Me apresuro a rendir mis homenajes a este hijo de las musas tan consolado por sus hermanos; rico embajador, me suscribí para su monumento en Roma; indigente peregrino, a consecuencia del destierro, fui a arrodillarme a su prisión de Ferrara. Sé que existen dudas bastante fundadas sobre la identidad de los lugares; pero como todos los verdaderos creyentes, me río de la historia; esta bóveda, por más que se diga en contrario, es el mismo sitio en que el pazzo per amore, habitó siete años completos; pasaba necesariamente por estos claustros, llegando a esta cárcel donde la luz deslizábase al través de las barras de hierro de una mezquina ventana, y donde la bóveda reducida que hiela vuestra cabeza, destila un agua salitrosa sobre un suelo húmedo que paraliza vuestros pies.
En el exterior de los muros de la prisión, y alrededor del postigo, se leen los nombres de los adoradores del dios; la estatua de Memnon estremeciéndose de armonía al contacto de la Aurora, estaba cubierta de las declaraciones de los diversos testigos del prodigio. No he estampado mi exvoto, pero me he ocultado entre la muchedumbre cuyas súplicas secretas deben ser en razón de su misma humildad, más agradables al cielo.
Los edificios en los cuales se encierra hoy la prisión del Tasso, dependen de un hospital abierto a todos los achaques; se les ha colocado bajo la protección de los santos: Sancto Torcuato sacrum. A alguna distancia del lugar bendecido hay un patio derrumbado en medio del cual el conserje cultiva un cuadro rodeado de un seto de malvas; la empalizada de un verde jardín estaba llena de hermosas flores. Cogí una de esas rosas color de duelo de los reyes, y que me parecía crecer al pie de su calvario. El genio es un Cristo, desconocido, perseguido, azotado, coronado de espinas, crucificado por y para los hombres, muere dejándoles la luz, y resucita adorado.
Llegada de Mad. la duquesa de Berry.
Ferrara, 18 de septiembre de 1833.
Habiendo salido el 18 por la mañana para volver a las Tres Coronas, encontré la calle obstruida de gente, y los vecinos asomados a las ventanas, un piquete de cien hombres de tropas austriacas y pontificias, ocupaban el alojamiento. La oficialidad de la guarnición, los magistrados de la ciudad, los generales y el prolegado esperaban a Madama, cuya llegada había anunciado un correo con las armas de Francia. La escalera y los salones estaban adornados de flores, jamás se hizo a una desterrada tan hermoso recibimiento.
Al avistar los coches, sonó un redoble de tambor, rompieron las músicas de los regimientos y los soldados presentaron las armas. La princesa, entre el gentío, apenas pudo bajar de su coche detenido en la puerta de la fonda; yo había acudido ya, y me reconoció en medio de la confusión. Por entre las autoridades constituidas y los mendigos que se acercaban a ella, me tendió la mano diciéndome: «Mi hijo es vuestro rey: ayudadme, pues, a pasar.» No la encontré muy cambiada, aunque algo flaca; tenía algo de una niña vivaracha.
Yo marché delante, la princesa daba el brazo a Mr. Luchessi y Mad. de Podenas la seguía. Subimos las escaleras y entramos en las habitaciónes entre dos filas de granaderos, en medio del estruendo de las armas, del ruido de los clarines y de los vivas de los espectadores. Creyéronme el mayordomo, y dirigíanse a mi para ser presentados a la madre de Enrique V. Mi nombre se unía a estos nombres en el concepto de la muchedumbre.
Es preciso saber que Madama, desde Palermo hasta Ferrara, fue recibida con los mismos respetos, a pesar de las notas de los encargados de Luis Felipe. Mr. de Broglié, habiendo tenido el valor de pedir al papa la entrega de la Proscripta, el cardenal Bernetti contestó: «Roma ha sido siempre el asilo de las grandezas caídas. Si en estos últimos tiempos la familia de Bonaparte encontró un refugio cerca del padre de los fieles, con mayor motivo la misma hospitalidad debe ejercerse con la familia de los reyes cristianisimos.»
Creo poco en este despacho, pero me chocaba vivamente un contraste: en Francia el gobierno prodiga insultos a una mujer a quien tiene miedo; en Italia solo se recuerda el nombre del valor y de las desgracias de Mad. La duquesa de Berry.
