CONTINUACIÓN DE LAS INCIDENCIAS.

El valle del Téple.— Su flora.

PARA ver de una ojeada el valle del Téple, tuve que trepar por una colina, atravesando para ello un bosque de pinos: las hileras de aquellos árboles formaban un ángulo agudo sobre un plano inclinado: mirados desde abajo, las cimas de aquellos árboles tocaban a los pies de unos, otras al tronco a la tercera y cuarta parte de los demás que estaban más altos.

Siempre me agradarán los bosques: la flora de Carlsbad, cuyo céfiro festoneaba los céspedes bajo mis pies me parecía encantadora: encontré allí la calice digitada, la belladona vulgar, la salicaria común, el hipericon, el lirio vivaz y el sauce: dos asuntos de mis primeras antologías.

Mi juventud suspende sus reminiscencias en los tallos de esas plantas que reconozco al paso. ¿Os acordáis de mis estudios botánicos entre los seminolas, de mis cenotheros, de mi nymfeas con que preparaba mis floridianas, de las guirnaldas de clemátidas con que enlazaban la tortuga, de nuestro sueño en la isla a la orilla del lago y de la lluvia de rosas de magnolia que caía sobre nuestras cabezas? No me atrevo a calcular la edad que tendría ahora mi veleidosa joven pintada: ¿qué recogería en el día sobre su frente? las arrugas que hoy cubren la mía. ¡Duerme sin duda en la eternidad, bajo las raíces de los cipreses del Alabama, y yo que llevo en mi memoria esos recuerdos lejanos, solitarios e ignorados, vivo todavía! Estoy en Bohemia y no con Atala y Celuta, al lado de la delfina que va a darme una carta para la señora duquesa de Berry.

Ultima conversación con la delfina.— Marcha.

A la una estaba ya a las órdenes de la señora delfina.

—¿Queréis marchar hoy, caballero Chateaubriand?

—Si V. M. me lo permite, procuraré reunirme en Francia con la señora duquesa de Berry: de otro modo me veré obligado a hacer un viaje a Sicilia, y S. A. R. carecería por mucho tiempo de la respuesta que aguarda.

—He aquí una carta para ella. He evitado pronunciar en ella vuestro nombre para no comprometeros. Leed.

Leí la carta escrita enteramente de mano de la señora delfina: la he copiado exactamente.

Carlsbad, 31 de mayo de 1833.

«He tenido una satisfacción, querida hermana, en recibir por fin directamente noticias vuestras. Os compadezco con toda mi alma. Contad siempre con mi interés constante por vos, y sobre todo por vuestros queridos hijos, que me son más preciosos que nunca. Mientras dure mi existencia se la consagraré. Todavía no he podido hacer vuestros encargos a vuestra familia, por que mi salud ha exigido que venga a tomar las aguas. Pero lo cumpliré en cuanto regrese, y creed, que tanto ellos como yo no tendremos jamás más que unos mismos sentimientos.

«Adiós, mi querida hermana, os compadezco de todo corazón, y os abrazo tiernamente.

«M. T.»

Me chocó mucho la reserva de aquella carta, algunas expresiones vagas de cariño, cubrían muy mal la sequedad del fondo. Hice la observación con respeto, y abogué de nuevo la causa de la desgraciada prisionera. La delfina me contestó que el rey decidiría. Me prometió interesarse por su hermana; pero ni en su tono ni en su voz había nada cordial, antes bien se descubría en ella una irritación contenida. Me parecía, pues, perdida la partida, en cuanto a la persona de mi cliente. Entonces me ocupé de Enrique V.

Creí deber a la princesa la sinceridad que siempre había usado, aun a costa de peligros, para ilustrar a los Borbones, y la hablé sin rodeos ni lisonja de la educación del señor duque de Burdeos.

—Sé, señora, que habéis leído con benevolencia un folleto, en cuyo final manifestaba algunas ideas con respecto a la educación de Enrique V. Temo que los que rodean a ese niño perjudiquen su causa: Mres. de Damas, Blacas y Latil, no son populares.

La señora convino en ello, y aun abandonó completamente a Mr. de Damas, diciendo dos o tres palabras en honor de su valor, de su probidad y de su religión.

—En el mes de septiembre, Enrique será mayor de edad: ¿no creéis, señora, que seria muy útil formar a su lado un consejo, compuesto de hombres que la Francia mire con menos prevención?

—Caballero de Chateaubriand, multiplicando los consejeros se multiplican los pareceres: Además, ¿a quién propondríais para que eligiese el rey?

—A Mr. de Villele.

La señora que estaba bordando, detuvo su aguja y me miró con asombro: a su vez me admiró también por una critica bastante juiciosa del carácter y del talento de Mr. de Villele. No le conceptuaba más que un administrador habil.

—Señora, le dije, sois demasiado severa. Mr. de Villele es un hombre de orden, de contabilidad, de moderación, de sangre fría y cuyos recursos son infinitos: sino hubiera tenido la ambición de ocupar el primer puesto para el cual no es suficiente, habría sido un ministro que debería conservarse perpetuamente en el consejo del rey: jamás se le reemplazará. Su presencia al lado de Enrique V, sería del mejor efecto.

—Yo creía que no queríais a Mr. de Villele.

—Me rebajaría, señora, si después de la caída del trono, continuase alimentando ningún sentimiento de mezquina rivalidad. Nuestras divisiones nos han hecho ya demasiado mal: las abjuro de todo corazón, y estoy pronto a pedir perdón a los que me han ofendido. Suplico a V. M. crea que esto no es ostentación de falsa generosidad, ni una piedra colocada con previsión para una fortuna futura. ¿Qué podría yo pedir a Carlos X en el destierro? ¿Si llegase la restauración, no estaría yo en el fondo de mi tumba?

La delfina me miró con afabilidad, y tuvo la bondad de alabarme diciéndome:

—Está muy bien, caballero Chateaubriand. Parecía sorprendida de encontrar un Chateaubriand tan diferente del que le habían pintado.

—Hay otra persona, señora, continué, a quien también podría llamarse: mi noble amigo Mr. Leiné: éramos tres hombres en Francia, que no debíamos prestar juramento a Felipe: yo, Mr. Lainé y Mr. Royer Collard: fuera del gobierno y en posiciones diversas, habríamos formado un triunvirato de algún valor. Mr. Leiné ha prestado su juramento por debilidad, Mr. Royer Collard por orgullo: el primero morirá por ella, y el segundo vivirá, porque vive de todo cuanto hace, y no puede hacer nada que no sea admirable.

—¿Os ha gustado el señor duque de Burdeos?

—Le he encontrado encantador: aseguran que V. M. le ha echado a perder un poco.

—¡Ah! no, no. Y su salud, ¿qué os ha parecido?

—Muy bien; está delicado y un poco pálido.

—Acostumbra a tener muy buen color: pero es bastante nervioso. Al señor delfín le aprecian mucho en el ejército, ¿no es verdad? Se acuerdan mucho de él, ¿no es así?

Esta intempestiva pregunta, sin enlace alguno con lo que acabábamos de hablar, me descubrió una herida secreta que las jornadas de Saint-Cloud y de Rambouillet habían dejado en el corazón de la delfina. Recordaba el nombre de su esposo para tranquilizarse: yo me anticipé al pensamiento de la princesa y de la esposa: aseguré, y con razón, que el ejército se acordaba siempre de la imparcialidad, de las virtudes y del valor de su generalísimo.

Viendo que se aproximaba la hora del paseo:

—Vuestra majestad, dije, ¿tiene algunas órdenes que comunicarme? temo ser importuno.

—Decid a nuestros amigos cuanto amo a la Francia, que sepan que soy francesa. Os lo encargo muy particularmente: me complaceréis en decírselo así: echo mucho de menos a la Francia: no se aparta de mi memoria,

—¡Ah señora! ¿qué os ha hecho, pues, esa Francia? Vos, que habéis sufrido tanto, ¿cómo padecéis aun el mal del país?

—No, no, caballero Chateaubriand, no lo olvidéis: repetid a todos que soy francesa: soy francesa....

La señora me dejó, y me vi obligado a detenerme en la escalera antes de salir: no me hubiera atrevido a presentarme en la calle: las lágrimas humedecen todavía mis párpados al recordar aquella escena.

En cuanto llegué a mi posada, me puse el vestido de viaje. Mientras preparaban el carruaje, Trogroff me decía que la señora delfina estaba muy satisfecha de mí, que no lo ocultaba, y que se lo contaba al que quería escucharla.

—¡Vuestro viaje es una cosa inmensa! gritaba Trogroff procurando dominar el canto de sus compañeros. «Ya veréis la consecuencia de esto.» Yo no esperaba ninguna consecuencia.

Yo tenía razón, la misma noche aguardaban al señor duque de Burdeos. Aunque todo el mundo sabía su llegada, formaban de ella un misterio. Me guardé muy bien de manifestarme instruido del secreto.

A las seis de la tarde iba ya caminando hacia París. Sea cual fuere la inmensidad del infortunio en Praga, la miserable vida del príncipe, reducida a sí misma, era muy amarga: para apurar hasta la última gota era preciso quemarse el paladar y hallarse poseído de una fe ardiente. ¡Ay! nuevo Simmaco, lloro el abandono de los altares: levanto las manos hacia el Capitolio, e invoco la majestad de Roma. ¡Pero si el dios se había convertido en un ídolo de madera, y Roma de se movía ya de sus cenizas!....

Cinthia.— Egra.— Wallenstein.

Diario desde Carlsbad a París.

4 de junio por la noche, 1833.

El camino desde Carlsbad hasta Ellbogen, siguiendo el curso del Egra, es muy agradable. El castillo de esta pequeña ciudad es del siglo XII, y se halla situado como una centinela sobre un peñasco, a la entrada de la garganta de un valle. El Egra, que forma allí un recodo, baña el pie del peñasco cubierto de árboles: de allí ha tomado su nombre el castillo y la población, porque Ellbogen quiere decir recodo. Cuando vi el castillo desde el camino, le iluminaban los últimos rayos del sol. Por encima de los bosques y de las montañas se divisaba la densa nube de humo de una fundición.

A las nueve y media salí de Lwoda, y seguí el camino por donde pasó Vauvenargues cuando la retirada de Praga: joven a quien Voltaire en el elogio fúnebre de los oficiales que murieron en 1741, dirige estas palabras: «Ya no existes, ¡oh dulce esperanza del resto de mis días! ¡Siempre has sido el más desgraciado y tranquilo de los hombres!»

Desde mi berlina veía ir saliendo las estrellas.

«No tengáis miedo, Cinthia, no es más que el ruido de las cañas que se inclinan a nuestro paso en su movible selva. Tengo un puñal para los envidiosos, y sangre para ti. No os asuste ese sepulcro: es de una mujer tan amada en otro tiempo como vos: ahí descansaba Cecilia Metela.

«¡Cuán admirable es una noche en la campiña romana! La luna va alzándose por detrás de la Sabina para mirar al mar: hace salir de las tinieblas las cenicientas cimas de Albano, y las líneas más lejanas y menos grabadas del Soracta. El largo canal de los antiguos acueductos, deja escapar algunos glóbulos de sus ondas por entre los musgos, los alelíes y otras plantas, y une las montañas a las murallas de la ciudad. Colocados unos sobre otros los aéreos pórticos que arrancan desde el cielo, pasean por los aires el torrente de las edades y el curso de los arroyuelos. Legisladora del mundo, Roma sentada sobre la piedra de su sepulcro, con su manto de los siglos, proyecta los irregulares lineamientos de su gran figura en la lactea soledad.

«Sentémonos: este pino, como el cabrero de los Abruzos, despliega su quitasol entre las ruinas. La luna esparce su blanca luz sobre la corona gótica del sepulcro de Metela, y sobre los festones de mármol encadenados en los cuernos de los bucranes, pompa elegante que nos convida a gozar de la vida que trascurre tan velozmente.

«¡Escuchad! la ninfa Egeria canta a orillas de su fuente: el ruiseñor se deja oír en la viña del hipogeo de los Escipiones: la brisa lánguida de la Siria nos trae indolentemente el perfume de las tuberosas campestres. La palmera de la abandonada villa se balancea sumergida, por decirlo así, en la amatista y azul de la claridad febea. Pero tú, empalidecida por los reflejos del candor de Diana, oh Cinthia, tú eres mil veces más graciosa que esa palmera. Los manes de Delia, de Lidia y de Lesbia, colocados sobre las desportilladas cornisas, balbucean en derredor tuyo palabras misteriosas. Tus miradas se cruzan con las de las estrellas, y se mezclan con sus rayos.

