero los últimos escritos que he publicado me han producido perjuicios y originado persecuciones, y he tratado, aunque infructuosamente, de vender lo poco que poseo. Me veo, pues, obligado a aceptar, no la pensión anual que V. M. se propone pagarme aun en medio de su real indigencia, sino un socorro provisional, para desembarazarme de los obstáculos que me impiden dirigirme al asilo en donde pueda vivir con mi trabajo. Señor, debo encontrarme muy desgraciado para ser gravoso, aun por un momento, a una corona que he sostenido con todos mis esfuerzos, y a la que continuaré sirviendo el resto de mi vida.
«Soy, con el más profundo respeto, etc.»
«Chateaubriand.»
Carta de la señora duquesa de Berry.— Carta a Beranger,— Salida de París.— diario desde París a Lugano.— Monsieur Agustin Thierry.
París, calle del Infierno, del 1° al 8 de agosto de 1832.
Mi sobrino el conde Luis de Chateaubriand me prestó también otros 20,000 francos. Vencidos de este modo los obstáculos materiales, hice los preparativos para mi segundo viaje . Pero me retenía una consideración de honor: la señora duquesa de Berry estaña aun en el territorio francés; podía correr algún riesgo, y en este caso debía volar a prestarla mi insignificante auxilio. Una carta que la princesa me dirigió desde el centro de la Vendée, acabó de dejarme enteramente libre.
«Iba a escribiros, señor vizconde, tocante a ese gobierno provisional, que creí debía formar cuando ignoraba si podría entrar en Francia, y del que me dijeron consentíais en tomar parte. No ha existido de hecho, pues que jamás se ha reunido, y algunos de sus miembros solo se han entendido para exponerme un declamen que no me es posible seguir. Con todo, se lo agradezco. Habéis juzgado, según la relación que os han hecho de mi posición y de la del país, los que tenían motivos para conocer mejor que yo los efectos de una fatal influencia en que no he querido creer, y estoy bien persuadida de que si Mr. de Chateaubriand se hubiese encontrado a mi lado, su corazón noble y generoso se habría igualmente negado. No por eso cuento menos con los buenos servicios individuales y los consejos de las personas que formaban parte del gobierno provisional, y para cuya elección había tenido muy presente su ilustración, su ardiente celo y su adhesión a la legitimidad, representada en la persona de Enrique V. Veo que tenéis ánimo de abandonar por segunda vez la Francia: lo sentiría en extremo si pudiera teneros a mi lado; pero poseéis unas armas que hieren desde lejos, y espero que no cesareis de combatir por Enrique V.
«Contad, señor vizconde, con toda mi estimación y amistad.
«M.C.R.»
Por medio de esta carta, la señora duquesa, ni aceptaba mis servicios ni los consejos que me había atrevido a darla en la nota de que había sido portador Mr. Berryer: hasta se explicaba como si estuviese un poco resentida, aun cuando reconocía que una fatal influencia la había extraviado.
Restituido de este modo a mi libertad, y desembarazado de todo, hoy 7 de agosto, no tengo que hacer nada más que partir; pero antes escribí una carta de despedida a Mr. de Beranger, que me había visitado en mi prisión.
«París, 7 de agosto de 1832.
«A Mr. de Beranger:
«Quisiera, caballero, poder ir a veros, deciros adiós, y daros gracias por vuestro recuerdo; pero me falta tiempo, y tengo que partir sin tener el placer de abrazaros. Ignoro cual será mi suerte: ¿hay en el día porvenir seguro para nadie? No nos encontramos en tiempo de una revolución, sino de una trasformación social; pues bien, las transformaciones se efectúan lentamente, y las generaciones que se encuentran en el periodo de la metamorfosis, perecen oscurecidas y miserables. Si la Europa se halla en la edad de la decrepitud (lo cual puede ser muy bien), ya es otra cosa: no producirá nada, e irá extinguiéndose en una impotente anarquía de pasiones, de costumbres y de doctrinas. En ese caso, caballero, habréis cantado sobre un sepulcro.
«He cumplido todos mis compromisos: he acudido a vuestra voz; he defendido lo que venia a defender; he padecido el cólera; ahora me vuelvo a la montaña. No rompáis vuestra lira como nos amenazáis: la debo uno de mis títulos más gloriosos a la memoria de los hombres. Haced todavía sonreír y llorar a la Francia; pues por medio de un secreto que vos solo conocéis; la letra de vuestras canciones populares es alegre y la música triste.
«Me recomiendo a vuestra amistad, y a vuestra musa.
«Chateaubriand.»
Debo emprender la marcha mañana: Mad. de Chateaubriand se reunirá conmigo en Lucerna.
Basilea, 12 de agosto de 1832.
Muchos hombres mueren sin haber perdido de vista la torre de su parroquia: yo no puedo encontrar la que debe verme morir. En busca de un asilo para concluir mis Memorias, camino nuevamente con un enorme equipaje, compuesto en su mayor parte de papeles, correspondencia diplomática, notas confidenciales, y cartas de ministros y de reyes: es la historia llevada a la grupa por la novela.
He visto en Vesoul a Mr. Agustin Thierry, retirado en casa de su hermano el prefecto. Cuando en otro tiempo me envió en París su Historia de la Conquista de los Normandos, fui a darle las gracias. Encontré a un joven en una habitación cuyas puertas de los balcones estaban medio cerradas; se encontraba casi ciego: procuró levantarse para recibirme, pero sus piernas ya no le sostenían y cayó en mis brazos. Se ruborizó cuando le manifesté mi admiración sincera: entonces me contestó que su obra era la mía, y que leyendo la batalla de los Francos en los Mártires, había concebido la idea de un nuevo modo de escribir la historia. Cuando me despedí de él, se esforzó en seguirme, y se arrastró hasta la puerta apoyándose en las paredes: salí de allí enternecido al ver tanto talento y tan grande desgracia.
En Vesoul, después de un largo destierro, se detuvo Carlos X, que ahora se dirige a la nueva emigración, que será para él la última.
He pasado la frontera sin accidente alguno: veremos si en las vertientes de los Alpes puedo gozar de la libertad de la Suiza y del sol de la Italia, que han llegado a ser una necesidad para mis opiniones y mis años.
A la entrada de Basilea he encontrado un suizo anciano, aduanero que me ha detenido algún tiempo: han bajado mi equipaje a un sótano: han puesto en movimiento yo no sé qué cosa que imitaba al ruido de un telar de medias: le han rociado con vinagre, y purificado de este modo del contagio de la Francia, el buen suizo me ha dejado continuar la marcha.
Ya he dicho en el Itinerario, hablando de las cigüeñas de Atenas: «Desde lo alto de sus nidos adonde no pueden llegar las revoluciones, han visto variarse la raza de los mortales: mientras que generaciones impías se han levantado sobre los sepulcros de generaciones religiosas, la joven cigüeña ha alimentado siempre a su padre,»
Volví a encontrar en Basilea el nido de cigüeña que había dejado allí seis años antes; pero el hospital en cuyo tejado ha construido su nido la cigüeña de Basilea no es el Partenón; el sol del Rin no es el sol del Cefiso; el concilio no es el areópago; Erasmo no es Pericles; pero sin embargo ya son algo, el Rin, la Selva Negra, y la Basilea romana y germánica. Luis XIV extendió los límites de la Francia hasta las puertas de esta ciudad, y tres monarcas enemigos la atravesaron en 1813 para ir a dormir en el lecho de Luis el Grande, defendido en vano por Napoleón. Vamos a ver las damas de la muerte de Holbein; ellas nos dirán lo que son las vanidades humanas.
El baile de la muerte (si es que acaso no era entonces tampoco más que una verdadera pintura) se verificó en París en 1424 en el cementerio de los Inocentes: esta costumbre nos vino de Inglaterra. Aquel espectáculo fue representado en unos cuadros que se colocaron en los cementerios de Dresde, Lubeck, Minden, la Chaise-Dieu, Estrasburgo, y de Blois en Francia: el pincel de Holbein, inmortalizó en Basilea estos regocijos de la tumba.
Esas danzas macabras del grande artista han sido arrebatadas a la vez por la muerte, que no perdona ni aun sus propias locuras: del trabajo de Holbein no han quedado en Basilea más que seis pedazos cortados de las piedras del claustro y colocados en la biblioteca de la universidad. Un dibujo iluminado ha conservado el conjunto de la obra.
Aquellas grotescas figuras en un fondo terrible participan del genio de Shakespeare, miscelánea del género cómico y trágico. Los personajes tienen una expresión muy viva: pobres y ricos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, papas, cardenales, sacerdotes, emperadores, reyes, reinas, príncipes, duques, nobles, magistrados y guerreros, todos se agitan y raciocinan con la muerte y en contra de ella: ninguno la recibe con gusto.
La muerte se encuentra variada hasta lo infinito, pero siempre burlona, lo mismo que la vida que no es más que una arlequinada. Aquella muerte del pintor satírico tiene una pierna menos, como el mendigo de la pierna de madera a quien se acerca, toca un instrumento de cuerdas por detrás de su espalda, como el músico a quien arrebata. No siempre es calva: algunos mechones de cabellos rubios, negros y canosos, caen sobre el cuello del esqueleto, y dándole más animación, le hacen más espantoso. En uno de los lienzos, la muerte parece que tiene carne, es joven casi como un hombre, y tiene asida a una joven que se mira en un espejo. La muerte tiene en su zurrón burlas de un estudiante truhan: corta con unas tijeras la cuerda de un perro que conduce a un ciego, cuando este se encuentra a dos pasos de un hoyo. En otra parte la muerte, con una capa muy corta, se acerca a una de sus victimas haciendo mil gestos. Holbein pudo tomar la idea de esta terrible alegría de la misma naturaleza: entrad en un relicario, y veréis que todas las calaveras parece que se ríen porque enseñan la caja de los dientes: aquella es la risa sin los labios que la rodean y que forman la sonrisa. ¿De qué se ríen? ¿De la nada o de la vida?
La catedral de Basilea, y especialmente sus antiguos claustros, me han gustado mucho. Al recorrer estos últimos, llenos de inscripciones fúnebres, leí los nombres de algunos reformadores. El protestantismo elige muy mal el sitio y pierde el tiempo cuando se coloca en los monumentos católicos: entonces se ve más bien lo que ha destruido, que lo que ha reformado. Aquellos pedantes que pensaban rehacer un cristianismo primitivo, en otro viejo, creador de la sociedad después de quince siglos, no han podido elevar un solo monumento. ¿A qué hubiera este correspondido? ¿Cómo podía hallarse en relación con las costumbres? En tiempo de Lutero y Calvino, los hombres no estaban hechos como ellos: lo estaban como León X, con el genio de Rafael, o como San Luis con el genio gótico: un corto número de ellos no creían nada, los más lo creían todo. Así que las iglesias del protestantismo son salas de escuelas, o no tiene más templos que las catedrales que ha asolado: allí ha establecido su desnudez. Jesucristo y sus apóstoles no se asemejaban sin duda a los griegos y a los romanos de su siglo, pero tampoco iban a reformar un culto antiguo: trataban de establecer una religión nueva y de reemplazar la pluralidad de los dioses con uno solo.
Lucerna, 14 de agosto de 1832.
El camino desde Basilea a Lucerna, por la Argovia, ofrece una serie de valles, algunos de los cuales se parecen al de Argelés, menos en el cielo español de los Pirineos. En Lucerna, las montañas diversamente agrupadas, elevadas, perfiladas y matizadas, terminan retirándose unas detrás de otras y confundiéndose en la perspectiva con las neveras inmediatas del San Gotardo. Si se suprimiesen el Righi y el Pilatos, y solo se conservasen las colinas con la superficie cubierta de yerba que rodean las orillas del lago de los Cuatro cantones, se reproduciría un lago de Italia.
Los arcos del claustro del cementerio que rodea la catedral son como los palcos, desde los que puede disfrutarse del espectáculo. Los monumentos de aquel cementerio tienen en la parte más elevada una cruz con un crucifijo dorado, Con la refracción de los rayos solares son numerosos los puntos luminosos que se desprenden de los sepulcros: de distancia en distancia hay pilas de agua bendita, en las cuales se moja un ramito, con el que se pueden bendecir cenizas amadas. Allí no tenía yo que llorar nada en particular, pero hice descender el rocío lustral, sobre la comunidad silenciosa de los cristianos y mis desgraciados hermanos. Un epitafio me dice: Hodie mihi eras tibi, hoy para mí mañana para ti: otro fuit homo, hubo un hombre: otro Siste viator: abi, viator. Detén el paso caminante, apártate, viaje ro. Y aguardo ese mañana, y habré sido hombre, y como viajero me detengo y me aparto. Apoyado en uno de los arcos de! claustro, he mirado largó tiempo el teatro de las aventuras de Guillermo Tell y de sus compañeros: teatro de la libertad helvética, tan bien cantado y descrito por Schiller y Juan de Muller. Mi vista buscaba en el inmenso cuadro la presencia de los muertos más ilustres, y mis pies hollaban las cenizas más ignoradas.
Al ver los Alpes hace cuatro o cinco años me preguntaba qué iba a buscar en ellos: ¿qué diré, pues, ahora? ¿Qué diré mañana? Desgraciado de mí que no puedo envejecer, y siempre estoy envejeciendo...
Lucerna, 15 de agosto de 1832.
Los capuchinos han ido esta mañana a bendecir las montunas, según acostumbran hacerlo el día de la Asunción. Estos frailes profesan la religión bajo cuya protección nació la independencia suiza, que todavía dura. ¡Qué llegará a ser nuestra moderna libertad maldecida con la bendición de los filósofos y de los verdugos! ... No cuenta todavía cuarenta años y ha sido vendida, revendida y cambiada en todas las esquinas de las calles. Más libertad hay en la capucha de un fraile que bendice los Alpes, que en toda la truhanería de los legisladores de la república, del imperio, de la restauración y de la usurpación de julio.
El viajero francés se enternece y contrista en Suiza, nuestra historia, por una fatalidad para los pueblos de esas regiones, se enlaza demasiado con la suya: la sangre de la Helvecia ha corrido por nosotros y para nosotros: hemos llevado el hierro y el fuego a la cabaña de Guillermo Tell, y hemos hecho tomar parte en nuestras discordias civiles al aldeano guerrero que custodiaba el trono de nuestros reyes. El genio de Thorvaldsen ha fijado el recuerdo del 10 de agosto en la puerta de Lucerna. El león helvético expira atravesado por una flecha, cubriendo con su lánguida cabeza y una de sus patas el escudo de Francia, del que no se descubre más que una de las Uses. ¡La capilla dedicada a las victimas, el bosquecillo de árboles verdes que acompaña al bajo relieve esculpido en la peña, el soldado que pudo escapar de la matanza del 10 de agosto, que enseña a los extranjeros el monumento, la orden escrita de Luis XVI para que los suizos depongan las armas, el frontal del altar ofrecido o regalado por la señora delfina a la capilla expiatoria, y sobre el cual aquel perfecto modelo de dolor bordó la imagen del divino cordero inmolado!... ¿Por qué inescrutable designio la Providencia, después de la última caída del trono de los Borbones, me envía a buscar un asilo junto a ese monumento? Al menos puedo contemplarle sin rubor, puedo poner mi mano débil, pero no perjura, sobre el escudo de Francia, como el león le aprieta con sus poderosas uñas, aunque ya aflojadas por la muerte.
Pues bien, un miembro de la dieta ha propuesto que se destruya ese monumento!... ¿Qué pide la Suiza? ¿La libertad? La goza hace cuatro siglos: ¿la igualdad? la tiene: ¿la república? esa es su forma de gobierno: ¿la rebaja de los impuestos? Apenas paga contribuciones: ¿pues qué es lo que quiere? desea variar: esta ley de los seres. Cuando un pueblo, trasformado por el tiempo, no puede permanecer va lo que ha sido,-el primer síntoma de su enfermedades el odio a lo pasado y a las virtudes de sus padres.