Me vi en la precisión de aceptar mi empleo improvisado de primer gentil-hombre de cámara. La princesa estaba en extremo graciosa; llevaba un vestido de tela gris, muy ajustado a la cintura, y adornaba su cabeza un sombrero de viuda, como un capillo de niño o de colegial castigado: saltaba aquí y acullá como una mariposa, andaba como una aturdida con pie firme en medio de los curiosos, con la misma ligereza que lo hacia en los bosques de la Vendée. Ni miraba ni reconocía a nadie; tuve que detenerla irrespetuosamente por su vestido o estorbarle el paso diciéndola: «Señora, he aquí al comandante austriaco, al oficial vestido de blanco: señora aquel es el comandante las tropas pontificias, el del vestido azul: Señora, aquel otro es el prolegado, el alto y joven abate vestido de negro.» Entonces se detenía, decía algunas palabras en italiano o en francés no muy exactas, sin rodeos, francamente, con gracia, y que en medio de sus disgustos no desagradaban: su aspecto no se parecía a nada conocido. Casi me sentía turbado, y sin embargo, no experimentaba ninguna inquietud acerca del efecto producido por la que había huido de las llamas y de la cárcel.
Una confusión cómica sobrevino en seguida. Debo decir una cosa con toda reserva de la modestia; el vano ruido de mi vida aumenta a medida que el silencio real de esta vida se acrecienta. No puedo bajar hoy a una posada de Francia o del extranjero sin que me vea asediado inmediatamente. Para la antigua Italia soy el defensor de la religión; para la joven el defensor de la libertad; para las autoridades tengo el honor de ser la Sua Eccellenza gia ambiasciadore di Francia en Verona y en Roma. Algunas damas, todas sin duda de rara belleza, prestaron el lenguaje de Angelico y de Aquilano el Negro, a la floridiana Atala, y al moro Aben-Hamet. Veo, pues, llegar estudiantes, ancianos, sacerdotes con anchas casullas, y mujeres a quienes engrandezco las tradiciones y las gracias, luego mendigos demasiado bien instruidos para creer que el hombre que ha sido poco antes embajador es tan pobre como ellos.
Así, pues, mis admiradores se dirigieron a la fonda de las Tres Coronas con la muchedumbre atraída por la duquesa de Berry, me estrechaban en el ángulo de una ventana y me principiaban una arenga que terminaban en María Carolina. Tan atolondrados estaban que las dos tropas se engañaban algunas veces de patrón y de patrona: yo fui saludado con el titulo de vuestra alteza real y Madama me refirió luego que la habían felicitado por el Genio del Cristianismo: así cambiábamos nuestros renombres. La princesa se complacía en haber compuesto una obra en cuatro tomos y yo estaba orgulloso de que me hubieran tomado por la hija de los reyes.
De repente desapareció la princesa; habíase dirigido a pie con el conde de Luchessi a visitar la morada del Tasso. Era inteligente en materia de prisiones; la madre del huérfano desterrado, del niño heredero de San Luis, María Carolina, saliendo de la fortaleza de Blaye y no buscando en la ciudad de Renée de Francia sino el calabozo de un poeta, es una cosa sin ejemplo en la historia de la fortuna y de la gloria humana. Los venerables de Praga hubieran pasado cien veces por Ferrara sin que les ocurriese semejante idea; pero Mad. de Berry es napolitana y compatriota del Tasso que decía: He desiderio di Napoli, come l'anime ben disposte, del paradiso 19.
Hallábame yo en la oposición y en desgracia; los decretos se introducían clandestinamente en el castillo y descansaban aun en alegría y en secreto en el fondo de los corazones. Un día la duquesa de Berry vio un grabado que representaba al cantor de la Jerusalén en las rejas de su mansión: «Espero, dijo, que veremos muy pronto así a Chateaubriand.» Palabras de prosperidad que es preciso no tomar en cuenta sino como una ocurrencia hija del buen humor. Debía yo reunirme con Madama en la prisión del Tasso después de haber sufrido por ella las prisiones de la policía. ¡Qué sentimientos tan elevados descuellan en la noble princesa! ¡qué prueba tan grande de estimación me ha dado dirigiéndose a mí en la hora de su infortunio, después del deseo que había formado! Si su primer deseo elevaba mis talentos a demasiada altura, su confianza se equivocaba menos respecto de mi carácter.
La señorita Lebeschu.— El conde Luchessi-Palli.— Discusión.— Comida.— Bugeaud el carcelero.— Mad. de Saint-Priest.— Mad. de Podenas.— Nuestra tropa.— Mi negativa de ir a Praga.— Cedo sobre una palabra.
Ferrara, 18 de septiembre de 1833.
Mr. de Saint-Priest, Mad. de Saint-Priest y monsieur A. Sala llegaron bien pronto. Este había sido oficial de la guardia real y ha sustituido en mis negocios de librería a Mr. Delloye, mayor de la misma guardia. Dos horas después de la llegada de Madama vi a la señorita Lebeschu, compatriota mía, lo que se apresuró a decirme las esperanzas que se fundaban en mí. La señorita Lebeschu figura en el proceso del Carlo Alberto.
A la vuelta de su poética visita me hizo llamar la duquesa de Berry, pues me esperaba con el conde Luchessi y Mad de Podenas.