«Pero, Cinthia, no hay verdadero más que la felicidad que tú puedes gozar. Esas constelaciones que tanto brillan sobre tu cabeza, no se armonizan con tu felicidad sino por la ilusión de una perspectiva engañosa. ¡Joven italiana, el tiempo vuela! tus compañeras han pasado ya por esos tapices de flores.

«Fórmase un vapor que sube y envuelve el ojo de la noche con una retina plateada: grita el pelícano y se vuelve a las arenosas playas, y la becada o chochaperdiz baja y se posa sobre la yerba de los diamantinos manantiales: resuena la campana en la cúpula de San Pedro. El canto llano nocturno, voz de la edad media, entristece al aislado monasterio de Santa Cruz: el monje canta laudes arrodillado sobre las calcinadas columnas de San Pablo: las vestales se prosternan, sobre la helada losa que cierra sus bóvedas: el pifferaro enciende su luz ante la solitaria Madona, en la puerta condenada de una catacumba: ¡Hora de la melancolía! ¡la religión se despierta y el amor se adormece!

«Cinthia, tu voz se debilita: el refrán que te enseñó el pescador napolitano en su barca, o el remero veneciano en su ligera góndola, expira en tus labios. Ve a descansar, yo protegeré tu sueño. La noche con que tus párpados cubren tus ojos, compite en suavidad con la que la aletargada y perfumada Italia esparce sobre tu frente. Cuando resuene en la campiña el relincho de nuestros caballos, cuando la estrella de la mañana anuncie el alba, el pastor de Frascati bajará con sus cabras, y cesaré de mecerte y de entonar mi canción en voz baja.

«Un manojo de jazmines y de narcisos, una Hebé de alabastro, recientemente extraída de la cueva en una excavación, o caída del frontón de un templo, yace sobre ese lecho de anémonas: no, Musa, os engañáis. El jazmín y la Hebé de alabastro, es una mágica de Roma, que nació hace diez y seis abriles al sonido de la lira y al salir la aurora en un campo de rosas de Paestum.

«Viento de los naranjos de Palermo que soplas sobre la isla de Circe; brisa que pasas por el sepulcro del Taso, que acaricias a las ninfas y los amores de la Farnesina: vosotros, que jugueteáis en el Vaticano entre las vírgenes de Rafael y las estatuas de las Musas: vosotros, que mojáis vuestras alas en las cascadas de Tívoli: genios de las artes, que vivís con las obras maestras y revoloteáis con los recuerdos, venid: a vosotros permito únicamente que inspiréis el sueño de Cinthia.

«Y vosotras, hijas majestuosas de Pitágoras, Parcas con vuestro traje de lino, hermanas inevitables sentadas en el eje de las esferas, envolved en vuestros husos de oro el hilo del destino de Cinthia: haced que baje de vuestros dedos y vuelva a subir a vuestra mano con una inefable armonía: hilanderas inmortales, abrid las puertas de marfil a esos sueños que reposan sobre un pecho de mujer sin oprimirle. Yo te cantaré, o canéfora de las solemnidades romanas, joven caridad alimentada con ambrosía en el regazo de Venus, sonrisa enviada del Oriente, para deslizarte en mi vida, violeta olvidada en el jardín de Horacio...

«Main herr? diex kreutzer bour la partiere.»

¡Maldito seas con tus cantares! ¡Había yo mudado de cielo! ¡Estaba tan preparado! ¡la musa no volverá! ese maldito Egra, adonde llegamos, es la causa de mi desgracia.

En Egra son funestas las noches. Schiller nos presenta a Wallenstein, vendido por sus cómplices, avanzando hacia la ventana de una sala de la fortaleza de Egra. «El cielo está tempestuoso y revuelto, dice, y el viento agita el estandarte colocado sobre la torre: las nubes atraviesan con rapidez por delante del disco de la luna, que esparce a través de la noche, una luz vacilante e incierta.»

Wallenstein, en el acto de ser asesinado, se enterneció por la muerte de Max. Piccolomini, amante de Tecla. «Ha desaparecido la flor de mi vida, estaba a mi lado como la imagen de la juventud. Me convertía la realidad en un hermoso sueño.»

Wallenstein se retira al lugar de su descanso: «la noche está muy adelantada, y ya no se oye el menor movimiento en el castillo: vamos, que me alumbren, y tened cuidado de que no me despierten muy tarde: creo que voy a dormir mucho porque las pruebas de este día han sido muy duras.»

El puñal de los asesinos arranca a Wallenstein de sus ambiciosos sueños, como la voz del encargado de la barrera, ha puesto fin a mi amoroso sueño. Y Schiller, y Benjamín Constant (que dio pruebas de un nuevo talento imitando al' trágico alemán) han ido a reunirse con Wallenstein, en tanto que yo recuerdo a las puertas de Egra su triple nombradla.

Weisscestadt.— La viajera.— Berneck y recuerdos.— Baireuth.—Voltaire.— Hollfeld.— Iglesia.— La niña en la banasta.— El mesonero y su criada.

2 de junio de 1833.

Atravesé el Egra, y el sábado 2 de junio al amanecer entré en Baviera: una muchacha alta, con el pelo rojo, y sin nada en la cabeza ni en los pies, vino a abrirme la barrera, como si fuese la personificación del Austria. Continúa el frio, la yerba de los fosos se halla cubierta de escarcha: las zorras con su piel humedecida se retiran a sus guaridas, y cruzan el cielo nubes grises o cenicientas semejantes en su forma a las alas de las águilas.

Llegué a Weissenstadt a las nueve de la mañana, al mismo tiempo que una especie de calesín conducía a una joven muy bien peinada, que aparentaba ser lo que probablemente era: alegría, amoríos, el hospital, y después de todo la huesa común. ¡Placer errante que el cielo no sea demasiado severo con tus escenarios!... hay muchos actores peores que tú.

Antes de entrar en la población, tuve que atravesar unos wastes, palabra que pertenecía a la antigua lengua franca, y pinta mejor el aspecto de un país desolado, que la palabra landa que significa tierra.

Todavía me acuerdo de la canción que oí entonar al atravesar las landas o páramos:

Caballero de las landas

Desgraciado caballero!..

Cuando estuvo en el erial

Oyó los monos tocar.

Pasado Weissenstadt se llega a Berneck. En cuanto se sale de esta población, el camino tiene por ambos lados álamos blancos cuya vista me causa no sé qué sentimiento mezclado de placer y de tristeza. Recorriendo mi memoria, me acordó que se asemejaban a la alameda que había antiguamente en el camino real de París, a la entrada de Villeneuve-sur-Yonne. Mad. de Beaumont, y Mr. de Joubert ya no están allí, los álamos han desaparecido, y después de la cuarta caída de la monarquía, paso yo por los álamos de Berneck. «Dadme, dice San Agustín, un hombre que ame, y comprenderá lo que digo.»

La juventud se ríe de estos cálculos, es encantadora y feliz: en vano la anunciáis que llegará un momento en que tendrá que sufrir las mismas amarguras: os toca con sus ligeras alas y vuela a los placeres: si muere con ellos tiene razón .

He ahí a Baireuth, reminiscencia de otra especie. Esta ciudad se halla situada en medio de una llanura, mezclada de cereales y de yerba: sus calles son anchas, las casas bajas y el vecindario corto. En tiempo de Voltaire y de Federico II, era muy celebre el margrave de Baireuth: su muerte inspiró al cantor de Ferney la única oda en que ha manifestado algún talento lirico.

No cantarás ya mas, solitario Silvandro

en ese palacio de las artes, en donde los sonidos de tu voz

se atrevían a hacerse oír contra las preocupaciones

y a hacer que hablasen los derechos de la humanidad.

El poeta se alabaría aquí con justicia, sino fuese porque no había en el mundo nada menos solitario que Voltaire-Sylvandro. El poeta dirigiéndose al margrave añade:

Desde las tranquilas alturas de la filosofía

contemplaba tu piedad con ojos serenos,

las fantasmas variables del sueño de la vida

los sueños disipados y los proyectos desvauecidos.

Desde los balcones de un palacio es facil contemplar con ojos serenos a los pobres diablos que pasan por la calle; pero esos versos no dejan de tener mucha razón ¿Quién lo conocerá mejor que yo? ¡He visto desfilar tantos fantasmas por entre los sueños de la vida! ¿En este mismo momento no acabo de contemplar las tres larvas reales del palacio de Praga, y la hija de María Antonieta en Carlsbad? En 1733 hace justamente un siglo ¿en que se ocupaban? ¿aquí tenían la menor idea de lo que pasa hoy día? Cuando Federico se casaba en 1733, bajo la pesada tutela de su padre, había visto en Mateo Laensberg a Mr. de Tournon, intendente de Baireuth, dejar su empleo por la prefectura de Roma! En 1933, el viajero que pase por Franconia, preguntará a mi sombra, si hubiera podido yo adivinar los hechos de que él será testigo presencial.

Mientras me desayunaba, he leído las lecciones que una señorita alemana, necesariamente joven y bonita, escribía dictándola su maestro.

«El que está contento es rico: vos y yo no tenemos dinero pero estamos contentos. Así es, que en mi concepto somos más ricos que el que tiene mucho oro y no está satisfecho.»

Es verdad, señorita, vos y yo tenemos poco dinero: según parece estáis contenta y os burláis de una talega de oro; mas si por casualidad yo no estuviese contento, convendréis en que una talega de oro, podría serme agradable.

La salida de Baireuth está en cuesta. Pinos muy delgados y con pocas ramas me representaban las columnas de la mezquita del Cairo, o de la catedral de Córdoba, pero ennegrecidas como un paisaje reproducido en la cámara oscura. El camino continúa por collados y valles: los collados son anchos y con arbolado en sus cumbres: los valles son estrechos y cubiertos de yerba, pero poco regados. En el punto más bajo de aquellos valles se ve una aldea indicada por el campanario de una iglesia muy pequeña. Toda la civilización cristiana se ha formado de esta manera; el misionero convertido en cura se ha detenido, y los bárbaros se han agrupado en derredor suyo, como los rebaños se reúnen en derredor del pastor. En otro tiempo aquellas mezquinas habitaciones me hubieran producido varias especies de sueños, pero ahora, ni sueño nada, ni estoy bien en ninguna parte.

Bautista que se hallaba muy cansado, me obligó a detenerme en Hohlfeld. Mientras preparaban la cena, subí a un peñasco que domina una parte de la aldea. Sobre el peñasco hay una torre cuadrada, y los vencejos gritaban revoloteando por el tejado y las paredes de aquella atalaya. Desde mi infancia en Combourg no había visto reproducirse aquella escena compuesta de algunos pájaros y de una torre muy antigua, y se me oprimió el corazón. Bajé a la iglesia por una cuesta muy pendiente al lado del Oeste: tenía inmediato el cementerio abandonado por los nuevos difuntos: los muertos antiguos no habían hecho más que trazar en él algunos surcos, como una prueba de que habían labrado su campo. El sol que se estaba poniendo, pálido y confundido en el horizonte por un bosque de abetos, iluminaba el solitario asilo en donde no había en pie ningún hombre más que yo. ¿Cuándo me tocará a mí acostarme? Seres de la nada y de las tinieblas, nuestra impotencia y nuestro poder están fuertemente caracterizados: no podemos proporcionarnos a nuestra voluntad la luz ni la vida, pero la naturaleza al darnos párpados y una mano ha puesto a nuestra disposición la noche y la muerte.

Entré en la iglesia cuya puerta encontré entreabierta, y me arrodillé con intención de rezar un Padre Nuestro y una Ave María por el alma de mi madre: servidumbres de inmortalidad impuestas a las almas cristianas en su mutua ternura. De repente me pareció oír que abrían la rejilla de un confesonario, y me pareció que en vez de un sacerdote iba a presentarse la muerte en el sitio destinado a la penitencia. Al momento el sacristán fue a cerrar la puerta y tuve que salir.

Cuando volví a la posada me encontré una jovencita con una espuerta, iba descalza, el vestido era muy corto y el jubón estaba hecho pedazos: marchaba con el cuerpo un poco inclinado y los brazos cruzados. Subíamos por un sendero muy escarpado, y de cuando en cuando volvía hacia mí su rostro tostado por el sol y el aire; su linda y desgreñada cabeza tropezaba con la espuerta. Sus ojos eran negros, su boca se entreabría para respirar, y bajo su cargada espalda se conocía que su joven pecho no había sentido todavía más peso que el de los despojos de los árboles frutales. Daba deseos de decirla ternezas.