He vuelto desde el monumento del 10 de agosto por el gran puente cubierto, especie de galería de madera colgante sobre el lago. Doscientos treinta y ocho cuadros triangulares, colocados entre los cabrios del techo, adornan esta galería. Son una especie de fastos populares en que la Suiza aprendía la historia de su religión y de su libertad.
He visto las pollas de agua domesticadas; aprecio mucho más las silvestres del estanque o laguna de Combourg.
En la ciudad me ha llamado la atención un coro de voces: salía de la capilla de la Virgen; entré en ella y me creí trasportado a los días de mi infancia. Delante de cuatro altares muy bien adornados, unas mujeres rezaban devotamente con el sacerdote el rosario y la letanía. ¡Era como la oración de la noche a la orilla del mar en mi pobre Bretaña, y yo estaba en las márgenes del lago de Lucerna!.. Una mano misteriosa anudaba de este modo los dos extremos de mi vida para hacerme sentir mejor lo que se había perdido en la cadena de mis años.
En el lago de Lucerna, 16 de agosto de 1832, a mediodía.
Alpes, abatid vuestras cimas, ya no soy digno de vosotros: joven, estaría solitario; viejo, me encuentro aislado: todavía podría pintar bien a la naturaleza, mas ¡para quién! ¿Haría acaso alguien el menor aprecio de mis cuadros? ¿Qué otros brazos más que los del tiempo estrecharían contra su seno, como una especie de recompensa, a mi genio de calva frente? ¿Quién repetiría mis cantos? ¿A qué musa inspiraría? Bajo la bóveda de mis años, como bajo la de los nevados montes que me rodean, ningún rayo del sol llegará a calentarme. ¡Qué lastima es en verdad, el tener que atravesar esos montes con vacilante y fatigado paso, sin que nadie quiera seguirme! ¡Qué desgracia, que no me encuentre libre para andar otra vez errante hasta el fin de mi vida!
Mi barca se ha detenido en una cala junto a una casa situada en la orilla derecha del lago, antes de entrar en el golfo de Uri. He penetrado en el huerto de aquella posada, y me he sentado debajo de dos nogales que resguardan un establo. Delante de mí, un poco a la derecha, en la orilla opuesta del lago, se despliega la aldea de Schwitz, entre jardines, y los planos inclinados de esos pastos llamados Alpes en el país: la domina un peñasco cortado por su parte superior en semicírculo, y cuyas dos puntas, el Mythen y el Haken (la mitra y el báculo) toman el nombre de su forma. Aquel capitel, de figura de media luna, descansa en los céspedes, como la corona de la independencia helvética en la cabeza de un pueblo de pastores. En derredor mío reina el silencio más profundo, interrumpido únicamente de cuando en cuando por el ruido de las campanillas de dos becerras que se han quedado en la una da inmediata: ese sonido parece anunciarme la gloria de la pastoril libertad que Schwitz ha dado juntamente con su nombre a todo un pueblo: un pequeño territorio inmediato a Nápoles, llamado Italia, ha comunicado también su nombre a la patria aunque con derechos menos sagrados.
Volvemos a emprender la marcha; y entramos en el golfo o lago de Uri. Las montañas van elevándose y oscureciéndose: he ahí la cima del Gruttli cubierta de yerba, y las tres fuentes en que Furst, Ander Halden y Stauffacher juraron dar la libertad a su país: he ahí al pie del Achsenberg, la capilla que señala el sitio en donde Tell, saltando de la barca de Gessler, la rechazó con el pie al medio de las olas.
Pero Tell y sus compañeros ¿han por ventura existido? ¿No pudieran ser personajes del Norte producidos por los cantos de los Scaldas, cuyas tradiciones heroicas vuelven a encontrarse en las playas de la Suecia? ¿Los suizos, son en el día lo que eran en la época de la conquista de su independencia? ¿Esos senderos de osos veían a Tell y sus compañeros saltar con el arco en la mano de abismo en abismo: yo mismo soy un viajero en armonía con estos lugares?
Felizmente nos sorprende una tempestad. Fondeamos en un puertecillo a algunos pasos de la capilla de Tell: siempre es el mismo Dios el que desencadena los huracanes, y la misma confianza en ese Dios la que tranquiliza a los hombres. Como en otro tiempo, al atravesar el Océano, los lagos de la América y los mares de la Grecia y de la Siria, escribo en un papel mojado. Las nubes, las olas, los truenos se enlazan mejor con el recuerdo de la antigua libertad de los Alpes, que la voz de esa naturaleza afeminada y degenerada que mi siglo ha colocado a pesar mío en mi seno.
He desembarcado en Fluelen y llegado a Altorf, pero la falla de caballos va a detenerme una noche al pie del Bamberg. Aquí fue donde Guillermo Tell atravesó la manzana sobre la cabeza de su hijo: la distancia del tiro, era la que media entre estas dos fuentes. Creamos, a pesar de la historia referida por Saxon el Gramático, y que he citado en mi Ensayo sobre las revoluciones: tengamos fe en la religión y en la libertad, las dos únicas cosas grandes del hombre: la gloria y el poder son deslumbradores pero no grandes.
Mañana, desde lo alto de San Gotardo, saludaré de nuevo a esa Italia, que ya saludé desde la cima del Simplón y del monte Cenis. ¿Pero a qué conduce esa última mirada sobre las regiones del Mediodía y de la aurora? El pino de los ventisqueros no puede descender a colocarse entre los naranjos que ve por debajo de él en los floridos valles.
Vuelve a comenzar la tempestad: los relámpagos iluminan los peñascos, los ecos se aumentan y prolongan el estruendo de los truenos. Los mugidos del Schoechen y del Reuss reciben al bardo de la Armórica. Hace largo tiempo que no me he encontrado tan solo ni tan libre: no hay nada en la habitación en donde estoy encerrado: dos camas para un viajero que ni tiene amores con que halagar su pensamiento, ni sueños que le distraigan. Esas montañas, esa tempestad, y esa noche son tesoros perdidos para mí. Sin embargo, ¡Cuánta vida siento en el fondo de mi alma!.. Jamás, cuando la sangre más ardiente circulaba desde el corazón a mis venas, he hablado el lenguaje de las pasiones con tanta energía como podría hacerlo en este momento. Me parece que veo salir de las laderas de San Gotardo una sílfide de los bosques de Combourg. ¿Vuelves a buscarme, fantasma encantadora de mi juventud? ¿Te compadeces de mí? Ya lo ves, no he tenido más mudanza que en el rostro: siempre quimérico y devorado por un fuego sin causa y sin pábulo. Salgo del mundo, y entraba en él cuando te cree en un momento de éxtasis y de delirio. He aquí la hora en que yo te invocaba en mi torre: todavía puedo abrir mi ventana y dejarte entrar. Si no estás contenta con las gracias que te he prodigado, te adornaré con otras, cien veces más seductoras: mi paleta no se ha inutilizado; he visto mayor número de beldades y sé pintar mejor. Ven asentarte sobre mis rodillas: no te asusten mis caballos, acarícialos con tus dedos de hada o de sombra: que vuelvan a ennegrecerse con tus besos. ¡Esta cabeza, que la caída de sus cabellos no ha hecho más sabia, es tan loca como cuando yo te di el ser, hija primogénita de mis ilusiones, dulce fruto de mis misteriosos amores con mi primera soledad! ¡Ven, subiremos todavía juntos a nuestras nubes, surcaremos el aire con el rayo, iluminaremos y abrasaremos los precipicios, a donde pasaré mañana! ¡Ven! llévame como otras veces, pero no me vuelvas a traer.
Llaman a mi puerta: ¡no eres tú! ¡es el guía! Han llegado los caballos; es preciso partir. De este sueño no queda más que la lluvia, el viento y yo, sueño sin fin, tempestad eterna.
17 de agosto de 1832. (Amsteg).
Desde Altorf a aquí solo hay un valle entre montañas muy unidas, como se ve por todas partes; por medio corre el Reuss. En la posada del Ciervo he encontrado un estudiante alemán que viene de los ventisqueros del Ródano, el cual me dijo: «¿Fous fenir di Altorf ce madin? ¡Allez fite! ¿Habéis salido de Altorf esta mañana? andad aprisa.» Creía que iba a pie como él, pero viendo después mi carruaje. «¡Oh! caballos, dijo, eso es otra cosa.» Si el estudiante quisiese cambiar sus juveniles piernas por mi carruaje y mi carro de gloria que es todavía mucho peor, ¡con qué placer tomaría su bastón, su blusa gris y su barba rubia! Me iría con ellas a los ventisqueros del Ródano; hablaría la lengua de Schiller a mi querida, y soñaría con la libertad germánica: él caminaría envejecido como el tiempo, fastidiado como un muerto, desengañado por la experiencia, colgándose al cuello, como si fuese un cencerro, un ruido, del que al cabo de un cuarto de hora se encontraría más cansado que del estrépito de las aguas del Reuss. No se efectuará el cambio; un acostumbro a hacer tratos ventajosos para mi. El estudiante prosigue su marcha, y me dice quitándose y volviéndose a poner su gorra teutónica con una pequeña inclinación de cabeza: «Permitidme.» He aquí otra sombra que se desvanece. El estudiante ignora mi nombre, me ha encontrado y no lo sabrá nunca: me complazco con esta idea; aspiro a la oscuridad con más ardor que en otro tiempo deseaba la luz; esta me incomoda porque ilumina mis miserias, o porque me manifiesta objetos de que ya no puedo gozar: me apresuro a entregar la antorcha a mi vecino.
Tres mozalbetes se divierten en tirar al blanco con la ballesta: Guillermo Tell y Gessler se encuentran por todas partes. Los pueblos libres conservan la memoria de los fundadores de su independencia. Preguntad a un pobre de Francia si ha lanzado la segur en memoria del rey Hlowigh, o Klodwig o Clodoveo.
Camino de San Gotardo.
Al salir de Amsteg, el nuevo camino del San Gotardo forma muchas revueltas por espacio de dos leguas, acercándose unas veces al Reuss, y apartándose otras cuando el torrente se ensancha. Sobre los relieves perpendiculares del paisaje se ven laderas rasas o cubiertas de hayas, picos que se elevan hasta las nubes, especies de cúpulas llenas de hielo, cimas peladas hoque conservan algunos trozos con nieve como si fuesen mechones de canas: en el valle puentes, columnas de madera ennegrecidas, nogueras y árboles frutales, que ganan en el lujo de sus ramas y su hojas lo que sus frutas pierden en suculencia. La naturaleza de los Alpes convierten en silvestres a aquellos árboles, la savia se abre paso a pesar de la púa del injerto: un carácter enérgico rompe los lazos de la civilización.
Un poco más arriba, en el borde derecho del Reuss, la escena cambia completamente: el río corre formando cascadas por un cauce pedregoso, por entre una doble y triple hilera de pinos, este es el valle del puente de España en Canterets. En los lienzos de las montañas vegetan los alerces en las puntas de la peña viva; asegurados con sus raíces resisten el furioso embate de las tempestades.
En el camino solo algunos pedazos de tierra sembrados de patatas manifiestan la presencia del hombre en aquellos sitios: es necesario que coma y que ande; este es el resumen de su historia. Los rebaños no se dejan ver, porque se hallan confinados a los pastos de las regiones superiores: no se encuentra ave alguna; no se trata de águilas: la grande águila cayó en el Océano al pasar por Santa Elena; no hay vuelo por elevado y fuerte que sea, que no se debilite en la inmensidad de los cielos. El aguilucho real acaba de morir: habíannos anunciado otras águilas de julio de 1830, pero sin duda han descendido de su elevada región para anidar con los pichones: jamás arrebatarán cabras monteses con sus garras: debilitada con el doméstico resplandor su temerosa mirada, jamás contemplará desde la cima del San Gotardo el libre y brillante sol de la gloria de la Francia.
Valle de Schoellenen.—Puente del Diablo.
Después de atravesar el puente del Salto del sacerdote, y de dar vuelta a la aldea de Wassen, se sigue otra vez por la orilla derecha del Reuss: por una y otra orilla salta la blanca espuma de las cascadas sobre los céspedes tendidos como una verde alfombra por el camino que atraviesa el viaje ro. Por un desfiladero se ve el ventisquero de Ranz, que se enlaza con los de la Furca. Por último, se entra en el valle de Schcellenen, en donde principia la primera subida del San Gotardo. Este valle tiene unos dos mil pies de profundidad y se halla encajonado en un peñasco granítico: sus gigantescas paredes parece van a desplomarse. Las montañas no presentan más que sus laderas y sus crestas ardientes y enrojecidas. El Reuss se precipita con estruendo por su alveo vertical lleno de piedras. Un pedazo de torreón atestigua otro tiempo, como la naturaleza revela aquí siglos de que no hay memoria. Sostenido en el aire por machones a lo largo de las masas graníticas, el camino, torrente inmóvil, circula paralelo al torrente movible del Reuss. Por acá y por allí, algunas bóvedas de fábrica preservan al viajero de los aludes o masas de nieve que se desprenden, se anda todavía un poco por un callejón tortuoso en forma de embudo, y de repente en una de las espirales de aquella especie de concha se presenta a la vista del viajero el puente del diablo.
Este puente corta en el día el moderno mucho más elevado, construido detrás de él, y que le domina enteramente: el puente antiguo, alterado de este modo, no parece ya más que un corto acueducto de dos cuerpos. El puente nuevo, cuando se llega por la parte de la Suiza oculta la calcada. Para gozar de los colores del iris y de los cambiantes que forma la cascada, es preciso colocarse sobre el puente; pero cuando se ha visto la catarata del Niágara, ya no hay saltos de agua. Mi memoria opone incesantemente mis viajes unos a otros, montañas a montañas, ríos a ríos, bosques a bosques, y mi vida destruye mi vida. Lo mismo me sucede con respecto a las sociedades y a los hombres.
Los caminos modernos de que es un modelo el del Simplón no producen el efecto pintoresco de los antiguos. Estos últimos, más atrevidos y más naturales, no superaban ninguna dificultad, no se apartaban del curso de los torrentes, subían y bajaban según el terreno, trepaban por los peñascos, se sumergían, por decirlo así, en los precipicios, pasaban por debajo de los ventisqueros, y no quitaban el placer de la imaginación ni la alegría de los peligros. El antiguo camino del San Gotardo, por ejemplo, era mucho más expuesto que el actual. El puente del diablo merecía muy bien su nombradla, cuando al llegar a él se veía por encima la cascada del Reuss, y trazaba un arco oscuro o más bien un sendero estrecho, al través del brillante vapor de la caída o golpe del agua. Después, al extremo del puente, el camino estaba cortado a pico para llegar a fe capilla cuyas ruinas se descubren todavía. Por lo menos los habitantes de Uri han tenido la piadosa idea de construir otra capilla junto a la cascada.
Por último, los que antiguamente atravesaban los Alpes no eran hombres como nosotros, eran hordas de bárbaros o legiones romanas. Eran caravanas de mercaderes, caballeros, condottieri, prácticos, peregrinos, prelados y monjes. Refiéranse aventuras extrañas: ¿quién había construido el puente del diablo? ¿quién había precipitado en la pradera de Wasen el peñasco del diablo? Por todas partes se elevaban castillejos, cruces, oratorios, monasterios y ermitas, que conservaban la memoria de una invasión, de un encuentro, de un milagro, o de una desgracia. Cada tribu montañesa conservaba también su lengua, su trago, sus costumbres y sus usos. No se encontraba, es cierto, una excelente posada en un desierto: no se bebía en ella vino de Champaña, ni se leía la gaceta, y si había más ladrones en el San Gotardo, abundaban menos los bribones en la sociedad. ¡Cuán hermosa es la civilización!... pues bien, yo abandono esa perla a cualquiera lapidario.