El conde Luchessi-Palli es alto y moreno: Madama le nombra Tancredo para las mujeres. Sus modales para con la princesa son en extremo delicados; ni humildes ni arrogantes; descúbrese en ellos la noble autoridad del marido y la respetuosa obediencia del súbdito.
Madama me habló desde luego de negocios, y me dio gracias por haber correspondido a su invitación; me dijo que iba a Praga, no solo para reunirse a su familia, sino para conseguir el acta de la mayoría de su hijo, y me declaró que deseaba llevarme en su compañía.
Esta declaración que yo no esperaba por cierto, me llenó de consternación; ¡volver a Praga! A una proposición semejante hice las objeciones que me ocurrieron.
Si yo iba a Praga con Madama y caso de que obtuviese lo que deseaba, el honor de la victoria no pertenecería exclusivamente a la madre de Enrique V, y esto era un mal. Si Carlos X se obstinase en rehusar el acta de mayoría (yo estaba persuadido de ello) hallándome presente se hundiría mi crédito. Me parecía por lo tanto mejor quedarme de reserva para el caso de que Madama no saliera bien de su negociación.
Su A. R. impugnó estas razones y sostuvo que no tendría fuerza alguna en Praga si yo no la acompañaba; que yo era temible a sus excelsos parientes y que consentía en cederme el lauro de la victoria y el honor de unir mi nombre al advenimiento de su hijo.
Mr. y Mad. de Saint-Priest que entraron cuando nos hallábamos en esta discusión, insistieron apoyando los deseos de la princesa, pero yo continué en mi negativa. En esto avisaron para comer.
Madama estuvo muy alegre: refiriome sus disputas en Blaye con el general Bugeaud del modo más divertido. Bugeaud la atacaba con la política y se enfadaba; Madama se enfadaba más que él, ambos gritaban a más no poder y la duquesa le hacia salir de su cuarto. S. A. R. omitió ciertos pormenores que me hubiera comunicado a haber estado solos. No dejó marchar a Bugeaud y le estrechaba con astucia: «¿Sabéis, me dijo, que os he llamado cuatro veces? Bugeaud hizo pasar mis instancias a D'Argout. Este respondió a Bugeaud que era un estúpido, porque hubiera debido desde luego rehusar vuestra admisión sobre la etiqueta del saco: ese Mr. D'Argout tiene muy buen gusto.» Madama recalcó estas dos palabras con su acento italiano.
A pesar de todo, el rumor de mi negativa que se esparció al momento, alarmó a los nuestros. La señorita Lebeschu vino a hablarme a mi aposento después de la comida; Mr. de Saint-Priest, nombre de talento y razonable, me envió a Mr. Sala y después le reemplazó instándome a su vez. «Habíase hecho partir para Hradschin a Mr. de La Ferronays a fin de vencer las primeras dificultades, y en esto llegó Mr. de Montbel, encargado de ir a Roma para sacar una copia del contrato matrimonial, redactado en buena y debida forma, que obraba en poder del cardenal Zurla.»
«Suponiendo, continuó Mr. de Saint-Priest, que Carlos X se niegue a expedir el acta de mayoría, ¿no seria conveniente que Madama obtuviese una declaración de su hijo? ¿Cuál debía ser esta declaración? Una nota muy lacónica, respondí yo, en que Enrique V protestase contra la usurpación de Felipe.»
Mr. de Saint-Priest repitió mis palabras a la duquesa, y mi resistencia continuaba ocupando a las personas que la rodeaban. Madama de Saint-Priest por la nobleza de sus sentimientos, parecía la más viva en su pesar. Mad. de Podenas no había perdido la costumbre de sonreír apaciblemente, y su tranquilidad era más notable en medio de nuestra agitación.
Nos parecíamos algo a una compañía de cómicos franceses que ejecutaba en Ferrara, con el correspondiente permiso de las autoridades de la ciudad, la Princesa fugitiva, o la Madre perseguida. El teatro representaba a la derecha la prisión del Tasso; a la izquierda la casa del Ariosto, y en el fondo el palacio en que se celebraron las fiestas de Leonor y de Alfonso. Esta majestad sin reino, esta zozobra de una corte encerrada en dos coches errantes, y que de noche tenía por palacio la fonda de las Tres Coronas; esos consejos de estado celebrados en el cuarto de una posada, todo completaba la diversidad de las escenas de mi fortuna. Abandonaba yo entre bastidores mi traje de caballero, y volvía a tomar de nuevo mi sombrero de paja; viajaba con la monarquía de derecho arrollada en mi maleta, mientras que la monarquía de hecho ostentaba sus oropeles en las Tullerías. Voltaire convida a todos los monarcas a pasar el carnaval en Venecia con Achmet III, a Iván emperador de todas las Rusias, a Carlos Eduardo rey de Inglaterra, a Teodoro rey de Córcega, y a cuatro altezas serenísimas. «Señor, el coche de V. M. está en Padua y la barca nos espera. Señor V. M. partirá cuando guste. A fe mía, señor, no quieren hacer ya caso de V. M. ni de mí tampoco, y pudiera muy bien suceder que esta noche durmiéramos en la cárcel».