Púseme a sacar el horóscopo de la adolescente vendimiadora: ¿envejecerá acaso en el lagar madre de familia oscurecida y feliz? ¿La llevará a los campamentos algún sargento? ¿O llegará a ser presa de algún don Juan? La aldeana arrebatada ama a su raptor tanto por asombro como por cariño: la trasporta a un palacio de mármol a orillas del estrecho de Mesina bajo una palmera situada junto a una fuente enfrente del mar que despliega sus azuladas olas, y del Etna que arroja llamas.

Aquí llegaba de mi historia, cuando mi compañera volviendo hacia la izquierda por una plazuela, se dirigió a unas habitaciones aisladas. Al tiempo de desaparecer se detuvo y miró por última vez al extranjero: luego inclinando la cabeza para entrar con su espuerta por una puertecilla muy baja penetró en la choza como un gato montés se desliza en una atroje por entre las gavillas de mies. Vamos a volverla ver en su encierro a su alteza real la señora duquesa de Berry.

Yo la seguí y lloré

porque no podía seguir más que a ella.

Mi patrón de Hoblfeld es un hombre singular: tanto él como su criada son unos posaderos que tienen horror a los viajeros. Cuando descubren a lo lejos un carruaje van a esconderse maldiciendo a esos vagabundos que nada tienen que hacer y recorren los caminos, bellacos que incomodan a un honrado tabernero, y le impiden beberse el vino que se ve obligado a venderles. La criada conoce muy bien que su amo se arruina, pero espera el auxilio de la Providencia: dirá como Sancho: «Señor, aceptad ese hermoso reino de Micomicón, que os viene a las manos como llovido del cielo.»

Pasado el primer movimiento del mal humor, la pareja fluctuante entre dos vinos, pone por fin buen semblante. La mesonera desollaba un poco el francés, bizqueaba los ojos y parecía que decía: «Yo he visto otros más jaques que vos en los ejércitos de Napoleón.» Creía que la pipa y el aguardiente eran la gloria del vivac: me echaba unas miradas cariñosas y malignas: ¡cuán dulce es el verse amado en el momento que menos se esperaba! Pero Javotte, acudís demasiado tarde a mis tentaciones quebrantadas y mortificadas, como Decía un francés antiguo: mi sentencia está ya pronunciada. «Viejo armonioso, descansa,» me ha dicho Mr. Lherminier. Ya lo veis, benévola extranjera, me esta prohibido el escuchar vuestra canción:

Vivandera de regimiento.

soy y me llaman Javotte

vendo, doy y bebo alegremente

mis licores y aguardiente.

Tengo el pie ligero y la vista hosca

tin, tin, tin. Rin, tin, tin.

Por eso justamente resisto a vuestras seducciones: sois muy lista y me engañaríais. Volad pues, señora Javotte de Baviera, como vuestra antepasada Isabela.

Bamberg.— Una corcovada.— Wurtzbourg y sus canónigos.— Un beodo.— La golondrina.

2 de junio de 1833.

Salí de Hohlfeld y atravesé de noche a Bamberg. Todos dormían y no vi más que el débil resplandor de una luz que salía del fondo de una habitación. ¿Quién vela allí? ¿el placer o el dolor? ¿el amor o la muerte?

En Bamberg en 1815, Berthier, príncipe de Neuchatel, cayó desde un balcón a la calle; su amo iba a caer desde más alto.

Domingo 2 de junio.

En Dettelbach vuelven a verse viñedos. Cuatro vegetales marcan el límite de las cuatro naturalezas y de los cuatro climas: el abedul, la viña, la palmera y el olivo.

Desde Dettelbach hasta Wurtzbourg, mudé dos veces tiro, y una corcovada venia sentada detrás de mi carruaje: era la Adriana de Terencio: inopia egregia forma aetate integra. El postillón la quería hacer bajar, pero me opuse a ello por dos razones: primera porque temía que aquella hada me hiciese alguna mala pasada; y segunda, porque habiendo leído en una de mis biografías que soy jorobado, todas las corcovadas son mis hermanas. ¿Quién puede asegurar que no es jorobado? Quien os dirá jamás que lo sois. Si os miráis al espejo, jamás veréis nada, porque nadie ve lo que efectivamente es. Encontrareis en vuestro talle una flexibilidad que os sienta maravillosamente. Todos los jorobados son altaneros y felices: la canción nos manifiesta las ventajas del corcovado. Al llegar a un sendero, mi jorobada echó pie a tierra majestuosamente, cargada con su fardo como todos los mortales. Se metió por un campo de trigo y desapareció entre las espigas que eran más altas que ella.

Al medio día del 2 de junio llegué a la cima de una colina, desde donde se descubría a Wurtzbourg. La ciudadela está situada sobre una altura, y la ciudad debajo con su palacio, sus campanas y sus torrecillas. El palacio, aunque un poco macizo, pudiera parecer hermoso hasta en Florencia: en caso de lluvia, el príncipe podría poner a cubierto todos sus súbditos en el palacio sin tener que ceder su habitación.

El obispo de Wurtzbourg era en otro tiempo soberano por nombramiento del cabildo de los canónigos. Después de elegido le hacían que se desnudase hasta la cintura y colocados sus compañeros en dos filas, pasaba por en medio recibiendo latigazos. Esperaban conseguir por aquel medio que indignados los príncipes con semejante consagración, renunciarían a colocarse entre las filas. En el día nada se conseguiría, porque no hay descendiente de Carlo-Magno que no se dejase vapulear tres días consecutivos por obtenerla corona de Ivetot.

He visto al hermano del emperador de Austria, duque de Wurtzbourg: cantaba con mucha gracia en Fontainebleau, en la galería de Francisco I, en los conciertos de la emperatriz Josefina.

En Schwartz me detuvieron dos horas en el despacho de pasaportes. Desengancharon el tiro de mi carruaje junto a una iglesia, y entré en ella: hice oración con los fieles cristianos que representan la antigua sociedad en medio de la nueva. Salió una procesión y dio vuelta al templo, ¡que no fuese yo monje en Roma! Los tiempos a que pertenezco se cumplirían en mí.

Cuando germinaron en mi alma las primeras semillas de la religión se dilataba mi ánimo como una tierra virgen que libre de las malas yerbas y abrojos, produce el primer fruto. Sobrevino una brisa seca y fría, y la tierra se esterilizó. El cielo se compadeció y la volvió su templado rocío: luego comenzó a soplar otra vez el cierzo. Esa alternativa de dudas y de fe ha producido en mi vida una mezcla de desesperación y delicias inefables. Madre mía, rogad por mi a Jesucristo; vuestro hijo necesita ser rescatado quizá más que otro hombre.

Dejé a Wurtzbourg a las cuatro y seguí el camino de Mannheim. Al entrar en el ducado de Baden un beodo me alargó la mano en una aldea gritando ¡viva el emperador! Cuanto ha pasado después de la caída de Napoleón, se reputa en Alemania como si no hubiese sucedido. Esos hombres que se levantaron para arrancar su independencia a la ambición de Bonaparte, solo sueñan con él; tanto ha exaltado la imaginación de los pueblos desde las tiendas de los beduinos hasta los teutones.

A medida que me iba acercando hacia Francia, los muchachos de las aldeas eran más bulliciosos y los postillones iban más aprisa: volvía a renacer la vida,

En Bischofsheim, cuando estaba comiendo, se presentó una bonita curiosa: una golondrina, verdadera Progne, con su pecho pardusco, se colocó sobre mi ventana que estaba abierta, o por mejor decir, sobre la barra de hierro que sostenía la muestra del Sol de oro: después comenzó a gorjear con la mayor dulzura, mirándome con cierta especie de familiaridad, y sin manifestar miedo alguno. Jamás me he quejado de que me haya despertado la hija de Pandion, ni la he llamado charlatana como Anacreonte: por el contrario siempre he saludado su regreso con la canción de los jóvenes de la isla de Rodas: «Llega, llega golondrina, tráenos el buen tiempo y los hermosos años!... Abrid, no despreciéis a la golondrina.»

«Francisco, me dijo mi convidada de Bischofsheim, mi tercera abuela habitaba en Combourg, debajo de las vigas del tejado de tu torrecilla: todos los años por el otoño, la hacías compañía en el cañaveral del estanque cuando soñabas por la noche con tu sílfide. Llegó a tu roca natal el mismo día que te embarcabas para América, y siguió algún tiempo tu vela. Mi abuela anidaba en la ventana de Carlota: ocho años después llegó a Jaffa contigo: tú lo has anotado en el Itinerario. Mi madre, saludando un día la venida de la aurora, cayó en tu despacho de Negocios extranjeros y la abriste la ventana porque no acertaba a salir por la chimenea por donde entró. Mi madre ha tenido muchos hijos: yo, que te hablo, pertenezco a su último nido: ya te he encontrado en el antiguo camino de Tívoli en la campaña de Roma; ¿te acuerdas? ¡Mis plumas eran tan negras y lustrosas! Me miraste tristemente, ¿quieres que volemos juntos?»

—¡Ay! mi querida golondrina, tú que tan bien sabes mi historia, eres demasiado gentil y hermosa; pero yo soy un pobre pájaro en muda, que ya no echaré pluma nueva, y no puedo volar contigo. Los pesares y los años aumentan mi pesadez y no podrías llevarme. ¿Y además, a donde iríamos? La primavera y los climas deliciosos no son ya mi estación. Para ti el aire y los amores, para mí la tierra y el aislamiento. ¡Partes!... ¡Que el rocío refresque tus alas! ¡Qué una verga hospitalaria se presente a tu cansado vuelo cuando atravieses el mar de Jonia! ¡Que un octubre sereno te salve del naufragio! Saluda por mí a los olivos de Atenas y a las palmeras de Roseta: si ya no existo cuando vuelvan a traerte las flores, te convido a mi banquete fúnebre: ven al ponerse el sol a perseguir mosquitos sobre mi sepulcro; como tú he amado la libertad y he vivido con poco.

Posada de Wiesenbach.— Un alemán y su mujer.— Mi ancianidad.— Heidelberg.—Peregrinos.— Ruinas.— Mannheim.

3 y 4 de junio de 1833

En cuanto la golondrina emprendió su aéreo viaje continué yo el mío por tierra. La noche estaba nublada, y la luna, con luz muy débil, se paseaba entre nubes: al mirarla se cerraban mis ojos medio adormecidos: «Me parecía que espiraba con la misteriosa luz que iluminaba las sombras, y experimentaba cierta suavidad precursora del último reposo.» (Manzoni.)

Me detuve en Wiesenbach: posada solitaria, estrecho valle cultivado entre dos colinas cubiertas de árboles. Un alemán de Brunswick, viajero como yo, oyó pronunciar mi nombre y vino a verme. Me estrechó la mano y habló de mis obras. Me dijo que su mujer aprendía a leer el francés en el Genio del Cristianismo: le asombraba mi juventud. «Pero, añadió, sin duda es defecto de mi juicio; por vuestras últimas obras debía creeros joven como me parecéis.»

Mi vida se halla mezclada con tantos acontecimientos, que mis lectores deben presumirme tan antiguo como aquellos. Hablo con frecuencia de mi cabeza encanecida; pero es un cálculo de mi amor propio, para que cuando me vean exclamen ¡ah, no es tan viejo! Con canas se está muy bien; puede uno vanagloriarse de ellas: tener el cabello negro seria de muy mal gusto. Es un gran triunfo ser como nuestra madre nos ha hecho; pero ser como el tiempo, la desgracia y la sabiduría os ha puesto, ¡eso es muy hermoso! Mi astucia me ha salido bien algunas veces. Un sacerdote deseaba conocerme: al verme enmudeció, pero recobrando luego el uso de la palabra exclamó: «¡Ah, caballero, todavía podéis combatir largo tiempo por la fe!

Pasando un día por Lyon, me escribió una señora, rogándome concediese un sitio a su hija en mi carruaje y la condujese a París. La proposición me pareció muy extraña; pero al fin, reconociendo por la firma que era una señora muy respetable, contesté con mucha urbanidad. La madre se presentó con su hija, que era una divinidad de diez y seis años. Apenas me vio aquella señora, cuando se puso encarnada como la grana, y la abandonó su confianza. «Perdonad, caballero, me dijo balbuceando, no por eso os estoy menos agradecida Pero ya comprendéis las consideraciones... Me he engañado... Estoy tan sorprendida...» Yo insistí, y miré a mi futura compañera que parecía reírse de aquel debate: deshacíame en cumplimientos y protestas de que cuidaría mucho a la joven, y la madre por su parte me dirigía mil escusas y reverencias. Las dos señoras se retiraron, y yo estaba muy envanecido de haberlas causado tanto miedo. Durante algunas horas creí que me había rejuvenecido la aurora. La señora se figuraba que el autor del Genio del Cristianismo era el venerable abate de Chateaubriand, viejo, alto y seco, que tomaba sin cesar tabaco en polvo en una caja de hoja de lata, y que podía encargarse muy bien de conducir una inocente colegiala al Sagrado Corazón.