Suwaroff y sus soldados han sido los últimos viajeros que han atravesado este desfiladero, a la conclusión del cual encontraron a Massena.
El San Gotardo.
Después de atravesar el puente del Diablo y la galería de Urnerloch, se llega a los prados de Ursern, que terminan en ángulos entrantes y salientes en forma de estrella, como las piedras de un antiguo circo. El Reuss corre mansamente por medio de aquel terreno cubierto de verde yerba: él contraste es sorprendente: del mismo modo la sociedad aparece tranquila antes y después de las revoluciones: los hombres y los imperios duermen a dos pasos del abismo en donde van a caer.
En el pueblecito del Hospital comienza la segunda cuesta que llega hasta la cima del San Gotardo, invadida por masas de granito. Estas se hallan festoneadas en su cúspide por algunas guirnaldas de nieve, que se asemejan a las olas fijas y espumosas de un Océano de piedra, sobre las cuales el hombre ha dejado marcadas sus huellas.
Al pie del monte modula y entre cañas sin fin,
Altivo con sus aguas, tranquilo sale el Rin.
En la ladeada urna sus brazos apoyando
Duerme, mientras sus ondas se escapan susurrando.
Estos versos han sido sin duda inspirados por los ríos de mármol de Versalles: el Rin no nace entre cañaverales: sale de entre las nieves, su urna, o más bien sus urnas, son de hielo: su origen es el mismo que el de esos pueblos del Norte, de quienes llegó a ser el río adoptivo y el límite de sus expediciones guerreras. El Rin nace en el San Gotardo, en el cantón de los Grisones, y vierte sus aguas en el mar de Holanda, de la Noruega y de la Inglaterra: el Ródano, hijo también del San Gotardo, paga su tributo al Neptuno de la España, de la Italia y de la Grecia: nieves estériles forman los depósitos de la fecundidad del mundo antiguo y del moderno
Dos lagunas, que se encuentran en la meseta del San Gotardo, son los manantiales del Tessino y del Reuss. El del Reuss está menos elevado que el del Tessino, por manera, que abriendo un canal de algunos centenares de pasos se introduciría a este último río en Reuss. Si se repitiera la misma operación con los principales afluentes de estas aguas, se producirían metamorfosis en la parte baja de los Alpes. Un montañés puede tener el gusto de suprimir un río y de fertilizar o esterilizar un país: he aquí una cosa que debe abatir el orgullo del poder.
Es asombroso el ver al Reuss y al Tessino decirse un eterno adiós, y emprender caminos opuestos por las dos vertientes del San Gotardo: sus cunas casi se tocan: sus destinos se hallan separados: van a buscar tierras y un sol diferente; pero sus madres, siempre unidas, no cesan de alimentar desde su encumbrada soledad a sus desunidas hijos.
Antiguamente había en el San Gotardo una hospedería servida por capuchinos: ya solo se ven las ruinas: ya no queda más vestigio de la religión que una cruz de madera carcomida con su crucifijo: Dios permanece cuando los hombres se retiran.
En la desierta meseta del San Gotardo concluyo un mundo y comienza otro: los nombres italianos reemplazan a los germánicos. Dejo a mi compañero el Reuss, que remontándole me había conducido desde el lago de Lucerna, para bajar al lago de Lugano, con mi nuevo guía, el Tessino.
El San Gotardo es tan escarpado por la parte de Italia, como si le hubiesen cortado a pico: el camino que penetra en el Val-Tremola honra sobremanera al ingeniero que se vio obligado a delinearle en la garganta más estrecha. Mirado desde lo alto, este camino se asemeja a una cinta arrollada: mirado desde abajo, los machones que sostienen los terraplenes, hacen el mismo efecto que las obras de una fortaleza, o imitan a los diques que se levantan unos sobre otros para impedir la invasión de las aguas. Algunas veces También, en la doble fila de los guardarruedas colocados con regularidad en ¡os dos lados del camino, parece descubrirse una columna de soldados, que van bajando los Alpes para invadir otra vez la desgraciada Italia.
Sábado 18 de agosto de 1832. (Lugano).
He pasado de noche por Airolo, Bellinzona, y la Val-Levantina: no he visto el terreno, solo he oído los torrentes. En el cielo, las estrellas se elevaban sobre las cúpulas y agujas de las montañas. La luna no estaba aun en el horizonte, pero no tardó mucho en aparecer precedida de una suave claridad que fue disipándose por grados, como las glorias de que los pintores del siglo XIV rodeaban la cabeza de la Virgen: por último, se presentó reducida a la cuarta parle de su disco, por encima de la dentellada cumbre del Furca: sus puntas parecían alas; hubiérase creído que era una paloma blanca que había abandonado su nido colocado en las rocas: con su debilitada luz, que por lo mismo era más misteriosa, el astro de la noche me descubrió el lago Mayor al extremo de la Val-Levantina. Dos veces había visto ya aquel lago: una al dirigirme al congreso de Verona, y otra al ir de embajador a Roma. Entonces le contemplaba a la claridad del sol en el camino de las prosperidades: ahora por el contrario, le miraba de noche, desde la orilla opuesta, en el sendero del infortunio. Entre mis viajes, separados únicamente por algunos años, había por lo menos una monarquía de catorce siglos.
No se crea por esto que yo me opongo abiertamente a esas revoluciones políticas. Al restituirme la libertad, me han devuelto mi propia naturaleza. Todavía tengo bastante savia para reproducir mis sueños, y bastante fuego para anudar mis relaciones con la criatura imaginaria de mis deseos. El tiempo y el mundo que he atravesado no han sido para mí más que una doble soledad, en la que me he conservado tal como el cielo me había formado. ¿Por qué me he de quejar de la rapidez de los días, pues que he vivido en una hora tanto como otros en un año?
Descripción de Lugano.
Lugano es una pequeña población de aspecto italiano: en ella se ven pórticos como en Bolonia, pueblo que habita en la calle como en Nápoles, arquitectura el renacimiento, tejados sin cornisas, ventanas estrechas y largas, lisas o adornadas con un capitel y horadadas hasta en el arquitrabe. La ciudad está arrimada a un collado plantado de viñedos, al cual dominan dos planos de montañas, colocados uno sobre otro, de pastos el primero y de bosques el segundo; a sus pies se halla el lago.
En la cima más elevada de una montaña, al Este de Lugano, existe una aldea, cuyas mujeres corpulentas y blancas están reputadas como circasianas, a víspera de mi llegada era la fiesta de aquella aldea, y la mayor parte de los habitantes habían ido a aquella romería: sin duda alguna, esa tribu será un resto de la raza de los barbaros del Norte, que se ha conservado sin mezcla, sobre las poblaciones de la llanura.
Condujéronme a las diferentes casas que me indicaron podrían convenirme: encontré una muy bonita, pero el alquiler era demasiado caro.
Para ver mejor el lago, me embarqué en él. Uno de mis dos barqueros hablaba una jerga franco-italiana, mezclada con algunas palabras inglesas. Me iba nombrando las montañas y los pueblos: San Salvador, desde cuya cima se descubre la cúpula de la catedral de Milán: Castagnola, con sus olivos, de los que los extranjeros suelen cortar un ramito que colocan en su ojal: Gandria, limite del cantón del Tessino a orillas del lago: San Jorge, con su ermita: cada uno de estos sitios tenía su historia.
El Austria, que todo se lo apropia y no da nada, conserva al pie del monte Caprino un pueblecito enclavado en el territorio del Tessino. Enfrente, al otro lado, y al pie de San Salvador, posee también una especie de promontorio sobre el cual hay una capilla; pero ha prestado gratuitamente aquel terreno a los luganeses para que levanten en él horcas y ejecuten a los criminales. Algún día alegará aquellos actos de justicia, ejercidos con permiso suyo en su territorio, como una prueba de su soberanía en Lugano. Ahora no ahorcan ya a los delincuentes, los decapitan: París ha suministrado el instrumento: Viena el teatro del suplicio: regalos por cierto dignos de dos grandes monarquías.
Perseguíanme estas imágenes, cuando sobre la azulada ola, con el soplo de la brisa, perfumado con el ámbar de los pinos, pasaron las barcas de una cofradía que arrojaba ramilletes al lago, al sonido de oboes y otros instrumentos. Las golondrinas revoloteaban alrededor de mi barca. Entre esas viajeras, ¿no reconoceré a las que encontré una larde errantes por la antigua vía de Tibur y de la casa de Horacio? La Lidia del poeta no estaba entonces con esas golondrinas del campo de Tibur: pero sabía que en aquel mismo momento otra joven tomaba furtivamente una rosa colocada en el abandonado jardín de una villa, de Rafael, y no buscaba más que aquella flor en las ruinas de Roma.
Como las montañas que rodean el lago de Lugano no reúnen sus bases más que a nivel del lago.se asemejan a islas separadas por estrechos canales: me recordaron la gracia, la forma y el verdor del archipiélago de las Azores. Consumiría, pues, el destierro de mis últimos días bajo aquellos risueños pórticos en que la princesa de Belgiojoso ha dejado caer algunos días del destierro de su juventud? ¿Concluiría mis Memorias a la entrada de esa tierra clásica e histórica en donde cantaron Virgilio y el Tasso, y en donde se han efectuado tantas revoluciones? ¿Recordaré mi destino bretón a vista de esas montanas ausónicas? ¿Si levantasen su velo me descubrirían las llanuras de la Lombardía, Roma, Nápoles, la Sicilia, Grecia, la Siria, el Egipto, Cartago, riberas lejanas que he medido, yo que no poseo el espacio de tierra que huello con mí planta? ¿Pero he de morir, he de concluir aquí? ¿No es eso lo que busco, lo que quiero? No sé nada.
Las montañas.— Correrías alrededor de Lucerna.— Clara Wendel.— Oraciones de los habitantes del país.
Lucerna, 20, 21 y 22 de agosto de 1832.
He dejado a Lugano sin pernoctar en él: he vuelto a pasar el San Gotardo, y a ver lo que había visto: no he tenido que rectificar nada en mis apuntes. En Altorf todo había cambiado en veinte y cuatro horas: ya no había tempestad ni aparición en mi habitación solitaria. He pasado la noche en la posada de Fluelen, después de recorrer dos veces el camino cuyas extremidades llegan hasta dos lagos, y en las que se encuentran dos pueblos enlazados por un mismo nudo político, pero separados bajo todos los demás conceptos. He atravesado el lago de Lucerna que ha perdido a mis ojos una parte de su mérito: es con respecto al lago de Lugano, lo que las ruinas de Roma, comparadas con las de Atenas, y los campos de la Sicilia con los jardines de Armida,
Además, aun cuando haga todos los esfuerzos imaginables para llegar a la exaltación alpina de los escritores de montaña, pierdo el tiempo y el trabajo.
En lo físico, ese aire puro y balsámico que debe reanimar mis fuerzas, dilatar mi sangre, despejar mi fatigada cabeza, darme un apetito insaciable, y un sueño tranquilo, no produce en mi ninguno de esos efectos. No respiro mejor, mi sangre no circula con más rapidez, y mi cabeza no está menos pesada bajo el cielo de los Alpes, que en París. Tanto apetito tengo en los Campos Elíseos como en Montauvers: tan bien duermo en la calle de Santo Domingo como en el monte San Gotardo.
En lo moral, en vano he escalado los peñascos, mi espíritu no se vuelve por eso más elevado, ni mi alma más pura: llevo conmigo los cuidados y penalidades de la tierra, y las torpezas humanas. La calma de la región sublunar de una marmota no se comunica a mis despiertos sentidos. Aunque soy un miserable por entre las nieblas que ruedan por debajo de mis pies descubro siempre la figura del mundo. Mil toesas subidas por el espacio no alteran en nada para mí a la vista del cielo: Dios me parece tan grande desde la cima de una montaña, como desde el fondo de un valle. Si para llegar a ser un hombre robusto, un santo, un talento superior no es necesario más que remontarse hasta las nubes, ¿porqué tantos enfermos, incrédulos e imbéciles, no se toman el trabajo de trepar por el Simplón? Seguramente deben encontrarse muy bien con sus enfermedades.
El paisaje le crea el sol; la luz es la que le forma. Un arenal de Cartago, un matorral de la ribera de Sorrento, y una hilera de cañas secas de la campiña de Roma, son más magníficos, iluminados por el crepúsculo de la tarde o de la aurora, que todos los Alpes de este lado de las Galias. Desde esos agujeros llamados valles, en donde apenas se ve al medio día: desde esas altas mamparas al áncora, llamadas montañas: desde esos sucios torrentes que braman con las vacas de sus orillas, ¿qué es lo que se saca en último resultado? un poco de heno.
Si las montañas de nuestros climas pueden justificar los elogios de sus admiradores, solo es cuando se hallan envueltas en las tinieblas de la noche cuyo caos aumentan: sus ángulos, sus resaltos, sus grandes líneas y sus sombras inmensas producen grande efecto con la claridad de la luna. Los astros las graban en el cielo representando pirámides, conos, obeliscos y otras figuras: unas veces las cubren con un velo de gasa, y las matizan con un colorido indeterminado en que domina siempre un ligero azul: otras las van esculpiendo una a una, separándolas con rasgos de suma corrección. Cada valle, cada garganta, con sus lagos, sus peñasecos y sus bosques, llega a ser un templo de silencio y de soledad. En invierno las montañas nos presentan la imagen de las zonas polares: en otoño, bajo un cielo encapotado, en sus diferentes matices de tinieblas, se asemejan a litografías cenicientas y negras: la tempestad las sienta bien, como igualmente los vapores, medio nieblas y medio nube?, que ruedan a sus pies, o se suspenden en sus faldas.
¿Pero las montañas no son favorables a las meditaciones, a la independencia y a la poesía? Unas soledades bellas y profundas, mezcladas con la vista del mar, ¿no reciben nada del alma, no añaden nada a su deleite? Una naturaleza sublime, ¿no nos hace susceptibles de pasión, y esta no nos hace comprender mejor la sublimidad de la naturaleza? Un amor íntimo, ¿no se aumenta con el amor vago de todas las bellezas de los sentidos y de la inteligencia que le rodean, como los principios semejantes se atraen y se confunden? El sentimiento de lo infinito, entrando por un inmenso espectáculo en un sentimiento limitado, ¿no le aumenta, no le extiende hasta los límites en donde comienza una eternidad de vida?
Reconozco todo esto; pero entendámonos: las montañas no existen entonces tales como creemos verlas: las montañas son como las pasiones: el talento y la poesía han trazado sus delineamientos, dado colorido a los cielos, las nieves, las crestas, las cascadas, la atmósfera y las sombras tiernas y ligeras: el paisaje está en la paleta de Claudio el Lorenés, y no en el Campo Vaccino. Hacedme amar, y veréis que un manzano aislado, azotado por el viento y derribado en medio de los sembrados de la Beauce; una flor de espadaña en una laguna; un arroyuelo en un camino; un musgo, un helecho, una capilar en la falda de una roca; un ciclo nebuloso; un paro en un jardín; una golondrina que vuela muy baja en un día lluvioso por los claustros de un convento o por el corralón de una casa de campo; y hasta un murciélago que reemplace a la golondrina en derredor de un campanario campestre agitando sus alas de gasa en los últimos resplandores del crepúsculo: todas estas cosas, unidas a algunos recuerdos, participarán del misterioso encanto de mi felicidad o de la tristeza de mis pesares. En definitiva, la juventud y las personas son las que hacen deliciosos algunos sitios. Los hielos de la bahía de Baffin pueden ser risueños con una compañía agradable al corazón, y las orillas del Ohio y del Ganges enojosas cuando no hay afecto. Un poeta ha dicho:
La patria se halla en los sitios en que el alma está encadenada. Lo mismo sucede exactamente con la belleza.