En cuanto a mí, diré como Cándido: «Señores, ¿por qué sois todos reyes? Os confieso que ni yo ni Martín lo somos.»
Eran las once de la noche, y esperaba haber ganado mi pleito, y obtenido mi pase de la duquesa. ¡Cuánto me engañaba! Madama no cede tan pronto de su voluntad; no me había preguntado la menor cosa acerca de la Francia, porque preocupada con mi resistencia a sus proyectos, esta era su cuestión del momento. Mr. de Saint-Priest entró en mi habitación y me entregó el borrador de una carta que su alteza real se proponía escribir a Carlos X. «¿Cómo, exclamé, Madama insiste en su resolución? ¿Quiere que lleve esta carta? pero a pesar de todo me será hasta materialmente imposible atravesar la Alemania, porque mi pase no sirve sino para la Suiza y la Italia.»
—Nos acompañaréis hasta la frontera de Austria, repuso Mr. de Saint-Priest, la duquesa os llevará en su carruaje, y una vez salvada la frontera, entrareis de nuevo en el vuestro y llegareis a Praga treinta y seis horas antes que nosotros.
Corrí a ver a la princesa; renové mis instancias, pero me contestó: «No me abandonéis.» Estas palabras pusieron fin a la lucha y cedí, con lo que la duquesa se mostró llena de alegría. ¡Pobre señora, había llorado tanto! ¿Cómo hubiera yo podido resistir al valor, a la adversidad y a la grandeza decaída, reducidos a ocultarse bajo mi protección? Otra princesa, madama la Delfina, me había asimismo dado gracias por mis inútiles servicios: Carlsbad y Ferrara eran dos destierros de diferentes soles, y en ellos recogí los más nobles honores de mi vida.
Madama partió el 19 muy temprano para Padua, en donde me dio cita, debiendo detenerse en Cartajo, en casa del duque de Módena. Tenía yo mil cosas que ver en Ferrara, palacios, cuadros, manuscritos, y tuve que contentarme con ver la prisión del Tasso, porque me puse en camino pocas horas después que su alteza real. Llegué de noche a Padua. Envié a Jacinto a Venecia para que me trajese mi reducido equipaje de estudiante alemán, y me acosté tristemente en la Estrella de oro, que por cierto jamás ha sido la mía.
Padua.— Sepulcros.— Manuscrito de Zanze.
Padua, 20 de septiembre de 1833
El viernes 20 de septiembre pasé una parte de la mañana escribiendo a mis amigos mi cambio de destino. Poco después fueron llegando sucesivamente las personas de la comitiva de la princesa.
No teniendo otra cosa que hacer, salí con un cicerone y visitamos las iglesias de Santa Justina y de San Antonio de Padua. La primera, obra de Gerónimo de Brescia, es muy majestuosa; desde la parte baja de la nave, no so ve ni una sola ventana de las practicadas a gran altura, de modo, que la iglesia está iluminada, sin que se sepa por donde entra la luz. Este templo encierra excelentes cuadros de Pablo el Veronés, de Liberi, de Palma, etc.
San Antonio de Padua (il Santo) presenta un monumento gótico-greco, estilo particular de las antiguas iglesias del país veneciano. La capilla de San Antonio es de Jacobo Sansovino y de Francisco, su hijo, lo que se advierte desde luego; los ornamentos y la forma son del gusto de la loggetta del campanario de San Marcos.
Una signora de vestido verde y sombrero de paja cubierto con un velo, oraba delante de la capilla del santo, y un criado con librea oraba también a su espalda; supuse que haría algún voto para el alivio de algún mal moral o físico, y no me equivoqué, pues viéndola en la calle, advertí que tenía unos cuarenta años; pálida, flaca, y de aspecto enfermizo, yo había adivinado su amor o su parálisis. Había salido de la iglesia con esperanzas, pero en el espacio de tiempo que ofrecía al cielo su ferviente oración, ¿no olvidaba su dolor, no estaba realmente curada?
Il Santo abunda en mausoleos, entre los que es célebre el de Bembo. En el claustro se ve la sepultura del joven de Orbesan, que murió en 1595.
¡Gallus, eram, putavi, morior, spes una parentum!
El epitafio francés de Orbesan termina en un verso que envidiaría un gran poeta:
Car il n'est si beau jour qui n'amene sa nuit