3.

Motivos para sueños hay en todas partes; las mujeres de Moskirch que miraban el cielo o mi silla de posta, que me miraban a mí o no miraban a nada, ¿no tenían alegrías y pesares, intereses de corazón, o de fortuna o de familia, lo mismo que las de París? Macho más hubiera yo profundizado en la historia de mis vecinas si la comida no se hubiese anunciado poéticamente al estampido de un trueno: mucho ruido era aquel para tan poca cosa.

El Danubio.— Ulma.

19 de mayo de 1833.

Subí de nuevo al carruaje a las diez de la noche y me dormí al ruido que hacia la lluvia sobre la cubierta de la carretela. El sonido de la trompeta de mi postillón me despertó, y oí el murmullo de un río que no veía. Nos hallábamos detenidos a la puerta de una ciudad; abriose aquella, examinaron mi pasaporte, equipajes, y entramos en el vasto imperio de S. M. wurtembergesa. Saludé mentalmente a la gran duquesa Elena, flor graciosa y delicada encerrada hoy en las estufas del Volga. No concebí más que un solo día el valor de una posición elevada y de la fortuna, que fue en la fiesta que di a la joven princesa de Rusia en los jardines de la villa de Médicis. Allí conocí cuanto podían embriagar la magia del cielo, el encanto de los sitios, el prestigio de la belleza y del poderío: creíme a la vez Torcuato Tasso y Alfonso de Este; valía yo más que el príncipe y menos que el poeta; Elena era más hermosa que Leonor. Representante yo del heredero de Francisco I y de Luis XIV, tuve el sueño de un rey de Francia.

No me registraron; bien es verdad que nada llevaba contra los derechos de los soberanos, yo que reconocía los de un joven monarca cuando los mismos soberanos habían dejado de reconocerlos. Lo vulgar y lo reciente de la aduana y del pasaporte formaban contraste con la tempestad, con la puerta gótica, con el sonido de la trompeta y con el ruido del torrente.

En vez de la castellana oprimida que me preparaba a libertar encontré al salir de la ciudad a un pobre anciano, el cual me pidió seis cruches, levantando con la mano izquierda una linterna a la altura de su cabeza gris, alargando la mano derecha a Schwartz que iba sentado en el pescante, y abriendo su boca como un sollo cogido en el anzuelo: Bautista, enfermo y mojado como estaba, no pudo contener la risa

¿Y cuál era el torrente que yo acababa de pasar? Hícele esta pregunta al postillón y me respondió: «Donau (el Danubio).» Otro famoso río que acababa de pasar sin apercibirme de ello, del mismo modo que había bajado al lecho de adelfas del Eurutas sin conocerlo, ¿De qué me ha servido beber en las aguas del Meschacebé, del Eridan, del Tíber, del Censo, del Hermus, del Jordán, del Nilo, del Betis, del Tajo, del Ebro, del Rin, del Spree, del Sena y de otros cien ríos más o menos célebres? Los ignorados no me han dado su tranquilidad; los ilustres no me han comunicado su gloria: solo podrán decir que me han visto pasar como sus orillas ven pasar sus ondas.

El domingo 19 de mayo llegué temprano a Sema, después de haber recorrido el teatro de las campañas de Moreau y de Bonaparte.

Jacinto, miembro de Legión de Honor, llevaba la cinta, y esta condecoración nos atraía increíbles respetos. Como yo no llevaba en el ojal más que una florecita, según mi costumbre, pasaba antes de que conociesen mi nombre por un ser misterioso: en el Cairo querían mis mamelucos que yo fuese de grado o por fuerza un general de Napoleón, disfrazado de falso sabio, y no desistían de su empeño, aguardando a cada instante verme poner al Egipto en el cinturón de mi caftán.

No obstante, estos sentimientos existen entre los pueblos cuyas aldeas hemos quemado y cuyas cosechas hemos destruido. Yo gozaba de esa gloria; pero si no hubiéramos hecho más que bien a la Alemania, ¿nos echarían tanto de menos? ¡Inexplicable naturaleza humana!

Los males de la guerra se han olvidado; en el suelo de nuestras conquistas hemos dejado el fuego de la vida. Aquella masa fuerte puesta en movimiento continúa fermentando porque principia en ella la inteligencia. Cuando se viaja en el día adviértese que los pueblos velan con la mochila a la espalda, y que dispuestos a marchar, parecen aguardarnos para ponernos al frente de la columna. A. cualquier francés se le cree siempre el ayudante de campo que lleva la orden de marchar.

Ulma es una pequeña ciudad aseada, sin carácter particular: sus fortificaciones destruidas se han convertido en huertas y paseos, cosa que sucede al fin con todas ellas. Su suerte tiene alguna analogía con la de los militares; el soldado sirve en su juventud, y cuando queda inválido se dedica a jardinero.

Fui a ver la catedral, nave gótica de elevada flecha. Los costados bajos se dividen en dos bóvedas estrechas sostenidas por una sola hilera de pilares, de modo que el edificio interior participa a la vez de la catedral y de la basílica.

El púlpito tiene por tornavoz un elegante campanario en punta como una mitra; el interior de ese campanario se compone de un espigón, alrededor del cual da vueltas una bóveda en forma de hélice de filigrana de piedra. Unas agujas simétricas que salen a la parte de afuera parecían haber sido destinadas para tener velas, las cuales iluminaban aquella tiara cuando el pontífice predicaba en los días festivos. En vez de sacerdotes que oficiasen, vi solo algunos pajarillos que revoloteaban en aquel ramaje de granito, celebrando la palabra que les dio voz y alas el quinto día de la creación.