Ya hemos discurrido bastante acerca de las montañas: las amo como grandes soledades y como marco de un hermoso cuadro: las amo como baluarte y asilo de la libertad: las quiero porque añaden algo de lo infinito a las pasiones del alma; he aquí cuanto verdadera y equitativamente puede decirse en favor de ellas. Si no debo fijarme al otro lado del San Gotardo, mi viaje por los Alpes será un hecho sin enlace, una vista aislada en la pintura de mis Memorias: apagaré mi lámpara, y Lugano volverá a quedar en la oscuridad.
Apenas llegué a Lucerna, corrí con presteza otra vez a la catedral, a la Hofkirche, construida en el sitio que ocupaba una capilla dedicada a San Nicolás, patrón de los marineros: esta capilla primitiva servía también de faro, porque durante la noche se la veía iluminada de una manera sobrenatural. Misioneros irlandeses fueron los que predicaron el Evangelio en la región casi desierta de Lucerna, y llevaron a ella la libertad de que desgraciadamente no ha gozado su patria. Cuando volvía a la catedral un hombre estaba cavando una huesa; concluíanse los oficios en derredor de un féretro, y una joven hacia que bendijesen en un altar una gorra de niño: la colocó con una expresión visible de alegría en una cesta que llevaba en el brazo, y marchó cargada con su tesoro. Al día siguiente he encontrado tapado el hoyo en el cementerio, colocada una vasija con agua bendita sobre la humedecida tierra, y sembrado hinojo para los pajarillos: estaban ya solos junto a aquel muerto de una noche. He hecho algunas correrías alrededor de Lucerna por entre pinares magníficos. Las abejas, cuyas colmenas están colocadas sobre las puertas de las casas de campo, protegidas por unos techos prolongados, habitan con los aldeanos. He visto ir a misa a la famosa Clara Wendel, detrás de sus compañeras de cautiverio con su traje de presa. Su fisonomía es bastante común: la he encontrado el aire de esas necias de Francia, que presenciaban tantos asesinatos sin ser por eso más distinguidas que una bestia feroz, a pesar de que se quiera atribuirlas la teoría del crimen y la admiración de los degüellos. Un cazador armado con una carabina conduce aquí a los presidiarios a los trabajos, y los vuelve a llevar al presidio.
Esta tarde he dirigido mi paseo por la orilla del Reuss, hasta una capilla que se encuentra en el mismo camino. Súbese a ella por un pequeño pórtico italiano. Desde este pórtico veía a un sacerdote arrodillado haciendo oración en el interior del santuario, mientras los últimos rayos del sol doraban las cimas de las montañas. Al regresar a Lucerna he oído a las mujeres rezar el rosario en las cabañas: la voz de los niños respondía a la adoración maternal. Me he detenido a escuchar aquellas palabras dirigidas a Dios desde el fondo de una choza. La hermosa y elegante joven que me sirve en el Águila de Oro, suele rezar también al correr las cortinas de los balcones de mi cuarto. Al entrar le doy algunas flores que he recogido: me dice ruborizándose y llevándose suavemente la mano al pecho: «¿Para mí?» y yo la contesto: «Para vos.» nuestra conversación no pasa más adelante.
Mr. A. Dumas.— Mad. de Colbert.— Carta de Mr. de Beranger.
Lucerna, 26 de agosto de 1832.
Mad. de Chateaubriand no ha llegado aun: voy a hacer una excursión a Constanza. He aquí a monsieur A. Dumas; ya le había visto en casa de David, mientras vaciaban su molde en el taller del gran escultor. Mad. de Colbert, con su hija Mad. de Brancas, atraviesan también por Lucerna 2. En casa de Mad. Colbert, en Beauce, escribí hace cerca de veinte años en mis Memorias la historia de mi juventud en Combourg. Parece que los lugares viajan conmigo; son tan movibles y tan fugitivos como mi vida.
El correo de la mala me ha traído una carta de Mr. de Beranger, en contestación a la que le escribí al salir de París: esta carta ha sido impreca ya en una nota, con una carta de Mr. Carrel, en el Congreso de Verona.
Zúrich.— Constanza.— Mad. Recamier.
Yendo desde Lucerna a Constanza, se pasa por Zúrich y Winterthur. Nada me ha agradado en Zúrich, excepto la memoria de Lavater y de Gessner, los árboles de una explanada que domina los lagos, el curso del Limath, un cuervo y un olmo viejos: aprecio más esto que todo lo pasado histórico de Zúrich, y aun la misma batalla. Napoleón y sus capitanes de victoria en victoria han conducido a los rusos a París.
Winterthur es un pueblecillo nuevo e industrial, o más bien una calle larga y limpia. Constanza parece que no pertenece a nadie: se halla abierta a todo el mundo. He entrado en ella el 27 de agosto, sin encontrar un dependiente del resguardo, un soldado, ni nadie queme pidiese el pasaporte.
Mad. Recamier había llegado ya hacia dos días para visitar a la reina de Holanda. Esperaba a madama de Chateaubriand que venia a reunirse conmigo en Lucerna. Me proponia examinar si seria preferible lijarnos desde luego en Suavia, sin perjuicio de pasar después a Italia.
En la ciudad de Constanza teníamos una posada muy alegre: hacíanse en ella los preparativos para una boda. Al día siguiente de mi llegada, Mad. Recamier quiso librarse de la algazara de los patrones: nos embarcamos en el lago, y atravesando la cascada de donde sale el Rin para convertirse en ríos, llegamos a un parque.
Saltamos en tierra, atravesamos un vallado de sauces, y al otro lado encontramos una calle enarenada y entapizada de césped, con bosquecillos de arbustos y algunos grupos de árboles. En el centro de los jardines se elevaba un elegante pabellón, y una magnifica villa estaba situada junto a una árboleda. Observé en la yerba algunas señales siempre melancólicas para mi a causa de las reminiscencias de mis diversos y numerosos otoños. Nos paseamos a la ventura, y después nos sentamos en un banco a la orilla del agua. Del pabellón salieron unos armoniosos sonidos de arpa y otro instrumento, que cesaron cuando encantados comenzábamos a escucharlos: aquella escena se parecía a un cuento de hadas. No prosiguiendo las armonías, leí a Mad. Recamier mi descripción del San Gotardo; me rogó escribiese algo en su libro de memorias, ya medio llenas con los pormenores de la muerte de J J. Rousseau. Por debajo de estas últimas palabras del autor de Eloísa: «Esposa, abridme la ventana, que vea otra vez el sol,» escribí estas líneas con lápiz: Lo que quería en el lago de Lucerna, lo he encontrado en el de Constanza, el encanto y la inteligencia de la hermosura. No quiero morir como Rousseau: quiero ver todavía largo tiempo el sol, si he de concluir mi vida a vuestro lado, que espiren mis días a vuestros pies como esas olas, cuyo murmullo nos es tan agradable.— 28 de agosto d«1832.
El azul del lago brillaba por detrás de las espesas hojas: en el horizonte de! Mediodía se agrupaban las tilmas de los Alpes de los Grisones: la brisa que atravesaba por entre los sauces guardaba una semejanza perfecta con el movimiento de las olas: no veíamos a nadie: no sabíamos en donde estábamos.
La señora duquesa de Saint-Leu.
Al volver a entrar en Constanza, hemos visto a la señora duquesa de Saint-Leu y su hijo Luis Napoleón, salían al encuentro de Mad. Recamier. En tiempo del imperio no había visto yo a la reina de Holanda. Sabía que se había mostrado muy generosa cuando hice mi dimisión de resultas de la muerte del duque de Enghien, y cuando procuré salvar a mi primo Armando. Hallándome de embajador en Roma, en tiempo de la restauración, no había tenido con la señora duquesa de Saint-Leu más relaciones que las que exige la buena educación: como yo no podía presentarme en su casa, permití a los secretarios y agregados que la visitasen cuando gustasen, y convidé al cardenal Fesch a una comida diplomática de cardenales. Después de la última caída de la restauración, la casualidad me había hecho cambiar algunas cartas con la reina Hortensia y el príncipe Luis. Estas cartas son un monumento bastante singular de las grandezas desvanecidas: helas aquí :
Mad. de Saint-Leu, después de leer la última carta de Mr. de Chateaubriand.
«Arenenberg, 15 de octubre de 1831.
«Mr. de Chateaubriand tiene demasiado talento para que no deje de comprender toda la extensión da el del emperador Napoleón. Pero su brillante imaginación necesitaba algo más que la admiración: recuerdos de la juventud y una fortuna ilustre impresionaron su corazón, dedicó enteramente a ellos su persona y su talento, y como el poeta, que comunica a todo el sentimiento de que se halla animado, revistió lo que amaba de los rasgos que debía inflamar su entusiasmo. La ingratitud no le desalentó, porque la desgracia era la que merecía sus simpatías. Sin embargo, su entendimiento, su razón y sus sentimientos verdaderamente franceses, le han hecho, a pesar suyo, el antagonista de su partido. De los antiguos tiempos solo aprecia el honor que hace fieles a los hombres, la religión que los hace sabios, la gloria de su patria que constituye la fuerza, la libertad de las conciencias y de las opiniones que da un noble impulso a las facultades intelectuales, y la aristocracia del mérito que abre una carrera a todos. Es, pues, liberal, napoleonista y aun republicano, más bien que realista. Así es, que la nueva Francia, y sus nuevos o ilustres hijos sabrán apreciarle, mientras que jamás será comprendido de aquellos a quienes ha colocado en su corazón al lado de la divinidad; y si no tiene ya que cantar más que la desgracia, aun cuando sea la más interesante, los grandes infortunios han llegado a ser tan comunes en nuestro siglo, que su brillante imaginación, sin objeto y sin móvil real, se extinguirá por falta de alimento bastante elevado para inspira a su aventajado talento.
«Hortensia.»
Después de haber leído una nota con la firma de Hortensia.
«Mr. de Chateaubriand se halla en extremo complacido, y reconocido por los sentimientos de benevolencia expresados con tanta gracia en la primera parte de la nota: en la segunda, se encubre una seducción de mujer y de reina, que podría arrebatar a un amor propio, menos desengañado que el de Mr. de Chateaubriand.
«En el día, seguramente puede escogerse una ocasión de infidelidad, entre tan inmensos y numerosos infortunios; pero en la edad a que ha llegado Mr. de Chateaubriand, reveses que solo cuentan pocos años, despreciarían sus homenajes: forzoso le es permanecer apegado a su antigua desgracia, aun cuando se hallase inclinado a adversidades más recientes.
«París 6 de noviembre de 1831.
Chateaubriand
Areuenberg, 4 de mayo de 1832.
«Señor vizconde:
«Acabo de leer vuestro último folleto. ¡Cuán felices son los Borbones en tener para su apoyo un talento como el vuestro! Sacáis de la postración una causa con las mismas armas que han servido para abatirla: sabéis encontrar palabras que producen vibraciones muy fuertes en todos los corazones franceses. Cuanto es nacional encuentra acogida en vos: Así es, que cuando habláis del gran hombre que ilustró a la rancia, durante veinte años, la elevación del asunto os inspira, vuestro genio le abraza por entero, y vuestra alma, explayándose entonces naturalmente, circuye la gloria más elevada de los mayores pensamientos.
«Yo También, señor vizconde, me entusiasmo con todo lo que pertenece al honor de mi país; por eso, dejándome llevar de mi impulso, me atrevo a manifestaros las simpatías que experimento por el que muestra tanto patriotismo y amor a la libertad. Pero, permitidme que os lo diga, sois el único defensor temible de la antigua dinastía: la haríais nacional si pudiese creerse que pensaba como vos: así, pues, para hacer que prevalezca, no debéis declararos de su partido, sino probar que es del vuestro.
«Con todo, señor vizconde, si diferimos en opiniones, estamos al menos de acuerdo en los votos que formamos por la felicidad de la Francia.
«Recibid, os ruego, etc., etc.
«Luis Napoleón Bonaparte.»
París, 19 de mayo de 1822.
«Señor conde.
«Siempre se encuentra uno embarazado para .con testar a elogios; pero esto sube de punto, cuando el que los hace con tanto talento como delicadeza, se encuentra colocado en una posición social a que se encuentran unidos recuerdos que no tienen par. Por lo menos, caballero, nos encontramos con una común simpatía: vos queréis, con vuestra juventud, como yo con mis cansados años, el honor de la Francia. No nos faltaba ya más a uno y a otro, para morirnos de confusión o de risa, que vos al justo medio, bloqueado en Ancona por los soldados del papa. ¡Ah! caballero, ¿en dónde está vuestro tío? A otros que vos, les diría; ¿A dónde está el tutor de los reyes y el dueño de la Europa? Al defender la causa de la legitimidad no me formo ninguna ilusión; pero pienso que todo hombre que aspira a la estimación pública, debe ser fiel a sus juramentos: lord Falkland, amigo de la libertad y enemigo de la corte se dejó matar en Newburg en el ejército de Carlos I. Vivís, señor conde, para ver a vuestra patria libre y feliz: atravesareis ruinas en las cuales yo quedaré, porque formo parte de ellas.
«Me había lisonjeado un momento con la esperanza de poner este verano el homenaje de mi respeto a los pies de la señora duquesa de Saint-Leu; empero la fortuna acostumbrada a desconcertar mis proyectos, me ha engañado ahora También. Muy grató me hubiera sido el daros las gracias de viva voz, por vuestra atenta y apreciable carta: hubiéramos hablado de una gran gloria y del porvenir de la Francia, dos cosas, señor conde, que os tocan muy de cerca.
«Chateaubriand.»
Los Borbones ¿me han escrito alguna vez cartas semejantes a estas? ¿Han pensado jamás que yo era superior a algún coplista, o a un político de folletín?
Cuando era muchachillo, y andaba con los pastores por los matorrales de Combourg, ¿hubiera podido creer que llegaría un día en que marcharía entre los dos poderes más elevados de la tierra, poderes ya abatidos, dando el brazo por un lado a la familia de San Luis, y por otro a la de Napoleón? grandezas enemigas que se apoyan igualmente en la hora del infortunio, en el hombre débil, pero fiel, en el hombre desgraciado por la legitimidad.
Madama Recamier fue a establecerse en Wolberg, casa de campo habitada por Mr. Parquin en las inmediaciones de Areuenberg, residencia de la duquesa de Saint-Leu: yo permanecí dos días en Constanza. En este corto tiempo vi cuanto podía verse: la alhóndiga, que bautizan con el nombre de Sala del Concilio, la supuesta estatua de Huss, la plaza en donde se dice fueron quemados Jerónimo de Praga y Juan de Huss: en fin, todas las abominaciones ordinarias de la historia y de la sociedad.
El Rin, al salir el lago, se presenta majestuosamente; sin embargo, no ha podido defender a Constanza, que si no me engaño fue sitiada por Atila, sitiada por los húngaros, los suecos, y tomada dos veces por los franceses.
Constanza es el San German de la Alemania; las gentes de la antigua sociedad se han retirado a ella. Cuando llamaba a una puerta buscando habitación para Mad. de Chateaubriand, me encontraba con alguna canonesa: algún príncipe de raza antigua, elector a medio sueldo, lo cual se avenía muy bien con los campanarios abandonados y los conventos desiertos de la ciudad. El ejército de Conde combatió gloriosamente al pie de los muros de Constanza, y me parece que estableció su hospital en la población. Tuve la desgracia de encontrar un veterano emigrado: aseguraba que me había conocido en otro tiempo, tenía más días que cabellos: sus palabras no concluían, no se podía detener y dejaba que marchasen sus años.
Areuenberg.— Regreso a Ginebra.