Hace dos o tres lustros que contaban en Viena, que vivía solo en cierto valle, llamado el Valle de los Lobos. Mi casa estaba construida en una isla, y cuando querían verme era necesario tocar la trompeta de caza desde la otra orilla del río (el de Chatenay). Que entonces miraba por un agujero, y si no me gustaba la compañía (cosa que no solía suceder) iba yo mismo a buscarla en una barquilla, y si no, no. Que por la noche sacaba a tierra mi esquife, y ya no se entraba en mi isla. Efectivamente, debería haber vivido así, y ese cuento de Viena me ha agradado siempre mucho: indudablemente no le ha inventado Mr. de Metternich, porque no es tan amigo mío para eso.

Ignoro lo que el viajero alemán diría acerca de mí a su mujer, y si se apresuraría a desengañarla acerca de mi caducidad. Temo los inconvenientes de los cabellos negros y de los blancos, y no ser ni bastante joven, ni bastante sabio. Por lo demás, Weisenbach no se prestaba mucho a la galantería: un viento Norte muy fresco susurraba tristemente por las puertas y corredores de la posada: cuando sopla el viento no pienso más que en él.

Desde Wiesenbach a Heidelberg se sigue el curso del Necker, que va encajonado entre unas colinas que producen árboles en un terreno arenisco. ¡Cuántos ríos he visto correr! Encontré a los peregrinos de Walthuren: formaban dos hileras paralelas por los dos lados del camino, y por medio iban los carruajes. Las mujeres iban descalzas, con el rosario en la mano, y un lío de ropa blanca en la cabeza: los hombres iban con la cabeza descubierta y el rosario también en la mano. Estaba lloviendo: en algunos parajes las nubes tocaban en las laderas de las colinas. Bajaban por el río barcos cargados de madera, y otros subían con vela o tirados desde la orilla por animales. En los huecos que formaban las colinas, en los campos, y entre las huertas adornadas con floridos arbustos y rosas de Bengala, se veían aldeas y caseríos. Peregrinos, rogad por mi pobre y joven rey: está desterrado y es inocente: comienza su peregrinación cuando vosotros y yo concluimos la nuestra. Si no debe reinar, siempre tendré al menos la gloria de haber atado los restos de tan gran fortuna a una barca de salvación. Dios solo es el que da el buen viento y abre el puerto.

Al acercarse a Heidelberg, el albeo del Necker, sembrado de peñascos, se va ensanchando. Se ve el puerto y la ciudad que presentan muy buen aspecto. Termina el fondo del cuadro un extenso horizonte terrestre que parece juntarse con el ríos.

Un arco de triunfo de piedras rojizas anuncia la entrada de Heidelberg. A la izquierda, sobre una colina, se elevan las ruinas de un castillo de la edad media. A excepción de su pintoresco efecto y de algunas tradiciones populares, los restos de las obras góticas no interesan más que a los pueblos a que pertenecen. Un francés se disgusta con los señores palatinos y princesas palatinas, por gruesas y blancas que hayan sido, y aunque tuviesen los ojos azules. Las olvida a todas por Santa Genoveva de Brabante. En esos recientes restos, no hay nada de común con los pueblos modernos, sino la fisonomía cristiana y el carácter feudal.

No sucede así con los monumentos de la Grecia y de Italia: pertenecen a todas las naciones: son el principio de su historia y sus inscripciones están escritas en lenguas que conocen todos los hombres civilizados. Hasta las ruinas de la Italia renovada tienen un interés general, porque tienen impreso el sello de las artes, y estas son patrimonio público de la sociedad. Si se borra un fresco del Dominiquino o de Tiziano, o se hunde un palacio de Miguel Ángel o de Paladio, esparcen el desconsuelo en el genio de todos los siglos.

En Heidelberg enseñan una cuba desmesurada, Coliseo ruinoso de los beodos: por lo menos ningún cristiano ha perdido la vida en ese anfiteatro de los Vespasianos del Rin; pero verdaderamente no es ninguna gran perdida.

En el desfiladero de Heidelberg, las colinas situadas a derecha e izquierda del Necker, se abren y se entra en una llanura. Entre los cerezos maltratados por el viento, y nogueras insultadas con frecuencia por los pasajeros, se ve una calzada tortuosa, elevada algunos pies sobre el nivel de los trigos.

A la entrada de Mannheim se atraviesan varios terrenos sembrados de lúpulo, cuyas largas estacas no se hallaban adornadas más que hasta la mitad de su altura por la trepadora enredadera. Juliano el Apóstata hizo contra la cerveza un buen epigrama: el abate de la Bletterie le ha imitado con bastante elegancia.

No eres más que un falso Baco...

y te pruebo la verdad...

Que el galo acosado por una sed eterna

haya recurrido a tus espigas a falta de racimos

¡Oh Ceres, pues alaba a tu hijo!

¡Viva el hijo de Semele!

Algunos huertos y paseos con frondosos álamos, forman el verdegueante arrabal de Mannheim. Las casas de la ciudad, no suelen tener más que un piso. La calle principal es ancha y con árboles: es población que ha decaído mucho. No me gusta el oropel, y por eso no quiero oro de Mannheim: pero tengo seguramente oro de Tolosa, si he de juzgar por los desastres de mi vida: ¿quién, sin embargo, ha respetado más que yo el templo de Apolo?

El Rin.— El Palatinado.— Ejército aristocrático: ejército plebeyo.— Convento y castillo.— Mont-Tonnerre.— Albergue o posada solitaria.— Kaiserslantern.— Sueño.— Aves.— Saarbruck.

3 y 4 de junio de 1833.

Atravesé el Rin a las dos de la tarde: cuando yo pasaba subía por el río un barco de vapor. ¿Qué hubiera dicho César si hubiese encontrado una máquina semejante, cuando construía el puente?

Al otro lado del Rin y en frente de Mannheim, vuelve a encontrarse la Baviera, por una serie odiosa de divisiones o desmembraciones hechas por los tratados de París, Viena y Aix-la-ChapeIle. Cada uno ha cortado su pedazo como con unas tijeras, sin consideración a la razón, a la humanidad y a la justicia, y sin cuidado ni aprensión alguna, por la parte de población que sacrificaba a la ambición real.

Al recorrer el Palatinado cis-reniano, pensaba que aquel país formaba en otro tiempo un departamento de la Francia, y que la blanca Galia estaba circuida por el Rin, banda azul de la Germania. Napoleón, y la república antes que él, habían realizado el sueño de muchos de nuestros reyes, y especialmente de Luis XIV. Mientras no tengamos más fronteras que las naturales, habrá guerra en Europa, porque el interés de su conservación impele a la Francia a apoderarse de los limites necesarios para su independencia nacional. Hemos plantado aquí trofeos para reclamar en tiempo y lugar oportuno.

La llanura entre el Rin y los montes Tonnerre es muy triste: el terreno y los hombres parece que indican que no se halla fijada su suerte, y que no pertenecen a ningún pueblo: al parecer aguardan nuevas invasiones de ejércitos, como las inundaciones del ríos. Los germanos de Tácito asolaban grandes espacios en sus fronteras, y las dejaban vacías entre ellos y sus enemigos. ¡Desgraciadas las poblaciones limítrofes que cultivan los campos de batalla en que deben encontrarse las naciones!

Al acercarme a... vi una cosa melancólica: un bosque de pinos de cinco a seis pies cortados y atadas en haces. Ya he hablado del cementerio de Lucerna, en donde las sepulturas de los niños se hallan colocadas aparte. Jamás he sentido más vivamente la necesidad de concluir mis correrías, de morir bajo la protección de una mano amiga, aplicada sobre mi corazón para que pueda decir, «ya no palpita.» Desde la orilla de mi tumba quisiera dirigir una mirada sobre mis pasados años, como el pontífice que llegando al santuario, bendice a la larga hilera de levitas que le han servido de acompañamiento.

Louvois incendió el Palatinado: desgraciadamente la mano que empuñaba la antorcha era la de Turena. La revolución ha asustado el mismo país, testigo y victima alternativamente de nuestras victorias aristocráticas y plebeyas. Basta pronunciar los nombres de los guerreros, para conocer la diferencia de los tiempos: por un lado Condé, Turena, Crequi, Luxembourg, La Force y Villars: por otro Kellermann, Hoche, Pichegrú y Moreau. No reneguemos de ninguno de nuestros triunfos: las glorias militares no han conocido más enemigos que los de la Francia, y no han tenido más que una opinión: en el campo de batalla, el honor y el peligro nivelan los rangos. Nuestros padres llamaban a la sangre de una herida que no era mortal un sarpullido: palabra característica de ese desprecio a la muerte, tan natural en los franceses de todos los siglos. Las instituciones no pueden alterar en nada el carácter nacional. Los soldados que después de la muerte de Turena decían: «Que suelten la Pía y acamparemos en donde se detenga:» valían por lo menos tanto como los granaderos de Napoleón.

En las alturas de Dunkeim, primer baluarte de las Galias por aquella parte, se descubren señales de campamentos y posiciones militares desguarnecidas en el día: francos, hunos, suevos, godos, oleadas del diluvio de los bárbaros han asaltado aquellas alturas alternativamente.

No lejos de Dunkeim se ven las ruinas de un monasterio: los frailes encerrados en aquel recinto vieron pasar muchos ejércitos, y dieron hospitalidad a gran número de guerreros: allí concluyó su vida algún cruzado, trocando su yelmo por la cogulla: allí hubo pasiones que llamaron al silencio y al reposo, antes del último reposo y silencio. ¿Encontraron lo que buscaban? estas ruinas no lo dirán.

Después de los restos del santuario de la paz vienen los escombros de la guarida de la guerra, los bastiones, parapetos, cortinas y torreoncillos demolidos de una fortaleza. Las fortificaciones se hunden también como los claustros. El castillo estaba situado en un sendero escabroso, para hacerle inexpugnable al enemigo; pero no ha podido impedir que el tiempo y la muerte pasen por encima de él.

Desde Dunkeim a Frankenstein, el camino se va introduciendo en un valle tan estrecho, que apenas cabe un carruaje: los árboles que hay a los dos lados de aquella quebrada juntan sus ramas. Entre la Mesenia y la Arcadia he visto otros valles semejantes. Pan no entendía nada de puentes ni calzadas. Retamas en flor, y un grajo, me han recordado la Bretaña: me acuerdo del placer que me causó el graznido de aquella ave en las montañas de Judea. Mi memoria es un panorama: allí se encuentran pintados como en un mismo lienzo, los sitios y cielos más diversos, con su sol ardiente, y su horizonte brumoso.

La posada de Frankenstein; está situada en una pradera entre montañas, regada por un arroyuelo. El maestro de postas hablaba el francés, y su hermana, mujer o hija, es encantadora. Sentía ser bávaro, y se dedica a la especulación de maderas: se me figuraba un plantador americano.

En Kaiserslantern, adonde llegué de noche como a Bamberg, atravesé por la región de los sueños. ¿qué era lo que veían todos aquellos habitantes dormidos? Si hubiera tenido tiempo, habría hecho la historia de sus sueños: nada me hubiese recordado la tierra, si dos codornices no hubiesen cantado contestándose desde una jaula a otra. En los campos de Alemania desde Praga hasta Mannheim, no se encuentran más que cornejas, gorriones y alondras; pero en las ciudades abundan los ruiseñores, currucas, tordos y codornices, prisioneros que os saludan lastimeramente cuando pasáis por delante de los yerros de su prisión. Las ventanas están adornadas con claveles, geranios, rosales y jazmines. Los pueblos del Norte tienen el gusto de otro cielo: son muy aficionados a las artes y la música: los germanos fueron a buscar vides a Italia, y sus hijos repetirían con mucho gusto la invasión para conquistar en los mismos sitios, pájaros y flores.

La mudanza de vestido del postillón, me advirtió el martes 4 de junio en Saarbruck, que entraba en Prusia. Desde la ventana de mi posada vi desfilar un escuadrón de húsares; tenían un continente marcial: yo estaba tan animado como ellos, y hubiera ayudado con mucho gusto a dar una felpa a aquellos caballeros, aunque un vivo sentimiento de respeto me adhiere a la familia real de Prusia, y aun cuando los excesos de los prusianos en París, no fuesen más que represalias de las brutalidades de Napoleón en Berlín: pero si la historia tiene tiempo para ocuparse de esas frías compensaciones, que hacen derivar las consecuencias de los principios, el hombre testigo de los hechos palpitantes, se ve arrastrado por ellos, sin ir a buscar en lo pasado las causas que los han producido y que los excusan. Mi patria me ha hecho mucho mal; pero ¿con qué placer derramaría por ella mi sangre? ¡Oh! las cabezas bien organizadas, los políticos consumados, y sobre todo, los buenos franceses, ¿no fueron los negociadores de los tratados de 1815?