La nave estaba desierta: a la cabecera de la iglesia escuchaban instrucciones dos grupos separados de mozos y mozas.

La reforma, como ya he dicho antes, hace mal en mostrarse en los monumentos católicos que ha invadido, porque aparece en ellos mezquina y vergonzosa. Aquellos elevados pórticos requieren un clero numeroso, la pompa de las solemnidades, los cánticos, los cuadros, los ornamentos, los velos de seda, las colgaduras, los encajes, la plata, el oro, las lámparas, las flores y el incienso de los altares. Por más que diga el protestantismo que ha vuelto al cristianismo primitivo, las iglesias góticas le responden que ha renegado de sus padres: los cristianos, arquitectos de aquellas maravillas, no eran por cierto los hijos de Lutero y de Calvino.

Blenheim.— Luis XIV.— Selva Hercyniana — Los bárbaros.— Nacimiento del Danubio.

19 de mayo de 1833.

Salí de Ulma el 19 de mayo a medio día. En Dillingen faltaron caballos, y permanecí una hora en la calle Real, recreando mi vista en un nido de cigüeña situado sobre una chimenea como sobre un minarete de Atenas; una multitud de jilgueros habían hecho insolentemente sus nidos en el lecho de la pacifica reina del cuello largo. Debajo de la cigüeña, una dama que habitaba en el piso principal, miraba a los transeúntes detrás de una celosía medio levantada, y debajo de la dama había un santo de madera colocado en un nicho. El santo caerá precipitadamente al suelo desde su nicho, y la dama bajará a la tumba desde su ventana: ¿y la cigüeña? volará de allí: de este modo desaparecerán los tres pisos»

Entre Dillingen y Donawerth se atraviesa el campo de batalla de Blenheim. Las pisadas de los ejércitos de Moreau no han borrado las de los ejércitos de Luis XIV: la derrota del gran rey domina en la comarca los triunfos del grande emperador.

El postillón que me conducía era de Blenheim; cuando llegó cerca de su pueblo tocó la trompeta: quizá anunciaba su paso a la aldeana a quien amaba, y está se estremecía de placer en los mismos campos en que fueron hechos prisioneros veinte y siete batallones y doce escuadrones franceses, y en donde el regimiento de Navarra, cuyo uniforme tuve el honor de vestir, enterró sus estandartes al lúgubre sonido de las trompetas: estos son los lugares comunes de la sucesión de los tiempos. En 1793 la república arrancó de la iglesia de Blenheim los estandartes quitados a la monarquía en 1704: Así vengaba al reino e inmolaba al rey; echaba abajo la cabeza de Luis XIV, pero solo permitía a la Francia desgarrar la bandera blanca.

Nada hace conocer mejor la grandeza de Luis XIV, que hallar su memoria hasta en los barrancos formados por el torrente de las victorias napoleónicas. Las conquistas de este monarca dejaron a nuestro país fronteras que nos guardan aun. El alumno de Brienne, a quien la legitimidad dio una espada, encerró por un momento la Europa en su antecámara; pero muy pronto se le escapó de las manos: el nieto de Enrique IV puso esa misma Europa a los pies de la Francia, y así ha permanecido. Esto no quiere decir que compare yo a Napoleón con Luis XIV; hombres ambos de diversos destinos, pertenecen a distintos siglos, a diferentes naciones; el uno terminó una era, el otro inauguró un mundo. Puede decirse de Napoleón lo que dice Montaigne de César: «Perdonó a la victoria el no haber podido desenredarse de él.»

Las indignas colgaduras del palacio de Blenheim que vi con Pelletier, representan al mariscal de Tallort quitándose el sombrero ante el duque de Marlborough, el cual se halla en la actitud de un fanfarrón. No por eso Tallort dejó de ser el favorito del anciano león; prisionero en Londres, venció en el ánimo de la reina Ana a Marlborough, que le había derrotado en Blenheim, y murió siendo individuo de la academia francesa. Era, según Saint-Simon, hombre de mediana estatura, con ojos un tanto envidiosos dotado de mucho fuego y talento, pero atormentado siempre por su ambición.

Voy escribiendo historia en carruaje, ¿y por qué no? César la escribía en su litera, y si él ganaba las batallas que narraba, yo no he perdido la de que hablo.

Todo el camino desde Dillingen a Donawerth es una rica llanura de desigual nivel, en donde están mezclados los campos de trigo con las praderas, y se acerca uno o se aleja del Danubio, según los recodos del camino y las vueltas del ríos. A esta altura, las aguas del Danubio son aun amarillas como las del Tíber.

Apenas se sale de una aldea cuando ya se divisa otra; aquellos pueblos son todos muy curiosos y risueños, y con frecuencia se ven algunos frescos en las paredes de las casas. Conforme se va uno aproximando al Austria se pronuncia cada vez más un cierto carácter italiano, el habitante del Danubio no es ya el aldeano del Danubio.

Son menton nourrissait une barbe touffue:

Toute sa personne velue

Ropresentait un ours, mais un ours mal léché

Memorias de ultratumba Tomo V
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