El 29 de agosto fui a comer a Areuenberg. Esta población se halla situada en una especie de promontorio, en una cadena de colinas escarpadas. La reina de Holanda, que fue elevada al trono por la espada, y derribada de él por la misma, ha construido el palacio, o si se quiere pabellón de Areuenberg. Desde él se goza de una vista muy extensa, pero triste. Domina el lago inferior de Constanza, que no es más que una expansión del Rin por praderas inundadas. A la otra parte del lago se descubren bosques sombríos, restos de la Selva Negra: algunos pájaros blancos revolotean bajo un cielo de color ceniciento, o impelidos por un viento helado. Allí, después de haber estado sentada en un trono, y sido atrozmente calumniada, ha ido la reina Hortensia a encaramarse sobre una roca: más abajo está situada la isla del lago, en donde, según dicen, han encontrado el sepulcro de Carlos el Gordo, y en donde se mueren los canarios que buscan en vano el sol de las islas que llevan su nombre. La señora duquesa de Saint, Leu estaba mejor en Roma: sin embargo, no ha descendido con respecto a su nacimiento y a su vida primitiva; por el contrario, ha subido: su descenso es únicamente relativo a un accidente de su fortuna: esas caidas no son como la de la delfína, que ha caído desde la altura de los siglos.
Los compañeros de la señora duquesa de Saint-Leu eran su hijo, Mad. Salvage, y Mad. ***. Los extraños éramos Mad. Recamier, Mr. Vieillard y yo. La señora duquesa de Saint-Leu desempeñaba muy bien su difícil posición de reina y de señorita Beauharnais.
Después de comer, Mad. de Saint-Leu se puso al piano con Mr. Cottrau, pintor joven, con bigotes, sombrero.de paja, blusa, y en fin, un traje extravagante. Era despejado y hablador: cazaba, pintaba y cantaba.
El príncipe Luis habita un pabellón aparte, en el cual he visto armas, cartas topográficas y estratégicas, cosas que hacían pensar como por casualidad en la sangre del conquistador sin nombrarle: el príncipe Luis es un joven estudioso, instruido, pundonoroso y naturalmente grave.
La señora duquesa de Saint-Leu me ha leído algunos fragmentos de sus memorias: me ha enseñado un gabinete lleno de objetos pertenecientes a Napoleón. He procurado averiguar, aunque inútilmente, porqué aquellos vestidos me dejaban frio: porqué aquel sombrero, aquel cinturón, aquel uniforme que llevaba puesto en tal o cual batalla, no me hacían salir de mi habitual indiferencia: ¡mucho más me turbaba al referir la muerte de Napoleón en Santa Elena! La razón es porque Napoleón ha sido nuestro contemporáneo: todos le hemos visto y conocido: vive en nuestra memoria; pero el héroe está todavía muy cerca de su gloria. Dentro de mil años será otra cosa: solo los siglos han podido dar el perfume del ámbar al sudor de Alejandro: esperemos: de un conquistador no debe enseñarse más que la espada.
Regresé a Wolberg con Mad. Recamier, y partí, por la noche: el tiempo estaba lluvioso y oscuro, el viento silbaba entre los árboles, y las lechuzas dejaban oír su grito lastimero: verdadera escena de Germania.
Mad. de Chateaubriand llegó bien pronto a Lucerna: la humedad de la ciudad la asustó, y siendo Lugano demasiado caro, nos decidimos a marchar a Ginebra. Emprendimos el camino por Sampach: el lago hace recordar una batalla que aseguró la emancipación de los suizos, en una época en que las naciones de este lado de los Alpes habían perdido su libertad. Más allá de Sampach pasamos por delante de la abadía de San Urbano, ruinosa como todos los monumentos del cristianismo. Está situada en un terreno muy triste a orillas de un monte bajo que conduce a los bosques: si hubiese estado libre y solo, habría pedido a los monjes algún rincón de su recinto, para concluir en él mis Memorias al lado de un mochuelo: después hubiera ido a concluir mis días al hermoso sol de Nápoles o de Palermo: pero los países hermosos y de primavera se han convertido en desastres, injurias y pesares.
Al llegar a Berna, nos dijeron que había gran revolución en la ciudad: procuraba mirar cuanto mi vista me permitía, pero las calles estaban desiertas, reinaba el más profundo silencio, la revolución se llevaba a cabo sin hablar, con el pacifico humo de alguna pipa en el fondo de un café o de otra casa pública.
Mad. de Recamier no tardó en reunirse con nosotros en Ginebra.
Coppet.— Sepulcro de Mad. de Staël.— Paseo.
He comenzado a trabajar con seriedad: escribo por la mañana y me paseo por la tarde. Ayer estuve en Coppet: el palacio estaba cerrado, pero me abrieron las puertas, y anduve por las desiertas habitaciones. Mi compañera de peregrinación ha reconocido todos los sitios en donde creía ver todavía a su amiga, sentada al piano, entrando y saliendo, o conversando en la azotea: Mad. Recamier ha vuelto a ver el cuarto que había ocupado: los días trascurridos han pasado por encima de ella, si me es lícito expresarme así: aquello era como una repetición de la escena que había pintado en el René: «Recorrí las sonoras habitaciones en donde no se oía ya más ruido que el de mis pasos... Los salones estaban sin colgaduras, y las arañas tejían sus telas por encima de los abandonados lechos. {Cuan dulces, pero qué rápidos son los momentos que los hermanos y hermanas pasan en sus juveniles años reunidos bajo la protectora égida de sus ancianos padres! ¡La familia del hombre solo es de un día: el soplo de Dios la dispersa como el humo. Apenas el hijo conoce al padre, el padre al hijo, el hermano a la hermana, la hermana al hermano! La encina ve germinar sus bellotas en derredor suyo: no sucede Así con los hijos de los hombres.»
Recordaba también lo que he dicho en estas Memorias acerca de mi última visita a Combourg, cuando me disponía a emprender mi viaje a América. Dos mundos diversos, aunque enlazados, por una secreta simpatía, nos ocupaban a Mad. Recamier y a mí. ¡Ay! cada uno de nosotros lleva en si mismo esos mundos aislados: porque ¿en dónde están las personas que han estado largo tiempo unas al lado de otras para no tener recuerdos separados? Desde el palacio pasamos al parque, comenzaban los primeros días de otoño, y el viento derribaba algunas hojas: oíamos el ruido de un arroyuelo cuyas aguas daban movimiento a un molino. Mad. Recamier, después de pasear por las calles de árboles que acostumbraba a recorrer con Mad. de Staël quiso saludar sus cenizas. A alguna distancia del parque hay una especie de bosquecillo, en el que se ven algunos árboles más gruesos y frondosos que los demás, y el cual está cercado con una tapia húmeda y estropeada. Este bosquecillo se parece a los grupos de árboles que suele haber en las llanuras, y que los cazadores llaman sotillos: allí es adonde la muerte ha impelido su presa y encerrado sus victimas.
En aquel bosque se habrá labrado de antemano un sepulcro para colocar en él a Mr. y Mad. Necker, y a Mad. de Staël: cuando esta llegó al punto de reunión, tapiaron la puerta de la bóveda. El hijo de Augusto de Staël ha quedado fuera, y el mismo Augusto que murió antes que su hijo ha sido sepultado bajo una losa a los pies de sus padres. Sobre aquella piedra se hallan grabadas estas palabras sacadas de la Sagrada Escritura: ¿Por que buscáis entre los muertos al que está vivo en el cielo? Yo no he entrado en el bosquecillo, solo Mad. Recamier ha obtenido el permiso. Sentado en un banco arrimado a la pared, volvía la espalda a la Francia, y dirigía mis miradas unas veces al Monte Blanco, y otras al lago de Ginebra: unas nubes de color de oro cubrían el horizonte por detrás de la sombría línea del Jura: hubiérase creído que era una gloria que se elevaba sobre un largo féretro. Al otro lado del lago divisaba la casa de lord Byron, cuyo tejado iluminaba todavía un rayo del sol que llegaba ya a su ocaso. Rousseau no se encontraba allí para admirar aquel espectáculo, y Voltaire que también había desaparecido, jamás se había ocupado de él. Al pie del sepulcro de Mad. de Staël, se presentaban a mi memoria tantos personajes ausentes en una misma ribera: parecía que iban a buscar una sombra igual a la suya, para volar al cielo con ella, y acompañarla por la noche. En aquel momento salió del fúnebre bosquecillo Mad. Recamier, pálida y llorosa, cual si fuese también una sombra. Si alguna vez he sentido a un tiempo mismo la vanidad y la verdad de In gloria y de la vida, ha sido a la entrada bosque silencioso, os curo, desconocido, en donde yace la que tuvo tanto esplendor como renombre, al ver lo que es el verdadero cariño. Al día siguiente de mi visita a los muertos de Coppet, cansado de las orillas del lago, fui a buscar con Mad. Recamier paseos menos frecuentados. Siguiendo la corriente del Ródano, hemos descubierto una garganta muy estrecha, por donde el río lleva sus agitadas aguas por debajo de muchos molinos entre escarpadas orillas cortadas con praderas. Una de estas se extiende hasta el pie de una colina sobre la cual hay una casa rodeada de árboles.
Hemos subido y bajado muchas veces en conversación la estrecha faja de césped que separa al bullicioso río del silencioso collado: ¡cuantas personas hay que se fastidian de lo que han sido, y quisieran retroceder siguiendo la huella de sus días! Hemos hablado de esos tiempos penosos, y siempre sentidos en que las pasiones forman la felicidad y el martirio de la juventud. Ahora escribo esta página a media noche, mientras todo reposa en derredor mío, y a través de mi ventana veo brillar algunas estrellas sobre los Alpes.
Mad. Recamier va a dejarnos, volverá por la primavera, y yo voy a pasar el invierno evocando mis horas desvanecidas, y haciéndolas comparecer una a una en el tribunal de mi razón. No sé si seré escrupulosamente imparcial, y si el juez tendrá demasiada indulgencia con el culpable. Pasaré el verano próximo en la patria de Juan Jacobo; plegue a Dios que no contraiga la enfermedad del filósofo! ¡Y después cuando vuelva el otoño, iremos a Italia: Italiam! esta es mi pesadilla eterna.
Ginebra, octubre de 1832.
Carta al príncipe Luis Napoleón.
El príncipe Luis Napoleón me regaló su folleto titulado Pensamientos políticos, y yo le escribí la carta siguiente:
«Principe:
«He leído con detención el folleto que habéis tenido la bondad de remitirme. Como deseáis, he puesto por escrito algunas reflexiones naturalmente dimanadas de las vuestras, y que ya había sometido a vuestro juicio. Sabéis, príncipe, que mi joven rey se halla en Escocia, y que mientras viva no puede haber para mi otro monarca en Francia; pero si Dios, en sus impenetrables decretos ha desechado a la raza de San Luis, y si las costumbres de nuestra patria no hiciesen posible el gobierno republicano, no hay nombre que mas se enlace con la gloria de la Francia que el vuestro.
«Soy, etc., etc.
«Chateaubriand.»
Cartas al ministro de la Justicia, al presidente del consejo, y a la señora duquesa de Berry.— Escribo mi Memoria sobre el cautiverio de la princesa.— Circular a los redactores principales de los periódicos.
París, calle del Infierno, enero de 1833.
Había soñado mucho en el porvenir que me había forjado, y que creía ya tocar. Al caer la tarde iba a pasearme por los recodos del Árve por la parte de Saleve. Una noche vi entrar a Mr. Berryer; venia de Lausana, y me contó la prisión de la duquesa de Berry, pero no sabia los pormenores. Mis proyectos de reposo quedaron otra vez trastornados. Cuando la madre de Enrique V había creído conseguir un buen resultado me despidió: su desgracia hacía pedazos su última carta, y me llamaba en su defensa. Salí inmediatamente de Ginebra después de escribir a los ministros. Cuando llegué a mi casa, calle del Infierno, dirigí a los redactores principales de los periódicos la circular siguiente:
«Muy señor mío:
«El 17 de este mes he llegado a París; el 18 escribí al señor ministro de la Justicia, para informarme sí había recibido la carta que había tenido el honor de remitirle el 12 desde Ginebra, para la señora duquesa de Berry, y si había tenido la bondad de entregársela.
«Solicitaba al mismo tiempo del señor guarda-sellos la competente autorización para trasladarme a Blaye al lado de la princesa.
«El señor guarda-sellos se sirvió contestarme el 19, que había trasmitido mis cartas al presidente del consejo, y que a él era a quien debía dirigirme. En su consecuencia escribí el 20 al señor ministro de la Guerra. Hoy 22, he recibido su contestación con fecha del 21: me dice en ella que siente mucho participarme que el gobierno no cree oportuno acceder a mi petición. Este acuerdo pone término a mis gestiones con las autoridades.
«Jamás he tenido pretensiones, caballero, de creerme capaz de defender por mí solo la causa de la desgracia y de la Francia. Mi objeto, si se me hubiese permitido llegar hasta los pies de la augusta prisionera era proponerla la formación de un consejo de hombres más ilustrados que yo para que la dirigiesen en las críticas circunstancias en que se encuentra. Además de las personas distinguidas que ya se han presentado, me hubiera tomado la libertad de indicarla al señor marqués de Pastorel, a Mr. Laiué, Villele, etc. etc.
«Ahora, caballero, inhabilitado oficialmente, vuelvo a entrar en mi derecho privado. Mis Memorias sobre la vida y la muerte del señor duque de Berry, envueltas en los cabellos de la viuda, presa en la actualidad, descansan cerca del corazón que Louvel hizo semejante al de Enrique IV. No he olvidado ese insigne honor, de que el momento presente me pide cuenta, y me hace sentir toda la responsabilidad.
«Soy, caballero, etc.
«Chateaubriand.»
Mientras escribía esta circular a los periódicos, encontré medio para hacer que llegase a manos de la señora duquesa de Berry la siguiente carta:
«París, 23 de noviembre de 18.32.
«Señora:
«Con fecha de 12 de este mes, he tenido el honor de dirigiros otra carta desde Ginebra. Esta, en que os suplicaba me dispensaseis el honor de elegirme por uno de vuestros defensores, ha sido impresa en ¡os ¡periódicos.
«La causa de vuestra alteza real puede tratarse individualmente por todos los que, aun, sin estar autorizados para ello, tengan verdades útiles que dar a conocer; pero si deseáis que se haga en vuestro propio nombre, no es un solo individuo, sino una junta de hombres políticos y de legistas la que debe encargarse de tan arduo o importante asunto. En este caso, me atrevería a pediros, señora, os dignaseis asociarme, (además de las personas que vuestra alteza haya escogido) con el señor conde de Pastoret, Mres. Hyde de Neuville, Villele, Lainé, Royer-Collard, Pardessus, Mandaroux-Vertacuy, y Vanfreland.
«Había también pensado, señora, que podía llamarse a esta junta a algunos nombres de gran talento y de opinión contraria a la nuestra; pero esto, tal vez seria colocarlos en una posición falsa, obligarlos a hacer un sacrificio de honor y de principios, con lo que no se conforman los entendimientos elevados y las conciencias rectas.
«Chateaubriand.»
Como soldado viejo y disciplinado, corría, pues, a formar en las filas, y a marchar a las órdenes de mis capitanes. No esperaba por cierto el tener que acudir, desde el sepulcro del marido, a combatir cerca de la prisión de la viuda.
Aun suponiendo que hubiese de quedar solo, y que hubiera comprendido mal lo que convenía a la Francia, no por eso dejaba de encontrarme en el camino del honor. No es estéril para los hombros el que 'uno se sacrifique a su conciencia: bueno es que alguno consienta en perderse, por permanecer firme en principios de que tiene una intima convicción, y que pertenecen a lo más noble que hay en nuestra naturaleza: esos engañados son los contradictores necesarios del hecho brutal, las victimas encargadas de pronunciar el veto del oprimido contra el triunfo de la fuerza. Se alaba a los polacos; su decisión ¿es acaso más que un sacrificio? no ha salvado nada porque no podía salvarlo: aun en las ideas de mis adversarios, ¿la adhesión será improductiva para la raza humana?