Dentro de algunas horas volveré a pisar mi país natal. ¿Cuántas cosas voy a saber? Hace tres semanas que ignoro lo que han hecho y dicho mis amigos. ¡Tres semanas! ¡largo espacio para el hombre a quien arrebata un momento, y para los imperios que derrocan tres días! Y mi prisionera de Blaye, ¿qué se ha hecho? ¿Podré entregarla la contestación que espera? Si la persona de embajador alguno debe ser sagrada, es la mía: mi carrera diplomática llegó a ser santa al lado del jefe de la iglesia, y acaba de santificarse cerca de la persona de un monarca desgraciado: he negociado un nuevo pacto de familia entre los hijos de Bearnés: he traído y llevado las actas desde la prisión al destierro y del destierro a la prisión.

4 y 5 de junio.

Al pasar el limite que separa el territorio de Saarbruck, del de Forbach no se me ha presentado la Francia de una manera brillante: primero un tullido, luego un hombre que se arrastraba con las manos y las rodillas, con las piernas colgando como dos culebras enroscadas o dos colas, y por último, en una carreta, dos viejas negras y arrugadas, vanguardia de las mujeres francesas. Todo esto era suficiente para hacer retroceder al ejército prusiano.

Mas después encontré un soldado muy bien parecido, a pie, con una joven: el soldado impelía el carretón de la muchacha, y esta llevaba la pipa y el sable de aquel. Más adelante otra joven empuñaba la esteva de un arado, y un labrador anciano picaba a los bueyes: más lejos, un mendigo viejo, pedía limosna con un niño ciego, y poco más allá una cruz. En una aldea se veían las cabezas de una docena de niños, asomados a la ventana de una casa sin concluir, que se asemejaban al grupo de ángeles de una gloria. He ahí una niña de cinco a seis años, sentada en el umbral de la puerta de una choza: no tenía nada en la cabeza, sus cabellos eran rubios, tenia el rostro tiznado, y hacia gestos por la frialdad del viento; por entre su vestido hecho pedazos, asomaban sus hombros de extremada blancura: los brazos los había cruzado por debajo de las rodillas que tenía elevadas y pegadas al pecho, mirando cuanto pasaba en derredor suyo con la curiosidad de un pájaro: Rafael la hubiera copiado; yo tenía deseos de robársela a su madre.

A la entrada de Forbach se presentó una compañía de perros sabios: los dos mayores iban tirando del carretoncillo del vestuario: otros cinco o seis de diferentes colas, hocico y piel, seguían al bagaje, y cada uno llevaba un pedazo de pan en la boca. Dos instructores muy graves, uno con un tambor y otro sin nada, guiaban la banda. Andad, amigos míos, dad vuelta a la tierra como yo, para aprender a conocer los pueblos. También ocupáis un lugar en el mundo, y valéis tanto como los perros de mi especie. Presentad la pata a Diana, a Mirza, a Pax, con el sombrero inclinado sobre la oreja, la espada al costado, y la cola enroscada como una trompeta entre los pliegues de vuestro vestido: bailad por un hueso o por un puntillón, como hacemos los hombres, pero no vayáis a engañaros saltando por el rey.

Lectores, disimuladme estos arabescos: la mano que los ha dibujado jamás os hará otro mal: ya se ha secado. Cuando los veáis, acordaos de que no son más que las caprichosas líneas trazadas por un pintor en la bóveda de su tumba.

En la aduana un antiguo dependiente del resguardo hizo ademan de registrar mi carruaje. Ya tenía preparada una moneda: la veía en mi mano, pero no se atrevía a tomarla porque estaban allí los jefes. Se quitó su chacó bajo protesto de registrar mejor, y le puso en el suelo, diciéndome por lo bajo: «Echadla ahí si os agrada.» Esa expresión encierra la historia del género humano: cuantas veces la libertad, la fidelidad, la adhesión, la amistad y el amor, han dicho: «Echadla en mi chacó si gustáis.» Yo regalaría esta expresión a Beranger para que la colocase en una canción.

Al entrar en Metz, me chocó una cosa en que no había fijado la atención en 1821: las fortificaciones a lo moderno, envuelven las fortificaciones a lo gótico: Guisa y Vauban son dos nombres muy bien asociados.

Nuestros años y nuestros recuerdos han ido extendiéndose en capas regulares y paralelas en las diferentes profundidades de nuestra vida, depositados por las oleadas del tiempo que pasan sucesivamente por encima de nosotros. De Metz salió en 1792, la columna que en Thionville se batió con nuestro pequeño cuerpo de emigrados. Vuelvo de mi peregrinación a la retirada del príncipe proscripto, a quien servía en su primer destierro. Entonces le di un poco de mi sangre, ahora vengo de llorar a su lado: a mi edad ya no quedan más que lágrimas.

En 1821 Mr. de Tocqueville 7 cuñado de mi hermano, era prefecto de la Mosela. Los arbolitos que plantó en 1820 a la puerta de Metz, ya daban sombra, le ahí una escala para medir nuestros días, pero el hombre no es como el vino que se mejora con los años. Los antiguos ponían rosas en infusión en el Falerno: cuando se destapaba un ánfora de un consulado secular embalsamaba el sitio del festín. A tan envejecidos años se mezclaría una inteligencia tan pura, que nadie caería en la tentación de embriagarse.

Aun no hacía un cuarto de hora que estaba en la posada de Metz cuando vi llegar a Bautista muy agitado, el cual sacó misteriosamente de su bolsillo un papel blanco en que llevaba envuelto un sello que le habían entregado los señores duque y duquesa de Burdeos, recomendándole mucho que no me le diese hasta que estuviera en territorio de Francia. La noche anterior a mi partida habían estado muy desasosegados porque temían que el artista encargado de hacerlo no tuviese tiempo para concluirle.

El sello tenía tres caras: en la primera había grabada un áncora: en la segunda las dos palabras que Enrique me dijo en nuestra primera entrevista: Si, siempre, y en la tercera la fecha de mi llegada a Praga. Los dos hermanos me rogaban que llevase el sello por amor suyo. Lo misterioso de aquel regalo, la orden de los niños desterrados de no entregarme aquella prueba de aprecio más que en territorio francés, llenaron mis ojos de lágrimas: jamás abandonaré ese sello y le usaré como un recuerdo de Luisa y de Enrique.

Hubiera deseado ver en Metz la casa de Fabert, soldado que llegó a ser mariscal de Francia, y que no quiso admitir el collar de las órdenes, porque su nobleza no era más antigua que su espada.

Los bárbaros, nuestros padres, degollaron en Metz a los romanos que sorprendieron en una orgia: nuestros soldados han pasado en el monasterio de Alcobaça, con el esqueleto de Inés de Castro: desgracias y placeres, crímenes y locuras, catorce siglos os separan, y unos y otros habéis desaparecido completamente. La eternidad que comienza en este instante, es tan antigua como la que data desde la primera muerte, desde el homicidio de Abel. Sin embargo, los hombres, durante su efímera aparición en este globo, se persuaden que dejan en él alguna huella: ¡Si, gran Dios! cada mosca tiene su sombra.

Salí de Metz y atravesé por Verdún, en donde fui tan desgraciado y en donde habita en el día la amiga solitaria de Carrel. He pasado por el pie de las alturas de Valmy, y no quiero hablar tampoco de Jemmapes por temor de encontrar allí una corona.

Chalons me ha recordado una gran debilidad de Bonaparte: desterró allí a la hermosura. Paz a Chalons que me dice que todavía tengo amigos.

En Chateau-Thierry he encontrado mi dios, a La Fontaine. Era la hora de la salvación: la mujer de Juan ya no existía, y este se había vuelto a casa de Mad. de la Sabliere.

Al pasar por las paredes de la catedral de Meaux, he repetido a Bossuet estas palabras. «El hombre llega al sepulcro arrastrando en pos de si la larga cadena de sus fallidas esperanzas.»

En París he pasado por los barrios en que siendo joven habité con mis hermanos: en seguida visité el palacio de justicia, que me recordaba mi juicio; luego a prefectura de policía que me sirvió de cárcel. Por fin, volví a entrar en mi hospicio enredando de este modo el hilo de mis días. El frágil insecto de los apriscos baja por una seda hasta el suelo, en donde va a deshacerle la pata de una oveja.

Consejo de Carlos X en Francia.— Mis ideas sobre Enrique IV: mi carta a la señora delfina.— Lo que había hecho la señora duquesa de Berry.

París, calle del Infierno 6 de junio 1833.

En cuanto bajé del carruaje y antes de acostarme, escribí una carta a la señora duquesa de Berry, dándola cuenta de mi comisión. Mi regreso puso en conmoción a la policía; el telégrafo le anunció al prefecto de Burdeos y al comandante de la fortaleza de Blaye: expidiéronse órdenes para redoblar la vigilancia, y aun parece que hicieron embarcar a Madama, antes del día prefijado para su partida. Mi carta no pudo llegar a manos de su A. R., por haberse retrasado algunas horas, y se la llevaron a Italia. Si la Señora no hubiera hecho declaración alguna, si aun después de prestada hubiese negado los hechos, y si después de llegará Sicilia, hubiera protestado por el papel que se había visto obligada a representar para librarse de sus carceleros, la Francia y la Europa habrían creído su aserción, porque el gobierno de Luis Felipe se había hecho muy sospechoso. Todos los Jadas habrían sufrido el castigo del espectáculo que habían dado al mundo en el fumadero de Blaye. Pero Madama no había querido conservar un carácter político negando su matrimonio: la reputación de habilidad que se gana por medio de la mentira, hace que se pierda mucho en consideración: apenas puede defenderos la sinceridad con que siempre hayáis procedido.

Que se envilezca un hombre apreciado del público, y ya no estará a cubierto con su nombre sino detrás de él. La Señora, con su confesión, escapó de las tinieblas de su prisión: el águila hembra necesita, como el macho, libertad y sol.

El señor duque de Blacas me anunció en Praga la formación de un consejo de que yo debía ser el jefe con el señor canciller y Mr. de Latour-Maubourg: (según el señor duque) yo iba a ser el único consejero de Carlos X que se hallaba ausente por algunos negocios. Enseñáronme un plan: la máquina era muy complicada: el trabajo del señor duque de Blacas conservaba algunas disposiciones dadas por la señora duquesa de Berry, cuando pretendió organizar el Estado, yendo temeraria, pero intrépidamente a colocarse a la cabeza de su reino in partibus. Las ideas de aquella mujer aventurera no carecían de buen sentido: había dividido la Francia en cuatro grandes gobiernos militares, designado los jefes, nombrado los oficiales, regimentado los soldados, y sin cuidarse de si toda su gente se hallaba en las filas y bajo su bandera, corrió ella misma a llevar su plan, no dudando encontrar en los campos la capa pluvial de San Martin o el oriflama de Galaor o Bayardo. Hachazos, fuego de fusilería, retirada a los bosques, peligros en los hogares de algunos amigos fieles, cavernas, casas de campo, chozas, asaltos, en todo esto pensaba y se complacía Madama. Hay en su carácter algo de extravagante, original y atractivo que la hará vivir: el porvenir será risueño a despecho de las personas correctas y de los cobardes prudentes.

Si me hubiesen llamado habría llevado a los Borbones la popularidad de que gozaba por mi doble titulo de escritor y de hombre de estado. Me era imposible dudar de aquella popularidad, porque hombres de todas opiniones me habían hablado confidencialmente. No se habían limitado a generalidades: cada uno me había manifestado lo que desearía en caso de un cambio: muchos me habían confesado su talento y hecho que señalase con el dedo el puesto para que eran eminentemente a propósito. Todo el mundo, (amigos y enemigos), me enviaba al lado del duque de Burdeos. Por las diferentes combinaciones de mis opiniones y mi varia fortuna, y por los destrozos de la muerte que sucesivamente había ido arrebatando los hombres de mi generación, parecía que había quedado yo únicamente para elección de la familia real.

El papel que me señalaban podía lisonjear mi vanidad, al pensar que yo, servidor desconocido y despreciado de los Borbones, era el apoyo de su raza, y que podía alargar la mano en sus sepulcros a Felipe Augusto, San Luis, Carlos V, Luis XII, Francisco I, Enrique IV, y Luis XIV; y proteger con mi humilde nombradía la sangre, la corona y las sombras de tantos grandes hombres, contra la Francia infiel, y la Europa envilecida.