Dicen que prefiero una familia a mi patria: no, yo prefiero al perjurio la fidelidad de mis juramentos, el mundo moral a la sociedad material: he aquí todo: .per lo que hace a la familia, no me consagro a ella sino en la persuasión de que era esencialmente útil a la Francia; confundo su prosperidad con la de la patria; y cuando deploro las desgracias de la una, siento también los desastres de la otra; vencido, me he impuesto deberes, como los vencedores se han creado intereses. Procuro retirarme del mundo con mi propia estimación: en la soledad, es necesario tener sumo cuidado en la elección de compañera.
«París, calle del Infierno.
Extracto de la Memoria sobre el cautiverio de la señora duquesa de Berry.
«En Francia, país de vanidad, en cuanto se presenta una ocasión de figurar, la aprovecha una multitud de gentes: unos obran por bondad de corazón, otros por la conciencia que tienen de su mérito. Tuve, pues, muchos opositores: solicitaron como yo de la señora duquesa de Berry, el honor de defenderla. Mi presunción en ofrecerme a la princesa, estaba al menos un poco justificada con antiguos servicios: si yo no arrojaba en la balanza la espada de Breno, ponía en ella mi nombre, que aunque insignificante había hecho conseguir algunas victorias a la monarquía. He dado principio a mi Memoria sobre el cautiverio de la señora duquesa de Berry, con una consideración de que estoy vivamente penetrado; la he reproducido varias veces, y es probable que la reproduzca todavía.
«No cesan, digo, de asombrarse de los acontecimientos: siempre se figuran que ha llegado el último, y siempre vuelve a comenzar la revolución. Los que hace cuarenta años marchan para llegar al término, sollozan: creían sentarse algunas horas al borde de su sepulcro: ¡vana esperanza! el tiempo golpea a esos jadeantes viajeros y los obliga avanzar. ¿Cuántas veces desde que emprendieron su camino ha caído a sus pies la antigua monarquía? apenas han escapado de esos hundimientos sucesivos, se han visto en la precisión de pasar por encima de los escombros y del polvo. ¡Qué siglo verá el fin del movimiento!
«La Providencia ha querido que las generaciones de paso, destinadas a días de que no hay memoria, fuesen pequeñas, para aminorar el daño. Así vemos que todo aborta, que todo se desmiente, que nadie es semejante a si mismo ni abraza su destino, y que ningún acontecimiento produce lo que contenía, o lo que debía producir. Los hombres superiores de la edad que expira, se extinguen: ¡tendrán sucesores? Las ruinas de Palmira vienen a parar en arena.»
Pasando de esta observación general a los hechos particulares, expongo en mi argumentación, que podía procederse contra la señora duquesa de Berry con medidas arbitrarias, considerándola como prisionera de policía, de guerra, de estado, o pidiendo a las cámaras autorización: que se la podía someter a las leyes, aplicándola la ley excepcional Briqueville, o la ley común del código, y que podía mirarse su persona como inviolable y sagrada.
Los ministros sostenían la primera opinión, los hombres de julio la segunda, y los realistas la tercera.
Recorro estas diversas suposiciones, y pruebo que si la señora duquesa de Berry había desembarcado en Francia, era únicamente porque creía que las opiniones exigían otro presente y reclamaban otro porvenir.
Infiel a su origen popular, la revolución producida por las jornadas de julio ha repudiado la gloria, y acogido con avidez la ignominia. Excepto en algunos corazones dignos de darla asilo, la libertad ha llegado a ser objeto de la burla, de los que tomándola por enseña después de escarnecerla y ahogarla con las leyes excepcionales, han trasformado la revolución de 1830 en una farsa asquerosa y repugnante. .
Para librarnos de mayores males llegó la duquesa de Berry. La fortuna la ha abandonado: un judío la ha vendido: un ministro la ha comprado. Si no se quiere obrar contra ella por medidas de policía, no resta ya más que entregarla al tribunal de los Assises. Lo supongo así, y he puesto en escena al defensor d&; la princesa: después de hacer hablar al defensor, me dirijo al acusador.
«Abogados, levantaos:
«Estableced doctamente que Carolina Fernanda de Sicilia, viuda de Berry, sobrina de la difunta Marra Antonieta de Austria, viuda Capeto, es culpable de reclamación a un hombre reputado como tío y tutor de un huérfano llamado Enrique, cuyo tío y tutor, si hubiésemos de creer la calumniosa aserción de la acusada, seria detentador de la corona de su pupilo, el cual pretende descaradamente haber sido rey desde el día de la abdicación de Carlos X y del ex-delfín, hasta el de la elección del rey de los franceses.
«En apoyo de vuestro alegato, que los jueces hagan comparecer en el tribunal a Luis Felipe como testigo de cargo o de descargo, a no ser que se excuse como pariente. En seguida, que los jueces careen con la acusada al descendiente del gran traidor: que el Iscariote en quien ha entrado Satanás: intravit Satanas in Judam, diga cuanto dinero ha recibido por la venta, etc., etc.
«Luego, practicado el reconocimiento del sitio, se probará que la acusada ha estado por espacio de seis horas expuesta a la acción del fuego o del calor, en una habitación tan estrecha, que cuatro personas apenas podían respirar, por lo que a la torturada, se la hacia la guerra a lo San Lorenzo. Apretada Carolina Fernanda por sus cómplices contra la plancha candente, el fuego prendería dos veces en sus vestidos, y cada golpe que los gendarmes diesen por la parte exterior del encendido hogar, la conmoción se extendería al corazón de la delincuente, y la haría arrojar la sangre a borbotones.
«Después, a presencia de la imagen de Jesucristo, se pondrá sobre la mesa la ropa quemada, como pieza de convicción, porque es preciso que haya siempre una vestidura en estos contratos de Judas.»
La señora duquesa de Berry ha sido puesta en libertad por un acto arbitrario del poder, cuando ya creía haberla cubierto de oprobio. La pintura del alegato que yo había trazado hizo conocer a Luis Felipe lo odioso y arriesgado de un juicio público, y le decidió a perdonar a la que pensaba haber conducido al suplicio: los paganos, en el reinado de Severo, arrojaron a las bestias feroces a una joven cristiana que acababa de ser puesta en libertad. Mi folleto, de que no quedan en el día más que algunas frases, ha producido un resultado histórico importante.
Todavía me enternezco al copiar el apostrofe con que termino mi escrito: convengo en que es demasiado sentimental, y que en él empleo con mucha profusión las lágrimas.
«Ilustre cautiva de Blaye, ¡señora! que vuestra heroica presencia en una tierra en que no es desconocido el heroísmo, decida a la Francia a repetiros lo que mi independencia política me ha adquirido el derecho de deciros: ¡Señora, vuestro hijo es mi rey! ¡Si la Providencia me castiga todavía algunas horas, veré vuestros triunfos después de haber tenido el honor de abrazar vuestras adversidades! ¡Recibiré esta recompensa de mi fe! En cuanto volvieseis feliz, iría con júbilo a acabar en el retiro unos días comenzados en el destierro, ¡Ay! ¡me desconsuela el no poder hacer nada por vuestro destino presente! Mis palabras se pierden inútilmente en derredor de las paredes de vuestra prisión: el ruido de los vientos, de las olas y de los hombres, no dejará llegar a vuestros oídos desde el pie de la solitaria fortaleza estos últimos acentos de una voz fiel.»
Mi proceso.
París, marzo de 1833.
Habiendo repetido algunos periódicos la frase de: Señora, vuestro hijo es mi rey, fueron denunciados y yo me encontré envuelto en los procedimientos. Esta vez no pude declinar la competencia de los jueces: debía procurar salvar con mi presencia a los hombres atacados por mí: era un punto de honor para mí el responder de mis obras.
Además, la víspera del día en que fui citado para comparecer en el tribunal, el Monitor había publicado la declaración de la señora duquesa de Berry: si me hubiese ausentando se habría creído que el partido realista retrocedía, que abandonaba al infortunio y se avergonzaba de defender a la princesa cuyo heroísmo había celebrado.
No faltaban consejeros tímidos que decían: «No acudáis al llamamiento, os vais a ver muy embarazado con vuestra frase, Señora vuestro hijo es mi rey.» La repetiré en voz alta, les contesté. Acudí al salón en donde en otro tiempo estuvo instalado el tribunal revolucionario en donde había comparecido María Antonieta, y en el que había sido condenado mi hermano: la revolución de julio ha hecho quitar el crucifijo, cuya presencia, al mismo tiempo que consuela a la inocencia, hace temblar al juez.
Mi comparecencia ante los jueces produjo muy buen efecto; contrabalanceó por un momento el de la declaración del Monitor, y sostuvo a la madre de Enrique V en el lugar en que su animosa resolución la había colocado: todos dudaron cuando vieron que el partido realista arrostraba los peligros y los acontecimientos, y no se confesaba vencido.
No quería valerme de abogado; pero Mr. Ledru, que me había cobrado afecto desde la época de mi arresto, se obstinó en hablar; se turbó y lo sentí mucho. Mr. Berryer que abogaba por la Cotidiana, tomó indirectamente mi defensa. Al fin de los debates he llamado al jurado Indignidad de par universal, lo que contribuyó en gran manera a nuestra absolución.
Nada notable ha señalado este proceso en el terrible salón en que había resonado la voz de Fouquier Tinville y de Danton; ni tampoco cosa divertida como no fuese el discurso de Mr. Persil. Para demostrar mi culpabilidad citaba esta frase de mi folleto, es difícil aplastar lo que se deshace debajo de los pies, y exclamaba: «Ya conoceréis, señores, cuán profundo desprecio se encierra en este párrafo, es difícil aplastar lo que se deshace debajo de los pies.» Y al mismo tiempo hacia el ademan de aplastar con su pies alguna cosa. Volvía a comenzar con aire de triunfo, y principiaban otra vez las risotadas del auditorio. Aquel buen sujeto no advertía la satisfacción que producía en el ánimo de los oyentes la repetición de la malhadada frase, ni el ridículo papel que representaba agitándose como si estuviese bailando, al mismo tiempo que tenía el semblante pálido de inspiración, y los ojos vagarosos a fuerza de elocuencia.
Cuando los jurados volvieron a entrar y pronunciaron la fórmula absolutoria de no culpable, todos prorrumpieron en estrepitosos aplausos: varios jóvenes, que para poder entrar se habían puesto la toga de abogados, me rodearon: entre ellos se hallaba monsieur Carrel.
La multitud se aumentó u mi salida: en el patio hubo un altercado entre los alguaciles y mi escolta. Por último, llegué a duras penas a mi casa en medio del gentío que seguía mi coche, gritando viva Chateaubriand.
En otro tiempo, semejante absolución hubiera sido muy significativa. Declarar que no era un crimen decir a la duquesa de Berry: Señora, vuestro hijo es mi rey: era condenar la revolución de julio; pero entonces aquella sentencia nada significaba, porque ni hay opinión ni cosa alguna duradera. Todo cambia en veinte y cuatro horas: mañana tal vez seré condenado por el mismo hecho de que hoy he sido absuelto.
Fui a dar las gracias a los jurados, y especialmente a Mr. Chevet, uno de los miembros de la dignidad de par universal.
Habíale sido menos costoso al honrado ciudadano encontrar en su conciencia un fallo en mi favor, que a mí el hallar en mi bolsillo el dinero necesario para añadir al gusto de pagar, el de tener una buena comida en casa de mi juez: Mr. Chevet ha omitido su dictamen sobre la legitimidad, la usurpación y el autor del Genio del Cristianismo, con más equidad que muchos publicistas y censores.
Popularidad.
París, abril de 1833.
La Memoria sobre el cautiverio de la señora duquesa de Berry me granjeó una popularidad inmensa en el partido realista. De todas partes me llegaban cartas y felicitaciones. Del Norte y del Mediodía de la Francia recibí exposiciones con muchos millares de firmas. Todas atribuyen a mi folleto la libertad de la duquesa de Berry. Quinientos jóvenes de París vinieron a cumplimentarme con grandes temores de la policía: he recibido una copa de plata sobredorada, con esta inscripción: A Chateaubriand los fieles habitantes de Villeneuve (Lot y Garona). Una ciudad del Mediodía me envió vino excelente para llenar aquella copa, pero yo no le bebo. Eu fin, la Francia legitimista ha lomado por divisa estas palabras: Señora, vuestro hijo es mi rey, y muchos periódicos las han adoptado por epígrafe: algunos las han grabado en collares y sortijas. Yo he sido el primero en decir cara a cara a la usurpación lo que ninguno se atrevía a proferir, y ¡cosa extraña!... Creo menos la vuelta de Enrique V que el más miserable partidario del justo medio, o el más violento republicano.
Por lo demás, no entiendo la palabra usurpación en el sentido estricto que la da el partido realista: mucho pudiera decirse sobre esta palabra como sobre la de legitimidad; pero verdaderamente hay usurpación, y de la peor especie, en el tutor que despoja al pupilo y proscribe al huérfano. Todas esas pomposas frases, como la de es necesario salvar la patria, son protestos que suministran a la ambición una política inmoral. ¿Debería mirarse seguramente vuestra cobarde usurpación como un esfuerzo de vuestra virtud..? ¿Seréis acaso Bruto, sacrificando su hijo al engrandecimiento de Roma?
Yo he podido comparar en mi vida la fama literaria a la popularidad: la primera me ha agradado algunas horas, pero ese anhelo de fama ha pasado pronto. En cuanto a la popularidad me ha encontrado indiferente, porque en la revolución he visto muchos hombres rodeados de las masas, que después de elevarlos sobre el pavés, los precipitaban en un sumidero. Demócrata por naturaleza, aristócrata por costumbre, abandonara con gusto al pueblo mi vida y mi fortuna, con tal que tuviese poco contacto con la multitud. Sin embargo, he sido muy sensible a las demostraciones de los jóvenes de julio que me llevaron en triunfo a la cámara de los pares: la razón es, porque no me llevaban como jefe, y porque yo pensaba como ellos: no hacían más que ser justos con un enemigo; reconocían en mí un hombre de honor con ideas de libertad, y su generosidad me conmovía. Pero esa otra popularidad que acabo de adquirir en mi propio partido, no me ha causado emoción alguna: entre los realistas y yo hay cierta frialdad: deseamos un mismo rey, pero fuera de esto, la mayor parte de nuestros votos son diametralmente opuestos.
Enfermería de María Teresa.— Carta de la señora duquesa de Berry desde la ciudadela de Blaye.
París, calle del Infierno 9 de mayo de 1833.
He conducido la serie de los hechos hasta este último día: ¿podré en fin volver a emprender mi trabajo? Consiste este en las diversas partes de las Memorias que aun no están concluidas. Algo dificultoso será el que no incurra en algún ex abrupto, porque tengo la cabeza preocupada con las cosas del momento: no me encuentro con la disposición conveniente para recoger mi pasado de la profunda calma en que duerme, aunque su agitación fue grande en el estado de vida. He tomado la pluma para escribir; ¿sobre qué, y acerca de qué? lo ignoro.
Al pasar la vista por el diario en que hace seis meses anoto cuanto hago y me ocurre, observo que la mayor parte de las páginas tienen la fecha en la calle del Infierno.
La habitación que ocupo cerca de la barrera podía valer unos 60,000 francos, pero en la época en que le compré estaban los solares muy caros, y aun no ha podido concluir de pagar: tratábase, pues, de salvar la enfermería de María Teresa fundada por los desvelos de Mad. de Chateaubriand, contigua al pabellón: una compañía de especuladores se proponía establecer en él un café y montañas rusas: bullicio que no conviene a la agonía.
¿No soy dichoso con mis sacrificios? sin duda: lo es uno cuando puede socorrer a los desgraciados: partiría con gusto con los necesitados lo poco que poseo; pero no sé si esta disposición benéfica se eleva en mí hasta ser una virtud. Soy bueno como un condenado que prodiga lo que no le servirá de nada dentro de una hora. En Londres, el paciente a quien van a ahorcar vende su pellejo para beber: yo no vendo el mío; lo entrego a los sepultureros.
Una vez comprada mi casa, lo mejor que podía hacer era habitarla: la he arreglado tal como se halla. Desde los balcones del salón se ve lo que los ingleses llaman pleasure-ground, terreno cubierto de césped y árboles. Más allá de aquel recinto por encima de una pared sobre la que hay una barrera de figura romboidal, se encuentra un campo cultivado de varios modos para alimento de los animales de la enfermería. Pasada esta cerca, hay otro terreno separado de ella por una pared con una puerta pintada de verde, y entrelazada con sauquillos y rosales de Bengala: esta parte de mis estados se compone de algunos árboles, un patio y una calle de álamos. Este rinconcillo está en extremo solitario, y no es risueño como el de Horacio, angulus ridel: por el contrario, he llorado en él muchas veces. El proverbio dice: es necesario que pase la juventud. El otoño de la vida tiene también sus calaveradas:
Las lágrimas y la piedad
Especie de amor que tiene sus atractivos.
(La Fontaine.)
Mis árboles son de mil clases. He plantado veinte y tres cedros de Salomón y dos encinas de los druidas, que hacen a su dueño de muy corta duración; brevem dominum. Una calle de castaños conduce desde el jardín superior al inferior: el declive del terreno intermedio es bastante sensible.
Aquellos árboles no los he escogido como en el Valle de los Lobos en memoria de los sitios que he recorrido: quien se complace en recuerdos conserva esperanzas. Pero cuando no hay hijos, ni juventud, ni patria, ¿qué inclinación puede tenerse a unos árboles cuyas hojas, flores y frutos, no son ya las misteriosas cifras que servían para el cálculo en la época de la ilusión? En vano me dicen: «Os vais rejuveneciendo» ¿creen que tomaré mi muela del juicio por la primera que me salió? y aun aquella solo me sirve para comer un pan amargo bajo la dominación de la dignidad real del 7 de agosto. Mis árboles no se informan de si sirven de almanaque a mis placeres o de fe de defunción a mis años: crecen cada día, al paso que yo voy decayendo: se enlazan con los del jardín de los niños expósitos y con los del baluarte del Infierno, que están próximos a mi morada. No veo una casa: a doscientas leguas de París no estaría tan separado del mundo. Oigo balar a las cabras que crían a los niños abandonados. ¡Ah! ¡Si yo hubiese estado como ellos en los brazos de San Vicente de Paul! producto de una debilidad, oscuro y desconocido como ellos, sería ahora algún obrero sin nombre, no tendría que sostener altercados con los hombres, no sabiendo por qué ni cómo había venido a este mundo, ni por qué ni cómo había de salir de él.
La demolición de una pared me ha puesto en comunicación con la enfermería de María Teresa: me encuentro simultáneamente en un monasterio, una quinta, una huerta y un parque. Por la mañana me despierta el sonido de la campana que toca a la oración: desde mi cama oigo cantar a los sacerdotes en la capilla: desde mi ventana veo un calvario que se eleva entre una noguera y un sauco; vacas, gallinas, palomas, y abejas: hermanas de la caridad con su vestido negro y su toca blanca, mujeres convalecientes y eclesiásticos ancianos, paseándose entre las lilas, los rosales y demás plantas del jardín, y por entre las hortalizas de la huerta. Algunos de mis curas octogenarios han estado emigrados conmigo: después de haber mezclado mi miseria con la suya en las praderas de Kensington, he ofrecido a sus últimos y trémulos pasos los céspedes de mi hospicio: allí arrastran su ancianidad religiosa, como los pliegues del velo del santuario.
Tengo por compañero, un gato pardo con listas negras trasversales, que nació en el Vaticano en la habitación de Rafael: León XII le había criado y le solía tener encima de sus rodillas: allí le vi yo con envidia cuando el pontífice me concedía audiencias como embajador. Muerto el sucesor de San Pedro, heredé el gato sin dueño, como ya he dicho al hablar de mi embajada de Roma. Se llamaba Niceto, pero comúnmente le daban el nombre de gato del papa. Por esta circunstancia goza de gran consideración entre las almas piadosas. Procuro hacerle olvidar el destierro, la capilla Sixtina, y el sol de esa cúpula de Miguel Ángel, por la que se paseaba lejos de la tierra».
Mi casa, los diversos departamentos de la enfermería con su capilla y la sacristía gótica parecen una colonia o una aldea. En los días de ceremonia, la religión oculta en mi casa, y la antigua monarquía en mi hospital, se ponen en marcha. Procesiones compuestas de todos nuestros enfermos, precedidas de las jóvenes de la vecindad, pasan cantando por debajo de los árboles, con el Santísimo Sacramento, la cruz y el estandarte. Mad. de Chateaubriand los sigue con el rosario en la mano, envanecida con aquella grey, objeto de su cuidado. Los mirlos silban, las currucas gorjean, y los ruiseñores compiten con los himnos. Me creo trasportado a las rogativas cuya pompa campestre he descrito: de la teoría del cristianismo he pasado a la práctica.
Mi habitación cae al Occidente. Por la tarde, la copa de los árboles iluminados por detrás graba sus perfiles negros y dentellados en un horizonte de oro. Mi juventud vuelve a aparecer en aquella hora: resucita esos días trascurridos que el tiempo ha reducido a fantasmas. Cuando las constelaciones atraviesan por la azulada bóveda, me acuerdo del esplendente firmamento que admiraba desde los frondosos bosques de América, o desde en medio del Océano. La noche es más favorable que el día a las reminiscencias del viaje ro: le oculta los paisajes que le recordarían los lugares que habita: solo le deja ver los astros, que tienen igual aspecto en todas las latitudes de un mismo hemisferio. Entonces reconoce aquellas estrellas que miraba desde tal país, y en tal época: los pensamientos que tuvo, los sentimientos que experimentó en las diversas partes de la tierra se remontan y fijan en un mismo punto del cielo.
No oímos hablar del mundo en la enfermería más que en los días de cuestación pública, y un poco el domingo: aquellos días nuestro hospicio se convierte en una especie de parroquia. La superiora de las hermanas pretende que algunas hermosas damas vienen a misa con la esperanza de verme: administradora industriosa explota su curiosidad; prometiendo conducirlas adonde puedan verme, las atrae al laboratorio, y una vez ya en él, las regala por su dinero algunos dulces u otras cosas insignificantes. Me hace que sirva para la venta del chocolate elaborado para alivio y socorro de sus enfermos, como la Martiniere me asociaba al despacho de su agua de grosellas, que se bebía por el buen resultado de sus amores. La buena mujer suele tomar también algunas plumas del tintero de Mad. Chateaubriand, y las vende a los realistas de raza pura, afirmándoles que con ellas se ha escrito la magnífica Memoria sobre el cautiverio de la señora duquesa de Berry.
En materia de artes, poseemos algunos buenos cuadros de la escuela española e italiana, una Virgen de Guerin, y la Santa Teresa, última obra maestra del pintor de Corina: en cuanto a la historia bien pronto tendremos en el hospicio la hermana del marqués de Favras y la hija de Mad. Roland: la monarquía y la república me han encargado que espíe su ingratitud y mantenga a sus inválidos.
Todos desean ser admitidos en María Teresa, las mujeres pobres, obligadas a salir de la enfermería, buscan habitación en sus inmediaciones para volver a ella en caso de recaida. Nada hay aquí que repugne como en algunos hospitales: la judía, a la protestante, la católica, la extranjera y la francesa, reciben su asistencia con tan delicada caridad, que más bien parece un parentesco: cada una de las afligidas cree encontrarse al lado de su madre. He visto a una española, hermosa como Dorotea, la perla de Sevilla, morir a los diez y seis años de una enfermedad de pecho en el dormitorio común, felicitándose de su ventura, y mirando con la sonrisa en los labios y sus rasgados ojos negros medio apagados ya, a una figura pálida y flaca, la señora delfina, que la preguntaba como se encontraba, y la aseguraba que pronto sanaría. Expiró aquella misma noche lejos de la mezquita de Córdoba y de las orillas del Guadalquivir, su río natal: «¿De dónde eres? —Española. —¿Española y aquí?» (Lope de Vega.)
Tenemos entre las acogidas un gran número de viudas de caballeros de San Luis: llevan consigo lo único que les queda, los retratos de sus maridos con uniforme de capitanes de infantería. Están colocadas en las bohardillas. No puedo verlas sin reírme: si la antigua monarquía hubiese subsistido, aumentaría hoy día el número de aquellos retratos, y establecería en cualquier corredor abandonado un lugar de recreo para mis sobrinos. «Ese es vuestro tío Francisco, capitán del regimiento de Navarra. Tenía macho talento, escribió en el Mercurio el logogrifo que comienza con estas palabras: Cortadme la cabeza, y en el Almanac de las Musas el Grito del corazón.»
Cuando me canso de mis jardines, los reemplaza la llanura de Montrouge. He visto cambiar esta llanura, ¿qué es lo que yo he visto variar? Hace veinte y cinco años que yendo a Mereville y al valle de los Lobos, pasaba por la barrera del Maine: a derecha e izquierda de la calzada, no se veían más que unos molinos, las máquinas para extraer la piedra de las canteras, y el plantel de Cels, antiguo amigo de Rousseau. Desnoyers construyó sus salones para mesas de cien cubiertos, adonde acudían a beber los soldados de la guardia imperial, después de ganada una batalla, y de abatir un reino. Alrededor de los molinos había algunas tabernas, desde la barrera del Maine hasta la del monte Parnaso. Más arriba estaba el molino jansenista, y la casita de Lauzun. Junto a aquellos ligones plantaron varias acacias, sombra de los pobres, como el agua de Seltz es el vino de Champaña de los pordioseros. Un teatro fijó la población nómada de los bailes de candil, y se formó una aldea con una calle enlosada, con sus cancioneros y gendarmes, Anfiones y Crecops de la policía.
En tanto que los vivos iban estableciéndose, los muertos reclamaban también su lugar. Se construyó, no sin oposición de los beodos, un cementerio en cuyo recinto quedó comprendido un molino arruinado, como la torre de los apuros: allí es adonde la muerte lleva cada día el grano que ha recogido: una simple pared la separa de las danzas, de la música y de las camorras nocturnas; el bullicio de un momento y los matrimonios de una hora, la separan del silencio sin término, de las noches sin fin y de las nupcias eternas.
Recorro con frecuencia este cementerio menos viejo que yo, en donde los gusanos que roen los cadáveres, no han muerto todavía: leo los epitafios: ¡cuántas mujeres de diez y seis a treinta años han sido presa del sepulcro! ¡dichosas en no haber vivido más que en su juventud! La duquesa de Gevres, última gota de la sangre de los Du Guesclin, esqueleto de otra edad, reposa en medio de aquellos plebeyos durmientes.
En ese nuevo destierro tengo ya amigos antiguos: en él yace Mr. Lemoine, secretario de Mr. Montmorin, que me fue legado por Mad. de Beaumont. Cuando yo estaba en París iba a visitarme casi todas las Boches: su conversación me agradaba mucho, porque se hallaba unida a la bondad de corazón y a la firmeza de carácter. Mi espíritu fatigado y enfermizo, se explaya con otro sano y vigoroso. He dejado las cenizas dé la noble protectora de Mr. Lemoine en las orillas del Tíber.
Los baluartes que rodean a la enfermería, dividen mis paseos con el cementerio; ya no deliro en ellos; como no tengo porvenir, tampoco sueños. Extraño a las nuevas generaciones, las parezco un viandante despreciable y andrajoso: apenas me encuentro cubierto de un retazo de días que el tiempo va royendo, como el heraldo de armas cortaba el vestido de un caballero sin gloria: estoy muy contento con mi aislamiento. Me gusta habitar a un tiro de fusil de la barrera, a la orilla de un camino real, por el que siempre estoy pronto a partir. Desde el pie de la columna miliaria veo pasar el correo, que es mi imagen y la de la vida.
Cuando estaba en Roma en 1828, había formado el proyecto de construir en París al estreno de mi casa un invernadero y una casita para el jardinero, todo con los ahorros de mi embajada y los fragmentos de antigüedades encontradas en mis excavaciones de Torre Vergata: subió al ministerio Mr. de Polignac: hice a las libertades de mi país, el sacrificio de un destino que me agradaba: volví, pues, a mi habitual indigencia, y mi proyecto se desvaneció: fortuna vitrea est.
El que ha contraído la mala costumbre del papel y el tintero no puede estar sin hacer gurrapatos. He tomado la pluma sin saber lo que iba a escribir, y he formado esta descripción una tercera parte más larga de lo que debía; si tengo tiempo la abreviaré.
Suplico a mis amigos me perdonen la amargura de algunos pensamientos. No pasa mi sonrisa de los labios: me hallo acometido del spleen, tristeza física, verdadera enfermedad; el que haya leído estas Memorias, ya habrá visto cual ha sido raí suerte. Apenas me separé un corto trecho de mi madre, cuando comenzaron a asaltarme los tormentos: he andado errante de naufragio en naufragio: siento sobre mi vida una maldición; pero demasiado excesiva para esta choza de cañas. No crean aquellos a quienes amo que he renegado de ellos; disimúlenme, y dejen que pase el acceso de mi fiebre: mi corazón es enteramente suyo.
Me encontraba con estas páginas sueltas, colocadas confusamente sobre mi mesa, y agitadas por el viento que penetraba por el balcón que tenía abierto, cuando me entregaron la carta y nota siguientes de la señora duquesa de Berry: vamos, entremos otra vez en la segunda parte de mi doble vida, la parte positiva.
Ciudadela de Blaye, 7 de mayo de 1833.
«He sentido en estreno que el gobierno os haya negado el permiso devenir a mi lado, a pesar de las instancias que al efecto he hecho. De las innumerables vejaciones y disgustos que he experimentado, esta ha sido indudablemente la más penosa. ¡Tenia tantas cosas que deciros! ¡tantos consejos que reclamaros! más puesto que es necesario renunciar a veros, voy al menos a tantear el único medio que me resta para daros la comisión que pensaba confiaros, y que no dudo cumpliréis; porque cuento sin reserva con vuestra adhesión a mí y a mi hijo. Os encargo, pues, caballero, que marchéis a Praga, y digáis a mis parientes, que si hasta el 22 de febrero me he negado a declarar mi matrimonio secreto, ha sido únicamente para servir a la causa de mi hijo, y probar que una madre, una Borbón, no temía exponer su vida. Pensaba publicar mi enlace cuando mi hijo llegase a la mayor edad; pero las amenazas del gobierno, los tormentos morales, llevados hasta el último estreno, me han decidido a hacer esta declaración. Como ignoro la época en que me será restituida la libertad, después de tantas esperanzas frustradas, ya es tiempo de dar a mi familia y a la Europa entera una explicación que pueda prevenir suposiciones injuriosas. Hubiera deseado poder hacerlo antes; pero me lo ha impedido mi absoluta incomunicación, y la dificultad de poderme entender con nadie. Diréis a mi familia que estoy casada en Italia con el conde Héctor Lucchesi-Pallí, de la casa de los príncipes de Campo Franco.
«Os ruego, caballero Chateaubriand, que hagáis presente a mis hijos la expresión de la ternura que les profeso. Decid a Enrique que ahora más que nunca cuento con todos sus esfuerzos para hacerse cada vez más digno de la admiración y del amor de los franceses. Decid a Luisa que me conceptuaría feliz si pudiese abrazarla, y que sus cartas han sido mi único consuelo. Poned mis homenajes a las plantas del rey, y ofreced la seguridad de mi amistad a mi hermano y excelente hermana. Os pido me llevéis adonde quiera que me encuentre los votos de mis hijos y de mi familia. Encerrada en los muros de Blaye, es para mí un alivio el tener un intérprete como el señor vizconde de Chateaubriand, el cual puede contar siempre con mi sincero afecto.
«María Carolina»
Nota.