Mas para llegar a ese punto ¿qué era necesario hacer? lo que hubiera hecho el entendimiento más vulgar; acariciará la corte de Praga, vencer su antipatía, y ocultarla mis ideas hasta que me hallase en disposición de desenvolverlas.

Y ciertamente aquellas ideas iban muy lejos: si yo hubiese sido ayo del joven príncipe, me hubiera esforzado en ganar su confianza. Si hubiese recobrado su corona no le habría aconsejado que la ciñese sino para dejarla cuando llegase el tiempo oportuno. Hubiera deseado ver a los Capetos desaparecer de una manera digna y decorosa. ¡Qué bello, qué glorioso día aquel en que después de haber ensalzado y dado esplendor a la religión, perfeccionado la constitución del estado, ampliado los derechos de los ciudadanos, roto las últimas trabas de la prensa, emancipado los comunes, destruido el monopolio, equilibrado equitativamente el salario con el trabajo, asegurado la propiedad poniendo coto a sus abusos, reanimado la industria, disminuido los impuestos, restablecido nuestro honor entre los pueblos, y asegurado nuestra independencia contra el extranjero con fronteras apartadas, qué día más hermoso, repito, podía presentarse, que aquel en que hechas todas estas cosas, dijese mi alumno a la nación solemnemente convocada?

«Franceses: vuestra educación ha concluido con la mía. Mi primer abuelo, Roberto el Fuerte, murió por vosotros, y mi padre ha solicitado el perdón para el hombre que le arrancó la vida. Mis antepasados han elevado y formado la Francia a través de la barbarie: en la actualidad la marcha de los siglos y el progreso, de la civilización no permiten que tengáis ya un tutor. Yo desciendo del trono y confirmo todos los beneficios de mis padres, absolviéndoos vuestros juramentos a la monarquía.» Decid si esta terminación no hubiera sobrepujado a lo más maravilloso de aquella raza. Decid si podrá elevarse jamás A su memoria un templo más magnifico. Comparad este fin, con el que tendrían los decrépitos hijos de Enrique IV, asidos con obstinación a un trono sumergido en la democracia, procurando conservar el poder con el apoyo de la policía, medios de violencia y de corrupción, y arrastrando por algunos instantes una existencia degradada. «Que hagan rey a mi hermano, decía Luis XIII siendo niño, después de la muerte de Enrique IV, yo no quiero ser rey.» Enrique V, no tiene más hermano que su pueblo: que le haga rey.

Para llegar a esta resolución, por más quimérica, que parezca, era preciso conocer la grandeza de su raza, no porque proceda de antigua alcurnia, sino por ser el heredero de hombres, por quienes la Francia fue poderosa, ilustrada y civilizada.

Pues bien, como acabo de decir ahora mismo, el medio de ser llamado a poner manos a la obra en aquel plan hubiera sido contemporizar con las debilidades de Praga, educar otros niños en el regio vástago, y adular a Concini. Yo había comenzado muy bien en Carlsbad, poro enterrarme vivo en Praga, no era en verdad muy fácil, porque no solo tema que vencer la repugnancia de la familia real, sino el odio del extranjero. Mis ideas son odiosas a los gabinetes, saben que aborrezco los tratados de Viena, y que haría la guerra a toda costa para dar a la Francia fronteras necesarias, y para restablecer en Europa el equilibrio de las potencias.

Sin embargo, con muestras de arrepentimiento, con llanto, espiando mis pecados de honor nacional, con golpes de pecho, y admirando por penitencia el talento de los necios que gobiernan el mundo, hubiera podido llegar a rastras hasta un puesto elevado, y enderezándome de repente tirar en seguida mis maletas.

¡Pero ay! donde están mi ambición, mi felicidad para disimular, mi arte de soportar la contradicción y el disgusto, y los medios de dar importancia a cualquier cosa. Tomé dos o tres veces la pluma y comencé otros tantos borradores por obedecer a la señora delfina que me había mandado escribirla. Bien pronto, rebelándome contra mí mismo escribí de seguida, según mi costumbre, la carta que debía romperme el cuello. Lo sabia muy bien, conocía perfectamente los resultados, pero me importaba muy poco. Aun ahora que ya está hecho, me complazco en haberlo enviado todo a los demonios y arrojádolo por tan espacioso balcón. Pero me dirán: «¿No podíais manifestar las mismas verdades, sin hacerlo con tanta armonía?» Si, si, desfigurándolas, dulcificándolas y adulterándolas.

Sus penitentes ojos lloran agua bendita.

Yo no sé eso.

He aquí la carta, (aunque abreviada en casi la mitad), que erizará los cabellos a nuestros diplomáticos de salón. El duque de Choiseul participaba un poco de mi humor, Así es que pasó el fin de su vida en Chanteloup.

Carta a la sonora delfina.

París, calle del Infierno 30 de junio de 1833.

«Señora:

«Los momentos más preciosos de mi larga carrera, son los que la señora delfina me ha permitido pasar a su lado. En una oscura casa de Carlsbad una princesa, objeto de la veneración universal, se ha dignado hablarme con confianza. El cielo ha colocado en el fondo de su alma un tesoro de magnanimidad y de religión, que las prodigalidades de la desgracia no han podido agotar. Tenía delante de mí a la hija de Luis XVI, nuevamente desterrada: aquella huérfana del Temple, a quien el rey mártir había estrechado contra su corazón autos de ir a recoger la palma. Dios es el único nombre que puede pronunciarse, cuando nos llegamos a abismar en la contemplación de los impenetrables consejos de su Providencia.

«Los elogios son sospechosos cuando se dirigen a la prosperidad; con la delfina, la admiración está en su lugar. Ya lo he dicho, señora, vuestras desgracias han subido hasta un punto tan alto, que han llegado a ser una de las glorias de la revolución ¿Habré, pues, encontrado una vez en mi vida destinos bastante superiores, bastante aparte, para decirles sin temor de ofenderles o de no ser comprendido, lo que pienso acerca del estado futuro de la sociedad? Con vos se puede conversar de la suerte de los imperios, vos que veríais pasar sin echarlos de menos, por los pies de vuestra virtud, todos esos reinos de la tierra, de que muchos han sido pisados ya por las plantas de los individuos de vuestra raza.

Las catástrofes que os hicieron su más ilustre testigo y su más sublime victima, por más grandes que parezcan, no son, sin embargo, más que accidentes particulares de la trasformación general que se efectúa en la especie humana: el reinado de Napoleón, que ha trastornado el mundo, no es más que un eslabón de la cadena revolucionaria. Es necesario partir de esta verdad, para comprender lo que hay de posible en una tercera restauración, y que medio hay para colocarla en el plan de la mudanza social. Si no entrase en él como un elemento homogéneo, sería inevitablemente arrojada de un orden de cosas contrario a su naturaleza.

«Así, señora, si os dijese que la legitimidad tiene probabilidades de triunfar por la aristocracia, la nobleza y el clero con sus privilegios, por la corte con sus distinciones y por la dignidad real con su prestigio, os engañaría. La legitimidad en Francia no es ya un sentimiento: es un principio en cuanto garantiza las propiedades y los intereses, los derechos y la libertad; pero si se llegase a probar que no quería defender o que era impotente para proteger aquellas propiedades e intereses, aquellos derechos y libertades, cesaría hasta de ser un principio. Cuando se asegura que forzosamente ha de volver la legitimidad, que no puede pasarse sin ella, y que no hay más que esperar que la Francia venga a pedir perdón de rodillas, se afirma un error. La restauración puede no reaparecer jamás o no durar más que un momento, si la legitimidad busca su fuerza en donde ya no existe.

«Sí, señora, lo digo con sentimiento, Enrique V podría quedarse príncipe extranjero y proscripto: reciente y nueva ruina de un edificio caído, pero que al fin no es más que una ruina. Nosotros, los antiguos servidores de la legitimidad, consumiremos bien pronto el pequeño fondo de años que nos queda, y reposaremos en nuestra tumba, dormidos con nuestras envejecidas ideas, como los antiguos caballeros con sus armaduras, que el moho y el tiempo han corroído, que ya no se ajustan al talle, ni se adaptan a las costumbres de los vivos.

«Cuanto militaba en 1789 en favor del antiguo régimen, religión, leyes, costumbres, usos, propiedades, clases privilegiadas y corporaciones, ya no existe. Manifiéstase una fermentación general: la Europa no está ya menos segura que nosotros: ninguna sociedad está enteramente destruida ni fundada: todo está en ella gastado o nuevo, decrépito o sin raíces: todo tiene la debilidad de la vejez o de la infancia. Los reinos que han salido del circulo territorial trazado por los últimos tratados, son de ayer: la adhesión a la patria ha perdido su fuerza, porque no hay patria cierta y estable para poblaciones vendidas al pregón, como muebles de lance, agregadas unas veces a pueblos enemigos, y entregadas otras a dueños desconocidos. De este modo, el terreno se halla desmontado, arado y preparado para recibir la semilla democrática, que han madurado las jornadas de julio.

«Los reyes creen que haciendo centinela en derredor de su trono, detendrán el movimiento de la inteligencia: se imaginan que señalando o tomando nota de ciertos principios, los harán detenerse en la frontera: se persuaden que multiplicando las aduanas, los gendarmes, los espiones de la policía, y las comisiones militares, los impedirán circular. Pero esas ideas no caminan a pie, están en el aire, vuelan y se respiran. Los gobiernos absolutos, que establecen telégrafos, caminos de hierro, barcos de vapor, y que al mismo tiempo quieren contener los ánimos al nivel de los dogmas políticos del siglo XIV, son inconsecuentes: progresistas y retrógrados simultáneamente se pierden en la confusión que resulta de una teoría y de una práctica contradictorias. No puede separarse el principio industrial del principio de libertad, y es forzoso, o sofocarlos ambos, o admitirlos. Dondequiera que se entiende la lengua francesa, llegan la ideas con los pasaportes del siglo.

«Ya veis, señora, cuan esencial es escoger bien el punto de partida. Tenéis bajo vuestra custodia al niño de la esperanza, a la inocencia refugiada bajo vuestras virtudes y desgracias como en un dosel real, y por mi parte no conozco espectáculo más imponente: si hay alguna probabilidad de buen éxito para la legitimidad, se encuentra ahí enteramente. La Francia futura podrá inclinarse sin rebajarse, ante la gloria de su pasado; detenerse conmovida en esa grande aparición de su historia representada por la hija de Luis XVI, conduciendo de la mano al último de los Enriques. Reina protectora del joven príncipe; ejerceréis sobre una nación la influencia de los inmensos recuerdos, que se confunden en vuestra persona augusta. ¿Quién no sentirá renacer una confianza desusada, cuando la huérfana del Temple vela por la educación del hijo de San Luis?

«De desear es, señora, que esa educación, dirigida por hombres cuyos nombres sean populares en Francia sea pública hasta cierto punto. Luis XIV, que por otra parte justifica el orgullo de su divisa, ha hecho un gran mal a su raza, aislando a los príncipes franceses con las barreras de una educación oriental.

«El joven príncipe me parece que está dotado de una inteligencia viva. Deberá concluir sus estudios viajando por el Antiguo y Nuevo Continente, para conocer la política de los pueblos y no asustarse ni de las instituciones ni de las doctrinas. Si puede servir como soldado en alguna guerra lejana y extranjera, no debe temerse exponerle. Tiene un aire de mucha resolución, y parece que circula por su corazón la sangre de su padre y de su madre; pero si en los peligros pudiese experimentar otro sentimiento que el de la gloria, que abdicase: sin valor no hay corona en Francia.

«Al verme, señora, extender a un largo porvenir el pensamiento de la educación de Enrique V, supondréis naturalmente que no le creo destinado a subir tan pronto al trono. Voy a procurar aducir con imparcialidad las razones opuestas de esperanza y de temor.

«La restauración puede tener lugar ahora, mañana. En el carácter francés hay un no sé qué de brusco e inconstante, que siempre existen probabilidades de un cambio: en Francia, puede apostarse ciento contra uno, a que no durará alguna cosa: cuando el gobierno parece más consolidado, es cuando precisamente se hunde. Hemos visto a la nación adorar y aborrecer a Bonaparte, volverle a tomar, abandonarle después, olvidarle en su destierro, erigirle altares después de su muerte, y perder luego su entusiasmo. Esla nación veleidosa que jamás ha amado la libertad sino a intervalos, pero que ansía constantemente la igualdad; esa nación multiforme, fue fanática en tiempo de Enrique IV, facciosa en el de Luis XIII, grave en el reinado de Luis XIV, y revolucionaria en el de Luis XVI: sombría en tiempo de la república, guerrera con Bonaparte, y constitucional con la restauración: hoy día prostituye sus libertades a la monarquía llamada republicana, variando perpetuamente de naturaleza según el espíritu de sus guías. Su movilidad se ha aumentado desde que se ha emancipado de las costumbres del hogar, y del yugo de la religión. Así, pues, una casualidad puede producir la caída del gobierno del 9 de agosto; pero esta casualidad puede también hacerse esperar mucho tiempo: ha nacido un aborto, pero la Francia es una madre robusta, y con su nutritiva leche, puede corregir los vicios de una paternidad depravada.

«Aunque la actual dignidad real, no parece viable temo que viva más tiempo del que puede prefijársela. Hace cuarenta años que todos los gobiernos de Francia han perecido por sus faltas. Luis XVI pudo salvar veinte veces su corona y su vida: la república solo sucumbió al exceso de sus furores. Bonaparte pudo consolidar su dinastía, y se precipitó desde la cumbre de su gloria: sin los decretos de julio todavía subsistiría el trono legítimo. El jefe del gobierno actual, no cometerá ninguna de esas faltas que matan: su poder jamás se suicidará, toda su habilidad se emplea exclusivamente en su conservación; es demasiado inteligente para morir por una necedad, y solo puede hacerse culpable de los descuidos del talento, o de las debilidades del honor y de la virtud. Ha conocido que podría hacerle perecer la guerra, y no la hará: poco le importa que la Francia se degrade en el concepto de los extranjeros: los publicistas probarán que le bajeza es industria, y la ignominia crédito.

«La cuasi-legitimidad quiere todo lo que la legitimidad quiere, el orden, y con la arbitrariedad puede conseguirlo mejor que la legitimidad. Lo que se propone es obrar despóticamente con palabras de libertad, y aparentes instituciones realistas: cada hecho consumado produce un derecho que combate otro derecho antiguo, y cada hora comienza una legitimidad.

«El tiempo tiene dos poderes, con el uno destruye, y con el otro edifica: en fin, el tiempo obra en los ánimos solamente con marchar: sepárense violentamente del poder, le atacan, y le derriban; pero bien pronto sobreviene el cansancio, el éxito reconcilia su causa, y solo quedan por de fuera, algunas almas elevadas, cuya perseverancia incomoda a los que han prevaricado.

«Señora, esta larga exposición, me obliga a dar algunas explicaciones a V. A. R.

«Si yo no hubiese dejado oír una voz libre el día de la prosperidad, no me hallada con valor para decir la verdad en tiempo de la desgracia. Yo no he ido a Praga por impulso propio, y no me hubiera atrevido a importunaros con mi presencia: los peligros de la fidelidad no están al lado de vuestra augusta persona: están en Francia, y allí los he buscado. Desde las jornadas de julio no he cesado de combatir por la causa legítima. He sido el primero que se ha atrevido a proclamar los derechos de Enrique V a la corona. Al absolverme un jurado francés, ha dejado subsistente mi proclama. Solo aspiro al descanso, necesidad apremiante de mis años: sin embargo, no he titubeado en sacrificarle cuando los decretos han extendido y renovado la proscripción de la familia real. Me han hecho ofertas para que preste mi adhesión al gobierno de Luis Felipe: no tenía méritos para semejante benevolencia, y he manifestado que era incompatible con mi carácter, reclamando lo que pudiera tocarme de la adversidad de mi anciano rey. ¡Ay! yo no había causado esas desgracias, y había tratado de prevenirlas. No recuerdo estas circunstancias para darme importancia, ni crearme un mérito que no tengo: no he hecho más que cumplir con mi deber, y únicamente me explico así, para que se me excuse la libertad de mi lenguaje. Perdonad, señora, la franqueza de un hombre, que aceptaría con placer un cadalso por devolveros un trono.

«Cuando me presenté de ante de V. M. en Carlsbad, puedo decir que no tenía el honor de ser conocido. Apenas os habíais dignado dirigirme algunas palabras durante mi vida. V. M. ha podido ver en las conversaciones de la soledad, que no era quizá el hombre que os habían pintado: que mi independencia en nada se oponía a la moderación de mi carácter, y que sobre todo, no rompía las cadenas de mi admiración y de mi respeto hacia la ilustre hija de mis reyes,

«Suplico además a V. M. tenga en consideración que el orden de verdades desenvueltas en esta carta: o más bien en esta memoria, es lo que constituye mi fuerza, si acaso tengo alguna: por eso me dirijo a los hombres de los diversos partidos y los vuelvo a traer a la causa realista. Si hubiese repudiado las opiniones del siglo, no habría aprovechado mi tiempo. Procuro agrupar en derredor del antiguo trono, esas ideas modernas, que de enemigas, se convierten en amigas pasando por mi fidelidad. Si las opiniones liberales que van cundiendo no se convirtiesen en provecho de la monarquía legítima reconstruida, perecería la Europa monárquica. El combate entre los dos principios monárquico y republicano es a muerte, si quedan separados: la reedificación de un edificio nuevo con los diversos materiales de ambos, os pertenecería a vos, señora, que habéis sido admitida en la más alta y misteriosa de las iniciaciones, la desgracia no merecida; a vos, que estáis marcada con la sangre de las victimas en el altar; a vos, que en el recogimiento de una santa austeridad, abriríais con una mano pura y bendita las puertas del nuevo templo.

«Vuestras luces, señora, y vuestra superior ilustración, aclararán y rectificarán cuanto pueda haber dudoso y erróneo en mis sentimientos tocante al estado presente de la Francia.

«Mi emoción al concluir esta carta, excedo a cuanto yo pudiera expresar.

«El palacio de los soberanos de Bohemia, ¿es, pues, el Louvre de Carlos X y de su piadoso hijo? ¿Hradschin es el palacio de Pau del joven Enrique? ¿y vos, señora, qué Versalles habitáis? ¿a qué puede compararse vuestra religión, vuestras grandezas y vuestros padecimientos como no sea con las mujeres de la casa de David, que lloraban al pie de la cruz? ¡Plegue a Dios que V. M. vea salir radiante de la tumba la dignidad real de San Luis! Pueda yo exclamar al recordar el siglo que lleva el nombre de vuestro glorioso abuelo: señora, nada os pertenece ni os es contemporáneo más que lo grandioso y sagrado:

¡Oh día feliz para mí!

¡Con qué ardor iría a reconocer a mi rey!

«Soy, señora, con el respeto más profundo de vuestra majestad, humilde y obediente servidor.

«Chateaubriand.»

Después de escribir esta carta volví a mi método de vida habitual: volví a ver mis antiguos sacerdotes, el solitario rincón de mi jardín que me pareció mucho más hermoso que el del conde de Choteck, mi baluarte del Infierno, mi cementerio del Oeste, mis Memorias, recuerdo de mis pasados días, y sobre todo la reducida, pero escogida sociedad de la Abadía de los Bosques. La amistad hace que abunden los pensamientos: algunos momentos del trato del alma son suficientes para mí: en seguida reparo este gasto de inteligencia con veinte y dos horas de sueño y de ocio.

Carta de la señora duquesa de Berry.

París, calle del Infierno, 25 de agosto de 1833.

Cuando comenzaba a respirar, vi entrar una mañana en mi casa al viajero que había llevado de mi parte un pliego a Palermo para la señora duquesa de Berry: me traía esta respuesta de la princesa.

«Nápoles, 10 de agosto de 1833.

«Os he escrito una palabra caballero vizconde, para acusaros el recibo de vuestra carta, deseando una ocasión segura para hablaros de mi reconocimiento por lo que habéis visto y hecho en Praga. Me parece que os han dejado ver poco, más bastante, sin embargo, para juzgar que a pesar de los medios empleados, el resultado por lo que concierne a mi querido hijo, no es tal como podíamos temer. Me complazco en recibir de vos esta seguridad; pero me dicen de París que Mad. de Baraude se ha ausentado: ¿qué va a suceder? ¡cuánta impaciencia tengo por hallarme en mi puesto!

«En cuanto a las peticiones que os rogué hicieseis (y que no han sido bien recibidas), han probado que no estaban mejor informados que yo; porque ninguna necesidad tenía de lo que pedía, porque no había perdido mis derechos.

«Voy a pediros consejo para contestar a las solicitudes que de todas partes me dirigen. De lo que sigue, haréis el uso que os dicten vuestra sabiduría y prudencia. La Francia realista, las personas adictas a Enrique V esperan de su madre ya en libertad una proclama.

«He dejado en Blaye algunas líneas que ya deben ser conocidas, pero aguardan de mí algo mas: quieren, saber la causa de mi prisión durante siete meses en esa impenetrable bastilla, y la triste historia de mi cautiverio. Es preciso dar pormenores y que sepa la causa de tantas lágrimas y pesares como han despedazado mi corazón. Allí se verán los tormentos morales que he debido sufrir. Debe hacerse justicia al que la tenga: mas también es necesario descorrer el velo a las atroces medidas adoptadas contra una mujer sin defensa, pues que siempre la han negado un consejo, por un gobierno a cuyo frente se halla un pariente suyo, para arrancarme un secreto, que en todo caso nada tenía que ver con la política, y cuyo descubrimiento no debía variar mi situación si yo era temible para el gobierno francés, que podía retenerme, aun sin derecho, mientras no se abriese un juicio que varias veces he reclamado.

«Pero mi pariente, marido de mi tía, jefe de una familia, a la que, a pesar de la opinión tan general y justamente esparcida contra ella, había dejado esperar la mano de mi hija, Luis Felipe en fin, creyéndome encinta y no casada, (lo cual hubiera decidido a cualquiera otra familia a abrirme las puertas de mi prisión), me ha hecho sufrir todos los tormentos morales para obligarme a dar pasos con los que ha creído poder consignar la deshonra de su sobrina. Por lo demás, si es preciso que me esplique de una manera positiva acerca de mis declaraciones y de lo que las a ha motivado, sin entrar en pormenores sobre interioridades de que no debo dar cuenta a nadie, diré con toda verdad que me han sido arrancadas por las vejaciones, los tormentos morales y la esperanza de recobrar la libertad.

«El portador os dará detalles y os hablará de la incertidumbre forzada acerca del momento de mi viaje y de su dirección, lo cual se ha opuesto al deseo que ya tenía de aprovechar vuestra apreciable oferta, invitandoos a que os reuniéseis conmigo antes de llegar a Praga, pues tenía mucha necesidad de vuestros consejos. Ahora sería ya demasiado tarde, pues ansío ver a mis hijos cuanto antes. Mas como nada hay seguro en este mundo, y estoy acostumbrada a las contrariedades, si contra mi voluntad se retardase mi llegada a Praga, cuento con veros en el punto en donde tenga que detenerme, desde donde os escribiré: si por el contrario, llego al lado de mi hijo cuando deseo, sabéis mejor que yo si debéis o no ir. Os aseguro que en cualquier tiempo y lugar tendré sumo placer en veros.»

«María Carolina.»

Nápoles, 19 de agosto de 1833.

«No habiendo podido marchar aun nuestro amigo, 'he recibido noticias de Praga, que son de tal naturaleza que no disminuyen mi deseo de marchar a ella; pero que también me hacen muy urgente la necesidad de vuestros consejos. Si podéis ir a Venecia sin demora, me encontrareis allí, os dejaré cartas que os dirán en donde podéis reuniros conmigo. Tendré por compañeros de viaje, a unas personas a quienes profeso mucha amistad y reconocimiento, Mr. y Mad. de Baufremout. Hablamos a menudo de vos: su adhesión a mí y a nuestro Enrique, les hace desear vuestra llegada; Mr. de Mesnard, participa también del mismo deseo.»

Mad. de Berry recuerda en su carta un manifiesto publicado a su salida de Blaye que no valía gran cosa, porque no decía ni si, ni no. La carta es curiosa como documento histórico, porque revela los sentimientos de la princesa para con sus parientes opresores, e indica los padecimientos que había sufrido. Las reflexiones de María Carolina son exactas, y las expresa con energía y altivez. Es muy interesante ver a esta madre animosa y tierna, encadenada o libre, preocupada constantemente con los intereses de su hijo. Por lo menos en ese corazón se advierte juventud y vida. Me era muy costoso volverá emprender un largo viaje, pero me conmovía demasiado la confianza de aquella pobre princesa, para negarme a sus deseos, y dejarla caminar sola. Mr. Jauge acudió en auxilio de mi miseria como la vez primera.