«Me es sumamente satisfactoria la buena inteligencia que reina entre vos y el señor marqués de Latour-Maubourg: la aprecio en mucho para los intereses de mi hijo.
«Podéis comunicar a la señora delfina la carta que os he escrito. Asegurad a mi hermana que en cuanto recobre mi libertad me apresuraré a enviarla todos los papeles relativos a los asuntos políticos. Hubiera deseado ardientemente trasladarme a Praga en cuanto me viese libre, pero los padecimientos de toda especie que he experimentado han destruido de tal modo mi salud, que me veré obligada a detenerme algún tiempo en Italia, para reponerme un poco, y no asustar con mi semblante desmejorado a mis pobres hijos. Estudiad el carácter de mi hijo, sus cualidades, sus inclinaciones, y hasta sus defectos: diréis al rey, a la señora delfina y a mí misma, lo que os parezca que merezca corregirse, variar o perfeccionar, y haréis conocer a la Francia lo que tiene que esperar de su joven rey.
«Por mis diversas relaciones con el emperador de Rusia sé que ha acogido favorablemente las proposiciones que le han hecho acerca del matrimonio de mi hijo con la princesa Olga. Mr. de Choulot os dará instrucciones más exactas sobre las personas que se encuentran en Praga.
«Deseosa de permanecer francesa antes que todo, os pido obtengáis del rey me conserve mi titulo de princesa y mi nombre. La madre del rey de Cerdeña se llama siempre la princesa de Carignan, a pesar de haberse casado con Mr. de Monlear, a quien ha dado el titulo de príncipe. María Luisa, duquesa de Parma, ha conservado su titulo de emperatriz al casarse con el conde de Nieperg, y ha conservado la tutela de su hijo: los otros se llaman Nieperg.
«Os ruego emprendáis lo más pronto posible vuestra marcha a Praga, pues deseo con más ahínco del que yo pudiera expresaros, que lleguéis a tiempo para que mi familia no sepa estos pormenores sino por vos.
«También quisiera que se ignore vuestro viaje, o al menos que sois portador de una carta mía, para que no se descubra mi único medio de correspondencia, que es tan precioso como extraordinario El señor conde de Lucchesi, mi marido, es descendiente de una de las cuatro familias más antiguas de Sicilia, las únicas que restan de los doce compañeros de Tancredo. Esta familia se ha distinguido siempre por su noble adhesión a la causa de sus reyes. El príncipe de Campo-Franco, padre de Lucchesi, era el primer gentilhombre de cámara de mi padre. El actual rey de Nápoles, teniendo grande confianza en él, le ha colocado al lado de su joven hermano el virrey de Sicilia: no os hablo de sus sentimientos; solo diré que son de todo punto conformes a los nuestros.
«Convencida de que la única manera de ser comprendida por los franceses es hablarles siempre el lenguaje del honor y presentarles la gloria, había tenido el pensamiento de señalar el principio del reinado de mi hijo con la reunión de la Bélgica a la Francia. Encargué al conde Lucchesi que hiciese las proposiciones preliminares sobre este particular al rey de Holanda y al príncipe de Orange: y contribuyó eficazmente a que fuesen bien recibidas No he sido bastante dichosa para concluir este tratado, objeto de todos mis votos: pero creo que todavía hay probabilidades de buen éxito: antes de salir de la Vandée, di al señor mariscal de Bourmont poderes para continuar este asunto. Nadie es más capaz que él para llevarle a cabo por la estimación de que goza en Holanda.
«Blaye, 7 de mayo de 1833.
«M. C.
«En la incertidumbre que me encuentro de poder escribir al señor marqués de Latour-Maubourg, haced por verle antes de vuestra partida. Podéis decirle cuanto juzguéis conveniente, pero con el secreto más absoluto. Convenid con él en la dirección que debe darse a los periódicos.»
Reflexiones y resolución.
Leí conmovido aquellos documentos. La hija de tantos reyes, aquella señora que había caído desde tanta elevación, después de haber cerrado los oídos a mis consejos, tenía el noble valor de dirigirse a mi, y perdonarme el haber previsto el mal éxito de su empresa: su confianza me llegaba al alma, y me honraba. La duquesa de Berry me había hecho justicia: la naturaleza misma de aquella empresa que la hacia perderlo todo, no me alejaba de ella. Jugar un trono, la gloria, el porvenir, el destino, no es una cosa vulgar: el mundo comprende que una princesa puede ser una madre heroica. Pero lo que es preciso condenar a la execración, lo que no tiene ejemplo en la historia, es el tormento impúdico impuesto a una pobre mujer, sola, privada de socorro, abrumada por todas las fumas de un gobierno conjurado contra ella, como si se tratase de vencer a una potencia formidable. Unos padres entregando por si mismos su hija a la burla de los lacayos, teniéndola por los cuatro miembros para que pariese en público: llamando a las autoridades del distrito, a los carceleros, a los espías, a los pasajeros, para ver salir al niño de las entrañas de su prisionera, de la misma manera que se había llamado a la Francia a ver nacer su rey ¡Y qué prisionera! ¡La nieta de Enrique IV! ¡Y qué madre! ¡La del huérfano cuyo trono se usurpaba! ¿Se encontrará acaso entre las familias más abyectas, una tan mal nacida, que haya tenido el pensamiento de marcar a su hija con semejante sello de ignominia? ¿No hubiera sido más noble matar a la señora duquesa de Berry, que hacerla sufrir la humillación más tiránica? La parte de indulgencia que ha habido en este negocio pertenece al siglo; lo que hay de infamante pertenece al gobierno.
La carta y la nota de la señora duquesa de Berry son notables por más de un concepto: la parte relativa a la reunión de la Bélgica y al matrimonio de Enrique V demuestra una cabeza capaz de cosas serias: la parte que concierne a la familia de Praga es muy sentimental. La princesa teme el verse obligada a detenerse en Italia para reponerse un poco y no presentarse tan desmejorada a sus hijos para que no se asustasen. ¿Hay cosa más triste y más dolorosa? después añade: «os pido, caballero Chateaubriand, que llevéis a mis queridos hijos la expresión de toda mi ternura, etc.»
¡Oh, señora duquesa de Berry! ¡Qué puedo yo hacer por vos, miserable criatura Va medio despedazado! ¡Pero como se ha de rehusar nada h estas palabras! «Encerrada en los muros de Blaye sirve de lenitivo a mi dolor el tener un intérprete como el señor de Chateaubriand, que puede contar siempre con mi sincero afecto.»
Sí, partiré para la última y la más gloriosa de mis embajadas: iré de parte de la prisionera de Blaye a ver al prisionero del Temple: iré a negociar un nuevo pacto de familia, a llevar los abrazos de una madre cautiva a sus hijos proscriptos, y a presentar las cartas por medio de las cuales el valor y la desgracia me acreditan cerca de la inocencia y, de la virtud.
Salida de París.— Birlocho de Mr. de Talleyrand.— Basilea.— Diario de París a Praga, desde el 14 al 24 de mayo de 1833, escrito con lápiz en el carruaje, y con tinta en las posadas.
A la carta que me habían dirigido acompañaba otra para la señora delfina, y una esquelita para los dos niños.
De mis pasadas grandezas me habían quedado un cabriolé, con el que brillaba en otro tiempo en la corte de Jorge IV, y un birlocho de camino, construido para uso del príncipe de Talleyrand. Hice componer este para habilitarle y que corriese contra su natural costumbre, pues por su origen no estaba muy dispuesto a correr detrás de los reyes destronados. El 14 de mayo, a las ocho y media de la noche, aniversario del asesinato de Enrique IV, partí en busca de Enrique V, niño huérfano y proscripto.
No dejaba de tener mis temores con respecto a mi pasaporte, expedido por la secretaría de Negocios extranjeros sin marcar el punto adonde me dirigía, y con once meses de fecha: se me había dado para Suiza e Italia, y me había servido para salir de Francia y volver a entrar en ella: varias refrendaciones atestiguaban aquellas circunstancias. No había querido renovarle ni sacar otro. Todos los agentes de policía hubieran sido avisados, y puestos en juego todos los telégrafos: en todas las aduanas habrían registrado mi carruaje, mi equipaje y aun mi persona. Si hubiesen ocupado mis papeles, ¡cuántos protestos de persecución, cuántas visitas domiciliarias, cuántas prisiones!.. ¡Qué prolongación del cautiverio real! porque quedaba probado que la princesa tenía medios de comunicación exterior. Érame, pues, imposible designar mi partida pidiendo un pasaporte y por lo tanto me confié a la suerte.
Evitando el camino demasiado concurrido de Fráncfort y el de Estrasburgo que pasa por la línea telegráfica, tomé, el de Basilea, acompañado de Jacinto Pilorge, mi secretario, y de Bautista mi ayuda de cámara cuando yo era señor, y convertido en simple criado a la caída de mi señoría. Mi cocinero el famoso Monmirail se retiró a mi salida del ministerio, declarando que no volvería a los negocios sino conmigo. Habíase decidido sabiamente por el introductor de embajadores en tiempo de la restauración, que todo embajador cesante volvía a la vida privada; Bautista volvió al servicio doméstico.
Al llegar a Altkirch, última parada de la frontera, se presentó un gendarme pidiéndome el pasaporte; y al leer mi nombre, me dijo que a las órdenes de mi sobrino Cristian, capitán de dragones de la guardia, había hecho la campaña de España en 1823. Entre Altkirch y San Luis encontré a un cura y sus feligreses que hacían una batida contra los abejorros, plaga que se había multiplicado mucho desde la revolución e julio. En San Luis los empleados de la aduana que me conocían me dejaron pasar sin ninguna formalidad. Llegué muy contento a la puerta de Basilea, donde me esperaba el viejo tambor mayor, que el mes de agosto anterior me había impuesto un bedit garaudaime l'un quart d'hire; pero ya no se hablaba del cólera y fui a apearme en los Tres reyes, a orillas del Rin; ocurría esto el 17 de mayo a las diez de la mañana.
El dueño de la fonda me proporcionó un criado llamado Schwartz, oriundo de Basilea, para que me sirviese de intérprete en Basilea. Al subir en mi carruaje me quedé admirado de ver al gendarme de Altkirch entre la multitud, y pensé si habría sido despachado en mi seguimiento; pero lo cierto era que solo había ido escoltando el correo de Francia. Le hablé algunas palabras para informarme del objeto de su viaje, y le di para que bebiese a la salud de su antiguo capitán.
Un estudiante se me acercó y me echó un papel con este sobrescrito: Al Virgilio del siglo XIX, en el cual se leía este paraje alterado de la Eneida: Macte animo, generose puer. El postillón agitó el látigo y partí en extremo contento de verme llamado niño, generose puer.
Orillas del Rin.— Cascada del Rin.— Moskirch.— Tempestad.
Atravesé el puente dejando a los moradores de Basilea en guerra en medio de su república, y desempeñando a su modo el papel que eran llamados a representar en la transformación general de la sociedad. Subí la margen derecha del Rin y miré con cierta tristeza las altas colinas del cantón de Basilea. El destierro que había venido a buscar en los Alpes el año anterior me parecía un término de la vida más feliz, una suerte más agradable que la de los negocios del imperio en que me había vuelto a engolfar. ¿Abrigaba yo la más pequeña esperanza favorable a la suerte de la duquesa de Berry y de su hijo? No: estaba además convencido de que, a pesar de mis recientes servicios, no hallaría amigos en Praga. Cualquiera que haya prestado juramento a Luis Felipe, con tal que alabe los decretos funestos, debe ser más agradable a Carlos X, que yo que no he sido perjuro. Es demasiado para con un rey tener dos veces razón, pues ellos prefieren más bien la traición que les adula, que una rígida y sincera adhesión. Iba yo, pues, a Praga como el soldado siciliano ahorcado en París, en tiempo de la liga iba al patíbulo: el confesor de los napolitanos trataba de convencerle a que hiciera de tripas corazón, y le decía por el camino: ¡Allegremente! ¡Allegremente! Así vagaban mis pensamientos mientras me arrastraban los caballos; pero cuando pensaba en las desdichas de la madre de Enrique V me echaba en cara mis dolorosos recuerdos.
Huyendo las orillas del Rin al paso que avanzaba mi carruaje, me distraían agradablemente: cuando se mira un paisaje por una ventana, aunque se piense en otra cosa, penetra, sin embargo, en la mente un reflejo de la imagen que se tiene a la vista. Atravesamos de este modo praderas esmaltadas por las flores de mayo, y los bosques, los vergeles y las calles de árboles ofrecían un verdor delicioso. Se veían en los campos con sus dueños, animales y aves de todas clases. El guerrero Rin parecía complacerse en medio de esta escena pastoril, como un viejo militar que se aloja de paso en casa de unos labradores.
El día siguiente por la mañana, 18 de mayo, antes de llegar a Schaffouse, me hice conducir a la cascada del Rin, y dejé de pensar algunos momentos en la caída de los reinos para instruirme a su imagen. Con mucho gusto hubiera terminado mis días en el castillejo que domina la cascada. Si yo hubiese colocado en el Niágara el sueño de Atala, no realizado aun; si hubiese encontrado en Tívoli otro sueño pasado ya en la tierra, ¡quién sabe si en el castillejo de la cascada del Rin no habría hallado una visión más bella, errante en otro tiempo a sus orillas, y que me hubiera consolado de todas las sombras que había perdido!
Desde Schaffouse continué mi camino por Ulma. En el país se ven muchas lagunas cuyas orillas se hallan cultivadas, y en las que bañan sus pies montecillos cubiertos de árboles y separados los unos de los otros. En este bosque, que se aprovechaba entonces, se distinguían muchas encinas, derribadas unas, de pie otras; las primeras descortezadas en tierra, y sus troncos y sus ramas desnudos como el esqueleto de un animal extraño; las segundas cargadas de bellotas sus ramas, y llena de una pelusa negra la verde fresca verdura de la primavera: ellas reunían lo que no se ve jamás en el hombre, la doble belleza de la vejez y de la juventud.
En los plantíos de la llanura, los troncos arrancados dejaban hoyos vacios, y el suelo se había convertido en pradera. Estos campos de césped en medio de los bosques sombríos, tienen algo de severo y risueño, y recuerdan las sábanas del Nuevo Mundo. Las chozas tienen aun algo del carácter suizo, y las cabañas y las posadas se distinguen por esa agradable limpieza que no se conoce en nuestro país.
Habiéndome detenido a comer en Moskirch entre seis y siete de la tarde, me asomé a la ventana de mi posada y vi a los rebaños que bebían en una fuente, y a una ternerita que saltaba y brincaba como un cabritillo. Donde quiera que se trata con dulzura a los animales, son alegres y se manifiestan contentos con el hombre. En Alemania y en Inglaterra no se pega a los caballos ni se les maltrata con palabras; ellos mismos se colocan en la varas, parten y se detienen a la menor voz o al más leve movimiento de la brida. Los franceses son los más inhumanos con los animales; los postillones, para enganchar los caballos, les dan patadas en las ancas y en los ijares, les golpean con el mango del látigo en la cabeza, y les destrozan la boca con el freno para hacerles recular, acompañando todo esto con juramentos, gritos e insultos a las pobres bestias. A las de carga las hacen arrastrar pesos superiores a sus fuerzas, y para obligarlas a andar se les martiriza a latigazos; hemos heredado la ferocidad de los galos, aunque oculta bajo la seda de nuestras medias y de nuestras corbatas.
No era yo el único que contemplaba la naturaleza; las mujeres hacían otro tanto en las ventanas de sus casas. Al atravesar aldeas desconocidas me he preguntado con frecuencia: «¿Querrías vivir aquí?» y siempre me he contestado a mí mismo: «¿Por qué no?» Nadie hay que durante las locas horas de la juventud no haya dicho con el trovador Pedro Vidal:
Don n'ai mais d'un paue cordo
Que Na Raymbauda me de
Quel reys Richartz ab Peitieus
Ni ad Tors ni ab Angieus