Me volvía a poner en campaña con una docena da volúmenes, y mientras yo peregrinaba en el birlocho del príncipe de Benevento, comía él en Londres a dos carrillos con su quinto amo esperando el accidente que le enviase a dormir en Westminster, con los santos, los reyes, y los sabios: sepulcro justamente adquirido por su religión, su fidelidad y sus virtudes.

Jura.— Los Alpes.— Milán.— Verona.— Lista de los muertos. —El Brenta.

De el 7 al 40 de septiembre de 1833, en el camino.

Diario Desde París a Venecia.

Salí de París el 3 de septiembre de 1833, tomando el camino del Simplón por Pontarlier. Salins incendiado había sido reedificado: me gustaba más con su fealdad y caducidad españolas. El abate de Olivet nació a orillas de la Furiosa. Este primer maestro de Voltaire que recibió su discípulo en la Academia, no tenía nada de su arroyuelo paternal.

La gran tempestad que causó tantos naufragios en el canal de la Mancha, me sorprendió en el Jura: llegué de noche a la parada de Levier. Aquella casa construida con tablas, muy iluminada, y llena de viajeros que se habían refugiado en ella, se asemejaba a la celebración de una fiesta: no quise detenerme y trajeron los caballos. Cuando se trató de cerrar la portezuela y cristales del carruaje, costó mucha dificultad: la dueña del parador, joven y en extremo linda, nos ayudó sonriéndose. Tenía buen cuidado de arrimar la luz metida en un tubo de vidrio a su rostro, para que la viese bien.

En Pontarlier, mi antiguo patrón que era muy legitimista, había ya muerto. Cené en la posada del Nacional, buen agüero para el periódico de este nombre. Armando Carreles el jefe de esos hombres que no han mentido en las jornadas de julio.

El castillo de Jony defiende las avenidas de Pontarlier: en sus torreoncillos ha visto sucederse dos hombres, cuya memoria conservará la revolución, Mirabeau y Toussaint-Louverture, el Napoleón negro, imitado y muerto por el Napoleón blanco. «Toussaint, dice Mad. de Staël, fue conducido a una prisión de Francia, en donde pereció de la manera más miserable. Tal vez Bonaparte no se acordará de este atentado, porque se le han censurado menos que los demás.

El huracán arreciaba, y experimenté su mayor violencia entre Pontarlier y Orbes. Hacia sonar las campanas en las aldeas, ahogaba el ruido de los torrentes con el estruendo del trueno, y se precipitaba bramando sobre mi carruaje, como un grano negro sobre la vela de un buque. Cuando los relámpagos iluminaban los matorrales, se veían rebaños de carneros inmóviles, con la cabeza metida entre las manos, y presentando su cola comprimida, y las ancas cubiertas de espesa lana al agua y granizo conducidos con violencia por el viento. La voz del hombre que anunciaba el tiempo desde una torre, parecía el grito de la última hora.

En Lausana todo se había vuelto risueño: varias veces había visitado ya esa ciudad, pero no conocía en ella a nadie.

En Bex, mientras ponían en mi carruaje los caballos que tal vez habían conducido el féretro de madama de Custine, yo estaba apoyado en la pared de la casa en que había muerto mi patrona de Fervaques. Había sido célebre en el tribunal revolucionario por su larga cabellera. En Roma he visto unos hermosos cabellos rubios sacados de un sepulcro.

En el valle del Ródano encontré una muchachilla casi desnuda, que bailaba con una cabra: pedía limosna a un joven rico que pasaba en posta, con un correo delante, y dos lacayos sentados detrás de la brillante carroza. ¿Y os figuráis que semejante distribución puede existir? ¿Pensáis que no justifica las sublevaciones populares?

Sion me recordaba una época de mi vida: de secretario de embajada que era en Roma, el primer cónsul me ascendió a ministro plenipotenciario en el Valais.

En Brig dejé a los jesuitas afanándose en levantar lo que no puede serlo: establecidos inútilmente a los pies de los tiempos, han sido destrozados bajo su masa, como su monasterio bajo el peso de las montañas.

Era la décima vez que pasaba por los Alpes, y ya les había dicho cuanto tenía que decirles en los diferentes años y diversas circunstancias de mi vida. Siempre sintiendo lo que ha perdido, extraviado siempre en los recuerdos, y marchando constantemente hacia el sepulcro, llorando y aislándose, tal es el hombre.

Las imágenes tomadas de los terrenos montuosos tienen relaciones muy sensibles con nuestras fortunas: esta pasa en silencio como un manantial, aquella hace ruido como un torrente, y la otra manifiesta su existencia como una catarata que espanta y desaparece.

El Simplón tiene ya cierto aire de abandono, como la vida de Napoleón, y lo mismo que esa vida carece ya de gloria: es una obra demasiado grande para pertenecer a los pequeños estados a que ha sido entregada. El genio no tiene familia: su herencia pertenece por derecho del fisco a la plebe, que le roe, y planta una col en donde antes había un cedro.

La última vez que atravesé el Simplón iba de embajada a Roma: yo he caído, y los pastores que dejé en lo alto de la montaña todavía están allí: nieves, nubes, peñascos, pinares, cascadas rodean incesantemente a los amenazados aludes. El ser que hay con más vida en aquellas escabrosidades es la cabra. ¿Por qué se muere? ya lo sé. ¿Por qué se nace? lo ignoro, ¡sin embargo, reconoced que los primeros padecimientos, los morales, los tormentos del ánimo, son menores entre los habitantes de la región de las gamuzas y de las águilas. Cuando iba al congreso de Verona en 1822, tenía la casa de postas del pico del Simplón una francesa: en medio de una noche muy fría y borrascosa que me impedía verla, me habló de la Scala de Milán: esperaba unas cintas de París: su voz, que era lo único que yo conocía de aquella mujer, era muy dulce entre las tinieblas y el silbido del viento.

La bajada para Domo d'Ossola, cada vez me ha parecido más maravillosa; cierto juego de luces y sombras aumentaba el encanto. Corría un vientecillo, que en lengua antigua se llamaba aura, especie de brisa precursora de la mañana, bañada y perfumada con el rocío. Volví a encontrar el lago Mayor, en donde estuve tan triste en 1828, y que vi desde el valle de Bellinzona en 1832. En Sesto-Calenda, se anuncia a la Italia: un Paganini ciego, toca el violín y canta la orilla del lago al pasar el Tessino. Al entrar en Milán, volví a ver la magnifica calle de Tulipiferos de que nadie habla: sin duda los viajeros los toman por plátanos. Reclamo contra este silencio en memoria de mis salvajes; importa poco que la América proporcione sombra a la Italia. Podrían también plantarse en Génova magnolias mezcladas con palmeras y naranjos. ¿Pero quién piensa en eso? ¿quién trata de hermosear el terreno? se deja ese cuidado a Dios. Los gobiernos se ocupan en su caída, y se prefiere un árbol de cartón en un teatro de figuras, a la magnolia, cuyas rosas perfumarían la cuna de Cristóbal Colon.

En Milán la vejación de los pasaportes es tan estúpida como brutal. No pude atravesar por Verona sin emoción, allí fue donde realmente comenzó mi carrera política activa. Presentábase a mi imaginación, lo que hubiera podido llegar a ser el mundo, si aquella carrera no hubiese sido interrumpida por una mezquina envidia.

Verona, tan animada en 1822 por la presencia de los soberanos de Europa, había vuelto a recobrar su silencio en 1833, el congreso había pisado por las mismas calles solitarias que la corte de los Scaligeros y el senado de los romanos. Las arenas o circos, cuyas gradas se habían ofrecido a mis miradas cubiertas de cien mil espectadores, estaban desiertas: los edificios que yo había admirado con su iluminación, se ocultaban parduscos y desnudos en una atmósfera lluviosa.

¿Cuántas ambiciónes se agitaban entre los actores de Verona? ¿Cuántos destinos de pueblos examinados discutidos y pesados? Formemos la lista de esos perseguidores de sueños, y abramos el libro del día de la cólera: liber scriptus proferetur: ¡monarcas! ¡príncipes! ¡ministros! ved aquí a vuestro embajador, a vuestro colega que ha vuelto a su puesto; ¿en dónde estáis? contestad.

El emperador de Rusia Alejandro.—Muerto.

El emperador de Austria Francisco II.—Muerto.

El rey de Francia Luis XVIII.—Muerto.

El rey de Francia Carlos X.—Muerto.

El rey de Inglaterra Jorge IV.—Muerto.

El rey de Nápoles Fernando I.—Muerto.

El duque de Toscana.—Muerto.

El papa Pio VII.—Muerto.

El rey de Cerdeña Carlos Félix.—Muerto.

El duque de Montmorency, ministro de Negocios Extranjeros de Francia.—Muerto.

Mr. Canning, ministro de Negocios Extranjeros de Inglaterra.—Muerto.

Mr. de Bernstorff, ministro de Negocios Extranjeros de Prusia.—Muerto.

Mr. de Gentz de la cancillería de Austria.—Muerto.

El cardenal Gonsalvi, secretario de estado de su santidad.—Muerto.

Mr. de Serre, mi colega en el congreso —Muerto.

Mr. de Aspremont, mi secretario de embajada.— Muerto.

El conde de Nieperg, marido de la viuda de Napoleón.—Muerto.

La condesa Tolstoi.—Muerta.

Su joven hijo.—Muerto.

Mi patrón del palacio Lorenzi.—Muerto.

Si tantos hombres anotados conmigo en el registro del congreso han sido inscriptos en el de defunciones; si han perecido pueblos y dinastías reales; si ha sucumbido la Polonia; si la España ha sido nuevamente anonadada; si yo he ido a Praga a informarme de los restos fugitivos de la gran raza de que era representante en Verona, ¿qué son las cosas de la tierra? Nadie se acuerda de los discursos que pronunciábamos en derredor de la mesa de Metternich; pero ¡oh poderío del genio! ningún viajero oirá jamás cantar a la alondra en los campos de Verona sin acordarse de Shakespeare. Cada uno de nosotros, al reconocer las diversas profundidades de su memoria, encontrará otra capa de muertos, otros sentimientos extinguidos, otras quimeras que inútilmente alimenta, como las de Herculano, con la mamila de la Esperanza. Al salir de Verona, me vi obligado a cambiar de medida para calcular el tiempo pasado: retrogradé veinte y siete años, porque no había andado el camino de Verona a Venecia desde 1806. En Brescia, Vicenza y Padua, atravesé las murallas de Palladio, Scamozzi, Franceschini, Nicolás de Pisa, y Fray Juan.

Las orillas del Brenta defraudaron mi esperanza: eran mucho más risueñas en mi imaginación: los diques construidos a lo largo del canal, dejan muy escondidas las lagunas. Muchas villas han sido demolidas, pero aun quedan algunas muy elegantes. Allí reside tal vez el Signor Procurante a quien disgustaban las señoras, comenzaban a cansar las dos lindas jóvenes, a quien fatigaba la música al cabo de un cuarto de hora, que encontraba a Homero sumamente pesado, que aborrecía al piadoso Eneas, al pequeño Ascanio, al imbécil rey Latino, a la labradora Amata, y a la insípida Lavinia: que declaraba que no quería leer jamás a Cicerón, y mucho menos a Millón, bárbaro que había echado a perder el infierno, y el diablo del Tasso. «¡Ay! Decía por lo bajo Cándido a Martin, temo que ese hombre desprecie soberanamente a nuestros poetas alemanes.»

A pesar de verme contrariado, me encantaban sin embargo, los naranjos, higueras y otros árboles, y la suavidad del aire, porque poco tiempo antes caminaba por los bosques de la Germania, y los montes de los checos, en donde el sol tiene muy mala cara.

El 10 de septiembre al amanecer llegué a Fusina, que Felipe de Comines y Montaigne llaman Chaffusina. A las diez y media ya había desembarcado en Venecia. Mi primer diligencia fue enviar al correo, y no había ninguna carta con sobre directo para mi, ni con el indirecto de Pablo: no tenía, pues, ninguna noticia de la señora duquesa de Berry. Escribí al conde Guiffi, ministro de Nápoles en Florencia, suplicándole me participase la salida de su A. R.

No teniendo ningún antecedente, me decidí a aguardar con paciencia a la princesa: Satanás me envió una tentación. Por sus sugestiones diabólicas deseé permanecer solo quince días en la fonda de Europa, con grave detrimento de la monarquía legitima. Deseaba entorpecimientos en su camino a la augusta viajera, sin pensar que mi restauración del rey Enrique V podía retardarse medio mes: Como Danton, pido perdón a Dios, y a los hombres.

Memorias de ultratumba Tomo V
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